viernes, 25 de abril de 2014

Demasiado tarde


Todas las mañanas mira por la ventana y ve el mismo escenario. Sólo sale de su celda para ir al comedor, a la biblioteca, donde desempeña el cargo de bibliotecario, o para dar un breve paseo por el patio con el resto de internos.

Esta semana cumplirá treinta años de encierro y aunque le han comunicado que estará libre antes de que termine la semana, ya no desea la libertad. Qué lejos quedan aquellos días en que soñaba con ser libre. Cuántas ilusiones se desvanecieron con cada uno de los recursos desestimados. Hace años que perdió toda esperanza y ahora, cuando por fin podrá salir a la calle, no quiere esa libertad tan ansiada.

Ya no quiere ser libre, ¿para qué?, ¿adónde iría?, si nadie le espera ya. Muchos le envidian pero él se siente ahora más ligado a esta vida carcelaria que a la incertidumbre que le espera tras esos gruesos muros. A fin de cuentas, este lugar ha sido su hogar durante toda su juventud y parte de su vida adulta. En 1953, con veinte años, entró por esa puerta y ahora, con cincuenta recién cumplidos, ya no quiere salir.

Aquéllos que sufrieron tanto por su injusto cautiverio ya no están para recibirlo. Aquéllos a los que quiso demostrar que era inocente ya no están para conocer la verdad o ya se han olvidado de él. Todos se fueron creyendo, como él, que cumpliría cadena perpetua. Los únicos que confiaron en su inocencia fueron sus padres pero los de ella nunca sabrán cuán injustamente le trataron, culpabilizándole de unos crímenes horrendos que no cometió, escupiéndole a la cara la palabra asesino, y volviendo en su contra a la persona que más amaba.

Los que le conocían bien, sabían que era incapaz de cometer unos actos tan brutales. ¿Cómo podía ser el autor de unos crímenes tan horrendos? Pero las pruebas, aunque circunstanciales, le incriminaron y ni él ni su abogado de oficio fueron capaces de demostrar su inocencia y evitar esa injusta condena que, ironías de la vida, continuaría por muchos años si la fortuna, aunque tardía, no hubiera intercedido en su favor. Han tenido que pasar tres décadas para que se desvelara la identidad del verdadero culpable, ese amable vecino que se mostró tan colaborador y apenado ante la trágica muerte de aquellas víctimas inocentes, ese hombre que tuvo que fallecer en la soledad más absoluta para que la policía, alertada por los vecinos, hallara en su domicilio las pruebas irrefutables de su autoría. Luego, gracias a esa técnica tan novedosa de análisis del ADN, pudieron confirmarse las sospechas. El azar y la ciencia se confabularon a su favor, pero ya es demasiado tarde.

Aunque aliviado por haber quedado limpio de toda culpa, no se siente capaz de pisar la calle para disfrutar de su merecida y antaño ansiada libertad. Cuando en su día oyó la sentencia de boca del juez deseó morirse y sigue deseándolo. Aquí ha muerto un poco cada día y aquí quiere pasar el resto de su miserable existencia. Pero le han dicho que cuando decreten oficialmente su libertad, no tendrá más remedio que abandonar estas cuatro paredes y echar a andar hacia su nueva vida.

¿Qué vida le espera ahí afuera? Tendría que irse a vivir lejos del lugar que le vio nacer pues no soportaría volver a ver el barrio, ni siquiera la ciudad, en donde fue tan feliz pero que fue el escenario de su agonía. ¿Dónde podría empezar esa nueva vida? No se siente con ánimos para volver a trabajar en un oficio que ya tiene olvidado. Podría vivir de la indemnización que le corresponde, le han dicho, pero ya no sería lo mismo. Ese dinero tendría el sabor amargo de una injusticia irreparable y siempre le recodaría su desdicha. Y tampoco tiene con quién compartirlo.

Así que ya lo tiene decidido: ha vivido aquí y morirá aquí, pero como el tiempo corre en su contra, tiene que darse prisa. Esta noche será la última que pasará en este lugar. Cuando los funcionarios pasen revista y no le vean en el recuento matutino, le buscarán en la celda donde le encontrarán sin vida. Y por fin será feliz, libre de verdad y para siempre. Hubiera tenido que hacerlo mucho tiempo antes pero no ha reunido el valor suficiente hasta ahora.

Ya ha redactado la nota que encontrarán a sus pies, mientras su cuerpo penda del barrote más alto de la ventana. Primero pensó en dejar una larga exposición de reproches contra la sociedad y el sistema, un alegato a favor de la verdadera justicia y un mensaje póstumo dirigido a todos los que hicieron posible ese cúmulo de deficiencias judiciales y pruebas contaminadas, a los que sólo buscaron un juicio rápido y una sentencia ejemplar para que los buenos ciudadanos respiraran tranquilos creyendo que se había impartido justicia y que ese temible asesino nunca volvería a ver la luz. Pero no, sólo dejará una escueta nota dirigida, como siempre ha leído en las novelas que tanto le gustan, al señor juez.

Lo que contiene esa pequeña hoja de papel son unas escuetas instrucciones, su última voluntad. Quiere que ese dinero que le corresponde como desagravio a los muchos años que le privaron de ser libre y feliz al lado de su amada, le sea entregado al hijo que ésta concibió y que tiene la certeza de que es suyo y a quien ocultaron su existencia para evitarle la vergüenza de saberse hijo de alguien a quien la sociedad consideró indigno de vivir entre sus ciudadanos. A ella sólo le desea una vida plena y feliz al lado de quien ejerció de padre tantos años y ocupó el lugar que él tuvo que dejar vacante contra su voluntad y que ahora ya es demasiado tarde para recuperar.
 

 

lunes, 14 de abril de 2014

¿Qué ha sido de Ángela? (La niña con poderes sobrenaturales, 2ª parte)


Todo el mundo en el barrio daba por seguro que no volverían a ver a Ángela y a su hija. En ese barrio antaño tan animado y amigable todo eran miradas de soslayo llenas de temor y sospecha, nadie se fiaba de nadie pues es bien sabido que el maligno puede adoptar múltiples apariencias y adueñarse de cualquier cuerpo y alma.

En el supermercado, en la panadería e incluso en la farmacia, la gente hablaba entre susurros y sólo con perfectos conocidos pues quién sabe quién podría estar escuchando. Las caras desconocidas daban lugar a un mutismo total y las miradas aparentemente aviesas eran motivo más que suficiente para salir huyendo del lugar y volver rápidamente a la protección del hogar.

Al cabo de seis meses de la desaparición de sus vecinas en aquellas circunstancias, la situación se hizo insostenible pues no se podía vivir en tal estado de agitación constante. Por lo tanto, todo el mundo se puso de acuerdo en que debían identificar al maligno cuanto antes y, con ayuda del cura párroco, quien tenía conocimientos de exorcismo, expulsarlo hacia el averno. Luego, si era posible, ya buscarían a sus vecinas para traerlas sanas y salvas de vuelta al barrio y a su piso del que fueron satánicamente arrebatadas. Si lo primero era una prioridad para todo el mundo, sobre todo para el propietario del inmueble quien, tras lo ocurrido, no tenía forma de hallar un inquilino que quisiera alquilar un piso en un barrio que albergaba al mismísimo diablo, lo segundo ya no tanto pues tener de nuevo a Ángela y a la niña viviendo entre ellos siempre les recordaría aquel horrible suceso y al propietario de la finca se le esfumaría la oportunidad de aumentar el precio de aquel alquiler tan mísero.

Con este propósito, pues, la asociación de vecinos hizo una lista de sospechosos, encabezada por Don Mariano. ¿Por qué Don Mariano? Pues porque desde aquel aciago día su carácter había sufrido un cambio notable. Si ya era una persona arisca e insociable, ahora con sólo dirigirle la palabra soltaba una retahíla de improperios y latinajos que dejaba a todo el mundo boquiabierto. Vale, no era arameo, pero el latín también era una lengua muerta que se hablaba en la antigüedad, ¿no?

Por si fuera poco, descubrieron que Don Mariano llevaba una vida nocturna que antes no se le conocía, con idas y venidas sospechosas. Claro que, ¿quién conocía lo que hacía aquel hombre en la intimidad siendo como era tan raro?

Cuanto más tiempo pasaba, más sospechaban de Don Mariano y especialmente el señor cura, quien nunca le vio con buenos ojos. ¿Cómo le iba a ver si nunca se había dignado pisar la iglesia? ¿Quién mejor como receptáculo del diablo que un ser impío como él y, según aseguraban algunos, ateo? Rojo y ateo, ¿qué más pruebas necesitaban? Y así, un nutrido grupo de vecinos, acaudillados por Don Saturnino, el aguerrido párroco exorcista, emprendieron una cruzada contra Don Mariano el apóstata. ¿Apóstata? ¿Qué significaba apóstata? Daba igual, sonaba bien, o mejor dicho, mal y con eso ya era suficiente para ir a por él.

El riesgo era altísimo pues el diablo se las sabe todas, no en vano se ha apoderado de los cuerpos y las almas de tantos buenos cristianos a lo largo de la historia. Pero para ello estaba Don Saturnino, un erudito, un sabio y, lo más importante, un representante de Dios en la tierra. Así, una tarde, en la capilla de la iglesia del barrio, se celebró una reunión secreta en la que el excelso párroco expuso a unos pocos selectos feligreses su plan salvador: Acorralarían al poseso con engaños, lo narcotizarían, para eso contaban con un farmacéutico en sus filas, y lo atarían de pies y manos, tras los cual aparecería en escena el santo de Don Saturnino para practicar el exorcismo.

Pero después de tanta preparación y esfuerzos, el plan falló estrepitosamente pues, con los nervios, el bueno de Don Saturnino olvidó bendecir el agua con la que mojó y remojó al preso para expulsar inútilmente al maligno y sin producir el menor efecto purificador. El único efecto de todo aquel desatino no pudo ser más adverso. Don Mariano o quien fuera que lo habitaba, presa del pánico primero y de la ira más incontenible a continuación, aprovechando la parálisis colectiva provocada por el inesperado y obsceno exabrupto del cura al percatarse del fallo cometido –me cago en su p… madre, vino a decir-, se liberó de sus ataduras y corrió a refugiarse en la sacristía. Cuando, restablecidos del pasmo, corrieron todos hasta la minúscula dependencia que se abría tras el altar, la puerta estaba atrancada de tal modo que ni el más hercúleo de los vecinos pudo echarla abajo. Eso era, sin duda, obra de Satanás y prueba fehaciente de que, en la forma humana de Don Mariano, le tenían encerrado en la sacristía de esa iglesia que, desde entonces, sería la más famosa, no ya de la ciudad sino del país y hasta del mundo entero.

Aquella noche, Don Saturnino durmió, por precaución, en casa de su hermana soltera, a la espera que la Archidiócesis enviara refuerzos e instrucciones. Desde aquella noche, en el bar de la esquina se ha hecho una nueva porra para apostar sobre cuántos días tardarían las autoridades religiosas en domeñar al maligno. Hubo quien sugirió adivinar el nombre del demonio responsable de aquel entuerto pero eso ya era para nivel de erudito y nadie secundó la moción.

De momento, han pasado tres días sin tener noticias del arzobispo, de Don Saturnino, que desapareció al día siguiente de casa de su hermana sin dejar rastro, ni, por supuesto, de Don Mariano. Tras la puerta de la sacristía, custodiada por un pelotón de valientes vecinos, reina el silencio más absoluto. ¿Habrá todavía alguien o algo dentro?

(Continuará, o no)



lunes, 7 de abril de 2014

Maite, Maitetxu mía



Tenía dieciocho años y todavía era virgen, ni siquiera tenía novia. Aquel curso, el primero de carrera, se sentaba, por primera vez en su vida, con chicas como compañeras de clase después de más de diez años de ir a un colegio exclusivamente para chicos, como estaba mandado en aquella época.

Tímido como era, entre tantas chicas de su edad pero que parecían mayores que él, se sentía como un niño y el hecho de fumar torpemente sus primeros cigarrillos no le daba la seguridad y madurez que pretendía aparentar. 

Desde el primer día, decidió dedicar tiempo y esfuerzos a la búsqueda de una compañera sentimental que llenara ese vacío que llevaba prendido en el alma desde que se le despertaron los instintos amatorios que, todo hay que decirlo, fueron muy precoces.

Pero no debieron de pasar muchos días para descubrir, entre la abundancia de alumnas del curso, a quien había estado esperando largo tiempo. Maite, que así se llamaba, tenía una sonrisa tímida y encantadora. Físicamente era una chica agraciada, nada fuera de lo común, de cabello castaño-rojizo brillante y nariz ligeramente aguileña pero que le daba un atractivo singular y enigmático. Cuando, salvando su gran timidez, se dirigía a ella, Maite siempre le devolvía una sonrisa franca y arrebatadora, al igual que su mirada. Pensó que si una chica le miraba y le hablaba de aquella forma, debía ser porque le resultaba, de un modo u otro, interesante. 

El problema era que Maite nunca estaba sola pues siempre había con ella una amiga que parecía actuar de carabina. Por ello, decidió que debía procurar alejarla de ese escudo protector y tenerla cerca de él fuera de la facultad y, con ese objetivo, logró que se apuntara a unas clases de refuerzo que se impartían en una academia cercana. Y así fue como las puertas del cielo se le abrieron de par en par, penetrando en la antesala del paraíso, con Maite a su alcance, sin obstáculos que salvar y con las únicas miradas cómplices de los pocos compañeros de la clase vespertina de matemáticas. Podría hablarle antes y después de las clases, acompañarla un trecho al término de las mismas y así, poco a poco, ir estrechando lazos hasta…. bueno, hasta donde sus posibilidades y la diosa fortuna le llevaran, tampoco quería hacerse demasiadas ilusiones. Pero se las hacía.

Transcurrieron los primeros días en el nuevo escenario y, poco a poco, fue calentando motores. Maite, la única chica del grupo, se sentía un poco cohibida ante tanto varón pero para eso estaba él, para darle confianza y ganarse su afecto con sus comentarios y ocurrencias atropelladas. Durante los minutos que precedían a la clase, mientras esperaban en el vestíbulo a que salieran los alumnos del grupo anterior, charlaban animadamente y él ponía a prueba su seguridad y su incipiente poder de seducción. Pero los días pasaban volando y no hacía demasiados progresos. Pero tiempo al tiempo, debía tener paciencia y perseverar pues era preferible ir despacio pero seguro, pensaba.

Al cabo de unas semanas, cuando ya se creyó con el valor suficiente para dar el gran paso, iba andando por la calle, ensimismado y pensando, como siempre, en ella, en dirección a la academia, cuando la vio unos metros por delante. Pero no iba sola. Un chico, vistiendo traje, de porte clásico, repeinado y algo mayor, la tenía sujeta por la cintura y ella, de vez en cuando, apoyaba lánguidamente la cabeza en su hombro mientras avanzaban a paso lento y acompasado. Redujo la marcha para no tener que adelantarlos y para contemplar la escena con más detalle, una escena que revelaba claramente a un par de enamorados que, para prolongar al máximo el placer de compartir un dulce momento, parecen querer detener el tiempo. No fueron necesarios más detalles para comprender que estaba derrotado mucho antes de iniciar la batalla.

Al llegar al portal de la academia, un modesto achuchón y, como colofón, un tierno beso vino a sellar una despedida que para ellos sería una separación pasajera pero para él representaba un adiós definitivo a lo que hubiera podido y no llegó a ser.

Desde aquella aciaga tarde, Maite volvió, muy a su pesar, a ocupar un puesto en su vida como simple compañera de clase y como era muy respetuoso con las relaciones ajenas y no se sentía capaz de triunfar, se mantuvo todo lo alejado de ella que le fue posible, teniendo que contentarse con las miradas furtivas a ese perfil que tan bien conocía y a devolverle la sonrisa cuando era pillado in fraganti en su actitud de observador. El mayor sacrificio para él fue que, teniéndola tan cerca, debía mantener esa distancia que marca el simple compañerismo. Si antes deseaba que amaneciera un nuevo día para volverla a ver, desde entonces deseó que el curso terminara cuanto antes para que las distintas orientaciones académicas que sabía que iban a seguir, la apartaran definitivamente de su camino y sus pensamientos. 

Mucho antes de acabar el curso, le vino a la mente y a la garganta aquella triste canción: Adiós Maite, Maitetxu mía, muero al vivir sin ti.