jueves, 31 de enero de 2019

Conversaciones desde arriba



Ariel acaba de llegar. Charlie, en cambio, lleva más tiempo, no sabría decir cuánto. Ariel todavía no se ha acomodado a la nueva situación y no deja de preguntar al compañero que le han asignado y a quien acaba de conocer.

─¿Y tú cuánto tiempo llevas aquí?
─Pues no sabría decirte. No mucho, pero eso es lo de menos. Aquí uno enseguida le coge el tranquillo a todo esto. Te acostumbrarás enseguida, ya lo verás ─le responde Charlie, adoptando la típica actitud del veterano.

Ariel asiente y dirige la vista hacia lo que sea que Charlie está observando a lo lejos.

─¿Quién es? ─le pregunta, curioso.
─Mi mujer.
─¿Esa de ahí es tu mujer? ¿Acaso la estás espiando?
─Yo no diría que la estoy espiando, solo me estoy interesando por ella. ¿Acaso tú no tienes una mujer o una familia por la que interesarte?
─Claro que tengo familia. Pero ya me dirás qué puedo hacer yo desde aquí.
─Pues lo único de provecho que uno puede hacer, ver cómo les va.
─O sea, hacer de voyeur. ¡Vaya consuelo! ─responde Ariel, alicaído─. Si por lo menos pudiéramos intervenir o interactuar de algún modo…
─Bueno, amigo, si quieres que te sea sincero, estoy empezando a dudar de que podamos hacer algo así, aunque no he perdido la esperanza. Cuando llegué me dijeron que con el tiempo aprendería a comunicarme con ellos. Pero, por desgracia, hasta el momento no lo he logrado. Quizá es que todavía no estoy lo suficientemente preparado.
─Quizá sea cuestión de paciencia y de entrenamiento ─argumenta Ariel.
─Probablemente, pero no descarto la posibilidad de que también influya la capacidad innata de cada uno ─y dicho esto, Charlie se levanta, no sin esfuerzo, pues la nueva vida sedentaria no ayuda a perder peso, y abandona su puesto de vigilancia para retirarse a sus aposentos.

Una vez solo, Ariel decide emprender la búsqueda de su familia hasta que, por fin, también consigue dar con su mujer. Pero lo que ve le deja horrorizado. En lugar de hallarla sola y desconsolada, como era de esperar, se la encuentra en brazos de otro hombre que, para mayor escarnio, es Robert, su mejor amigo. Cuando le desvela su hallazgo a Charlie, este se echa a reír.

─Ay amigo, pero qué te creías. El muerto al hoyo y el vivo al bollo.
─Vale, pero una cosa es que, con el tiempo, hubiera rehecho su vida, pero ¡tan pronto! ¡Y con mi mejor amigo!
─Pero Ariel. ¿Te llamas Ariel verdad? ─y ante el asentimiento de su nuevo compañero de fatigas, continúa─. No puedes saber cuánto tiempo ha transcurrido desde que partiste. Acá el tiempo no existe. Para ti pueden haber pasado unas horas, o días, pero para ellos ─señala con un movimiento de cabeza hacia abajo─ pueden haber transcurrido meses, o incluso años.
─Ya, pero… eso de haberse casado, juntado o lo que sea, con Robert… Vaya, que no me parece correcto. Ella bien que criticaba a las mujeres que se enrollaban con los ex de sus amigas. Además, ¿y si ya estaban liados antes de que yo me fuera?
─¿Y qué importa eso ahora? A mí me ocurrió algo peor, la mía resultó que estaba liada con mi jefe. Lo sospechaba, pero no lo pude confirmar hasta que llegué aquí. Lo pude ver con mis propios… lo que sea que nos permite ver a los de abajo.
─¿Y qué podemos hacer, aparte de mirar? Si, como te dijeron, podemos aprender a comunicarnos o incluso a hacer algo por nuestros seres queridos, podríamos, de algún modo, influir o interferir en sus vidas.
─Posiblemente, pero, como te dije, esa prerrogativa se adquiere con tiempo y esfuerzo. Así que tendremos que ser pacientes y esperar.
─Pues eso es desesperante. En cuanto adquiera esa habilidad, se van a enterar esos dos.
─¿Y qué vas a hacer? Aquí está terminantemente prohibido actuar de forma deshonesta; si incumples este requisito fundamental te envían al exilio ipso facto.
─¿Al exilio? ¿Y adónde vas, entonces, si se puede saber?
─No se sabe, pero me temo que a un lugar bastante más lúgubre que este. Al menos eso he oído.
─¿Más lúgubre todavía? ¡Qué horror!
─Es lo que hay, chico. Y encima te venden esto como algo mágico, ideal, unas vacaciones pagadas, un premio por haber sido una buena persona.
─¡¿Buena persona?! ¡Anda ya! Yo lo que he sido es un ingenuo, un imbécil. No sé cómo no pude darme cuenta de lo que ocurría a mis espaldas. Esos dos seguro que ya llevaban tiempo liados. Y yo, mientras, en Babia.
─Seguro que eras uno de esos que se pasaba la vida en la oficina y no llegaba a casa hasta la hora de cenar.
─Pues sí. Me habían ascendido y tenía que dar el callo, confirmar mi valía, de lo contrario…
─Un pringao, vamos.
─¡¿Cómo que un pringao?! ¿Pero tú de qué vas? ¿De qué trabajabas, si se puede saber?
─Yo hacía el taxi.
─Así que eras taxista. ¿No participarías, por casualidad, en esa huelga salvaje que tuvo al país en ascuas y con la que jorobasteis a miles y miles de ciudadanos inocentes?
─No, no, qué va. Eso sucedió después de que yo llegara. ¡De la que me libré! Si hubiera participado en eso, quizá no estaría aquí ahora, sino en ese otro lugar tan lúgubre, vete tú a saber.
─¿Y el hecho de trabajar de taxista, tuvo algo que ver con la infidelidad de tu mujer?
─¿Qué si tuvo algo que ver? Oswaldo, el dueño de la flota de taxis, porque yo solo era un simple conductor asalariado, me ofreció la posibilidad de ampliar mi jornada laboral conduciendo más de un taxi en distintas franjas horarias. Así cobraría mucho más. No sabes lo que nos explotan los propietarios de las licencias. No me quedó más remedio que aceptar. Acabábamos de firmar una hipoteca y teníamos que hacer frente a unas cuotas mensuales de casi ochocientos euros.
─¡Vaya por Dios! Y claro, tantas horas fuera de casa…
─Que el cabrón de Oswaldo las aprovechaba para hacer unas visitas de cortesía a mi mujer. Ya me entiendes.
─¿Y resulta que soy yo el pringao? No me jodas.
─Bueno… sí claro, yo también lo fui, pero seguro que mi situación laboral era mucho más precaria que la tuya.
─¿Y tú qué sabrás? Mi empresa estaba al borde de la suspensión de pagos y me acababan de nombrar director financiero con la única y exclusiva responsabilidad de salvar la empresa y el puesto de trabajo de doscientos cincuenta trabajadores. Doscientas cincuenta familias pasaron a depender de mí. ¿Acaso no era suficiente responsabilidad como para trabajar las horas que fueran necesarias? Y así me lo ha pagado mi mujer. Y encima debe haber cobrado el seguro del accidente.
─¿Accidente? ¿Qué accidente?
─Pues el que tuve con el coche. El que me ha enviado hasta aquí.
─¿Tu muerte fue por un accidente de automóvil? ─pregunta Charlie, interesado.
─Pues sí, de vuelta del trabajo. Aquel día había trabajado hasta muy tarde. Tenía mucha prisa por llegar a casa. Me salté un semáforo que acababa de ponerse en rojo. Choqué contra otro vehículo. Te juro que no le vi. Debió arrancar justo antes de ponerse su semáforo en verde. Así que también tuvo su parte de culpa.
─¿Y qué fue del otro conductor?
─Tengo entendido que falleció en el acto. Yo, en cambio, no sé cuánto tiempo estuve en la UCI.
─ Yo también tuve un accidente con el taxi. Aquel día estaba agotado. Tantas horas al volante me había embotado los sentidos. El caso es que un tío me embistió en un cruce. Por fortuna para mí, no sentí nada. Todo fue tan rápido…
─¡Ostras, qué casualidad!
─Pues sí. Pero, dime, ¿dónde tuviste exactamente ese accidente?
─En el cruce de la calle Balmes con Vía Augusta. ¿Por qué?
─¿Y no sería a eso de las once de la noche del martes 13 de marzo de 2108?
─Pues sí. Quieres decir que…
─¡Maldito hijo de la gran p…!

En ese preciso instante, una voz lejana retumba en el vacío, cortando a Charlie antes de que este termine la frase.

─¡Eh! Aquí no se permiten expresiones de ese tipo. Que no lo tenga que repetir. Si no os comportáis como es debido, ya podéis ir haciendo las maletas. Ya me entendéis. O si no, os lo explico más clarito. ¿Vale?

Tras unos breves instantes de un silencio sepulcral, Ariel vuelve a tomar la palabra, ahora más bajito.

─Pero, oye Charlie, ¿qué hacemos con lo de nuestras mujeres?
─¡Me cago en tu pu…!
─Shhhh. ¡Esa boca! ¡A la siguiente, por mis alas que quedáis expulsados!



lunes, 21 de enero de 2019

Volver a casa



Hoy he vuelto a pasear por mi barrio, en el que, por cierto, también nació Joan Manuel Serrat siete años antes que yo, aunque todavía no le conozco ni puedo saber quién es. Mi barrio es como una pequeña ciudad que habita, palpita y respira dentro de la gran urbe, que satisface las necesidades de sus habitantes. No hay que desplazarse más de unos cien metros a la redonda para adquirir lo indispensable: la lechería, en los bajos de nuestra finca, donde sirven la leche fresca traída de una vaquería cercana ─que, por cierto, despide un olor a establo que tumba a quien osa pasar por delante, pues todavía no lo han prohibido─, y que la dueña escancia en raciones de cuarto, medio o de un litro en la lechera que los clientes llevamos de casa, donde la herviremos antes de consumir; la panadería, donde venden el pan recién horneado a peso y si falta algunos gramos pues añaden un pedacito extra para compensar y que, cuando es un corrusco, me lo como por el camino; la mercería, donde mi madre compra toda clase de cintas, hilos y botones; la librería-papelería, que me surte de lápices de colores Alpino (mis preferidos), tinta china, papel secante y libretas de todas las clases y tamaños; el local del zapatero remendón, llamado también “El rápido” porque remiendan los zapatos en un santiamén, y que despide un fuerte olor a cuero, goma y a cola de pegar; el bar bodega, en el que los efluvios alcohólicos llegan a marear, donde vamos a comprar el vermut a granel y también hielo (hasta que no aparezcan las neveras eléctricas), que cortan de una larga barra, en pedazos en forma de cubo, con una guillotina, y que nos llevamos a casa lo más rápidamente posible para que no se deshiele por el camino; la farmacia en el chaflán de enfrente, cuyo farmacéutico conoce a toda su clientela a la perfección; el colmado (o tienda de ultramarinos), donde mi madre suele mandarme a por patatas ─”sobre todo que sean del bufet”, que ignoro lo que significa, pero que para ella son las mejores─ y aceite a granel, que sirven con una especie de surtidor; la droguería, justo al lado, donde venden desde pintura hasta matarratas; y a unos treinta metros de la esquina, calle arriba, el trapero a quien le llevamos las botellas vacías de Champán (al que todavía no le han cambiado el nombre), los periódicos y tebeos (a los que todavía no les han bautizado con el nombre de cómics) usados. En esa trapería, los papeles y trapos se pagan a peso. Las botellas no, esas tienen un precio por unidad. Cada vez que voy, con el dinerillo obtenido ya tengo para comprarme tebeos nuevos o me lo guardo hasta que me alcanza para comprar un Minicar, esos coches en miniatura a escala. Cuestan mucho dinero, pero soy paciente. De momento ya tengo seis y todavía ignoro que llegaré a tener más de veinte y que un niño al que no conoceré, al que su madre trajo a casa una mañana porque no sabía con quién dejarlo y a quien la mía le dejó pasar el rato con esos cochecitos tan queridos por mí ─”Hala, juega un ratito, guapo, mientras tu mamá hace la limpieza”─, se llevará unos cuantos que finalmente recuperaré, tras amenazar a mi madre con marcharme de casa, bastante deteriorados.

Después de deambular un rato por los aledaños, he acabado entrando en la finca donde nací, he tomado el ascensor acristalado con carcasa de madera ─que la señora de la limpieza no quiere tomar porque le da miedo─, he pulsado el botón de latón dorado del tercero segunda y he llamado a la puerta, pues sigo sin tener llave. Me ha abierto mi madre. La he pillado escuchando la radio. Es la hora del consultorio sentimental de la señora Elena Francis. Luego, cuando el almuerzo ha estado listo, me he sentado a la mesa para comer ese puré de patatas que no me gusta y al que mi madre le echa un poco de tomate frito de bote porque sabe que es la única forma de que me lo coma. Mientras, en la radio escucho Tambor, el programa de cuentos infantiles del mediodía. Sé que, por la tarde, al volver de la escuela, encontraré a mi madre sentada ante su máquina de coser Singer o planchando un montón de ropa, atenta a las penalidades de Ama Rosa, la radionovela que tanto la hace llorar. Eso si no está recortando y pegando los “cupones ahorro del hogar” en esas libretitas que después canjeará por algún regalo en los almacenes El Barato, esos donde vamos a entregar la carta a los Reyes Magos a principios de año ─todavía no tengo claro que Sus Majestades los Reyes de Oriente sean los padres─, y que un incendio acabará con ellos años después de forma sospechosa. Y yo, después de hacer los deberes, volveré a sentarme a la mesa, deseando que no haya para cenar coliflor con patatas, que todavía me gusta menos que el dichoso puré porque, además, huele mal. Por suerte también me acompañará, para hacer el rato más agradable, otro programa de cuentos, Cascabel, a las ocho y media en punto. Pero antes sonará la canción del Cola Cao que tanto me gusta ─”Yo soy aquel negrito del África tropical…─.

En casa somos muy de radio ─cómo no, si todavía faltan unos tres años para que entre en nuestro hogar el milagro de la televisión─. A lo largo de la semana todos seguimos ─menos mi padre, que es pluriempleado, el pobre, y se levanta a las seis de la mañana y no vuelve hasta las ocho y media de la tarde─ las alocadas historias de Matilde, Perico y Periquín y el humor de Pepe Iglesias “El zorro” ─”Yo soy el zorro, zorrito, para mayores y pequeñitos; yo soy el zorro, señores, con mil amores voy a empezar”─. Un programa, en cambio, que detesto y que solo sigue mi madre es, además del de la dichosa Elena Francis, el de esa tal Montserrat Fortuny, otra voz femenina del consultorio sentimental de media tarde, momento que aprovecho para irme a mi cuarto a hacer los deberes. Los únicos programas que reúne a toda la familia ─mi padre, mi madre, mis dos hermanas, mi abuela paterna y un servidor─ en torno al aparato de radio son las noticias de Radio Nacional de España, a las nueve en punto, que mi padre sigue llamando “el Parte”, como si no hubiera terminado la Guerra Civil (y de eso ya hace diecinueve años) y, cómo no, Taxi Key, la serie policíaca de moda que se emite los sábados por la noche por Radio Barcelona. Por fortuna puedo quedarme a escucharlo, pues, aunque termina casi a las once, al día siguiente no tengo que ir al colegio y ya soy mayor para ello. No sé exactamente qué edad tengo. Debo de tener unos ocho años, pues mis hermanas aparentan trece y quince, respectivamente.

Eso de ir al colegio los sábados por la mañana es un rollo. A ver cuándo instauran eso que llamarán la “semana inglesa” (los ingleses siempre tan adelantados). Así tendríamos un fin de semana más largo y podríamos hacer los deberes sin tantas prisas. Menos mal que esta semana ningún profesor me ha castigado con asistir a clase de repaso el sábado por la tarde y podré salir a dar una vuelta con Joaquín. El domingo no puedo, pues por la mañana tengo que ir a misa de una con mis padres y luego a visitar a mis abuelos maternos (esto no me resulta ningún sacrificio, al contrario, pues mi abuelo Antonio, que es muy espléndido, me da siempre un duro para ir al cine, que yo me guardo para lo que haga falta), y por la tarde es cuando hago los deberes. Mi padre dice que siempre los dejo para el último momento, pero yo prefiero dejar lo pesado para el final.

Joaquín y yo tenemos la misma edad. Es mi único amigo de la escalera. Y del barrio. No va a mi colegio ─yo voy a los Escolapios de San Antón y él a los Maristas de Sarriá, un colegio de más postín, aunque está mucho más lejos, mientras que el mío solo está a un cuarto de hora andando─. Vive en el cuarto primera con su padre, un tío soltero, que es teniente de la Guardia Civil, y su abuela paterna. Todos son de Santander, menos él, que nació en Barcelona. Como no tiene que ir a misa, se pasa casi todo el domingo jugando con los juguetes que le compran cada dos por tres. Y también tiene un montón de tebeos, que me pasa cuando ya los ha leído. He oído decir que está muy mimado porque no tiene madre. Cuando sea mayor sabré que sí tiene madre, pero que los abandonó cuando él era todavía muy pequeño y por eso no se acuerda de ella.

Aunque a mis padres no les hace ninguna gracia que vayamos a pasear solos, me han dejado salir a dar una vuelta con él ─”no vayáis muy lejos y no aceptéis ningún caramelo de un extraño”, nos ha dicho mi abuela, siempre tan sufridora─. Hemos ido hasta el mercado de San Antonio, que está prácticamente al lado de mi colegio, donde los domingos por la mañana, al salir de misa, suelo intercambiar cromos con otros niños o comprar nuevos en los encantes. Creo que ahora estoy haciendo una colección sobre piratas, o quizá sea la de la película Los Diez Mandamientos, no estoy seguro.

Al cruzar El Paralelo, mi calle, que oficialmente se llama Avenida del Marqués del Duero ─que vete tú a saber quién era ese Marqués─, he visto pasar el tranvía de verano, abierto por los laterales, y adornado con una especie de pequeñas cortinillas que cuelgan de lo alto, a cada lado, para proteger a los pasajeros del sol. O para hacer bonito, no lo sé. Ese tranvía, al que se le conoce como “Jardinera”, va hasta la Barceloneta, donde tiene su parada final, junto a la playa, en una plaza (en un futuro la llamarán rotonda) que hay frente a los baños públicos de pago: El Astillero, Los Orientales y San Sebastián. Durante las vacaciones de verano, voy con mi madre a Los Orientales. Tienen tres departamentos: para hombres, para mujeres y familiar. De pequeño mi madre me llevaba con ella al de mujeres. Me daba mucha vergüenza desnudarme delante de señoras desconocidas, aunque mi madre me cubriera con una toalla. Ellas, en cambio, no se tapaban y alguna vez, sin querer, las había visto en bragas y sostenes. Yo quería ir a los baños de San Sebastián, de mucha más calidad, con sus casetas para cambiarse, una piscina enorme y un trampolín de tres alturas, pero la entrada es mucho más cara.

En el camino de vuelta a casa, he visto pasar al basurero, con su carro tirado por un caballo, recogiendo las basuras a pie de calle, junto a los árboles, que los vecinos dejan en unos hediondos cubos de plástico, sin bolsa y a duras penas cerrados; y ya en casa, he visto desde el balcón al farolero, encendiendo las farolas de la calle; para dejar paso, más tarde, al vigilante. Me han dicho que, de madrugada, al vigilante le sustituye el sereno. Nunca he entendido muy bien lo que hace uno y el otro. Al parecer, el sereno es quien te abre la puerta del portal si te has dejado las llaves ─¡Sereno!, hay que gritar, ¡Ya va!, responde─. Dicen que también se le puede llamar dando palmas. Y que va armado. ¿Será cierto? Quizá solo lleva una porra. De hecho, nunca lo he visto, puesto que a esas horas yo no ando por la calle, salvo al salir de la Misa del Gallo, y eso solo es una vez al año.

Al cartero hoy no le he visto, debió pasar al mediodía, cargado con su gran cartera de piel en bandolera. Si estuviéramos en Navidad, veríamos a todos estos servidores públicos, que recorren incansablemente las calles del barrio, llamando a las puertas de las casas pidiendo el aguinaldo. “El basurero, el barrendero, el farolero, el cartero… les desea unas felices fiestas”. Y detrás de la postal que obsequian a cambio, podríamos leer un verso. Me imagino que cada año es el mismo. La verdad es que no me he fijado. Y en las calles veríamos a los Guardias Urbanos, los que dirigen y controlan el tráfico apostados siempre en los mismos cruces, con un montón de paquetes a su alrededor con los que algunos conductores, habituales de la zona, les obsequian. Que yo me pregunto si esto no podría considerarse una forma de soborno.

Todo ello me resulta normal y corriente, aunque percibo un cierto halo de irrealidad, de lejanía. No sabría decir por qué. Hasta que me doy cuenta de algo realmente extraño. Y es que en todo este tiempo no he puesto los pies en mi colegio. ¿Será que estoy de vacaciones? Y entonces caigo en la cuenta de que no sé en qué mes del año estamos. Tiene que ser verano porque he visto circular al tranvía “jardinera”, pero no puedo ser más preciso. Como me huelo algo extraño, para asegurarme de que todo está en orden y de que, efectivamente, si no he ido a clase es porque estoy de vacaciones, me acerco hasta el colegio donde todavía pasaré otros nueve largos años de mi vida. ¡Qué lentamente pasa el tiempo cuando se es niño!

Debo reconocer que he hecho el trayecto con cierto temor, como si pensara que lo que estoy viviendo no fuera real. Pero cuando llego a mi destino, compruebo que nada extraño ha ocurrido. El colegio sigue ahí, imponente. Nada ha cambiado. La oficina del banco Hispanoamericano sigue en la esquina, mirando de frente al mercado de San Antonio, y las tiendas en los bajos del edificio son las mismas. Al entrar, el vestíbulo sigue ostentando, en una de sus paredes, los Cuadros de Honor de los alumnos de cada curso. De lejos percibo el bullicio procedente del patio, al que se accede por el pasillo de la derecha, junto a la escalinata que hay al fondo, pasada la enfermería. Una vez me asomo a él, se me antoja más pequeño. Está lleno de chiquillos, con la bata a rayas azules y fondo blanco. ¿Por qué no estoy yo allí, entre ellos? ¿Por qué no he acudido a clase? Entonces me veo, sentado en un rincón, pues no me gusta el futbol y prefiero contar aventuras o jugar a las chapas. Estoy con varios compañeros que no reconozco, aunque sus caras me resultan familiares. Me miro y ese otro yo me devuelve la mirada. Se levanta y se dirige hacia donde estoy con paso decidido, se planta ante mí y, con cara de extrañeza, me dice: ¿Y tú que haces aquí? Ya eres muy mayor para estar con nosotros. Vuelve a casa.



Abro los ojos. Sigue en mis manos el cuaderno que me ha regalado mi hija, para que anote en él todo lo que se me antoje: deseos, reflexiones y recuerdos. Tengo ya una edad en la que los recuerdos dominan mi mente.

Dicen que todos los sueños esconden un significado y solo debemos saber interpretarlos. Este me ha parecido tan cristalino como el agua de un riachuelo de alta montaña. Imágenes y momentos de un pasado lejano que ahora me producen añoranza. Supongo que es la nostalgia que se siente al saber que no volveremos a vivirlos nunca más, al darnos cuenta de que no se puede volver atrás. Quizá escriba en este cuaderno todo lo que acabo de soñar.