domingo, 22 de septiembre de 2019

El precio de la libertad


A falta de relatos recién salidos del horno, he decidido descongelar dos micros de la pasada temporada, cocinarlos a fuego lento, sazonarlos un poco y ponerlos a disposición de mis queridos lectores para ir haciendo boca. Aunque cada uno tiene su propio título, los he englobado bajo el encabezamiento de “El precio de la libertad” porque, tal como lo veo, ese es su denominador común. Espero que sean de vuestro agrado.


¿Quién pudo ser?

Cuando tuve la oportunidad de marcharme, a pesar de haber estado deseando poder dar ese paso, temí abrir la puerta. Ignoraba qué me aguardaba al otro lado. Mi mirada recorrió la estancia a modo de despedida. No había mucho que ver. Todo estaba como el primer día. El libro, viejo y manoseado, seguía en la mesilla de madera carcomida. Ya estaba ahí cuando llegué. ¿Cuántos debieron haberlo leído antes que yo y en las mismas circunstancias? ¿Cuántas manos temblorosas lo habrían sostenido? ¿Cuántos ojos asustados habrían recorrido sus páginas?

Esas cuatro paredes habían sido mi morada durante demasiado tiempo. Luego supe que fueron exactamente cuatro meses, dos semanas y tres días. Salvo las escasas y breves visitas que recibía a diario, la soledad, la incertidumbre y aquel libro fueron mi única compañía.

Últimamente dormía de un tirón ─hay qué ver cómo el cuerpo y la mente pueden llegar a adaptarse a las peores situaciones─, pero aquella madrugada algo me despertó. Oí unos pasos y luego el sonido de la puerta al cerrarse. Pero esa vez sin la habitual doble vuelta de llave.

Cuando abrí la luz, no observé nada extraño, salvo que el desayuno no estaba en el lugar de costumbre. Todavía era muy temprano para eso. Corrí hacia la puerta. Como sospechaba, no estaba cerrada con llave. No pudo haber sido un descuido. Uno de mis carceleros había decidido dejarme marchar. Pero ¿quién pudo ser?

Curiosamente, una vez con la mano en el pomo, me invadió un repentino sentimiento de apego hacia algo que un día me resultó terriblemente hostil. Lo último que recuerdo es que corrí y corrí hasta desfallecer sin que nadie se percatara de mi huida.

***

Llevo ya varias semanas en casa. He vuelto a mi exitosa y cómoda vida. Ahora, además, soy una celebridad, una heroína. Hallaron el zulo, pero ningún rastro de mis captores. Solo unos cuantos pasamontañas junto a un libro, viejo y ajado. No dejo de preguntarme quién decidió liberarme. Desearía saber quién, por primera vez en mi anodina existencia, ha podido sentir algún tipo de afecto por mí. Presiento que fue el de los ojos claros y mirada bondadosa, el único que me dirigía la palabra.

Desde hace unos días, a pesar de las recomendaciones, he vuelto a hacer footing por el mismo lugar y a la misma hora. Pero no aparece. Quizá lo haría si supiera que no le delataría.

Nunca pensé que echaría de menos aquella falta de libertad.



 Decisión fallida


Antes de darme a la fuga me aseguré que llevaba conmigo todo lo imprescindible. Era arriesgado, pero lo había planeado minuciosamente durante varios meses. No podía fallar. Lo tenía todo calculado. O eso creía.

Si el plan salía mal tenía mucho que perder. Tenía que ser optimista, ver la botella medio llena, no medio vacía. ¿O es el vaso? Bueno, da igual. Lo que realmente importaba era pensar en positivo. Y yo era muy positivo.

Al cabo de cinco minutos de haber salido de casa, ya estaba en un autobús con destino a la estación central. Tomaría el primer tren hacia el sur. Siempre me ha gustado el sol y el calor. No soporto los días grises, fríos y lluviosos del norte.

Tenía que darme prisa antes de que notaran mi ausencia. Una vez llegara a mi destino empezaría una nueva vida. Mi único temor era que el expendedor de billetes o el revisor sospecharan algo y dieran aviso a la policía.

El panel de información indicaba que los primeros trenes en partir eran de cercanías. No me valían. Había uno a Málaga. Lo suficientemente lejos. Podría vivir junto al mar. Pero debía esperar varias horas hasta su salida y me arriesgaba a que, entretanto, dieran conmigo. Los nervios me reconcomían.

Pregunté cuánto costaba el billete. No tenía dinero suficiente. ¡Maldito dinero! Era lo único en lo que no había reparado. Entonces, para mí el dinero no tenía mucho valor. Los veinte euros que había reunido por mi cumpleaños no me llegaban para ir tan lejos.

Volví a casa cabizbajo. Sabía que me esperaba una buena bronca. Pero no tenía otra opción. Pensé, resignado, que ya volvería a intentarlo cuando fuera mayor.

Ahora soy lo suficientemente mayor y sigo donde siempre he estado.