En mi
juventud los noviazgos se hacían eternos, generalmente porque los jóvenes se
ennoviaban a muy temprana edad. Mi caso fue muy distinto, pues no tuve novia,
según el concepto de la época ─una relación fija, estable y formal─, hasta los
veinticuatro.
Por
aquel entonces andaba yo muy corto de dinero. Me acababa de independizar ─vivía
en un piso compartido con otros tres amigos de la Facultad─ y la beca que
cobraba del entonces Ministerio de Educación y Ciencia justo me alcanzaba para cubrir
los gastos más elementales. Lucia, mi novia, todavía andaba más apurada que yo.
Estudiaba Psicología en la autónoma y complementaba la mísera paga que le
daban en casa dando clases particulares de latín a una niña de cuarto de
bachillerato. Así las cosas, solo podíamos salir los fines de semana, y toda
nuestra diversión consistía en ir al cine y merendar unos bocadillos los
sábados y pasear los domingos.
Los sábados
resultaban muy entretenidos ─a los dos nos encantaba el séptimo arte e íbamos
siempre a las sesiones continuas de cines de barrio─, pero las tardes de los domingos
eran bastante tediosas. Nos pateábamos el centro de la ciudad hasta que
nuestros pies reclamaban a gritos un descanso. Entonces entrábamos en un bar y
pasábamos el resto de la tarde con una única consumición para cada uno,
charlando de esto y de aquello hasta la hora de despedirnos.
Cuando
hacía buen tiempo hacíamos un extra y nos permitíamos el lujo de cambiar el
interior de un bar por una terraza en Las Ramblas, esa arteria barcelonesa repleta
de personajes de lo más variopinto. Una vez aposentados de cara a los paseantes,
nuestro divertimento preferido consistía en observarlos y conjeturar cómo eran
sus vidas. De hecho, fue Lucía quien instauró ese juego. Era muy observadora y
a mí me divertía ver cómo justificaba sus deducciones. Pero por mucha psicología
que quisiera practicar resultaba muy peregrino sacar cualquier conclusión sin
entablar conversación con los observados.
Un día
del mes de junio se sentó a dos mesas de distancia de donde estábamos acomodados,
una pareja un tanto desigual, ella una rubia platino de buen ver, al estilo
Marilyn Monroe, y él un sesentón y elegante hombre de negocios ─según convinimos─,
mofletudo, de tripa abultada y pelo canoso y escaso, con cara de pocos amigos.
─Esos dos
están de morros ─afirmó categóricamente Laura, a lo que no puse ninguna
objeción por lo evidente que resultaba.
─Ella
es su amante y él ha descubierto que le es infiel con un tío mucho más joven
─añadí, para animar el juego.
─Y él
le está pidiendo, o más bien exigiendo, que abandone de inmediato a su gigoló,
con la amenaza de no aflojar más la pasta si no se comporta como es debido,
como una amante fiel ─remató ella.
De
hecho, las miradas que intercambiaban aquellos dos denotaban a las claras desavenencia
y enfado. Teníamos, pues, un conflicto a primera vista. Aunque aguzamos el oído
todo lo posible, la algarabía reinante al aire libre nos impedía entender lo
que se decían y la lectura de los labios no era nuestro fuerte.
En un
momento dado, ella se levantó con tal ímpetu que hizo tambalear la mesa. El
vaso del hombre volcó y a punto estuvo de derramar el rojo y líquido elemento ─un
Martini Rosso, sin duda─ sobre su regazo. Este se apartó veloz, no fuera a
mancharle el traje, y ante el desplante de la rubia, masculló algo seguramente
insultante porque ella se giró y oímos un alto y claro “que te den”. Todas las
cabezas se giraron hacia quien había proferido tal vulgaridad, pero la
interfecta ya se alejaba Ramblas abajo contoneándose dentro de una estrecha
falda de tubo y sobre unos zapatos con tacón de aguja.
Pero este
no habría sido más que un hecho anecdótico aislado si a la semana siguiente no
hubiera aparecido de nuevo la mujer rubia platino, pero esta vez acompañada por
un hombre bastante más joven que ella. Por fortuna para nosotros, tomaron asiento
justo en la mesa de al lado, de modo que la proximidad tenía que facilitarnos
la tarea de espionaje y satisfacer nuestra malsana curiosidad.
─Ella
tendrá unos cuarenta y… cinco y él unos treinta y… dos ─afirmó Lucía, que eso
de calcular las edades se le daba mucho mejor que a mí.
─O
sea, que es su gigoló ─afirmé complaciente.
─¿Y
cómo es que vienen aquí, donde podría verlos el vejestorio barrigudo de la
semana pasada? ─apuntó certeramente mi novia.
─Pues
porque ya se lo deben haber cargado ─rematé riendo mi propia broma.
─Pues
no te rías, que puede que tengas razón.
Me
quedé boquiabierto ante la tranquilidad con la que Lucía había afirmado aquella
macabra posibilidad e iba a decir algo, no sé bien qué, cuando el camarero, el
mismo de la semana anterior, se interpuso entre nuestras mesas y les preguntó qué
iban a tomar. A ella la saludó como si fuera una vieja conocida, no así al
guaperas, al que ni siquiera se molestó en mirar.
Por
mucho que inclinara mi cuerpo para acortar distancias, no logré oír lo que
decían. Incluso el codo en el que me apuntalaba resbaló del apoyabrazos,
dándome una sacudida que intenté disimular como pude. Hablaban casi en susurros
y el ruido ambiente solo me permitía captar palabras sueltas.
─A
ella se la ve satisfecha, pero él…
─Se
deja querer ─completé la frase de Lucía.
─No,
no. Lo que iba a decir es que a él hay algo que le desagrada, pues se le ve incómodo.
─Igual
se habrán enfadado. A lo mejor él le ha pedido algún capricho y ella ya empieza
a estar harta de tanto aflojar la mosca.
─¿Y
qué habrá sido del que le pagaba a ella las facturas y, de paso, las alegrías
de ambos?
─Pues
lo que dijiste antes, se lo habrán cepillado ─dije para seguirle el juego.
─Ya sé
lo que he dicho, pero ¿cargarse a la gallina de los huevos de oro? ¿Quién correrá
ahora con los gastos y caprichos de estos dos?
Y así
transcurrió aquella tarde veraniega al aire libre, construyendo una historia lo
más rocambolesca posible sobre los líos amorosos y planes criminales de nuestros
vecinos de mesa, hasta que nos dimos cuenta de que estos acababan de ahuecar el
ala y el camarero estaba recogiendo la mesa que habían dejado vacía. Observamos
cómo este, mientras la limpiaba y se guardaba la propina en la cartuchera,
dirigía su mirada a lo lejos meneando la cabeza en señal de desaprobación.
Seguimos instintivamente su mirada y todavía pudimos distinguir a la pareja de
amantes andando lentamente y muy pegados, como dos tortolitos. Fuera lo que
fuese que en un principio había incomodado al joven, a la vista estaba que ya
no le importaba en absoluto.
Como
reacción al suspiro de resignación del camarero, Lucía se atrevió a abordarle.
─¿Conoce
usted a esos dos? ─le preguntó sin miramientos.
─¿Qué
si les conozco, dice usted? En realidad, a quien conozco muy bien es al señor
Sampedro, con el que suele venir esa rubia despampanante. A ella solo de vista
y desde hace unos meses. Pero a ese fulano que va hoy con ella solo le he visto
un par de veces por el barrio. Es un vividor. Ya me entiende, ¿no?
Y ante
la mirada de interrogación de Lucía, le dije, guiñándole un ojo:
─Lo
que suponíamos, cariño.
La
semana siguiente, la compañía telefónica debió incrementar notablemente sus
ingresos a nuestra costa, pues Lucía y yo pasamos largas horas pegados al
teléfono ─en aquella época una llamada de Barcelona a Sant Cugat, donde ella
vivía, era facturada casi como una conferencia a larga distancia─ discutiendo
la historia que habíamos colegido alrededor de aquellos tres personajes. Yo
hubiera dado el tema por zanjado, nunca he sido amante de los chismorreos, pero
debo reconocer que el asunto me intrigada, aunque no tanto como a ella, que
insistía en que algo muy turbio había detrás de aquellos dos tortolitos: la
Mata Hari y el American Gigolo, como ya los había bautizado.
Mi
querida Lucía estaba convencida de que aquellos dos habían asesinado al amante de ella para quedarse con todo su dinero. Llegó a montar tal
historia que casi llegó a convencerme. Pero si lo habían matado, alguien
tendría que saber de la muerte de aquel tal Sampedro, y el camarero nos habló
de él como si todavía estuviera vivo. Si lo habían liquidado en su casa y
dejado allí su cadáver, los vecinos deberían haber detectado un hedor
nauseabundo, después de tantos días de haberlo dejado fiambre. Claro que podían
haberlo hecho desaparecer, lanzando el cuerpo al mar o a un vertedero, por
poner solo dos ejemplos.
Lucía,
testaruda como una mula, insistió en que teníamos que hacer algo para hallar
pruebas del asesinato para poderlo denunciar a la policía. Y el primer paso
consistía en personarnos en el domicilio del presunto finado, cuya dirección
nos había facilitado el amable camarero que tan bien dijo conocer al maduro
hombre de negocios, que resultó ser, según nuestro improvisado confidente, un acomodado
joyero retirado.
─Nos
presentamos en casa del joyero y si nos abre él la puerta, cosa altamente
improbable, soltamos cualquier excusa, damos media vuelta y lo dejamos correr,
¿vale? ─me propuso Lucía, sin darme la oportunidad de oponerme, cuando, el
sábado siguiente, llevábamos más de una hora sentados en la misma terraza de
las Ramblas sin que ninguno de los sospechosos ni el señor Sampedro, solo o con
su rubia amante, hubieran hecho acto de presencia.
─Pero
mujer… ─fue todo lo que me atreví a decir para intentar disuadirla.
─¿Es
que no lo ves? Si no han venido es porque, tal como presumía, el joyero está
muerto, y esos dos tortolitos ya tienen lo que querían y se han dado el piro.
─¿Y
qué ganaremos llamando a la puerta de un difunto, si se puede saber? ─se me
ocurrió soltar aun dudando de la efectividad de mi lógica reflexión.
─Pues
alertar a los vecinos. Si el viejo verde ese no contesta, llamamos a otra
puerta, o a las que hagan falta, preguntando por él, argumentando que nos
extraña su silencio, y si todos dicen no haberle visto en días, insinuaremos
que algo malo puede haberle ocurrido y ¡zas!
─¿Y ¡zas!
qué?
─Pues
que a la gente le gusta meter las narices en la vida de los demás y les encanta
el morbo, y en cuanto huelan a desgracia se movilizarán y llamarán a los
municipales, y ahí es donde entramos nosotros dando nuestra versión de los
hechos.
─Sí,
eso de que a la gente les gusta
meterse en la vida de los demás, ya lo veo ─recalqué
con retintín.
─¿Qué
insinúas? Que conste que yo solo lo hago por el bien de ese pobre hombre.
─¿Ahora
es un pobre hombre? ¿Ya no es un viejo verde?
Ya no
abrí más la boca ─no fuera que mi psicóloga favorita llevara una psicópata camuflada
bajo la piel, viendo la mirada asesina que me dirigió─ hasta que, tras el
cuarto timbrazo, nadie contestó a nuestra llamada.
─Oye,
¿y si nos largamos? ─manifesté como último e infructuoso recurso.
─¡Pero
qué dices! Ni hablar. Tenemos que seguir con nuestro plan ─ahora resultaba que
era nuestro plan─ llamando a la
puerta de al lado. Venga, llama.
─¿Quién,
yo?
Pero
cuando me disponía a seguir las indicaciones de mi querida y persuasiva novia,
oímos unos pasos apresurados que se acercaban a la puerta y cómo una voz
femenina preguntaba:
─¿Quién
es?
Lucía
y yo intercambiamos una mirada de asombro y de duda. ¿Una mujer? ¿Sería la
rubia? ¿Y ahora qué? Pero antes de que pudiera articular palabra, Lucía se me
adelantó.
─Ejem,
perdone, pero estamos buscando al señor Sampedro. Se trata de algo muy
importante ─yo no podía creer que estuviera pasando lo que estaba pasando.
Y tras
un ruido que parecía que estuvieran descorriendo los cerrojos de una mazmorra
medieval, la puerta se entreabrió y apareció la cara interrogante y de pocos
amigos de la rubia platino que, con el cabello revuelto como si acabara de
levantarse de la cama o de pelearse con alguien, nos preguntó qué era eso tan
importante que…
Y
antes de que terminara su pregunta, Lucía abrió la puerta de un empujón,
haciendo perder el equilibrio a la Marilyn de pacotilla, y se introdujo en el
piso en penumbra, ante las airadas protestas de la susodicha, que nos amenazaba
con llamar a la policía.
─¿Dónde
está el señor Sampedro, eh? ¿Qué han hecho con él? ¿Dónde han metido al
cadáver?
Yo
seguía en el umbral de la puerta, petrificado. No sabía si salir huyendo y
dejar a mi pareja en manos de unos asesinos, o de la policía, o cargar también
con las consecuencias de cualquiera de las dos posibilidades, como acto de amor
e inmerecida solidaridad.
Acto
seguido, todo se precipitó en cuestión de segundos. Vi cómo Lucía se paraba a
los pocos metros de haber recorrido el largo pasillo que partía del recibidor,
giraba a la derecha sobre sus talones y abría impetuosamente una puerta, de la
que surgió un haz de luz que la deslumbró. A continuación, todo fueron gritos,
voces de dos hombres, y de dos mujeres. Las mujeres que chillaban eran la rubia
platino, que agarraba a Lucía por los pelos, y la propia Lucía, pero no de
dolor sino de la sorpresa mayúscula que se llevó al ver en la cama, como Dios los
trajo al mundo, al supuestamente asesinado Sampedro y al joven gigoló.
Y
tanto jaleo por un ménage à trois.
Imagen obtenida de internet