martes, 30 de diciembre de 2014

No es nada personal


“No es nada personal”, le dijo. Han transcurrido más de dos años y Julio aun recuerda, como si fuera hoy, estas palabras. Y si las recuerda tan bien es porque, con ellas, aquel director propició su desgracia y lo empujó a ser lo que es ahora: un sin techo.

A su edad, resultó imposible encontrar trabajo y la exigua indemnización, el escaso subsidio de desempleo y las muchas deudas que había contraído cuando la vida le sonreía, le llevó a una situación desesperada. No solo perdió sus bienes materiales, malvendidos unos y embargados los otros, sino también lo que nunca creyó que sería tan frágil y volátil: el amor que su esposa dijo, en su día, profesarle. En la riqueza y en la pobreza, hasta que la muerte os separe. Bonitas palabras pero sentimientos fugaces que se los llevó el viento o, mejor dicho, la ruina.

Faltaban escasos días para la Navidad cuando Julio, para combatir el frío del invierno recién llegado, deambulaba por esos grandes almacenes que antaño tanto frecuentaba con su mujer, siguiendo las reglas del consumismo. Ahora debía contentarse con observar cómo los demás hacían cola en la caja, cargados de paquetes y de sonrisas ilusionadas.

Esa noche, que prometía ser muy fría, no tendría suficiente abrigo en su ya habitual refugio nocturno: el cajero automático de aquella oficina de La Caixa. Allí dormía arropado por los cartones y papeles de periódico que renovaba regularmente, gracias a la inconsciente generosidad de los vecinos que vertían esos materiales de desecho en los contenedores.

A punto estaba de marcharse, resignado, cuando, en el departamento de material deportivo, descubrió unos excelentes sacos de dormir, rellenos de plumón de oca, que le procurarían –pensó- un calor físico, a falta del humano, para resistir las bajas temperaturas que se avecinaban.

No pudo o no quiso resistir la tentación de hacerse con uno de esos ejemplares expuestos al público y, creyendo no ser visto, se dio a la fuga, escaleras abajo, con el preciado artículo bajo el brazo.

Pero otro brazo, el de un vigilante jurado que, ojo avizor, le había descubierto en plena faena, le agarró tan fuertemente que le tumbó cuan largo era. Otro vigilante, alertado por las voces y la agitación del personal que, en aquellos momentos, abarrotaban el local, acudió en ayuda de su compañero. De este modo, entre los dos, se llevaron al ladrón en volandas al despacho del director del centro comercial para depositarlo, como si de un fardo se tratara, en una rígida e incómoda silla, que afortunadamente no era eléctrica.

Qué gran parecido tenía ese individuo con aquel otro director que lo envió al paro y a malvivir. Los mismos ojos escrutadores, la misma sonrisa sardónica, la misma cara amenazadora. Pero a éste, a diferencia de aquél, los argumentos que dio en su defensa parecieron conmoverle, le valieron una exculpación e incluso una mirada misericordiosa. Ese hombre, aparentemente frío y adusto, movido por el espíritu navideño o por su disimulada humanidad, acabó apiadándose de él. Despachó a sus gorilas de turno y, echando mano de su cartera, le dio a Julio lo que denominó un aguinaldo, como el que se le daba al cartero, al barrendero, al farolero y al sereno, en estas fechas, cuando ambos eran niños; un aguinaldo tan espléndido que le llenaría el estómago varios días.

Cuando Julio, sin poderse creer tanta generosidad por parte de un desconocido, se disponía a abandonar el despacho de aquel buen samaritano, éste le dijo:

-Pero hombre, no se olvide el paquete, que esta noche y en las próximas le va a hacer un gran servicio, no en vano es un saco de la mejor calidad.

Ya en la calle, avergonzado pero aliviado y agradecido a la vez, Julio se juró no volver a repetir tal tropelía. Nunca más sería increpado por apropiarse de un bien ajeno. No volvería a caer tan bajo. Sería pobre pero honrado.

Pero tal propósito duró bien poco. Al pasar junto a un quiosco de la ONCE, no pudo evitar darle un tirón a la hilera de boletos para el Cuponazo del viernes que, sujetos por unas pinzas, pendían de un alambre. De este modo, se llevó, sin que el pobre vendedor se apercibiera, un billete que, de resultar premiado, le haría millonario.
 
 
 
Ahora, estrenado el año nuevo y su nueva condición, se le acumulan los proyectos. Primero, una vivienda digna y luego, poco a poco, recompondría su malograda existencia. Entretanto, sin prisas pero sin pausa, iría pergeñando su venganza. Para empezar, localizará a quien, años atrás, le dijera aquellas hipócritas palabras antes de señalarle la puerta; luego se comprará un arma.
 
CONTINUARÁ
 
 

martes, 23 de diciembre de 2014

Una nueva vida


Yacía en medio de un gran charco de sangre y rodeado de coches patrulla y más de veinte agentes fuertemente armados. Por fin habían dado con él. Lo habían tenido que abatir a tiros pues no era de los que se dejaba atrapar sin plantar cara. Morir matando, ese era su lema favorito.

En su haber, treinta atracos a mano armada, tres de ellos con rehenes. Treinta entidades bancarias habían sufrido su agresiva intrusión. Se había convertido, en poco más de un año, en el enemigo público número uno, ahora que el terrorismo de ETA había dejado al país en calma. A su lado, los delincuentes más violentos que nutrían las cárceles españolas, eran niños de párvulos.

Los meses de persecución habían, por fin, dado su fruto. Ahí estaba, boca abajo, con el cuerpo retorcido, esperando a que el juez dictara el levantamiento del cadáver.

Todos los ciudadanos que habían tenido que sufrir sus desmanes, todos los agentes que habían intervenido en su búsqueda y final captura, todos los miembros de las fuerzas y cuerpos de seguridad del Estado celebraban el éxito, todos los ciudadanos de bien se congratulaban por el feliz desenlace, todos estaban encantados, satisfechos, podían descansar tranquilos. Todos menos una persona: su madre.

Alonso Quijano, apodado “el Quijote”, era hijo único de una pareja de alcohólicos y drogadictos. Su padre era el camello del barrio hasta que un chute excesivo de heroína se lo llevó a otro barrio mucho más tranquilo. Su madre, ahora una anciana que sobrevivía gracias a la beneficencia, había “hecho de todo”, como ella decía, para sacar adelante a aquel chiquillo tan rebelde. Sus clientes se contaban por cientos o quién sabe si por miles, pues eran caras y cuerpos de paso que se detenían unos minutos en aquel cuchitril, donde madre e hijo malvivían, por unos cuantos billetes de cien, pues la mujer no era un género de suficiente calidad como para ser muy generosos por sus servicios. Así, los gastos en vino, coca y por la manutención del chaval se compensaban en el catre.

Alonso fue un niño muy tímido e introvertido, un buen chaval aunque un tanto “rarito” como decían sus compañeros de clase, hasta que no hubo más clases y cambió esos “compis” de curso por los “colegas” del barrio que, como él, pateaban las calles en busca de emoción y de algo que llevarse al bolsillo sin tener que currar. Vivía muchísimo mejor al aire libre que bajo aquel techo maloliente y en aquel ambiente que de familiar no tenía nada.

Alonso no tuvo una niñez feliz ni una adolescencia fácil. Gracias a sus contactos y a su ingenio pudo sobrevivir medianamente bien en aquella jungla en la que se movía, pero si quería mejorar su estatus, personal y económico, tenía que echarle agallas, dejar de ser uno más, vencer sus miedos e inseguridades y ganarse la confianza y el respeto del grupo al que pertenecía. Y gracias a ese empeño, en unos pocos años llegó a lo más alto de la pirámide de la zona, convirtiéndose en el respetado cabecilla de la banda.

Dinero fácil, mujeres y drogas acabaron siendo todo su mundo; el dinero y las mujeres siempre al alcance de la mano, las drogas lejos, solo para comerciar. No quería convertirse en lo que se convirtieron sus “viejos”, nombre que prefería utilizar para aquellos dos seres que no llegaron a ser verdaderos padres.

Pero el dinero atrae más dinero y éste nunca era suficiente para satisfacer sus necesidades. Así que del mundo de la droga y de las mafias, cada vez más competitivo y peligroso, saltó al de los atracos a furgones blindados y entidades bancarias. Era mucho más limpio. Además, quien roba a un ladrón… se decía.

Los éxitos sucesivos en sus incursiones a bancos y cajas de ahorros y, sobre todo, en sus asaltos a los furgones le hicieron creer que era imbatible y los botines obtenidos en cada una de esas operaciones solo acrecentaban su sed de dinero y hambre de aventura. De la intimidación con pistolas de juguete pasó a las de fogueo y, finamente, a armas de mayor calibre, tanto pistolas y revólveres como escopetas y fusiles.

Quería creer que era una especie de Robin Hood pero a los pobres no les llegaba nada de sus “incautaciones”, todo iba a parar a sus bolsillos, a los de su banda de atracadores y al de las prostitutas con las que jugaba a ser un cariñoso y  buen amante.

Un día vio por la calle a su “vieja”, haciendo cola a la puerta de un local de Caritas donde, a aquella hora, servían comida caliente a los indigentes del barrio. Eso le removió las entrañas sin saber muy bien porqué, pues hacía ya muchos años que había renegado de su condición filial para con aquella mujer que nada le dio, ni siquiera cariño, cuando más lo necesitó.

Esa visión fue, sin embargo, un revulsivo que le hizo reconsiderar su ideario moral y ver con otros ojos su vida presente y futura. De pronto, como si de una revelación se tratara, vio con toda claridad que esa no era la vida que quería seguir llevando, que no quería acabar con sus huesos en la cárcel, cosa que ocurriría tarde o temprano, que no quería seguir huyendo y escondiéndose de nada ni de nadie, que quería llevar una vida tranquila aunque para ello tuviera que trabajar en lo que fuera y disponer de unos magros ingresos que no le permitirían seguir llevando su actual tren de vida.

Estaba decidido. Cambiaría radicalmente de estilo de vida. Cambiaría, si era necesario, de identidad y comenzaría una nueva etapa, desde cero. Pero antes debía llevar a cabo ese golpe, el último. Se lo debía a sus compadres. No los podía dejar en la estacada precisamente ahora. Todo estaba preparado y él capitanearía el atraco tal como lo habían planeado. Luego, cedería su liderazgo a “el manco”, su mano derecha desde hacía muchos años, desde sus inicios.

Ese golpe, el último de su vida de delincuente, les daría para aguantar muchos meses. Él solo se quedaría con un pellizco, para permitirle resistir hasta que tuviera algo aceptable con lo que vivir. Esa sería su última aportación al grupo con el que tantas aventuras había vivido.

Su último atraco y a empezar de nuevo. A la salida de aquella sucursal bancaria se le abriría la puerta hacia una nueva vida. Si todo iba bien, hasta podría ir en busca de su madre, sacarla de aquella triste y sucia existencia. Podía perdonarla. Seguramente habría cambiado. Ahora podrían ser madre e hijo de verdad.

A la salida de aquella oficina de La Caixa, le esperaba una nueva vida, de eso estaba convencido. Y salió corriendo, pistola en mano, hacia su nuevo destino.
 
 

 

viernes, 19 de diciembre de 2014

La revelación


Hacía mucho tiempo que no leía una novela que le enganchara de ese modo. Hacía mucho que no esperaba la hora de acostarse para poder seguir con la lectura ahí donde la había dejado la noche anterior, cuando sus párpados se habían cerrado contra su voluntad a pesar del interés por seguir el curso de esa historia tan fascinante que le tenía atrapado.

Ya llevaba unas cien páginas leídas, en pleno nudo de la novela, cuando reparó en algo que le dejó estupefacto. ¿Cómo no se había dado cuenta? Parecía increíble pero lo que el protagonista experimentaba era casi idéntico a lo que él estaba viviendo. Al principio pensó que se trataba de una curiosa casualidad pero a medida que avanzaba en la lectura su desconcierto iba en aumento. Hasta que por fin se convenció de que lo que le ocurría al personaje central de la obra, le acababa sucediendo a él. Releyó atentamente los últimos capítulos y, sin duda alguna, estaba en lo cierto. Era como si alguien estuviera dictando su vida desde esas líneas impresas.

A medida que pasaban los días, más convencido estaba que aquello, por increíble y sobrenatural que pareciera, iba en serio. Quería dejar de leer para evitar obsesionarse con aquella idea absurda pero cada vez se sentía más enganchado a la historia que tenía frente a sus ojos. Era como leer su futuro.

Al llegar al capítulo 33, ya en pleno desenlace de la trama, lo que leyó le dejó en un momentáneo estado de shock. Aquello no podía ocurrirle. Tenía que tomar una decisión. Si estaba destinado a que su vida siguiera el guión de esa novela, no tenía otra opción que huir de inmediato, como hacía su protagonista, si quería salvar su vida. Huir. Pero ¿adónde? Pasó las restantes páginas ávidamente, leyendo en diagonal, hasta llegar al último capítulo y comprobar cuál era el destino de su alter ego en la ficción, su destino.

Tenía, pues, que hacer las maletas y marcharse sin demora. Solo tenía tres días, a lo sumo, para desaparecer, el tiempo que, según había podido comprobar, tardaban los sucesos que leía en hacerse realidad.

A primera hora de la mañana podía estar en el aeropuerto para tomar el primer vuelo con destino a cualquier parte, lejos, muy lejos, donde nadie pudiera dar con él. Con una semana de ausencia tendría más que suficiente pues ya habría pasado, de sobras, el periodo de peligro. Su otro yo escapaba de la muerte tomando un vuelo a Río de Janeiro, pero cualquier otro destino podía ser igualmente válido, pensó.

Así pues, tras enviar un correo electrónico a su socio pidiéndole que se encargara él solo del negocio en su ausencia, motivada por un asunto familiar grave, y una nota a la asistenta con las indicaciones de rigor, se plantó, a las ocho en punto, frente al panel de información de vuelos de la terminal 1 del aeropuerto.

El vuelo IB 2345, con destino a Buenos Aires, partía a las 16:20, así que tenía tiempo de sobra para comprar un billete, si es que quedaba alguna plaza disponible. Por la tarde, estaría a salvo, a miles de kilómetros de casa, donde nadie podría encontrarle.

Las horas que tuvo que permanecer en el aeropuerto hasta tener en sus manos la tarjeta de embarque, se le hicieron eternas. Contaba los minutos que faltaban para estar sobrevolando el Atlántico, a 30.000 pies de altura y sentirse definitivamente a salvo. La larga y lenta cola de pasajeros que debían pasar el control de equipaje le resultó insoportable. No sintió un incipiente relax hasta que se encontró en la puerta de embarque. Afortunadamente, los pasajeros que viajaban en Business tuvieron preferencia a la hora de embarcar pero, por otra parte, ser de los primeros en tomar asiento significaba que el tiempo de espera hasta el despegue sería mayor. Mientras esperaba el cierre de las puertas, sudoroso y agitado, se decidió por un vaso de whiskey, eso le calmaría, de entre las bebidas que le ofreció la azafata, mientras el resto del pasaje acababa de ocupar sus asientos.

Solo respiró tranquilo cuando el avión, con treinta horribles minutos de retraso, apuntó su protuberante morro hacia las algodonosas nubes y vio cómo el paisaje aéreo de su ciudad iba menguando en tamaño hasta perderse de vista tan pronto la nave viró hacia el mar. Su nerviosismo había alcanzado cotas tan elevadas que se sentía agotado tanto física como psíquicamente, de modo que a los pocos minutos, cuando el comandante se disponía a dar la bienvenida a los pasajeros e informar de los pormenores del vuelo, él ya había caído en una profunda inconsciencia.

Ni las turbulencias, ni la voz del sobrecargo por megafonía, ni la pesadilla que le atormentaba, lograron despertarlo. En sueños, evocó las secuencias más angustiosas de la novela. Se removía en su asiento sin poder liberarse de aquel tormento. No abrió los ojos hasta que una mano se posó sobre su hombro. Aquel contacto inesperado actuó como un resorte. Cuando alzó la vista, vio, de pie a su lado, a un sujeto de edad indefinida que le sonreía de una forma enigmática.

Antes de que pudiera articular palabra, el individuo se inclinó hacia él y en voz muy baja, para no llamar la atención de oídos indiscretos, le dijo:

-No me ha resultado fácil pero al fin te he encontrado. Para el destino, nada es imposible. Te crees seguro, ¿verdad? Crees haber escapado a tu sino. Pero te equivocas. Si hubieras leído el epílogo de la novela, en el que no reparaste por culpa de las prisas, sabrías que el protagonista de nuestra historia no acaba burlando su fatal destino. Si hubieras leído hasta el final, sabrías que su avión sufre una avería en pleno vuelo y acaba en el fondo del Océano.

¿Se trataba de una alucinación, de una trampa del subconsciente? ¿Seguía soñando? Mientras intentaba serenarse y razonar de forma lógica, una súbita y brutal sacudida casi le expulsó de su asiento. Aferrándose a los reposabrazos, dirigió una mirada interrogante al misterioso personaje y, mientras éste le dirigía una sonrisa sardónica y asentía con la cabeza, la aeronave parecía que iba a desmantelarse, saltaron las máscaras de oxígeno y, entre los gritos de pánico y el ruido ensordecedor del fuselaje, el avión con destino a Buenos Aires empezó a precipitarse sobre la oscura y agitada superficie del Océano Atlántico, que en cuestión de segundos se teñiría de sangre y metal.
 

domingo, 14 de diciembre de 2014

El tiovivo


Su giro me resultaba hipnótico. Desde que lo instalaron en esa explanada del parque, frente a nuestro edificio, no podía abstraerme de observarlo, desde la ventana de mi habitación, girar y girar. Los ventanales, de doble cristal, amortiguaban el sonido de tal modo que apenas lograba oír esa musiquilla pegadiza con la que amenizaba sus continuos giros, llevando sobre sí a tantas criaturas casi enloquecidas por montarse a lomos de uno de esos caballitos saltarines, en una de esas preciosas carrozas o en uno de esos autos descapotables.

Al atardecer, su embrujo era todavía mayor pues todas esas luces me transmitían la alegría que había perdido tantos años atrás cuando, siendo niño, uno de esos ingenios tan divertidos segó la vida de mi hermana, al caerse de una de las sillas voladoras por culpa de una cadena en mal estado. Desde ese fatídico día, mis padres no volvieron a llevarme a ningún parque de atracciones e incluso me prohibieron acercarme a cualquier atracción de feria.

Pero ese tiovivo tenía algo especial, me atraía de un modo que no sabía explicar. A mis treinta años, volvía a sentirme el crío que había dejado de ser tras la muerte de mi querida hermana melliza. Aun me parece verla, haciendo vueltas vertiginosas alrededor del eje imaginario sobre el que giraba su silla colgante colgada a su vez de un grueso gancho de hierro. Todavía me parece oír su risa alocada y luego su grito sofocado por la ruidosa muchedumbre. Y luego la confusión, el silencio, ese silencio que me ha acompañado el resto de mi vida y que solo hace unos días ha sido roto por la música apagada y lejana de ese tiovivo que me tiene atrapado por los recuerdos y por una atracción irracional. Mirándolo fijamente, siento el aire en mi cara, el aire desplazado por el giro del artilugio y por el subir y bajar del caballo blanco en el que solía montarme y que me provocaba un cosquilleo en el estómago con cada giro.

No se lo conté a nadie, ni siquiera a Carlota, mi mujer. ¿Qué hubieran pensado de mí? ¿Qué habrían dicho si les hubiera contado que, desde hacía tres noches, cuando lo miraba a través de la ventana, antes de acostarme, el tiovivo se ponía en marcha para mí? Mis obsesiones y pesadillas recurrentes ya habían sido el motivo de nuestro distanciamiento y, finalmente, de nuestra separación. Se cansó de aconsejarme que viera a un especialista, se cansó de soportar mi angustia y mis temores. Nunca creyó, como le aseguraba, que pudiera comunicarme con mi hermana de alguna forma. Hasta entonces, solo lo había conseguido con la guija con resultados, debo admitirlo, más que dudosos, pero seguía empeñado en que algún día lo conseguiría sin lugar a dudas. Nunca llegué a comprender su escepticismo ni su falta de sensibilidad. Nunca entendió el apego que sentía por mi hermana melliza. ¿Cómo le iba a decir, a ella o cualquiera de mis amigos, que estaba convencido de que ese tiovivo era el medio por el que mi hermana quería comunicarse conmigo?

Aun recuerdo sus palabras antes de morir en brazos de mi madre: “un día volveré y nos montaremos en tu caballo blanco”. Nadie más entendió aquellas palabras que salieron, casi inaudibles, de sus labios temblorosos. Nadie supo que aquellas palabras incomprensibles iban dirigidas a mí. Pero su mirada era la mirada ilusionada de una niña que siente que va a ver satisfecha su última ilusión. Solo yo entendí el significado de aquellas palabras. Tan solo unos días atrás le había dicho que me gustaría que montáramos los dos juntos aquel brioso corcel, mi caballo blanco preferido, ella como la princesa salvada de las garras de sus secuestradores y yo como el héroe de tal proeza. No dio tiempo a ver satisfecha esa ilusión infantil y ella, en el regazo de nuestra madre, me dio a entender que volvería para complacerme.

Y allí estaba ese tiovivo que reclamaba mi presencia. Allí debía estar el espíritu de mi hermana para ofrecerme ese regalo tan especial: poder estar de nuevo juntos, aunque solo fuera por unos minutos, cabalgando a dos metros del suelo, apoyándose fuertemente en mi espalda o sentada entre mis brazos, y darme un beso de despedida, el último beso que no pudo darme en vida. Tantos años esperando su regreso y por fin ahí la tenía. No podía fallarle.

A nadie pensaba contar que cuando, por cuarta noche consecutiva, el tiovivo se puso en marcha, bajé para reencontrarme con mi añorada hermana. Pero no pude resistirme al interrogatorio al que me sometió Carlota, siempre tan persuasiva, cuando vino a verme al día siguiente, al preocuparse por mi evidente estado de excitación. Así que le conté, grosso modo, lo que sucedía con ese tiovivo.

Lo que a nadie diré, mientras viva, es lo que allí ocurrió aquella noche, y las que siguieron, y que nunca olvidaré. Tampoco pienso escribirlo, aunque llegué a sopesar esta posibilidad, pues aquí no hay lugar donde pueda esconder mi secreto. Me han dado papel y bolígrafo para que anote todo lo que me viene a la mente y luego lo leen para ver “mis adelantos”, como dice ese médico del tres al cuarto. ¿Por qué fui tan bocazas? Desde que le hice a Carlota esa gran confidencia, lo único que he ganado es este retiro forzoso y una solicitud de divorcio. Maldita traidora. ¿Y ahora cómo voy a poder visitar a mi hermana? ¿Me estará esperando en el tiovivo?
 
 

martes, 9 de diciembre de 2014

Paternidad culpable



Los medios de comunicación se hicieron eco de forma inmediata. La noticia corrió como la pólvora en el barrio. El hecho era, en sí mismo, execrable, pero que lo hubiera perpetrado aquel vecino añadía perplejidad al suceso.

Los periódicos lo identificaban por las siglas JMP y en la radio y la televisión, lo mencionaban como un vecino del barrio de La Trinidad, electricista de profesión, de unos cuarenta años y con antecedentes de violencia doméstica.

Jorge Montañés Pozo tenía fama de bebedor y maltratador. En dos ocasiones, su mujer había presentado denuncia contra él por maltratos físicos, que había retirado a las pocas horas diciendo que había sido sin querer, que, en el fondo, su marido era buena persona pero que la bebida y los problemas económicos por los que atravesaban, convertían su fuerte temperamento en un volcán pero que, tras dormir la borrachera, se apagaba como se apaga el fuego con la lluvia.

Lo ocurrido hizo pensar en Jorge como el autor material de los horribles hechos acontecidos la noche del día anterior, cuando dijo que iba al bar de la esquina y no volvió hasta la madrugada, en evidente estado de embriaguez.

Su única hija, a punto de cumplir los quince años, había sido hallada, por la mañana, cadáver y con signos de violación, en un parque cercano.

En estos casos, es bien sabido que el cerco policial se estrecha en torno al círculo familiar y de amistades de la víctima, así que las investigaciones tomaron esa dirección. Pero todos los interrogados tenían coartada excepto Jorge, pues las horas que dijo haber estado en el bar no coincidieron con la versión del dueño del local. Según el forense, la chica había sido asesinada entre las diez y las once de la noche, cuando su madre ya estaba hecha un manojo de nervios por el inexplicable retraso de la joven. Mientras que el dueño del bar afirmó que el sospechoso hizo su aparición a eso de las once, Jorge dijo que estaba allí desde poco más de las nueve. Su mujer corroboró que, efectivamente, a eso de las nueve, su marido se marchó de casa diciendo que iba a tomar unas copas. Un desfase de casi dos horas entre las dos versiones era más que suficiente para sospechar de Jorge, tiempo de sobra para cometer ese horrendo crimen, dada la cercanía del lugar de los hechos.

¿Móvil? Ninguno a primera vista, pero las suposiciones se dispararon, las versiones se multiplicaron, abarcando un amplio abanico de posibilidades: desde un arrebato pasional, la explosión de una pederastia largo tiempo contenida, celos malsanos por la incipiente relación de la joven con un chico del instituto, un desequilibrio mental, el efecto del alcohol y, quizás, de las drogas. En todo caso, aquel acto incestuoso y horrendo solo podía ser obra de un monstruo. ¿Era Jorge un monstruo? Todo el mundo recordaba ahora y sacaba a relucir su comportamiento chulesco, pendenciero, incluso agresivo, su mal humor, sus miradas y ademanes provocativos, sus malas palabras. Quienes habían sido hasta entonces sus amigos, ahora parecían descubrir en él retazos de conducta sociópata, pervertida. Todos ellos, sin apenas excepción, comentaban las miradas lascivas que dirigía a las adolescentes del barrio y los comentarios soeces que profería a sus espaldas. Sí, tenía que ser él ese monstruo capaz de violar y asesinar a su propia hija. Todo el mundo le condenó y muchos fueron quienes le desearon la muerte o, por lo menos, la castración.

Su mujer fue la primera en pensar en él como el artífice de tamaña monstruosidad. No había tenido suficiente con maltratarla a ella sino que había tenido que verter toda su maldad y degeneración sobre su única hija. Ahora no solo era una mujer a la que le había despojado de su dignidad sino también de lo que más quería en este mundo.

En más de una ocasión, los vecinos habían sido testigos de los acalorados enfrentamientos entre padre e hija, pues ésta, había que admitirlo, era bastante ingobernable. Una chica malcriada que no respetaba la autoridad paterna, eso sí, pero de ahí a hacer lo que le hizo… Quizá habían vuelto a discutir, por lo del chico ese, vaya perla, ya solo faltaba un gamberro como aquel en la familia. Y en la discusión, se le fue la mano y con lo bestia que es ese Jorge pues ya se sabe… Pero lo de la violación no tiene explicación, a no ser que lo hiciera para despistar a la policía, quién iba a pensar en su padre. Sin embargo, las pruebas de ADN no habían arrojado nada concluyente pues el violador había usado preservativo y, según el forense, la violación tuvo lugar post mortem, por lo que no hubo resistencia ni signos de lucha; el golpe en la cabeza, solo uno, fue mortal, el asesino la golpeó por detrás, seguramente cuando la víctima intentaba huir del agresor.

Las pocas pruebas, sin embargo, apuntaban a Jorge como el agresor: en su taller encontraron herramientas que bien podían haber sido el arma del crimen, y que debió haber limpiado concienzudamente; la estatura del agresor, por el ángulo en el que había sido golpeado el cráneo, encajaba perfectamente con los 1,80 metros de estatura de Jorge, frente a los 1,60 metros de la joven; y, por si fuera poco, el sospechoso tenía dos arañazos en el cuello que, aunque ya secos, se veían recientes. Que hubieran sido hechos por la chica en el transcurso de su última discusión violenta, dos días antes del día de autos, como los justificó un Jorge fuera de sí, no convenció a los investigadores. Aquel hombre destilaba odio por los cuatro costados, eso era más que evidente, y su actitud delataba una clara culpabilidad. Esos indicios y la falta de una coartada convincente que justificara el lapso transcurrido desde las veintiuna horas, momento en que el sospechoso dijo haber ido al bar, y las veintitrés horas, momento en que fue visto en dicho local por su propietario, eran pruebas más que suficientes para detenerlo por asesinato.

Tras recitarle, que no leerle, sus derechos, fue detenido y conducido ante el juez quien, en menos de veinticuatro horas, decretó su prisión incondicional, por peligro de fuga y por la alarma social que aquel caso había suscitado.

El abogado de oficio, un joven sin demasiada experiencia en causas de esa índole, propuso a Jorge que confesara pues, de ese modo, el juez sería magnánimo y el atenuante de confesión voluntaria y arrepentimiento le rebajaría sustancialmente la pena. Como mucho, pasaría entre rejas diez años. Alegarían enajenación mental, alcoholismo, adicción a las drogas y lo que hiciera falta. A los tres años, con buena conducta, podría disfrutar del tercer grado. De lo contrario, podrían caerle más de veinte años. ¿Qué le parecía?

La rabia, el odio, los arrebatos agresivos de Jorge fueron remitiendo a medida que veía que todas las pruebas, aunque fueran escasas, le inculpaban, que todo el mundo, incluso su mujer, le había juzgado y condenado, que la opinión pública le tachaba de monstruo merecedor de ser colgado por los genitales. Todo el odio que hasta entonces él había vertido sobre la sociedad, ahora le volvía como si de un boomerang se tratara.

Por mucho que intentó, en la soledad de su celda, reconstruir los hechos, no veía el modo de contradecir la versión de aquel hombre, con cara de pocos amigos, como él, con el que nunca había simpatizado, y que llevaba regentando ese mugriento bar desde hacía un año escaso. En esas dos horas estaba el quid de la cuestión. Era su palabra contra la de aquel expendedor de vinos y licores. Llegó, incluso, a dudar de su memoria. ¿Qué hizo desde que abandonó su hogar hasta que llegó al bar de la esquina? El chute de cocaína que había esnifado antes de salir no justificaba esa pérdida de memoria. Solo debieron transcurrir cinco minutos desde que salí del portal hasta que entré en aquel antro. ¿Cómo es que nadie más reparó en mí? El local estaba a tope, como todos los sábados por la noche. ¿Tanta inquina me tienen como para que nadie quiera interceder por mí? Ya sé que he sido un borde con casi todos ellos pero de ahí a que me quieran ver así, hay un trecho –pensaba Jorge, día y noche, temiendo volverse loco. Había sido un mal marido, seguramente también un mal padre, de eso sí era culpable, pero ¿era un asesino? Quizá hacía tiempo que había enloquecido y no se había dado cuenta. ¿Y si había sido él quien le hizo aquello a su hija y no lo recordaba? ¿Y si era realmente un monstruo y se lo tenía merecido?

Para evitar pudrirse en la cárcel, había acabado aceptando la propuesta del abogado y reconoció su autoría aunque dijo haber estado bajo los efectos del alcohol y las drogas, por lo que no recordaba con exactitud lo que había ocurrido, y tal como el joven letrado le vaticinó, le cayeron diez años y un día, un escándalo, una gran injusticia según los que querían verle muerto o castrado.

Hasta que no le concedieron el tercer grado, su vida carcelaria fue un infierno. Aquel hombre fuerte, bravucón y pendenciero, se tornó un débil y temeroso reo que pasaba casi todo el tiempo en un rincón de su celda, contando los días y temiendo por su integridad física, tantos eran los presos que muy gustosamente le harían un favor quitándole de en medio como él había hecho con su pobre hija.

El aislamiento, el rechazo y la soledad, hicieron de Jorge una piltrafa humana y eso que solo fueron tres años de reclusión total. Ahora solo tenía que ir a dormir a la cárcel, era libre el resto del día. Pero ¿cómo y dónde iba a disfrutar de esa libertad? Lo había perdido todo y ya no tenía a nadie a quien acudir ni dónde caerse muerto.

A las pocas horas de pisar la calle, se encontraba deambulando por su barrio, temeroso de ser reconocido. Pero no pudo evitar la tentación de volver al lugar de los hechos, pero no como el asesino que se recrea viendo la escena del crimen, sino como el que siente añoranza del lugar donde, ahora se daba cuenta, había hecho tan infelices a sus seres queridos. Y, aunque pareciera algo morboso, tampoco pudo sustraerse a la tentación de entrar en aquel bar que, de alguna forma, había sido el motivo de su desgracia.

Aquel hombretón (nunca había sabido su nombre) ya no estaba detrás de la barra del bar, seguramente era demasiado temprano para ello. Preguntó por él a un joven camarero que debía ser nuevo, pues nunca antes le había visto. Según éste le refirió, el señor Fernando, así se llamaba el anterior dueño, dejó el negocio hacía unos tres años, según le habían dicho, para trasladarse a otra población cercana, el chico no recordaba el nombre, para abrir allí otro bar pues en ese barrio el negocio había ido a menos.

Lástima -pensó Jorge-, me hubiera gustado tener unas palabras con él, las que no me permitieron tener tras mi detención. Me hubiera gustado oír de su boca su versión de los hechos y quizá descubrir la verdad.

Mientras tanto, en una población vecina, ya de noche, un hombretón de casi 1,90 metros de estatura, limpiaba los vasos tras la barra de su bar y miraba el reloj de la pared esperando a que fuera la hora oportuna. La joven estaría a punto de pasar por delante de su establecimiento, sola, como cada noche, camino de su encuentro con su nuevo novio, el tercero en poco tiempo, la muy zorra. Pero él estaría esperándola. En menos de dos horas estaría de vuelta. Daría la escusa de siempre y nadie sospecharía de él. Una enorme llave inglesa asomaba por debajo del cajón de los cubiertos, la que siempre había utilizado. Ya eran tres las víctimas en tres años y a nadie se le había ocurrido pensar en su autoría. Siempre sospechaban del entorno familiar. De todos modos, tendría que cambiar el modus operandi, pues se estaba arriesgando demasiado y la policía era tonta, pero no tanto, y tampoco era cuestión de ir cambiando de población cada dos por tres.

jueves, 4 de diciembre de 2014

Una vida que no es vida


Cada día igual. Ya estoy harto de vivir esta vida aburrida y miserable. Un día de estos haré algo gordo solo para escapar de la rutina. Mira, el frutero ya tiene abierta la tienda y son solo las siete. Este también parece que solo vive para trabajar. Y no digamos de la panadera, levantada desde las cinco para que el personal tenga a punto su croissant o su “coca de vidre”. Qué vida esta. Porca miseria. Si me vuelvo a reencarnar, quiero ser un ricachón que no necesite madrugar para ganarse la vida, que viva del trabajo de los demás. ¿Explotador? Pues ¿por qué no? Ya estoy harto de la rectitud, de la moralidad. Total, ¿para qué? Si estamos de paso, más vale pasarlo bien aunque sea a costa de los demás. Digo.

Bueno, quizá me he pasado un pelín. Tampoco es eso. De hecho, no creo en la reencarnación, así que… Pero ¿cómo puedo salir de este bucle? Trabajo para vivir y vivo para trabajar. ¿Para cuándo disfrutar de una vida relajada y gratificante? Si hubiera nacido en el seno de una familia capitalista... Pero no, tuve que pertenecer a la llamada clase trabajadora.

Mierda de vida. Y todos esos hacen la misma cara de estar hartos como yo. Mírales, si parecen autómatas. Todos cabizbajos, apresurados para no llegar tarde a la oficina, donde pasan, también como yo, tres cuartas partes de su vida y todo por una miseria de salario.

Toda mi vida es una repetición de actos, desde que me levanto hasta que me acuesto y aunque los fines de semana sean diferentes, también están repletos de rutina, de una rutina distinta pero rutina al fin y al cabo.

Soy como una máquina programada, como un robot, sin vida propia, siguiendo los dictámenes de los demás, de los de arriba y sin derecho a quejarme.
 
 
Y Rodolfo se sienta, cansado ya a las ocho de la mañana, después de más una hora de trayecto, en ese cubículo que conforma su reducido espacio de trabajo, en una esquina de la planta de administración, dentro de ese edificio siniestro de aspecto vetusto, construido dos siglos atrás.

Cada día repite la misma operación: Se sienta, levanta la vista por encima de la montaña de papeles que recubren su escritorio y examina lo que le rodea. Mira el calendario de pared, donde va tachando con rotulador rojo los días que pasan, como si de un reo se tratara. Mira la puerta de cristal opaco del despacho de su jefe para ver si su sombra delata que ya está en su puesto, dispuesto a dar órdenes. Mira a los compañeros de trabajo que, cada día a la misma hora, se toman un café en el rincón opuesto, que han acondicionado para ello y al que llaman pomposamente office. Mira a esa chica, entrada en carnes, teñida de rubio, de escote creciente y falda menguante, que nunca le devuelve su saludo.

Y cada día ve lo mismo. Ve caras de circunstancias, caras de desolación, caras de aburrimiento. Ve cómo charlan intentando animar una conversación que, al poco, fallece de aburrimiento. Ve alguna que otra tímida sonrisa, sonrisas forzadas para quedar bien con el interlocutor. Ve cómo la secretaria del departamento, la de pelo azabache, y que también pasa de él, se levanta rauda para atender la llamada del gran jefe que, cada día, exactamente a la misma hora, la reclama para despachar los asuntos pendientes. Ve, en definitiva, que empieza una nueva jornada de trabajo que de nueva no tiene nada.

Siente que la vida se le escapa sin hacer nada de provecho. Siente impotencia por no atreverse a romper con todo, empezando por romperle la cara a ese jefe déspota y prepotente y decirle, antes de rompérsela, todo lo que piensa de él y del departamento para el que trabaja. Siente ganas de salir corriendo pero se siente atrapado en una especie de laberinto. Siente lástima por sí mismo porque no se siente capaz de luchar contra todo lo que tanto desprecia, por no poder romper unos lazos invisibles que lo tienen atrapado.
 
 
Pero hoy la sensación de repetición es aún peor, más intensa. No sabe lo que le ocurre porque es la primera vez que lo experimenta. Debe ser lo que llaman un déjà vu pues lo que ve y oye le resulta, no solo familiar, sino como si ya lo hubiera visto y oído con anterioridad. Y muchas veces.

Se siente extraño, muy extraño, como si sufriera un desdoblamiento, no sabría cómo explicarlo. Es como si lo estuviera viendo todo desde fuera, de una forma extracorpórea, como si su cuerpo y su alma se hubieran separado por un momento y fuera ésta la que estuviera visionando, desde otro plano, la película de su vida.

De pronto, se da cuenta de lo que le ocurre. De pronto, lo ve claro. Todo tiene sentido. No sabe si reír o llorar. ¡Qué iluso ha sido! ¿Cómo no se había dado cuenta? Ahora entiende por qué nadie repara en él, por qué le ignoran. Ahora comprende por qué sus compañeros y compañeras no le prestan atención y ni siquiera cuentan con él para tomar esas cervezas que se toman en el bar de la esquina, casi todas las tardes, al salir del trabajo, o para salir a almorzar. ¿Almorzar? Ahora que lo piensa, no recuerda haber ido a almorzar ni un solo día desde que entró a trabajar en esa oficina hace… ¿cuánto tiempo hace?.

Solo se le ocurre una prueba para salir de dudas. Solo con pensar que su sospecha se haga realidad, se le eriza el vello y se le pone la carne de gallina.

Ni corto ni perezoso, se levanta de su silla y se planta, con los brazos extendidos, en medio de la sala que comparte con el resto del personal administrativo y que a aquella hora está más transitada que nunca, no en vano es la hora del almuerzo.

Rodolfo se queda sin aliento, paralizado. Estaba en lo cierto. Lo único que ha experimentado ha sido como una descarga eléctrica y una pequeña sacudida cuando el cuerpo de su jefe le ha traspasado limpiamente, siguiendo su curso hacia la salida sin inmutarse.

Ahora entiende, por fin, por qué su existencia presente, pues no sabe si llamarla vida, es tan anodina y repetitiva. Ahora recuerda quién era: un gris funcionario, un hombre solitario e insociable, que no supo hacer de su vida algo digno de ser vivido y ahora, se encuentre donde se encuentre, está condenado a repetirla hasta el infinito.
 

 

lunes, 1 de diciembre de 2014

El cuadro



Era el cuadro de su colección pictórica que más dinero le había costado pero valió la pena. Él no entendía mucho de arte pero sabía cuando algo le gustaba, le atraía, aunque no supiera expresar en palabras el por qué.

Ese cuadro, su última adquisición en una subasta, ocupaba un lugar preferente en su lujosa mansión: su dormitorio y frente a su cama. Así, cada noche, al acostarse, podría disfrutar de su visión y dormirse con esa última imagen grabada en su retina y en su cerebro.

Ese cuadro al óleo del siglo XVII, de un pintor flamenco del que nunca había oído hablar, le había dado tan buenas vibraciones que decidió adquirirlo, costara lo que costara. Aún sin ser muy supersticioso, solo con verlo llegó a creer que le daría buena suerte.

El cuadro representaba la esbelta figura de una doncella que, apoyada en el alféizar de la ventana de lo que debía ser su dormitorio, miraba con una leve sonrisa, al estilo de la Mona Lisa, al pintor.

Aquella cara fue lo que le embrujó e hizo que pujara hasta conseguir que el cuadro fuera de su propiedad. Y ahora, esa propiedad se había convertido en algo más que un bello objeto. En su soledad, el viejo millonario, había convertido a esa joven del cuadro en su confidente. A ella le contaba lo que no desvelaba a nadie más, a ella confesaba sus debilidades, de ella conseguía los consejos que solo él sabía oír y que salían de aquella boca cuyos labios, sonrosados y carnosos, le volvían loco. Por ella era capaz de salir cada día a la calle con un humor renovado y ante ella se desnudaba, física y emocionalmente, todas las noches dándole el último adiós de la jornada.

La larga ausencia que le depararía ese viaje que le mantendría alejado de “su dama”, como él gustaba llamarla para sus adentros, le produjo una gran congoja. ¿Cómo podría separarse de ella tan largo tiempo? ¿Qué sería de él sin su dama? ¿Qué le depararía ese viaje si no contaba con su compañía, con sus consejos?

Así pues, aunque pudiera parecer a los ojos ajenos una excentricidad propia de un viejo millonario decrépito, decidió llevarse a su dama consigo.

Solo habían transcurrido tres días desde que llegó a su destino cuando tuvo plena conciencia de que su intuición era cierta, su dama le daba suerte, esa suerte que le deseaba cada mañana, al partir hacia su objetivo. Todas las reuniones le eran favorables, todos sus deseos se hacían realidad, todos los tratos se cerraban exitosamente. Y esa embriaguez de satisfacción le hizo cometer una grave imprudencia. Cuando uno de sus mayores competidores le preguntó, en tono jocoso, dónde estaba la clave de su éxito en los negocios, le reveló su secreto.

Al día siguiente de tan imprudente confesión, al más grave arrepentimiento le siguió la más aguda esperanza de que su interlocutor tomara aquel comentario como la broma de quien no quiere revelar los entresijos de sus habilidades empresariales y relativiza sus logros recurriendo a la buena suerte. No quería que le tomaran por loco ni que nadie, dando crédito a su confesión, se hiciera con su valiosa y preciada obra de arte.

Pero sus peores temores se hicieron realidad cuando a la vuelta de una de sus últimas reuniones de negocios, contempló, horrorizado, cómo el cuadro, y con él su dama, habían desaparecido. Nadie había sido visto, y así lo confirmaban las cámaras de seguridad, con un cuadro de 80x60 cm a cuestas, abandonando el hotel, pero él sabía muy bien, por experiencia, que quien desea algo a toda costa y tiene recursos, sabe encontrar el modo de hacerse con ello. Y también sabía, aunque no podía demostrarlo, quien había sido el artífice indirecto de aquel robo: su peor adversario en los negocios y, ahora, su peor enemigo en la vida. Pero nadie ni nada se interpondría entre su dama y él. No había nacido quien pudiera hacerle algo así. Aunque le fuera la vida con ello, la intentaría recuperar. Sabía dónde ir a buscar.

Cuando entró en esa otra suite, de ese otro hotel, donde ese otro viejo decrépito creía que la suerte había cambiado de manos, lo primero que vio fue el cuerpo sin vida de su enemigo, tumbado en el suelo, sin rastro de sangre ni de violencia. Sus ojos, abiertos como si quisieran salirse de sus órbitas, parecían mirar al horror y su boca, entreabierta, mostraba una mueca extraña, entre sorpresa y repulsión.

Sobre la chimenea del salón contiguo, al que se accedía por unas amplias puertas correderas, abiertas de par en par, reposaba aquel magnífico cuadro que mostraba aquella bellísima dama que, al principio le costó reconocer. Esa cara tan dulce y con esa enigmática sonrisa, se veía tensa, crispada, con una mirada de odio en aquellos ojos tan claros. Su dama, que había abandonado su aspecto angelical, tenía la mirada fija en el cuerpo que yacía inmóvil sobre la moqueta y entonces levantó ligeramente la cabeza para mirarle a él y obsequiarle con la mejor de sus sonrisas. De nuevo juntos, le pareció oír que le decía.

Al punto, abandonaban apresuradamente la suite y el hotel para adentrarse en la oscuridad de las calles adyacentes.