Cada mañana, a la misma hora, la veía salir para perderse entre el gentío que, ya a horas tempranas, invadía las calles del barrio gótico. Y es que ya se sabe que, en agosto, los turistas lo inundan casi todo y, en especial, aquellas calles que destilan vetustez e historia por los cuatro costados.
Había llegado al vecindario hacía ya unas semanas pero nunca había osado dirigirle la palabra. Entre su timidez y la aparente frialdad de ella, no veía factible que algún día pudiera llegar a conocerla. Desde que la vio por primera vez, se sintió irresistiblemente atraído por ella. Su lánguida mirada a través de unos ojos claros y profundos, su blanca tez contrastando con su negra melena ensortijada, y esa fragilidad y ternura que destilaba, lo habían seducido y atrapado.
Un sábado, por fin, en la panadería, se armó de valor y se atrevió a entablar conversación con ella. Tras un simple hola, qué tal, no sé si me conoces, yo a ti te he visto muchas veces, soy tu vecino del tercero, me llamo Miguel, ¿y tú?, que le dejó con la boca como un estropajo, supo que se llamaba Lola y que no era tan fría y distante como había creído, al menos eso dedujo por la forma en que le miró y, sobre todo, en cómo le sonrió al hablarle.
Desde entonces, solía hacerse el encontradizo para tener la ocasión de hablar nuevamente con ella y, así, el ascensor, el rellano, el supermercado o el quiosco de la esquina, se convirtieron en el escenario de sus encuentros esporádicos y de charlas apresuradas.
Lola, le dijo, trabajaba como camarera en un restaurante de la calle de Ferran, cercano a la plaza San Jaime, acababa de divorciarse y había dejado Tolosa, su ciudad natal, para no tener que encontrarse jamás con su ex-marido, con el que había finiquitado una relación tormentosa después de más de diez años soportando lo insoportable. Solo su familia y amigos más íntimos conocían su paradero. En Barcelona esperaba encontrar una nueva vida y, quién sabe, si un nuevo amor y rehacer, así, su tan maltrecha existencia y autoestima.
Ese torrente de información no le llegó a Miguel de un día para otro ni de una conversación truncada a pie de escalera o en la cola del pan; todo eso lo supo de sus labios, cara a cara, sentados frente a frente en una de las mesas más alejadas de miradas y oídos indiscretos de un bar del barrio, una vez que él se atrevió a invitarla a una copa y ella había accedido no sin cierta vacilación.
Las semanas fueron pasando y otoño llegó sin miramientos, con lluvias torrenciales y un frío más propio del invierno. Pero ni el mal tiempo ni nada en el mundo podría empañar la felicidad que Miguel sentía junto a Lola y que, sin querer hacerse demasiadas ilusiones, creyó que era compartida por aquella mujer que el azar o el destino le había traído desde aquella ciudad del norte para hacerle nuevamente feliz y llenar ese vacío que había quedado en su corazón y en su vida desde la muerte de Inés, su esposa, hacía ya cinco años.
Dicen que el roce hace el cariño pero, en este caso, fue la gran complicidad que nació entre ellos desde un principio, la corriente de simpatía mutua, la compatibilidad de caracteres, la afinidad de gustos y pareceres, y un sinfín de experiencias y sensibilidades comunes, lo que hizo de Lola y Miguel una pareja inseparable, y fue tan inesperadamente rápido como el amor sustituyó al enamoramiento, que los planes para unir sus vidas traspasaron en poco tiempo el muro de los simples proyectos.
De momento, llevaban su relación de forma tan discreta que nadie conocía su historia de amor. Pero pronto se haría notoria y pública, cuando Miguel y Lola pasaran de ser simples vecinos y amantes ocultos a una pareja de hecho y convivieran bajo el mismo techo. Todo estaba listo. En unos días estrenarían su nido de amor y Miquel no cabía en sí de gozo con solo pensar en que muy pronto vería cumplido su sueño.
Una tarde, de vuelta del trabajo, Miguel tropieza con alguien que sale del portal tan apresurado que casi se lo lleva por delante. Cuando, como cada tarde, llama a la puerta de Lola, la halla entreabierta y, al entrar, un reguero de sangre le conduce hasta el dormitorio donde, el cuerpo de su amada yace inerte sobre una colcha ensangrentada y en el cabezal de la cama lee, escrita con sangre, la palabra PUTA.
El autor es, sin duda, el individuo con el que hace tan solo unos instantes se ha cruzado en el portal. Ese es el asesino de Lola y no duda de su identidad: no puede ser otro que su ex-marido. Sin pensarlo dos veces, baja a la calle, enloquecido, en su busca y al poco le distingue a lo lejos, entre la muchedumbre. Es él, no hay lugar a dudas. Le sigue, le persigue y cuando por fin le da caza, porque de eso se trata, de cazarlo y, a poder ser, abatirlo como a un animal salvaje, le planta cara con una furia incontrolable que nunca antes había sentido. De pronto, todo se desarrolla tan rápido que nadie se percata de lo que sucede en plena calle. El otro no se deja amilanar, saca una navaja, que todavía lleva pegada la sangre de Lola y se defiende. Luchan a muerte. Cruz de navajas por una mujer. La lucha acaba cuando uno se desploma y el otro huye perdiéndose entre el gentío. Nadie ha visto nada.
Horas más tarde, en los noticiarios de la noche, entre los sucesos del día, uno llama especialmente la atención del vecindario. Se cuenta que una mujer, hallada con múltiples heridas de arma blanca en su casa, salva milagrosamente su vida tras ser sometida a una larga y delicada intervención quirúrgica; que a unas manzanas del lugar de los hechos, un hombre sin vida ha sido hallado tendido en la calle, sobre un gran charco de sangre, y que ha resultado ser el ex-marido de la joven cosida a navajazos. Se califica el crimen de pasional, el cual ha resultado con la muerte del agresor. Nada se sabe de la identidad de quien ha acabado con su vida.
Esa noche, en el hospital donde Lola se recupera de la intervención, un trastornado Miguel se retuerce las manos en la sala de espera contigua a la UCI. Su respiración es agitada y está sudando a mares, no sabe si por culpa del calor que hace en la estancia o de la excitación que todavía le embarga. Gotas de sudor resbalan por sus mejillas, mezcladas con lágrimas de alegría.