La lectura del diario me llevó toda la mañana. La historia que allí se contaba me conmovió y rebeló a la vez. Su autor estaba realmente angustiado y no había para menos. Pasar, de la noche a la mañana, de ser un acomodado hombre de negocios a un indigente tenía que ser una pesadilla, pero que fueran su socio y su esposa quienes se confabularan para arrebatarle todo por lo que había luchado lo hacía todavía más doloroso.
¡Quién le iba a decir que el haber puesto todas sus propiedades a nombre de su mujer le pasaría factura! Esa es una práctica muy habitual en empresarios. De este modo, en caso de hacer una suspensión de pagos, pueden salvar su patrimonio y pertenencias personales del embargo. Según explicaba el afligido propietario del diario, se trataba de una historia realmente malévola: su socio y su mujer, administradores y propietarios de las dos terceras partes del negocio, provocaron la fallida de éste apropiándose subrepticiamente de todo el capital disponible para luego fugarse, dejando al ingenuo socio y engañado marido sin liquidez para hacer frente a las numerosas deudas contraídas con los proveedores, quienes acabaron embargando los bienes inmuebles de la sociedad. Despojado de todo, incluso del domicilio familiar, que había sido vendido por su esposa y propietaria legal a sus espaldas, no le quedó otra salida que dormir en la calle y malvivir recogiendo chatarra de los contenedores.
Por la datación de los hechos, llevaba viviendo en la calle varios meses y había ido desgranando todas sus penurias en este diario desde que lo perdió todo, exceptuando su orgullo. Vivía también de la mendicidad y el poquísimo dinero que conseguía de la compasión ajena y de la venta de la chatarra a duras penas le llegaba para dos comidas al día. Pero lejos de desmoronarse, todavía conservaba la ilusión por recuperar el negocio que levantó y renacer de sus cenizas esparcidas en el vertedero en que se había convertido su vida por culpa de dos sinvergüenzas sin entrañas. Un amigo abogado le llevaría el caso de forma desinteresada. Ya le pagaría cuando todo hubiera acabado y volviera a ser una persona solvente, le había dicho. Y él no había perdido esa pizca de esperanza que todavía habitaba en lo más profundo de su alma.
Mientras leía todas esas notas tan pulcramente escritas y ordenadas cronológicamente, me iba compadeciendo cada vez más de ese pobre diablo. Todos hemos pensado alguna vez qué sería de nosotros si lo perdiéramos todo. Cuando aún veo por televisión a esas familias desahuciadas porque no pueden hacer frente a los pagos de la hipoteca siempre me pongo en su piel y doy gracias a Dios por la vida que llevo. Mi paga de policía jubilado, después de más de cuarenta años de servicio, no da para muchas alegrías, pero por lo menos vivo dignamente. Nunca me casé y siempre he sido muy ahorrador, de mis bolsillos nunca ha salido más dinero del que ha entrado, y eso, a la larga, se nota.
Pero si a las pocas horas de paciente e intrigante lectura sentía una gran empatía por ese ex rico indigente, lo que leí al final del diario me alarmó en extremo.
Recordé que dos días atrás se había hecho pública la desaparición de una joven de la localidad, de dieciséis años. No había vuelto de su clase vespertina de inglés y temían por su vida. Aunque la policía no descartaba ninguna hipótesis, los padres intuían que podría tratarse de un secuestro, pues acababan de ser agraciados con el primer premio de la lotería de Navidad. No obstante, nadie se había puesto en contacto con ellos para reclamar un rescate. En pocas horas, los escaparates, paredes, vallas publicitarias, árboles y farolas del municipio aparecieron cubiertos de carteles con la fotografía de la chica, solicitando cualquier información sobre su paradero.
Pues bien, el autor del diario narraba ─y éstas eran sus últimas notas─ cómo había presenciado, desde su refugio nocturno, el secuestro de una adolescente por dos individuos que se la llevaron a rastras aparentemente narcotizada. Dada la oscuridad reinante, no pudo verles la cara, sólo alcanzó a distinguir que iban vestidos con un chándal, la cabeza cubierta por una capucha y que eran altos y fornidos. Cuando creyó que se habían alejado lo suficiente, salió de su escondite para ver adónde la llevaban y entonces uno de los secuestradores, seguramente alertado por algún ruido, se dio la vuelta y le vio. Presa del pánico, no le quedó más remedio que abandonar su refugio, no fuera que volvieran a por él. Así fue cómo se trasladó al parque de este barrio. Y aquí terminaba el diario. Esta última anotación era de la noche anterior a mi hallazgo. Así pues, algo o alguien debió obligarle a huir de su nuevo escondrijo y en la huida perdió, sin duda, el diario que ahora tenía yo en mis manos.
Mi integridad ciudadana y espíritu policial, que nunca me han abandonado, me decían que debía dar con el propietario del diario para devolverle su íntima y valiosa pertenencia y, sobre todo, intentar protegerle de esos dos peligrosos delincuentes.
Tras meditarlo unos instantes, decidí que esa misma tarde me presentaría en la comisaría de la Policía Local para preguntar por el sintecho ─así le llamaré desde ahora─ al que, seguramente, habrían visto más de una vez por las calles de este municipio, aunque no les desvelaría nada del diario ni del secuestro. Todavía me sentía capacitado para resolver yo solo un caso como aquél. Al pobre sintecho sólo le faltaba verse envuelto en un grave problema como testigo ocular de un secuestro, que le podía incluso costar la vida. Si la cosa se complicaba, ya pediría refuerzos. Bueno, quiero decir que lo dejaría en manos de policías en activo. Pero si salía bien, ya me veía escribiendo yo también un diario o, quién sabe, una novela de acción.
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─¿Un indigente en el parque? En este pueblo cada vez hay más indigentes, por desgracia. Si no me da más pistas… ─me contestó el municipal que estaba en recepción, sin apenas levantar la vista de unos papeles que parecían tenerle cautivado.
¿Cómo iba a describirle al sintecho si no le había visto nunca? Pero un ex policía no deja de ser un policía y sabe hacer uso de su imaginación.
─Pues es un individuo de estatura normal, ni alto ni bajo, esto… ah y curiosamente va todo el tiempo con una libreta de color azul ─fue todo lo que me aventuré a decir, que era prácticamente nada, habida cuenta de que no había previsto que me pidiera su descripción. Esperaba, sin embargo, que el detalle de la libreta le aligerara la memoria. Como así fue.
─!Ah sí! El vagabundo escritor. Así le llamamos. Siempre se le ve escribiendo en algún rincón. Nos da lástima porque se ve que es buena gente y muy educado. ¡Vaya a saber usted cómo habrá caído tan bajo! En más de una ocasión le hemos aconsejado que acuda a un albergue o a un comedor social pero siempre se ha negado, alegando, fíjese usted, que él no es como los demás, que todavía tiene su orgullo. Parece de los que acaban en la calle después de haber llevado una buena vida ─y poniendo cara reflexiva, continuó con su perorata─. Debe ser más joven de lo que parece. Aparenta unos cuarenta y tantos años, pelo castaño claro bastante desgreñado, con barba canosa, va siempre con una gabardina de color marrón bastante ajada y mugrienta y con unas zapatillas deportivas sin cordones. Pero de estatura normal nada de nada, es más bien un tipo muy alto y corpulento ─explicó, tras levantar la vista del montón de papeles.
─Bueno, la verdad es que no le he visto nunca de pie, siempre me lo he encontrado, como usted dice, escribiendo sentado en algún banco ─fue todo lo que supe decir como excusa a mi torpe desacierto.
─¿Y para qué quiere encontrarle, si se puede saber? ─preguntó, curioso.
─Pues es que me da mucha pena que un hombre con sus aparentes posibilidades, porque yo también me he percatado de que debe ser un hombre ilustrado venido a menos, tenga que ir pidiendo limosna y rebuscando chatarra por los contenedores, y me gustaría ofrecerle un trabajito.
─¿Cómo sabe que se dedica a mendigar y a buscar chatarra si dice que sólo le ha visto sentado y escribiendo?
Ese hombre empezaba a sacarme de mis casillas con tanta pregunta, cuando era yo quien había acudido allí a hacerlas. No podía decirle que lo había leído en su diario. Así que tuve que improvisar de nuevo.
─Es que una vez, paseando a mi perro, le vi rebuscando en el contenedor que hay frente a mi casa y vi que sacaba unos objetos metálicos ─como me preguntara qué tipo de objetos metálicos me lo cargaba allí mismo.
─Pues no sé qué decirle. Si le vemos ya le daremos recado. Si me da usted sus señas de identidad, su domicilio y demás, cuando le veamos se lo diremos y…
─No se preocupe usted, ya le buscaré yo. Seguro que me lo encuentro de un momento a otro, pues le veo con frecuencia en el parque que hay en mi barrio ─y, dando media vuelta, me largué dejándole con la palabra en la boca.
Esperaba que con la descripción que el agente me había proporcionado sería capaz de identificar al sintecho, pero bien pensado todos los vagabundos siguen el mismo patrón, así que tenía que confiar en la suerte.
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Suerte o no, el caso es que el buen ex policía no podía imaginarse que, al poco rato de haber abandonado la comisaría, su hombre hacía entrada en la misma preguntando si alguien había encontrado una libreta de color azul que creía haber perdido la noche anterior en el parque que hay en las inmediaciones del nuevo barrio.
El agente, el mismo que había atendido a aquel individuo que había estado preguntando por el indigente, le informó que no le constaba que nadie hubiera encontrado una libreta de color azul en ese parque pero que tenía una buena noticia que darle: un vecino que vivía precisamente por la zona había preguntado por él porque, según le había dicho, tenía un trabajito que ofrecerle. No había querido dejar sus señas, a pesar de que se las había pedido, pues dijo que ya se las apañaría para encontrarle.
El pobre hombre, sin siquiera agradecerle al agente la información, salió de la comisaría como alma que lleva el diablo. Necesitaba recuperar su diario como fuera, pero no a costa de su integridad física. Porque era evidente que ese individuo que había ido preguntando por él no podía llevar buenas intenciones. ¿Cómo podía ser que un desconocido quisiera darle trabajo? ¿A santo de qué? Quizá había hallado su diario. Pero si era así, ¿por qué no hizo entrega del mismo a los municipales? ¿Y por qué no había querido dejar sus señas? ¿Y si tenía alguna relación con el secuestro? Él tenía muy buen olfato para estas cosas y este asunto le olía muy mal. Ahora sí que estaba metido en un buen lío. Debía pensar en un plan para salir indemne de este apuro.
CONTINUARÁ...