Le conocí en verano de 1974, en Hermon (Maine). Fue por accidente. Yo acababa de cumplir los veinticuatro. Él era tres años mayor que yo. El coche de alquiler, un viejo Buick, que debía llevarme hasta Nueva York, me dejó tirado a las pocas horass de haber cruzado la frontera canadiense. Tuve que ir en busca de ayuda. Así le conocí. Un encuentro casual o causal, no lo sé con seguridad, pero lo que sí sé es que fue decisivo para mí. De aquel encuentro nació una amistad que todavía perdura. Me acogió como si me conociera de toda la vida, como si me hubiera estado esperando. La semana que pasé con él y su esposa me cambió la vida.
A pesar de los años transcurridos sin vernos, seguimos en contacto y no solo epistolar sino mental. No sabría cómo explicarlo pero me une a él una especie de cordón umbilical invisible. Es algo espiritual. Es como si oyera su voz dándome consejos, como los que me daba por las noches de aquella semana de verano, bajo las estrellas, con una lata de cerveza en la mano. O aquellas historias que me contaba, que despertaban mis sentidos y disparaban mi imaginación. Sus ideas e ideales hicieron tal mella en mí que cuando, al cabo de siete días, me entregaron el coche reparado, había decidido cambiar mis planes a corto y largo plazo.
Cuando recuerdo lo que me contó de su vida, de sus inicios difíciles, experimento tranquilidad y una gran empatía. Tranquilidad porque veo que yo no soy una rara avis, que todavía puedo encontrar mi oportunidad y mi camino. Empatía porque me siento unido a él por un lazo de comprensión y partícipe de sus antiguas miserias. Él logró finalmente alcanzar un lugar preponderante. Yo intento seguir sus pasos pero todavía estoy a años luz de ser alguien. Me queda un largo y duro camino por recorrer. Pero no desisto. Él me enseñó a perseverar.
Cuando me pongo frente al ordenador me imagino viviendo como él en aquella caravana, su hogar por aquel entonces, y pienso que no debo desfallecer con cada carta de rechazo. Todo llegará -me dice con el corazón y con la mente-, ten paciencia. Yo le oigo y le creo. Sigo sus consejos a rajatabla. Trabajo duro mañana, tarde y noche. Tengo fe en él pues fue él quien me metió, sin querer, en esto. Pasó por esto antes que yo y no puede estar equivocado.
Nunca agradeceré lo suficiente a la diosa fortuna que me llevara hasta aquel lugar y haberme empujado a llamar a la puerta de aquella caravana en busca de ayuda. ¡Vaya si la encontré! No me podía imaginar que aquella cara amable que me sonrió al abrir iba a cambiarme la vida. Aun recuerdo sus palabras de bienvenida: hola, me llamo King, Stephen King. ¿En qué puedo ayudarte?
De eso hace ya diez años y todavía no he logrado publicar ninguna de mis malditas novelas de terror. Esto sí que es una pesadilla y no la de ese Freddy Krueger o como se llame.
Fotografía: Stephen King de niño.Obtenida de internet.