Iba a ser un fin de semana de lo más divertido.
Habíamos alquilado una casa rural en el Pirineo de Huesca y mis amigos querían
enseñarme a esquiar, pues yo nunca me había puesto unos esquís y la idea, si
soy sincero, no me entusiasmaba. Pero del mismo modo que se dice que el hombre
propone y Dios dispone, en este caso quien dispuso nuestra situación fue el
maldito hombre del tiempo. En lugar de un fin de semana soleado, aunque frío,
como el susodicho había pronosticado, lo que tuvimos que soportar fue un violento
temporal de viento y nieve que nos mantuvo encerrados desde que pusimos los
pies en la casa.
Y así, la primera
noche, después de cenar, aburridos y cansados de jugar al Trivial, a las cartas
y a los dados, mis amigos, conociendo mi aptitud para contar historias, me
invitaron, o más bien me conminaron a hacerlo. Ello me trajo a la memoria los
tres días de encierro en Villa Diodati, donde Mary Shelley escribió su Frankenstein,
aunque la única similitud entre ambas situaciones era el frío y el encierro forzoso
al que tuvimos que rendirnos. Así pues, ante su insistencia, decidí contarles
la historia de Amanda y Fernando:
Conocí a Amanda —empecé
a contar— en una de las últimas empresas en las que he trabajado. Al
incorporarme, el director general me presentó a los que conformarían mi equipo.
Y allí estaba ella. Rubia, espigada y con una sonrisa permanentemente fijada a
sus labios, me llamó de inmediato la atención. Pero aparte de su físico, debo
resaltar que lo que más me atrajo de ella al poco de tratarla fueron sus
cualidades profesionales, lo que hizo de Amanda mi colaboradora preferida.
Atenta, servicial, pero sobre todo muy competente en las tareas que le asignaba,
se convirtió en mi mano derecha, la única persona del departamento en quien
podía delegar tranquilamente, por muy complejo que fuera el asunto que
lleváramos entre manos.
Sin embargo, al cabo de
un año, aproximadamente, noté que algo grave le debía haber sucedido, que hizo
tambalear su dedicación y desempeño, como si en su interior se hubiera
fracturado algo que le impedía ser la misma. Su rendimiento cayó en picado,
hasta el punto que todo el personal se percató de ello, acabando siendo la
comidilla del grupo.
Como no podía ni quería
obviar el problema de base, un día la invité a almorzar para intentar
sonsacarle cuál era el motivo de ese cambio tan brusco de comportamiento. Y
entonces me contó su historia con Fernando, su novio desde hacía ocho años y
que hacía dos había fallecido por su culpa. Aunque el dolor por esa pérdida, de
la que se seguía culpando, había superado ya la fase de aceptación, algo
terrible le acababa de suceder que interfería con su vida y su trabajo. Y yo,
como buen samaritano, o buen jefe, y con vocación de psicólogo y confesor, la
exhorté a que me contara lo sucedido. Como esperando la oportunidad de
sincerarse con alguien de confianza, me tomó la palabra y me contó lo siguiente:
Fernando, murió en un
accidente de coche, una noche de verano, cuando volvíamos de un restaurante en
el que habíamos celebrado su cumpleaños. Como consideraba que él no estaba en
condiciones de conducir, pues había bebido más de la cuenta, mientras que yo
soy abstemia, me ofrecí a ser la conductora. El no opuso resistencia y se
conformó con ser el copiloto por una vez en su vida, pues le gustaba mucho
conducir y jamás me dejaba ponerme al volante. La carretera tenía un tramo de
muchas curvas, pero me la conocía muy bien, pues no era la primera vez que
hacíamos ese mismo trayecto. Aun así, Fernando no podía evitar darme constantes
órdenes con su lengua de trapo —toma la próxima salida, no corras tanto, no
vayas tan lenta que así no llegaremos hasta mañana, en la próxima rotonda sigue
recto, cuidado, agarra bien el volante, que llegamos a las curvas...—. El caso
es que al llegar a esas dichosas curvas dejó de hablar y entonces me percaté
que se había quedado dormido, seguramente por el efecto del alcohol pues él no
dormía jamás cuando iba de acompañante. Solo habíamos sobrepasado las tres
primeras curvas cuando un vehículo, con claros indicios de un exceso de
velocidad, invadió el carril contrario y chocó frontalmente contra nosotros.
Los cinco ocupantes del otro vehículo murieron en el acto y los análisis
revelaron que superaban tres veces el límite de alcoholemia y el conductor,
además, dio positivo a varias sustancias. A mí me mantuvieron en coma inducido
durante dos semanas, las que necesité para recuperarme mínimamente de mis
múltiples fracturas, de una hemorragia interna y de un traumatismo craneoencefálico
severo. Cuando, al despertar, pregunté por Fernando, me dieron la mala noticia:
habían intentado salvarlo, pero sus graves lesiones eran incompatibles con la
vida.
Tras una larga
temporada aquejada de una tremenda depresión, pude salir del pozo gracias a la
medicación y a la psicoterapia. Y cuando creía que lo había superado y ya no me
culpaba del accidente, que obviamente no había provocado yo, me sucedió algo
que ha truncado mi recién recobrada entereza.
Todavía no entiendo
cómo pude acceder a ese juego al que nunca había querido someterme, pero en una
reunión de amigos, en mi casa, y con unas copas de más, me propusieron jugar a
la ouija. Y sucedió algo inesperado.
Amanda parecía muy
reacia a contarme lo ocurrido, para que no la tomara por loca, como me confesó.
De todos modos, antes de saber cuál era el motivo de tanta congoja, le advertí
que no hiciera caso de lo que ese tablero le hubiera transmitido, que todo era
una patraña. Pero el mal ya estaba hecho —me dijo con voz temblorosa— y
consistía en que el espíritu de Fernando se había presentado, diciéndole que
allí donde estaba no encontraría la paz hasta que ella pagara por lo que había
hecho.
Nunca había creído en
el más allá ni en la existencia de espíritus, pero aquel suceso ha trastocado
todas mis creencias. Tenía que ser Fernando quien se había presentado, pues
sabía detalles de nuestra relación que ninguno de los presentes podía conocer.
Desde entonces, vivo en un continuo tormento y no puedo pegar ojo por las
noches creyendo que, de un momento a otro, el espíritu vengativo de Fernando
hará acto de presencia para llevar a cabo su venganza. De ahí que vivo como
alma en pena y no puedo concentrarme en nada más que no sea el espíritu de
Fernando y lo que me deparará toda esta increíble historia.
Por mucho que traté de
persuadirla de que nada de ello podía ser real, que, en todo caso, era fruto de
su imaginación o de una sugestión, o que debía haber alguna explicación, como que
alguien de su entorno, no precisamente amigo, le había gastado una broma
pesada, alguien que debía haber estado muy unido a Fernando y que conocía
muchas cosas de su relación con ella, hacía oídos sordos. Así pues, fracasé
rotundamente en mi intención de convencerla.
Al cabo de una semana,
aproximadamente, Amanda no apareció en el trabajo y no comunicó el motivo. La
llamé al móvil reiteradas veces y siempre lo tenía desconectado. Le dejé
cientos de mensajes que no me devolvió. Una de sus compañeras fue a su casa, pero
no había nadie. Un vecino le dijo que hacía un par de días la había visto tomar
un taxi y que parecía que llevaba mucha prisa. En definitiva, desapareció del
mapa y nunca más se supo de ella. Aunque su familia dio parte a la policía,
esta no fue capaz de dar con su paradero.
Con quien sí pudimos
contactar fue con sus padres, ya mayores, y su hermana menor, quienes también
estaban angustiados al no tener noticias de Amanda. Su hermana, Marga, me contó
todo lo que había ocurrido hasta el maldito accidente. Yo ya conocía los
detalles de cómo había sucedido, pero, como si la chica necesitara explayarse
con alguien de confianza —al parecer inspiro confianza a mucha gente— me dijo
que, aunque lamentaba cómo se había producido la muerte del que tenía que ser
su cuñado, lo odiaba, llegándome a confesar, un tanto compungida, que, a pesar
de no desear la muerte de nadie, se había alegrado de la de su futuro cuñado,
pues era lo mejor que le había podido pasar a su hermana. Y entonces me contó
la tortuosa relación que mantuvo su hermana con él hasta que la muerte los
separó:
Fernando era la
personificación del machista y maltratador psicológico. Amanda, por el
contrario, era una mujer sumisa que se había rendido a los encantos de aquel
individuo que nunca cayó bien a la familia. Por mucho que le advertí que nunca
sería feliz al lado de aquel individuo, Amanda no me hizo caso y siguió con él
a pesar de las evidentes muestras de menosprecio que le hacía en público. Todo
su grupo de amistades lo sabía y lo había presenciado, sintiendo vergüenza
ajena, pero nadie se atrevía a reprochárselo, pues Fernando tenía muy mal
carácter y cuando alguien le llevaba la contraria se volvía muy agresivo.
A pesar de todo ello,
llegaron a fijar la fecha de la boda, y fue entonces, curiosamente, cuando el
carácter de Amanda se agrió. Ya no era la misma de siempre, cariñosa, alegre y
optimista. Por mucho que sus amigas se interesaron por ella, jamás abrió boca
para hablar mal de Fernando, que sin duda era el motivo de aquel cambio.
De cara a la galería,
él intentaba comportarse con ella de forma muy cariñosa, pero el lenguaje no
verbal de mi hermana decía que en la intimidad debía ser muy distinto. Yo
estaba convencida de que ejercía un dominio absoluto sobre ella y cada vez se
mostraba más posesivo y celoso. Un día, Amanda apareció con un moratón bien
visible en un ojo que, como suele suceder en esos casos, justificó con un
montón de excusas a cuál más ridícula. Por mucho que intenté que se sincerara
conmigo, no pude sacar nada en claro, pero lo que sí era evidente es que mi
hermana sufría en soledad e incluso diría que temía al que iba a ser su marido.
Cuando le conté la
experiencia de Amanda con la ouija, Marga se puso a temblar. No sabía nada,
pero estaba claro que la desaparición de su hermana estaba relacionada con
ello. A diferencia de Amanda, Marga sí creía en esas cosas del más allá y temió
que Fernando hubiera llevado a cabo su venganza y le hubiera hecho daño a su
hermana, o incluso que hubiera acabado con su vida.
Pero ahí no quedó la
cosa, pues pasado un tiempo, cuando ya nadie confiaba en tener noticias de la
desaparecida, Marga recibió una carta sin remitente. Era la letra de Amanda y
la ponía al corriente de todo lo acaecido, para acabar diciendo que Fernando la
perseguía allá adonde iba y que temía que algún día se saliera con la suya.
Desde entonces, no se tuvieron
más noticias de ella.
El relato duró hasta la
madrugada, sin percatarnos del tiempo transcurrido. Cuando lo di por finalizado
ya clareaba, nos desperezamos, pusimos más leña en la chimenea, pues había
bajado mucho la temperatura, y nos fuimos a descansar. El temporal había amainado
y ya no nevaba.
Todos quedaron
satisfechos por el agradable rato que les había hecho pasar. Aun así, me acribillaron
a preguntas. Aunque les dije que todo había sido una invención y que había
pretendido hacer algo parecido a lo que en literatura se conoce como Caja china, que consiste en contar una historia dentro de otra, no me
creyeron y se desperdigaron hacia sus habitaciones refunfuñando.
Una vez en la cama, a
pesar de sentirme muy cansado, no pude conciliar el sueño, pensando en Amanda.