Después de leer El exorcista, de Peter Blatty, empecé
a creer en las posesiones demoníacas. Se convirtió en mi materia de
conversación preferida, provocando la hilaridad de mis amigos, hasta que,
hartos de tanta estupidez —como así lo calificaron—, me prohibieron volver a
sacar el tema a colación.
Yo, que siempre me
había tenido por una persona sensata, me estaba obsesionando con lo que mis
amigos consideraban supercherías de vieja. Harto de su desdén, aparqué por un
tiempo ese interés, al menos públicamente.
Y en esta historia,
como en muchas otras, hay un antes y un después. El antes se acabó aquí. El
después empezó cuando apareció Alicia.
Puede resultar cursi,
pero fue amor a primera vista. La vi acodada en una esquina de la barra. Su aspecto
me cautivó. Nos estuvimos observando a distancia un largo rato, yo hipnotizado
y ella provocativa. Parecía que me desnudaba con su mirada. Me sentí intimidado.
Yo, que me tenía por un conquistador, me vi, de pronto, como un adolescente inseguro.
Nunca había contemplado una belleza tan singular en mi vida. ¿De dónde había
salido esa mujer? ¿Sería una conocida de Gustavo, el anfitrión de la fiesta que
había organizado con motivo de su cumpleaños?
Fue ella quien tomó la
iniciativa, acercándose y susurrándole algo al oído de mi amigo. Gustavo
dirigió de inmediato su mirada hacia mí y, sonriente, vino presuroso con ella
prácticamente colgada de su brazo.
—Javier, te presento a
Alicia…, bueno, a Alicia.
—Encantado —le dije sin
poder evadir el poder mágico de su mirada. Ojos verdes y rasgados, labios
carnosos y sensuales, tez pálida y pecosa como la de una niña. Todo ello engalanado
con una larga cabellera rojiza y ondulada, formando un conjunto fascinante.
Tras unos momentos de mutismo
y vacilación, que se me hicieron eternos —qué pensará de mí, me dije—,
empezaron las presentaciones.
Alicia conocía a
Gustavo de una fiesta. Como ambos habían acudido sin acompañante, acabaron
emparejándose.
—Era una fiesta
organizada por el Club de Polo y no conocíamos a nadie de los allí presentes,
yo porque era nueva en la ciudad y él porque acababa de hacerse socio y su
acompañante le había dejado plantado a última hora.
No pude resistirme a
sus encantos. Pero el flechazo fue mutuo. Al cabo de unas semanas ya vivíamos juntos,
lo cual dio pie a que Gustavo, en plan guasón, me advirtiera: «Ojo con esa
diablesa, que te arrastrará al infierno sin poder resistirte a sus poderes». Poderes
o no, lo cierto es que no podía estar sin ella ni un solo momento. Era la mujer
perfecta.
Al principio todo iba
de maravilla. Nunca había sido tan feliz. Hasta que Gustavo metió la pata al
mencionar mi afición —como la llamó— por lo demoníaco. De haber podido, le
habría asestado un golpe de gracia allí mismo, por su indiscreción e
impertinencia —¿qué opinión tendría Alicia de mí después de eso?—, sintiéndome
como un niño ridiculizado públicamente por el profesor ante la chica más bonita
de la clase.
Pero contrariamente a
lo temido, Alicia reaccionó muy bien, afirmando que esas cosas no debían tomarse
a la ligera. Ella creía en la existencia del mal, en sus distintas facetas, pero
era un tema del que no solía hablar.
Desde ese instante, sin
embargo, sintió un verdadero interés por “mi afición” y era ella la que sacaba
a colación ese tema, interrogándome, queriendo saber lo que yo pensaba y sabía
sobre las posesiones diabólicas. Su interés superaba el mío con creces y, a
diferencia de mí, no sentía temor alguno. Todo lo contrario. Llegó a proponerme
asistir a un exorcismo. Sabía de un sacerdote que los practicaba en secreto.
Ella había estado presente en la última sesión y le había divertido. ¿Divertido?
Por supuesto rehusé, cosa que pareció contrariarla.
—Sólo quiero que veas
que es cierto —se justificó.
A partir de entonces,
toda mi atracción por ella se trastocó en recelo al ver cómo me escrutaba
mientras hablaba de las posesiones infernales, de cómo tenían lugar y quiénes
eran más vulnerables, de lo que puede llegar a hacer el diablo en el cuerpo del
poseso, algo que describió, ante mi estupor, como una experiencia inigualable. Sus
ojos refulgían mientras hablaba. Su carácter cambió. Cuando hacíamos el amor parecía
que era ella la poseída y, después, una vez relajada, se tumbaba a mi lado y me
miraba de una forma extraña, con un rictus desagradable, casi demoníaco. Empecé
a tenerle miedo.
Mis sueños se volvieron
pesadillas, en las que ella adoptaba figuras extrañas, bailando a mi alrededor
y arrastrándome hacia una gran hoguera. Al despertarme, angustiado y sudoroso, resonaba
en mi cabeza la advertencia jocosa de Gustavo: «Ojo con la diablesa».
La pesadilla de hoy ha
sido la peor, me ha parecido tan real… Me he despertado sobresaltado. Las
sábanas estaban revueltas, pero no había ni rastro de Alicia. Solo permanecía
en el ambiente su olor, pero esta vez con un vestigio acre.
Sumido en la
consternación, me he sentido, de pronto, raro, mareado. Me ha dado la sensación
de que no era el de siempre. Al ir al baño para echarme agua a la cara, me he observado
en el espejo y casi no me he reconocido. Los ojos, esa mirada no es la mía.
Parece como si un extraño habitara en mí.
No sé nada de Alicia. Y,
ahora que lo pienso, tampoco de Gustavo.