Era una calurosa tarde de
julio y decidí pasar unas horas de diversión en un parque de atracciones
ambulante. Desde niño que no había asistido a uno, así que sentí unas ganas
repentinas de revivir aquellos gratos momentos de mi niñez.
Entre
la muchedumbre que también disfrutaba de unos momentos de asueto me llamó la
atención un grupo que se agolpaba frente a uno de esos parlanchines que tanto
abundan en esas atracciones populares y que se dedican a timar al inocente e
ignorante público. Cuando me acerqué, por simple curiosidad, oí que hablaba de
la posibilidad real de viajar al pasado y que él tenía la clave —evidentemente
secreta— para lograrlo. Entre los rumores y las risas, alzó la voz para pedir
un voluntario que quisiera someterse a su experimento por el módico precio de
cincuenta euros, demasiado dinero para un simple mortal pero una bagatela para
quien quisiera vivir un experimento alucinante. Ni que decir que en cuestión de
unos pocos segundos el espacio que ocupaban esos curiosos quedó desierto, pues
nadie creyó tal majadería. Solo yo me quedé plantado ante el desilusionado
ilusionista, pues solo podía tratarse de magia lo que ese hombre extraño
practicaba. Nos miramos y algo llamó poderosamente mi atención, hasta el punto de
acercarme a él para someterle a un pequeño interrogatorio con el único
propósito de desenmascararle. Pero —no sé cómo explicarlo— tras cruzar unas
pocas palabras, me sentí arrastrado a someterme a ese supuesto viaje al pasado.
El
hastío y la ociosidad nos hacen cometer muchas veces más de una estupidez, y yo
que soy estúpido por naturaleza, me presté voluntario a sabiendas que iba a
malgastar los cincuenta euros de marras.
Una
vez aceptado el trato, me hizo pasar al interior de su caseta, cuyo ambiente recordaba
más bien al que utiliza una adivinadora o una médium. Para llevar a buen
término el experimento y para mi propia seguridad —me dijo— solo debía cumplir
con dos condiciones: la primera, que mi estancia en el pasado debía ser lo más
breve posible, pues ese viaje podía entrañar riesgos físicos, y la segunda que
me abstuviera de hacer o decir cualquier cosa que pudiera alterar el futuro,
pues, de hacerlo, las consecuencias podían ser fatales para mí y quién sabe si
para muchos más que, de algún modo, se verían afectados. Acepté, por supuesto,
como quien acepta las reglas de un juego inocente, pues seguía creyendo que
todo era más un juego y que nada malo me podía pasar, salvo salir de allí
cabreado por el timo al que me había prestado voluntariamente.
Me
introdujo en una cabina claustrofóbica desde la que supuestamente iba a viajar.
Llegué a pensar que ese “viaje” me lo proporcionaría alguna droga alucinógena
que aquel individuo procuraría administrarme de algún modo, pero lo único que
hizo fue colocarme en la muñeca un artilugio semejante a un reloj de pulsera.
Acto seguido me pidió que intentara visualizar el lugar y el momento exacto al
que quería desplazarme y me volvió a recordar las normas para que saliera
exitoso de la experiencia. El extraño reloj sujeto a mi muñeca me advertiría
del tiempo transcurrido, no debiendo superar, según su recomendación, las 12
horas. Una vez cumplida mi misión, o cuando yo lo deseara, debería presionar un
botón lateral rojo que sobresalía de ese temporizador para poder volver al
presente.
Como
si hubiera estado esperando esta oportunidad, no dudé ni un segundo en la
elección de mi destino —debo reconocer que en aquel preciso instante empecé a creer
en lo que hasta hacía tan poco me parecía una locura—. Quería volver a estar
con Elena en aquel momento en el que, sentados en un sofá, durante una fiesta
organizada por un amigo común, estuve a punto de pedirle que saliera conmigo. Pero
yo, tan tímido e inseguro como era, no me atreví a dar el paso, con lo que otro
más espabilado se me adelantó. Cómo una chica tan guapa iba a estar mínimamente
interesada en mí. Y eso que llegué a pensar que me correspondía por cómo me
hablaba, me miraba y me sonreía cada vez que coincidíamos. Pero ella era así,
extravertida y muy simpática con todo el mundo, de ahí mis dudas. Así que,
tonto de mí, me acobardé. Debía haberlo intentado. «El no ya lo tienes, no
pierdes nada por probar», me
decían mis amigos. Pero yo era de los
que, si no tienen claro una mínima posibilidad de éxito evitan la más que
probable derrota, con la consiguiente humillación. Ya me habían dado
suficientes “calabazas” por haber malinterpretado los sentimientos de amistad y
simpatía femenina y no quería volver a hacer el ridículo. Y ello siempre me ha
mortificado. Jamás he olvidado ese instante y a Elena, la mujer de mis sueños,
motivo por el cual me he mantenido soltero. Sé que es una estupidez romántica
más propia del siglo XIX que del XXI, pero yo soy así.
Pero ¿qué
haría si realmente lograba volver a estar con ella, veinte años atrás? —me pregunté.
No lo sabía. Improvisaría. Ahora que tengo más arrestos, ya me espabilaré —me
dije a continuación. Pero aquel hombre me había advertido que no hiciera nada
que pudiera cambiar el futuro, ni el mío ni el de otras personas. Pero, de ser
así, no tenía ningún sentido hacer ese viaje para conseguir lo que no había
conseguido entonces. Tendría, pues, que contentarme con volver a verla y hablar
con ella solo para ver su reacción y comprobar si estuve en lo cierto al suponer
que no podía haber algo entre nosotros. Al mínimo signo de rechazo por su
parte, activaría el mecanismo de regreso y olvidaría esa falsa ilusión que me
había perseguido durante tantos años. Pero ¿y si, por el contrario, resultaba
que le gustaba?
Todo
eso me vino a la cabeza en cuestión de segundos, los que transcurrieron hasta
sentirme mareado y transportado, como si hubiera alzado el vuelo en plena
oscuridad. Unos agudos pitidos me hirieron los tímpanos y algo parecido a una
corriente eléctrica recorrió todo mi cuerpo hasta hacerme estremecer e incluso
temer por mi vida. Por fortuna duró muy poco —no sabría decir cuánto—, hasta
que me vi, de repente, sentado en el sofá donde la vi por última vez.
De
pronto, me embargó una gran emoción, especialmente cuando me miró y me sonrió. Yo
tenía la lengua pegada al paladar. Estaba hecho un manojo de nervios. La música
sonaba a todo volumen. La mano que sostenía el vaso de lo que estuviera
bebiendo, me sudaba. No sabía qué decir. Ella debió notar algo raro porque no
dejaba de mirarme fijamente, como si esperara que hiciera o dijera algo.
Por
mucho que lo intento, no puedo recordar cómo se desarrolló exactamente lo que
siguió a continuación, solo que, cuando comprobé que le gustaba, no pude
reprimirme y, saltándome lo convenido con aquel individuo —y quizá bajo el
influjo del alcohol que había ingerido hasta el momento—, me lancé sin vergüenza
ni tapujos, asombrándome de mi arrojo. Estaba tan eufórico que no pude reprimirme.
Quizá fui un egoísta, pues solo busqué mi propia satisfacción sin pensar que
con ello podría influir sobre la vida de otras personas. Pero ¿qué podía haber
de malo en que Elena y yo mantuviéramos una relación amorosa? Para mí nada, desde
luego, pero ¿y para ella? Su vida cambiaría, mi intervención probablemente
evitaría que se casara con el hombre que quizá acabó siendo su marido, no
tendría los mismos hijos, y así toda una serie de cambios inimaginables. Como
las fichas de dominó, irían cayendo, una tras otra, todas las piezas que
conforman el engranaje de una vida. Pero en mi egoísmo, solo pensé en la mía,
que pasaría de ser gris y anodina a llena de felicidad. Pero me equivoqué.
Cuando
volví al presente, la mirada de aquel hombre me resultó enigmática y severa,
como si me reprochara no haber seguido su recomendación. Pero ¿cómo podía saber
lo que había hecho en ese instante del pasado al que me propulsó? De pronto
sentí la necesidad de volver a casa, como si supiera que alguien me estaba
esperando. Y así fue. Solo traspasar el umbral de la puerta, una mujer, hecha
una furia, me exigió saber dónde había estado tanto rato. ¿Quién era esa mujer?
No me explicaba lo que estaba ocurriendo. No tardé mucho en descubrirlo.
Vivíamos
los dos en el mismo domicilio del que salí aquella tarde camino del parque de
atracciones. Pero todo era distinto. La decoración tenía un claro toque
femenino. Un olor floral mareante impregnaba el ambiente, y es que todas las
estancias principales estaban llenas de jarrones con distintos tipos de flores.
El televisor era mucho mayor y de otra marca del que tenía antes del “viaje”, y
así un gran número de cambios. Pero el mayor de todos era que ahora vivía con
una mujer que apenas guardaba parecido con aquella Elena que conocí y de la que
me enamoré. Me gritaba a todas horas y cuando lo hacía su enorme papada
bamboleaba como la de un pavo. Su voz era estridente, cuando yo la recordaba
melosa. Su mirada daba miedo, con unos ojos inyectados en sangre, de ira y de
tanto alcohol como ingería a todas horas. Como no sabía cocinar, lo hacía yo,
pero eso era lo de menos, pues ya lo hacía cuando vivía solo. Lo malo era que nunca
lo hacía a su gusto, encontrando pegas a todo —que si estaba demasiado dulce,
demasiado salado, demasiado crudo, demasiado hecho, demasiado frío, demasiado
caliente—. Me trataba como a un títere, y en eso era en lo que me había
convertido. Maldito el día en que decidí viajar en el tiempo —me reproché.
Tuve que
esperar un año para intentar remediar esa maldita situación. Tan pronto como
volvió a instalarse el parque de atracciones, me dirigí raudo al lugar donde
estuvo instalada la caseta del mago, o lo que fuera ese individuo que me
propulsó al pasado. Comprobé, aliviado, que estaba en el mismo lugar, con la esperanza
de que podría revertir el proceso. Volvería de nuevo al pasado con la intención
de deshacer el entuerto. Esta vez pasaría de ella y, de ser necesario, me comportaría
de forma grosera. De este modo, todo volvería a la normalidad.
Pero
el hombre se mostró reacio a mi pretensión. Ya me había advertido la primera
vez que esta experiencia podía tener efectos secundarios, así que un segundo
viaje al pasado podía conllevar graves consecuencias para mi salud física y
mental. No quería ser responsable de que sufriera graves secuelas irreversibles.
Para convencerle, le conté el fracaso de mi primer intento, lo que todavía le
puso más en contra de mi pretensión. No había cumplido con lo pactado y me lo
tenía merecido. Le rogué que se apiadara de mí, le supliqué hasta la
extenuación, le dije que le pagaría diez veces más de lo que le había pagado la
vez anterior, hasta que acabó accediendo a regañadientes. Me cobró 500 euros,
que pagué con tarjeta de crédito. Allá usted —fue lo último que me dijo antes
de volver a accionar el aparato.
Cuando
me vi sentado de nuevo junto a Elena, en lugar de aquella mirada subyugante que
recordaba, esta vez me miró turbada, diciéndome que aquel asiento estaba ocupado
por un amigo suyo. No hubo forma de convencerla de que ese amigo era yo. Al
insistir, se levantó y se largó a toda prisa, mirándome como si viera a un
loco. Mejor así, me dije, extrañado. Sea lo que sea que la ha alarmado, he
logrado lo que pretendía, deshacerme de la mujer en que se convertiría en un
futuro. Y entonces fue cuando decidí pulsar el botón rojo de retorno sin
dilación. Cuando volví a mi punto de partida, el supuesto mago me miró
contrariado, del mismo modo en que lo había hecho Elena. Al preguntarle por qué
me miraba así, me acercó un espejo. Lo que vi me horrorizó. En lugar de a un individuo
alto, delgado, bien parecido y con pelo abundante, lo que me devolvió el espejo
fue la imagen de un tipo gordo, fofo, con una calvicie pronunciada, y notablemente
avejentado. ¡¿Quién es ese?! ¡Yo no! —grité.
—Ya le
dije que un segundo viaje en el tiempo podía tener serias consecuencias. Su
organismo se ha deteriorado, sus células han mutado, incluso su ADN puede
haberse visto afectado. Hágase a la idea. Se lo advertí y no asumo ninguna
responsabilidad. Confórmese con que esa mujer ya no estará en su vida.
Una
vez he llegado a mi domicilio, consternado por mi nueva apariencia, me ha
interpelado el conserje, preguntándome a qué piso iba. No me ha reconocido. Por
mucho que he insistido y he querido explicarle, no me ha creído. Avisada la
policía, los vecinos niegan conocerme y que sea quien digo ser.
Ahora
estoy en la comisaría, detenido por suplantación de identidad. Las fotografías
de mi DNI, permiso de conducir y pasaporte no coinciden para nada con mi
aspecto actual. He pedido la comparecencia del individuo de la feria,
asegurando que era el único que podía dar fe de lo acontecido. Tanto he
insistido que, por fin, han accedido a ir en su busca, pero cuando ha
comparecido ante mí ha negado conocerme. Que cómo podían creer esa locura de
que podía hacer viajar a la gente al pasado. Que él solo se dedicaba al
ilusionismo.
Tan
pronto como se ha ido, malhumorado y dirigiéndome una mirada recriminatoria, he
oído como uno de los agentes le decía a otro que estaban esperando a que
viniera un psiquiatra forense.