Charlie me puso el apodo de “el coche fantástico”, como el deportivo de aquella serie norteamericana tan cutre. Y, por si fuera poco, también me llamaba como él: Kitt. Vale, de acuerdo, también soy un Pontiac Firebird 8 válvulas, pero, aparte de eso, no tengo nada más en común con aquel trasto. Porque yo, además de fantástico, soy inteligente. Aunque debo reconocer que de poco me ha servido.
Micky, mi anterior dueño, era un coleccionista de coches americanos de los años sesenta. Me compró junto a un Ford Mustang. Ambos nacimos en 1968, pero yo le sobreviví. Y todo gracias a mi inteligencia, que de artificial no tiene nada. Charlie, en su ignorancia, simplemente lo achacaba a algún accesorio que me habían instalado. Me anticipo a sus deseos y a sus reflejos. Más de un peatón sigue con vida gracias a mi pericia. No sé cómo adquirí este don, pero creo que fue a raíz del shock que experimenté cuando enviaron a mi querido Micky a la trena. Gracias a mí pudo pagar la fianza. Así fue cómo tuvo que abandonarme.
Con Micky vivía muy bien, pues me trataba de maravilla. No me faltaba de nada. Me mantenía limpio y bien nutrido. Se gastaba una pasta gansa en mi conservación, no en vano era la envidia de sus amistades. Micky era de esos ladrones a los que llaman de “guante blanco”. Charlie, en cambio, es muy distinto. No solo es un tipo duro, como todos los de su calaña, sino también un delincuente peligroso. En mi guantera y en mi maletero hay más pistolas, revólveres y escopetas que en una armería.
Pero no fue hasta hace poco que empecé a sentir temor de verdad. Pero no por mí sino por un individuo, un buen tipo, al que conocía del barrio y que me caía muy bien. Siempre que me veía soltaba un silbido de admiración y me echaba algún que otro piropo, mientras deslizaba suavemente su mano por toda mi carrocería al estilo de una amorosa caricia. Estaba, sin duda, enamorado de mí. En más de una ocasión quiso comprarme, pero Charlie se negó repetidamente. Lo malo de Leslie, que así se llamaba, era sus muchas deudas de juego y su afición a la bebida. Por lo demás, era un tío muy majo. Y mira por dónde, precisamente le encargaron a Charlie, por ser vecinos y conocidos, la labor de apretarle las tuercas para que soltara, por las buenas o por las malas, la pasta que debía.
Al principio solo fueron amenazas, luego vinieron las palizas, cada vez más violentas. La última envió a Leslie al hospital por una larga temporada. Yo sabía que, de haber una próxima, ya no lo contaría. Al cabo de pocos días, oí el plan que tenían montado Charlie y un tal Moreno, su compinche, para acabar con el infeliz. Si éste ya no andaba normalmente muy bien de dinero, entonces debía estar sin blanca, después de perder el trabajo por culpa de la baja que tuvo que tomarse tras la última refriega con mi dueño. Eso es lo malo de no tener un contrato laboral.
Me daba tanta pena nuestro vecino, que ideé una forma de advertirle del peligro que corría. Por una vez quise emular a mi doble cinematográfico y hacer algo digno de encomio, ser un héroe, pero sin seguir las órdenes de nadie sino mi propia iniciativa.
La única forma para llevar a cabo mi heroicidad era presentarme, de noche, en su domicilio y enviarle a través de la ventana un mensaje en código morse. En una ocasión oí que había hecho el servicio militar en la marina, así que debía conocer este sistema de comunicación. Además, mi futuro damnificado vivía en una planta baja, a pie de calle, de modo que comunicarme con él sería coser y cantar. El plan no podía fallar. Lo tenía todo controlado. O eso creía.
Pero tenía que actuar sin demora, antes de que aquellos desaprensivos perpetraran el homicidio o lo que tuvieran pensado hacerle a ese pobre desgraciado.
Así pues, al día siguiente de haber tomado esta determinación, aprovechando que Charlie y su compinche se estaban emborrachando en el Roxy, el antro que suelen frecuentar los sábados por la noche, me dirigí raudo en busca de Leslie. Estaba en casa, pues distinguí una tenue luz en su interior. Orienté mi morro hacia la fachada e hice sonar el claxon varias veces. Vi que alguien descorría ligeramente una cortina y pegaba su careto al cristal. Era él, no cabía duda. Sin más dilación, empecé a emitir las ráfagas luminosas hasta completar el mensaje. Por toda respuesta, bajó la persiana cerrando toda posibilidad de contacto visual. Volví a accionar el claxon y la persiana volvió a levantarse y la cortina a descorrerse. Y vuelta a empezar. Y nuevamente idéntica respuesta por parte del que ahora consideraba a todas luces un cretino integral.
Por lo que después deduje, el interfecto no sabía morse y estaba borracho como una cuba. No había contado con esa eventualidad ni con que, con toda esa táctica, había pasado el tiempo volando y yo plantado delante de la casa de ese imbécil indigno de mis desvelos. Era inútil insistir, pues ya eran varios los vecinos que, asomados, me increpaban ─o más bien a quien suponían dentro del auto─ y amenazaban con llamar a los municipales. Cuando iba a maniobrar para poner ruedas en polvorosa y volver al Roxy, casi me calo del susto. Por la siguiente bocacalle aparecieron Charlie y su colega. Supuse que, al no encontrarme a la salida del local, donde había quedado aparcado, pensaron que alguien me había sustraído y volvían a pie con un cabreo de padre y señor mío.
Lo que siguió desbarató todos mis planes. Viéndome parado ante la vivienda de su inminente víctima, Charlie dio por sentado que había sido él quien me había secuestrado ─no en vano sabía del amor que me profesaba─ y que se disponía a huir conmigo de inmediato ─todo por haberme hallado con el motor en marcha y las luces encendidas frene a su puerta─ y no se lo pensó dos veces. En cuestión de segundos, los dos maleantes sacaban a Leslie a rastras, que no paraba de gritar, con lengua estropajosa, que yo había aparecido allí, de repente, haciendo sonar el claxon y haciéndole luces sin parar.
Y aquí estoy ahora, colgando de un gigantesco electroimán y a punto de ser convertido en un bloque de chatarra que alimentará este cementerio de coches desguazados. Y, por si fuera poco, con un cadáver en el maletero.