martes, 29 de septiembre de 2015

Mi amigo Stephen



Le conocí en verano de 1974, en Hermon (Maine). Fue por accidente. Yo acababa de cumplir los veinticuatro. Él era tres años mayor que yo. El coche de alquiler, un viejo Buick, que debía llevarme hasta Nueva York, me dejó tirado a las pocas horass de haber cruzado la frontera canadiense. Tuve que ir en busca de ayuda. Así le conocí. Un encuentro casual o causal, no lo sé con seguridad, pero lo que sí sé es que fue decisivo para mí. De aquel encuentro nació una amistad que todavía perdura. Me acogió como si me conociera de toda la vida, como si me hubiera estado esperando. La semana que pasé con él y su esposa me cambió la vida.

A pesar de los años transcurridos sin vernos, seguimos en contacto y no solo epistolar sino mental. No sabría cómo explicarlo pero me une a él una especie de cordón umbilical invisible. Es algo espiritual. Es como si oyera su voz dándome consejos, como los que me daba por las noches de aquella semana de verano, bajo las estrellas, con una lata de cerveza en la mano. O aquellas historias que me contaba, que despertaban mis sentidos y disparaban mi imaginación. Sus ideas e ideales hicieron tal mella en mí que cuando, al cabo de siete días, me entregaron el coche reparado, había decidido cambiar mis planes a corto y largo plazo. 

Cuando recuerdo lo que me contó de su vida, de sus inicios difíciles, experimento tranquilidad y una gran empatía. Tranquilidad porque veo que yo no soy una rara avis, que todavía puedo encontrar mi oportunidad y mi camino. Empatía porque me siento unido a él por un lazo de comprensión y partícipe de sus antiguas miserias. Él logró finalmente alcanzar un lugar preponderante. Yo intento seguir sus pasos pero todavía estoy a años luz de ser alguien. Me queda un largo y duro camino por recorrer. Pero no desisto. Él me enseñó a perseverar.

Cuando me pongo frente al ordenador me imagino viviendo como él en aquella caravana, su hogar por aquel entonces, y pienso que no debo desfallecer con cada carta de rechazo. Todo llegará -me dice con el corazón y con la mente-, ten paciencia. Yo le oigo y le creo. Sigo sus consejos a rajatabla. Trabajo duro mañana, tarde y noche. Tengo fe en él pues fue él quien me metió, sin querer, en esto. Pasó por esto antes que yo y no puede estar equivocado.

Nunca agradeceré lo suficiente a la diosa fortuna que me llevara hasta aquel lugar y haberme empujado a llamar a la puerta de aquella caravana en busca de ayuda. ¡Vaya si la encontré! No me podía imaginar que aquella cara amable que me sonrió al abrir iba a cambiarme la vida. Aun recuerdo sus palabras de bienvenida: hola, me llamo King, Stephen King. ¿En qué puedo ayudarte?

De eso hace ya diez años y todavía no he logrado publicar ninguna de mis malditas novelas de terror. Esto sí que es una pesadilla y no la de ese Freddy Krueger o como se llame.

Fotografía: Stephen King de niño.Obtenida de internet.


martes, 22 de septiembre de 2015

El donante



La intervención será muy larga y complicada pero piense, señora, que cuando su marido despierte será un hombre nuevo. Ahora relájese y váyase a casa. Ya la avisaremos cuando hayamos terminado.

-Era artificiero. Una bomba le explotó dejándole en este estado. No se pudo hacer nada para salvarle las extremidades –aclara el cirujano a la enfermera instrumentista.
-Pues puede sentirse afortunado por haber podido hallar a ese donante –responde la mujer-. ¡Qué horror! Es muy triste quedar desfigurado pero no me imagino viviendo, además, sin brazos ni piernas.
 
 
-Lo curioso es que no haya preguntado de quién procede las extremidades que le has implantado –comenta, horas más tarde, el director médico exhalando el humo de un cigarrillo.
-Mejor así porque ¿qué le íbamos a decir? ¿La verdad?
-Pero quizás, a la larga, acabe preguntándolo.
-Pues entonces le diremos lo que habíamos pensado: que hay quien por dinero se presta a cualquier cosa; que no tuvimos otra alternativa pues la mayoría de donantes no suele donar sus extremidades, solo sus órganos internos; que aceptamos el ofrecimiento por su bien; cualquier explicación valdrá. No adelantemos acontecimientos.
-No sé si se lo creerá. Sabe que por nuestras manos pasan muchos cadáveres que luego nadie reclama. A fin de cuentas es policía, no es un ignorante.
-Pues no tendrá más remedio que aceptarlo. A fin de cuentas fue su esposa quien nos lo propuso. Además, ¿qué íbamos a hacer? Representamos al Centro con más trasplantes del país, recibimos muchas donaciones privadas y subvenciones millonarias. Sabes de sobra que este caso había adquirido una resonancia mediática sin precedentes. El tiempo pasaba y no había forma de dar con unas extremidades compatibles.

 
 Y sentándose junto a su antiguo profesor y ahora superior jerárquico, aspira el aire del jardín y, mirándole interrogativamente, añade:

-Pero ¿a qué vienen ahora esas dudas? Bien que no las tuvo cuando su mujer nos ofreció toda esa suma de dinero, para nuestros bolsillos, como contraprestación por nuestros desvelos.
-Solo espero que nunca se descubra la verdad. Si nos viéramos obligados a declarar que hemos comprado esas extremidades nuestra reputación y la de este Centro se irían al garete. Pero si se llegara a saber la verdad, estaríamos perdidos.
-Nadie tiene porqué enterarse. Por la cuenta que le trae, su esposa tendrá la boca bien cerrada y nadie más está en el ajo.
-¿Y él? ¿No sospechará nada si sabe por sus compañeros que han encontrado el cuerpo mutilado de un indigente?
-¿El cuerpo? No hay rastro de ningún cuerpo. Se esfumó –contesta el cirujano con sorna, mostrando las palmas de las manos cual mago tras hacer desaparecer la carta de una baraja.
-¿Qué se esfumó? –exclama el viejo, intrigado- ¿Se puede saber qué hiciste con él?
-Engrosar nuestro banco de órganos “particular”. Seguro que aparecen clientes interesados.

Y viendo una expresión de duda en el rostro del director, añade:
 
-Que conste que vamos a medias.
-¿Qué? ¿Cómo?
-Tranquilo. Sabe usted que vivo solo. Nadie más que yo abrirá el congelador.
 

miércoles, 16 de septiembre de 2015

¿Por qué a mí?




Nunca imaginé que algo así me ocurriría a mí. Me habían hablado de casos parecidos pero como eran muy aislados y alejados de nuestra comunidad resultaba remotamente probable que algún día pudiera caer víctima de esa extraña enfermedad para la que no hay cura. Cuando se dieron los primeros casos en Europa, empezamos a temer por nuestra seguridad y nuestra vida, aunque siendo casos muy infrecuentes nadie le dio la importancia debida. Nadie cree que lo que les ocurre a los demás, le va a ocurrir a él.

Quién me iba a decir a mí lo que me esperaba en aquel bosque junto al lago y a plena luz del día. Salió de la espesura sin darme tiempo a reaccionar. Cuando me mordió no presagiaba por lo que tendría que pasar. Quizá hubiera tenido que contarlo a mis compañeros cuando llegaron al lugar de los hechos atraídos por mis gritos. Quizá ellos me habrían ayudado. Pero me dio vergüenza. Les di una excusa: que me había lesionado al caer sobre una roca. No dejé que vieran las señales de la mordedura. Quizá por eso ahora pago las consecuencias.

Ha pasado un mes desde aquel incidente y ya empiezo a notar los efectos de esa terrible enfermedad. Mi compañeros me miran ahora con recelo y se alejan de mí. Creo que sospechan que he enfermado y temen contagiarse. No sé qué hacer ni qué será de mí. Ahora vivo apartado de los demás, no quiero ver a nadie. Temo por ellos y por mí.

Lo peor acontece por la noche y da igual la fase en que se halle la luna. No es como aquellos casos que me contaban de pequeño en que la luna llena inducía la transformación. Cada maldita noche sufro unos terribles espasmos que hacen retorcerme de dolor. Hasta que la transformación no ha culminado, no puedo ni respirar. Sufro unos dolores atroces mientras mi cuerpo muda de forma vertiginosa hasta convertirme en un depredador incapaz de dominar sus instintos más primarios.

Cada vez permanezco más tiempo con mi nueva identidad. Ya no es solo por la noche cuando deambulo escondiéndome de todos y de todo, ahora mi nuevo estado se mantiene hasta bien entrado el día. Pronto me transformaré para no volver a mi estado original y no podré refugiarme entre los de su especie, en la que me habré convertido, pues tampoco soy exactamente como ellos y temo que acabarían conmigo. ¿Por qué me ha ocurrido esto? ¿Por qué a mí? ¿Qué puedo hacer? ¿Quién o qué soy en realidad?

Si a los hombres afectados por esa transformación les llaman hombres-lobo, yo soy un lobo-hombre. ¡Con lo feliz que era hasta hace poco con mi manada!

martes, 1 de septiembre de 2015

El balancín


Es tan viejo como yo pero luce como el primer día en que reparé en él. Se lo regalaron a mi madre cuando nací. Ella me arrullaba al compás de su vaivén cadencioso las noches en las que temía quedarme dormido por si las pesadillas me atrapaban. Ese balancín me ayudó a vencer el miedo a la oscuridad y los temores infantiles. Ha ocupado un lugar prominente en mi hogar desde que mi madre tuvo que dejarlo a mi cuidado pues allí donde fue no le hacía ninguna falta. A mí, en cambio, me ha seguido acompañando en esos momentos de sosiego que tanto mi cuerpo como mi mente necesitaban. Verlo a él es como verla a ella. Yo ocupo ahora su lugar pero ya no tengo a nadie a quien sostener en mi regazo excepto a mis amigos más preciados: los libros.

¿Cómo es posible sentir cariño por un elemento más del mobiliario? ¿Cómo puede un objeto de madera formar parte de una vida? Puede parecer absurdo, fruto de una mente trastornada. Pero es que más que un simple balancín mil veces barnizado ha sido un compañero de consuelo, sueños y fantasías. Él ha hecho de mi desasosiego algo llevadero. Ha sido mi confidente y fuente de inspiración. Ha oído y sentido mis penas y mis alegrías y me ha consolado en los peores momentos de mi vida.

Desde que mi corazón se ha debilitado y mi médico me ha recomendado descanso, paso mucho más tiempo con él. Me abstrae del presente con sus recuerdos que también son los míos. No se lo he confesado a nadie porque creerían que he perdido la cordura pero a veces oigo cómo me susurra, con una voz dulce y melodiosa, esas historias que solía contarme mi madre para ayudarme a conciliar el sueño y que yo conté luego tantas veces a mis tres hijas.

A veces veo cómo se balancea solo bajo el porche que da al jardín, impulsado por la brisa del atardecer, aunque ahora a su vaivén sincopado le acompaña un leve crujido como el de los huesos de un viejo. ¡Han pasado tantos años! Cuando lo miro me veo transportado a años más felices, cuando tenía a toda la familia a mi lado. ¡Añoro tanto a Susy! A veces  veo su cara entre brumas, sonriéndome con una ternura infinita. Susy, hija mía. Hace siete años que ya no estás entre nosotros y parece que fue ayer que te fuiste víctima de una meningitis. Recuerdo cuando era yo quien te acunaba en este mismo balancín y entonces vuelvo a ser el padre y esposo feliz que fui.

Ahora solo tengo a mi lado a Olivia, mi esposa, pero a veces pienso que será por poco tiempo pues parece que este clima de Florencia, adonde nos trasladamos por recomendación de nuestro médico, no le sienta todo lo bien que esperábamos.

Temo perderla también a ella. Clara y la pequeña Jean vienen a visitarnos de vez en cuando, pero sospecho que no será por mucho tiempo. Presiento que será algo más que la distancia lo que nos separará. Temo quedarme completamente solo. Solo con mi balancín, haciéndonos mutua compañía. Cuando yo muera, se lo dejaré a mi gran amigo Henry, si es que me sobrevive, para que le acompañe como me ha acompañado a mí. Siempre le ha gustado.

Acabo de cumplir 68 años. No creo que viva muchos más. Vine al mundo con el cometa Halley y volverá dentro de siete años. Espero marcharme con él.
 
 
 
-Samuel, eh Samuel, despierta –le dice Olivia zarandeándolo con suavidad.
-¿Qué, cómo? ¿Qué hora es?
-Pues ya son casi las siete. ¿No deberías estar trabajando en tu novela?
-Caramba, pues sí; no sé qué me ha ocurrido. Me he quedado traspuesto. Será el calor. Cariño, ¿puedes prepararme un té helado, por favor, y llevármelo a mi despacho? Tengo mucho trabajo por delante.

Y Samuel, todavía sentado en su viejo balancín, intenta recomponer ese sueño que acaba de tener pero no logra desentrañar su significado. ¿Será una premonición? Siente miedo y nostalgia. Se levanta y deja que su balancín siga meciéndose por inercia. Lo detiene. Acaricia su suave respaldo. Suspira. ¿Cuántos años seguirá acompañándome ese viejo trasto?, se pregunta. Hasta que la muerte nos separe, se dice.

Una vez en su despacho, se sienta ante el montón de papeles esparcidos por su mesa de trabajo. Esta obra se le resiste, una obra que a su mujer, su editora y censora implacable, no le acaba de gustar pero que él se siente en la obligación de concluir de una vez por todas. De momento la ha titulado El forastero misterioso. Toma su pluma y, antes de reanudar su trabajo, proyecta su mirada hacia el jardín. Observa el balancín, solitario, bajo el porche. Quizá pueda dedicarle algunas líneas en una autobiografía que tiene en mente.
 
 
 
En memoria de Samuel Langhorne Clemens, conocido por el seudónimo de Mark Twain.(1835-1910). Entre 1906 y 1907 publicó Chapters from my Autobiography. Estuvo trabajando en El forastero misterioso de 1897 a 1908 y fue publicada, como obra póstuma, en 1916. Falleció de un ataque al corazón el 21 de abril de 1910, un día antes del retorno del cometa Halley.
En sus últimos años de vida, Twain sufrió una depresión profunda, lo que quedó reflejado en sus trabajos. Su hija mayor, Susy, falleció en 1896 a causa de una meningitis; en 1904 murió su esposa, Olivia, en Villa di Quarto (Florencia) adonde se trasladaron, tras enfermar en 1903, buscando un clima más cálido; Clara, su hija mediana, se casó en 1909, pero la pequeña, Jean, murió la Nochebuena de ese mismo año a causa de un ataque epiléptico; unos meses antes, en mayo, su gran amigo Henry Rogers había fallecido repentinamente víctima de un infarto cerebral.

 

Fotografía: Mark Twain (obtenida de Internet)