El viento huracanado se cuela
por las rendijas de la vieja y destartalada cabaña, ululando como el aullido de
una manada de lobos hambrientos. En años no se había visto una tormenta igual. Las
rachas de viento golpean, como puños de hierro, la puerta y las paredes. Los
copos de nieve se estrellan, furiosamente, contra los sucios cristales, que a
duras penas resisten el embate.
Lleva ya dos días encerrada
sin poder salir, sin comida y solo bebiendo el agua de la nieve que, al
derretirse, se cuela por debajo de la puerta y por las grietas del tejado. Aun
así, ha tenido suerte de hallar donde guarecerse en el último momento. Pero
está aterrorizada. No sabe qué hacer. Desconoce qué ha sido de los demás. ¿Les
habrá dado caza su incansable perseguidor? El vendaval no da tregua, pero quizá
podría intentar salir de ese escondrijo. Aquel miserable habrá vuelto al calor
de su refugio esperando a que la tormenta amaine. Luego volverá a por ella.
Quiere atraparla como sea. Debe, pues, aprovechar su ausencia para huir hacia
el bosque, aunque, una vez a la intemperie, no sea capaz de dar dos pasos sin
verse arrastrada por la fuerza del vendaval, acabando estampada contra una roca
o contra los árboles que, como barrotes carceleros, rodean el claro. Quizá no
llegue muy lejos. Pero prefiere estar muerta cuando dé con ella a ver cómo
disfruta acabando con su vida. Es ahora o nunca.
Su cuerpo es menudo y liviano.
Lo uno juega a su favor, lo otro en su contra. Por una parte, la nieve lo
camuflará y lo acogerá como un manto protector. Solo le queda el recurso de hundirse
en ella, confundirse con la blancura del entorno y rogar para que las ráfagas
de esa tremenda ventisca pasen de largo. Pero, por otra parte, uno de esos torbellinos
puede succionarla y levantarla por los aires como una hoja seca, para luego
arrojar su frágil cuerpo desde lo alto, acabando con todos sus huesos
fracturados, o muerta. Pero si se queda ahí, tarde o temprano aquel hombre acabará
dándole caza y no quiere concederle ese placer.
Tan pronto como pisa el exterior,
la infeliz se da de bruces con el enorme perro guardián, cuyo dueño había
dejado atado, y que esperaba, agazapado, su oportunidad. No le da tiempo a
reaccionar. Demasiado tarde. La cadena que sujeta al animal le deja suficiente
espacio para lanzarse raudo contra ella y clavarle, con sus fuertes mandíbulas,
una dentellada que la deja inmóvil.
Las fauces del can no la matan
instantáneamente. A la pobre liebre le quedan unas largas horas de agonía hasta
que el cazador venga a por su presa. En invierno el hambre aprieta y no se puede
desperdiciar ningún alimento por magro que sea.