Todas las mañanas mira por la ventana y ve el mismo escenario. Sólo sale de su celda para ir al comedor, a la biblioteca, donde desempeña el cargo de bibliotecario, o para dar un breve paseo por el patio con el resto de internos.
Esta semana cumplirá treinta años de encierro y aunque le han comunicado que estará libre antes de que termine la semana, ya no desea la libertad. Qué lejos quedan aquellos días en que soñaba con ser libre. Cuántas ilusiones se desvanecieron con cada uno de los recursos desestimados. Hace años que perdió toda esperanza y ahora, cuando por fin podrá salir a la calle, no quiere esa libertad tan ansiada.
Ya no quiere ser libre, ¿para qué?, ¿adónde iría?, si nadie le espera ya. Muchos le envidian pero él se siente ahora más ligado a esta vida carcelaria que a la incertidumbre que le espera tras esos gruesos muros. A fin de cuentas, este lugar ha sido su hogar durante toda su juventud y parte de su vida adulta. En 1953, con veinte años, entró por esa puerta y ahora, con cincuenta recién cumplidos, ya no quiere salir.
Aquéllos que sufrieron tanto por su injusto cautiverio ya no están para recibirlo. Aquéllos a los que quiso demostrar que era inocente ya no están para conocer la verdad o ya se han olvidado de él. Todos se fueron creyendo, como él, que cumpliría cadena perpetua. Los únicos que confiaron en su inocencia fueron sus padres pero los de ella nunca sabrán cuán injustamente le trataron, culpabilizándole de unos crímenes horrendos que no cometió, escupiéndole a la cara la palabra asesino, y volviendo en su contra a la persona que más amaba.
Los que le conocían bien, sabían que era incapaz de cometer unos actos tan brutales. ¿Cómo podía ser el autor de unos crímenes tan horrendos? Pero las pruebas, aunque circunstanciales, le incriminaron y ni él ni su abogado de oficio fueron capaces de demostrar su inocencia y evitar esa injusta condena que, ironías de la vida, continuaría por muchos años si la fortuna, aunque tardía, no hubiera intercedido en su favor. Han tenido que pasar tres décadas para que se desvelara la identidad del verdadero culpable, ese amable vecino que se mostró tan colaborador y apenado ante la trágica muerte de aquellas víctimas inocentes, ese hombre que tuvo que fallecer en la soledad más absoluta para que la policía, alertada por los vecinos, hallara en su domicilio las pruebas irrefutables de su autoría. Luego, gracias a esa técnica tan novedosa de análisis del ADN, pudieron confirmarse las sospechas. El azar y la ciencia se confabularon a su favor, pero ya es demasiado tarde.
Aunque aliviado por haber quedado limpio de toda culpa, no se siente capaz de pisar la calle para disfrutar de su merecida y antaño ansiada libertad. Cuando en su día oyó la sentencia de boca del juez deseó morirse y sigue deseándolo. Aquí ha muerto un poco cada día y aquí quiere pasar el resto de su miserable existencia. Pero le han dicho que cuando decreten oficialmente su libertad, no tendrá más remedio que abandonar estas cuatro paredes y echar a andar hacia su nueva vida.
¿Qué vida le espera ahí afuera? Tendría que irse a vivir lejos del lugar que le vio nacer pues no soportaría volver a ver el barrio, ni siquiera la ciudad, en donde fue tan feliz pero que fue el escenario de su agonía. ¿Dónde podría empezar esa nueva vida? No se siente con ánimos para volver a trabajar en un oficio que ya tiene olvidado. Podría vivir de la indemnización que le corresponde, le han dicho, pero ya no sería lo mismo. Ese dinero tendría el sabor amargo de una injusticia irreparable y siempre le recodaría su desdicha. Y tampoco tiene con quién compartirlo.
Así que ya lo tiene decidido: ha vivido aquí y morirá aquí, pero como el tiempo corre en su contra, tiene que darse prisa. Esta noche será la última que pasará en este lugar. Cuando los funcionarios pasen revista y no le vean en el recuento matutino, le buscarán en la celda donde le encontrarán sin vida. Y por fin será feliz, libre de verdad y para siempre. Hubiera tenido que hacerlo mucho tiempo antes pero no ha reunido el valor suficiente hasta ahora.
Ya ha redactado la nota que encontrarán a sus pies, mientras su cuerpo penda del barrote más alto de la ventana. Primero pensó en dejar una larga exposición de reproches contra la sociedad y el sistema, un alegato a favor de la verdadera justicia y un mensaje póstumo dirigido a todos los que hicieron posible ese cúmulo de deficiencias judiciales y pruebas contaminadas, a los que sólo buscaron un juicio rápido y una sentencia ejemplar para que los buenos ciudadanos respiraran tranquilos creyendo que se había impartido justicia y que ese temible asesino nunca volvería a ver la luz. Pero no, sólo dejará una escueta nota dirigida, como siempre ha leído en las novelas que tanto le gustan, al señor juez.
Lo que contiene esa pequeña hoja de papel son unas escuetas instrucciones, su última voluntad. Quiere que ese dinero que le corresponde como desagravio a los muchos años que le privaron de ser libre y feliz al lado de su amada, le sea entregado al hijo que ésta concibió y que tiene la certeza de que es suyo y a quien ocultaron su existencia para evitarle la vergüenza de saberse hijo de alguien a quien la sociedad consideró indigno de vivir entre sus ciudadanos. A ella sólo le desea una vida plena y feliz al lado de quien ejerció de padre tantos años y ocupó el lugar que él tuvo que dejar vacante contra su voluntad y que ahora ya es demasiado tarde para recuperar.