Acababa de incorporarme a la afamada agencia de
detectives Madison y asociados, y ya me dieron un caso de lo más
interesante. Debieron oler mi valía como buscador de personas desaparecidas, ya
que de lo que se trataba era de hallar, vivo o muerto, a un afamado hombre de
negocios, un tal Mario Mendoza. El caso lo había llevado un colega que acababa
de jubilarse y no, precisamente, con mucho acierto. Había transcurrido un mes
desde que la mujer del empresario denunciara su desaparición y no existía
ninguna pista mínimamente fiable.
Me encontraba, pues,
ante un reto de gran envergadura. La mujer del presunto desaparecido, Inés
Galván, una modelo de renombre, aunque ya en declive, estaba dispuesta a pagar
una importante recompensa al margen de nuestra minuta si lográbamos encontrarlo
a la mayor brevedad posible y no podíamos defraudarla. La policía podía pasar
por inútil, pero nosotros no.
Si resolvía ese caso,
no solo me ganaría el respeto de Eduardo, mi jefe, y de mis compañeros, sino
que también me llevaría una gratificación extra. Así pues, me puse manos a la
obra y mi primer paso fue, lógicamente, ponerme en contacto con la bellísima
modelo, una mujer de treinta y cinco años, de los que llevaba dos casada con el
rico empresario, veinte años mayor que ella.
No sé qué hechizo me
lanzó, pero quedé prendidamente enamorado de la exuberante modelo en cuestión
de horas, las que estuvo poniéndome al corriente de todos los detalles que
consideré necesarios conocer. Su forma de hablar, de moverse y su mirada
penetrante y seductora me subyugaron irremediablemente.
A los pocos días, la
atracción física se convirtió en algo mutuo y empezamos a intimar, hasta el
punto de que Inés acabó contándome los detalles más íntimos de su convivencia
con un marido al que calificó de déspota y maltratador. Con cada detalle, me
sentía más atraído por la que consideraba una mujer infeliz que estaba
malgastando los mejores años de su vida al lado de un impresentable. Hasta que
un día, entre copa y copa, y algo achispada, me confesó que deseaba que su
marido estuviera muerto, pues no solo se libraría de un tirano, sino que
también heredaría su gran fortuna, lo que le permitiría vivir sin depender de
nadie, ni siquiera de su carrera profesional, que ya no estaba en sus mejores
momentos.
Desde ese instante, mi
empeño por hallar al desaparecido se convirtió en una obsesión acompañada de un
intenso desasosiego. Sabiendo lo que sabía, yo también acabé deseando ver
muerto al interfecto, pero mi ética profesional me obligaba a resolver el caso,
fuera cual fuera su desenlace. Pero esa misma ética también me impedía mantener
una relación sentimental con mi clienta y, en cambio, estaba incumpliendo esa
norma tan elemental. Estaba hecho un lío.
¿Cómo alguien como yo, moralmente
íntegro y consecuente con sus ideas, había podido caer en brazos de una mujer
que, bien pensado, no sabía hasta qué punto era de fiar?
Al cabo de dos semanas
de haber iniciado las pesquisas, di con una pista bastante fiable sobre el
paradero del marido de Inés. Solo tuve que profundizar en las cloacas del mundo
de los negocios turbios para descubrir que el hombre al que buscaba debía una
cuantiosa cantidad de dinero a un prestamista que no se andaría con chiquitas
si daba con él. Lo más probable era, pues, que estuviera escondido en algún
lugar seguro. Pero de ser así, no podía estar indefinidamente oculto. Seguramente
estaba intentando ganar tiempo para pergeñar una forma de deshacerse de su
perseguidor o perseguidores.
Una noche, después de
hacer el amor con Inés, no podía conciliar el sueño dándole vueltas al asunto
de marras. Hasta que tuve un pálpito. ¡Cómo no había caído en la cuenta! Inés
no solo quería que Mario estuviera muerto, quería verlo muerto, que era
distinto. Entonces me levanté sigilosamente de la cama y me hice con su
teléfono móvil. Busqué en la agenda el número de su marido. No aparecía el
nombre de Mario, pero recordé que solía llamarle Cari —qué cosa más cursi
para dos adultos, pensé— y como tal le tenía identificado. Le llamé. Si veía el
número de su mujer no dudaría en contestar. Cuando oí una voz de hombre que
decía «Hola, mi amor, ¿cómo estás? Te extraño mucho»,
colgué sin más. Tras clonar el móvil de Inés, me marché a casa, dejándola
durmiendo plácidamente. Ahora ya tenía un modo de seguir las conversaciones de
marido y mujer y, lo más importante, de localizar la ubicación de él, cosa que
no me llevaría más que unos pocos minutos en cuanto se pusieran en contacto
telefónico.
Como era de esperar, la
primera llamada se produjo desde el teléfono de Cari reprochándole a Inés
haber colgado la noche anterior sin dirigirle la palabra, habiendo sido ella
quien le había llamado. Ella argumentó que no tenía ni idea de lo que pudo
ocurrir. Pero yo sí supe al instante que deduciría quién había efectuado esa
llamada. Ahora supondría que, conociendo el número de teléfono de Mario, daría
con su escondite. Pero si Inés quería ver a su marido muerto ¿por qué no había contratado
a un sicario que hiciera ese mismo trabajo y se deshiciera de él? No, tenía que
ser yo, un detective privado que estuviera de su parte y que resolviera el caso
limpiamente, sin levantar sospechas.
Al cabo de unas horas,
llamaba al timbre del piso donde se refugiaba Mario haciéndome pasar por un
amigo de Inés. Mi intención no era otra que anunciarle que su mujer le quería
muerto y todo para cobrar una suculenta herencia. El hombre, más confiado de lo
que cabría esperar, me franqueó el paso sin poner ningún impedimento.
—¿Cómo sabe usted todo
eso? —me preguntó, confuso, tras haberle explicado el motivo de mi visita.
Tras contarle toda la
historia —salvo que me acostaba con su mujer—, el hombre, avejentado en
cuestión de minutos, no cesaba de pasarse las manos por los cabellos
encrespados, pensando qué hacer. Sentí una franca pena por él. No parecía ser
el tipo duro y maltratador como me lo había descrito la bella modelo.
—Si lo que me ha
contado usted es cierto, Inés se llevará una desagradable sorpresa —afirmó,
claramente abatido, tras lo cual se cerró en banda. Ya no quiso hablar más del
tema.
—Tiene que desaparecer,
irse donde nadie pueda dar con usted, ni la mafia ni su esposa. Y cómprese un
teléfono nuevo—le recomendé.
Yo no encontraría
oficialmente al hombre desaparecido, pero le salvaría la vida. Aun así, no
entendía qué quería de mí Inés. ¿Qué papel jugaba yo en toda esa historia,
aparte del de sabueso que halla su preciada presa? Tan solo tuve que
esperar unos segundos para descubrirlo.
Alguien llamó a la
puerta con los nudillos. Mario y yo nos quedamos petrificados sin saber qué
hacer. Al cabo de unos segundos oímos la voz de Inés que, susurrando, nos
suplicaba que la abriéramos. Sin duda me había seguido para dar con su marido.
Tras unos instantes de duda y con el consentimiento de Mario fui a abrir la
puerta, tras la cual apareció Inés, exultante. Su marido y yo nos quedamos, sorprendidos
y desconcertados, no tanto por su inesperada irrupción sino porque empuñaba un
arma de fuego.
El disparo fue
ensordecedor. La finca debía estar en esos momentos vacía, pues nadie pareció
haberse percatado del estruendo.
—Bueno, ahí tienes a
Mario. Ya puedes informar a tu jefe. Toma el revolver, era suyo, pero no está
registrado, así que puedes decir que lo encontraste junto al cadáver y que debe
pertenecer al sicario que se lo cargó y que, por algún motivo, las prisas
quizá, se lo dejó en la escena del crimen. Ya te inventarás cualquier
explicación. Y límpialo bien, por favor, no vayan a quedar mis huellas. Ahora
por fin, soy libre y tú tendrás una generosa recompensa.
Y dicho esto, me lanzó
un beso al aire y salió rápidamente del piso, dejándome con un muerto a mis
pies y más aturdido de lo que me había dejado el disparo a bocajarro.
Tenía que pensar con
rapidez. ¿Qué hago ahora?, me dije tras recoger el arma con la ayuda de un
pañuelo y guardármela en un bolsillo.
Inés me había utilizado
para dar caza a su marido, quien le debía haber contado cualquier mentira
mínimamente creíble para justificar su desaparición voluntaria, pero sin
revelarle su paradero. «Cuánto menos sepas, mejor», debió de decirle.
Me pasé casi todo el
día en casa de Mario intentando aclarar los puntos oscuros de esa historia. Me
costó unas cuantas horas, pero lo conseguí.
En una caja de cartón oculta
en un armario hallé documentos e información que Mario debió llevarse consigo y
que me sirvieron para que las piezas del rompecabezas acabaran de encajar.
Era evidente que Inés
ignoraba que era un mafioso, al que no había podido devolver un préstamo de
varios millones de euros para sacar a flote su negocio, que llevaba tiempo
haciendo aguas, quien andaba detrás de su marido. Todo estaba escrito y
documentado: balances contables, extractos bancarios, pagarés, cartas amenazadoras...
Incluso notas de voz en su móvil que identificaban al peligroso prestamista. Inés
también ignoraba, por lo tanto, que su marido estaba prácticamente arruinado. Ahora
entendía por qué este había dicho que se llevaría una desagradable sorpresa en
caso de que él muriera.
Todo ello me confirmó
que Mario se había puesto a salvo de sus perseguidores hasta que pudiera
encontrar el modo de salir del país. Pero ¿quién le podía ayudar en su propósito?
Esto ya nunca lo sabría.
Me sentía tremendamente
humillado al pensar que había sido objeto de una trampa por parte de Inés,
habiendo caído en sus redes amatorias. Sabía de su interés por ver muerto a su
marido, pero nunca pensé que fuera capaz de acabar con él con sus propias
manos. Pero recibiría su justo castigo cuando descubriera la verdadera
situación económica del difunto. Tendría que volver a vivir de sus ingresos
como modelo venida a menos. Eso en caso de que no la denunciara a la policía.
Ya de noche, fui a la
oficina para redactar mi informe. Me pasé más de una hora ante la pantalla del
ordenador sin saber qué escribir. Inés confiaba que, habiendo caído rendido a
sus pies, la encubriría. Y no andaba totalmente errada. Por mucho que lo intentaba,
no podía dejar de pensar en nuestra relación. Esas últimas semanas junto a ella
habían sido un bálsamo para mis heridas abiertas, una dulce forma de olvidar mi
reciente y doloroso fracaso sentimental, un consuelo para mi soledad y mi vida caótica
y confusa. Me había enamorado perdidamente de ella. Intentaba justificarla de algún
modo, pero dudaba. Un asesinato no tiene justificación a menos que sea en
defensa propia. Y no era el caso.
Estaba con las manos sobre
el teclado cuando sonó mi móvil. Era Inés, con su voz melosa.
—Hola, cariño —por lo
menos no me llamaba Cari—. ¿Ya has redactado el informe?
—Ahora estaba en ello
—respondí escuetamente.
—Y ¿ya sabes qué
pondrás?
—Todavía no, pero no te
preocupes, que algo se me ocurrirá.
—Muy bien, cuando lo
tengas, ya me contarás. Te quiero —susurró antes de colgar.
Seré novato, pero no
mentecato, me dije. Si quería hacerme un nombre en el campo de la investigación
privada, un nombre que fuera sinónimo de buen hacer y de ética profesional,
¿cómo iba a involucrarme en un asunto tan deleznable? Si seguía los dictados de
Inés, tarde o temprano todo acabaría descubriéndose y ambos pasaríamos muchos
años en la cárcel. Así que me dispuse a relatar la verdad. No estaba dispuesto
a encubrir a una asesina que me había utilizado con sus poderes de seducción.
Una vez terminado el
informe, lo dejé sobre la mesa de Eduardo junto a la pistola con las huellas
que no llegué a borrar, la prueba del delito. Ya lo encontraría todo al día
siguiente cuando se incorporara al trabajo.
Casi no pude pegar ojo
en toda la noche, dándole vueltas al asunto e imaginándome la reacción de Inés.
Con lo astuta que era, bien podría inventarse algo en mi contra, alegar que
estuve en el ajo desde el principio y que ahora, resentido por haber roto
nuestra relación, quería vengarme de ella.
Al día siguiente, llegué tarde a la oficina. Me
había costado mucho conciliar el sueño y se me habían pegado las sábanas.
Al llegar, me extrañó
la tranquilidad reinante cuando esperaba un cierto alboroto y que, al verme,
todos mis compañeros me felicitaran por haber cerrado el caso satisfactoriamente.
Pero, en cambio, todo el mundo iba a lo suyo y ni siquiera repararon en mi
presencia. Cuando llamé a la puerta del despacho de Eduardo nadie contestó. Oí
una voz a mi espalda que decía:
—Todavía no ha llegado
o, por lo menos, nadie le ha visto. Es muy extraño en él, que siempre es tan
madrugador.
—¿Le habéis llamado?
Quizá esté indispuesto.
Por toda respuesta mi
interlocutor se encogió de hombros.
Decidí, pues, abrir la
puerta del despacho. Me sorprendió sobremanera no ver en su mesa el informe ni
el arma que había dejado la noche anterior. A continuación, llamé a su casa. Su
mujer dijo que había salido muy temprano, pues tenía un asunto muy urgente que
resolver. Eso me dio muy mala espina. Eché un vistazo a la grabación de la
cámara instalada en la entrada del edificio y vi que, efectivamente, había
llegado a las siete de la mañana y salido apresuradamente al cabo de diez
minutos. Su móvil estaba desconectado o fuera de cobertura, según la alocución
grabada. Me temí lo peor.
Inés tampoco contestó a
mis llamadas. Los dos pájaros habían volado, esto estaba claro. Esa mujer había
jugado con dos cartas, la mía y la de Eduardo. Este, al ver mi informe, debió
ponerse de inmediato en contacto con Inés para hacerle partícipe de mi traición
y decidieron fugarse a la espera de que ella se hiciera con todo el dinero de
su difunto marido y vivir juntos un retiro dorado. ¿Cuánto tiempo le duraría a
Inés su nuevo cómplice cuando descubriera que no había tanto dinero de por
medio? No mucho, como pude saber al cabo de unas pocas semanas. Pero por un
motivo muy distinto.
Los informativos no
aclararon lo sucedido, pero pude colegir que el mafioso, o sus secuaces, habían
dado con su paradero en Rio de Janeiro. Dos disparos a quemarropa acabaron instantáneamente
con la vida de ambos. La versión oficial fue que habían sido objeto de un
atraco a mano armada mientras paseaban por la playa de Copacabana a medianoche.
Este caso, el primero
que me asignaron, me enseñó a desconfiar de las mujeres exuberantes que buscan
desesperadamente a sus maridos. Y también que hay malos que resultan no ser tan
malos y buenos mucho menos buenos de lo que aparentan.
Al cabo de los años, he
logrado forjarme un buen nombre. Y hablando de nombres, me doy cuenta de que todavía
no os he revelado el mío. Aunque mi verdadero nombre es otro, todo el mundo me
conoce como Sam, en honor a Sam Spade. Yo habría preferido que me llamaran
Bogart, pero qué le vamos a hacer.