Hacía ya un año que Emilio se había jubilado y
todavía no había encontrado el modo de llenar sus horas muertas, que eran todas
las que discurrían desde que su mujer se iba a trabajar a las siete de la
mañana hasta que volvía a eso de las siete de la tarde. Ella le había animado
multitud de veces a que se apuntara a un gimnasio, pues ya estaba echando mucha
tripa, que saliera a caminar como mínimo una media hora diaria, que leyera, que se
hiciera socio de una entidad cultural, que practicara alguna manualidad, o que
se aficionara a coleccionar sellos o lo que fuera para pasar el rato. Pero todo
fue en balde y Emilio pasaba las horas reclinado en su butaca ergonómica. Así
pues, consumía todo su tiempo libre viendo la televisión y dormitando, pues
nada de lo que veía le atraía mínimamente. Hasta que un día, una noticia, o
mejor dicho un comentario hecho por un tertuliano de un programa basura le
llamó poderosamente la atención.
Según aquel individuo,
al parecer aficionado al ocultismo, existía una aplicación que predecía la
fecha exacta de la muerte de quien la consultara. Esa aplicación, que cualquier
ciudadano mínimamente versado en el empleo de internet podía descargarse,
llevaba por título Death Date (fecha de la muerte).
A Emilio, incrédulo por
naturaleza, esa noticia le produjo el mismo rechazo que cuando veía, ya de
madrugada, a esas pitonisas del tres al cuarto, que decían adivinar el futuro
de los incautos televidentes que llamaban en directo ansiosos por conocer lo
que les depararía la vida, ya fuera en el amor, ya en el trabajo.
A pesar de ello, una
tarde, dominado por el hastío y antes de que su mujer regresara del trabajo, le
picó la curiosidad y se descargó la dichosa aplicación. Lo tomó como un juego
infantil, pero nada tenía que perder y mucho menos temer.
Tras introducir todos
sus datos personales que le pedía la aplicación (sexo; lugar, fecha y hora de
nacimiento; situación laboral y estado civil; peso corporal y estatura;
población de residencia y alguna que otra menudencia más) y esperar unos
segundos, apareció en la pantalla la fecha en la que se produciría su
fallecimiento: la madrugada del 30 de octubre de 2022 a las 03:00 h en punto. Y
como dato adicional le indicaba que el fallecimiento tendría lugar mientras
dormía. Lo único que le resultó interesante de toda esa paparrucha fue que el
traspaso se produjera mientras durmiera plácidamente, algo que siempre había
deseado. Junto a este dato anecdótico, se propuso olvidar esa necedad impropia
de ser tomada en serio, sobre todo por alguien tan sensato como él.
Pero, contrariamente a
lo propuesto, Emilio no podía quitarse de la cabeza aquel vaticinio. Por
supuesto, no dijo nada de ello a su mujer, quien se reiría, con razón, de tal
estupidez y le calificaría de viejo chocho.
Y así llegó el sábado
29 de octubre, la vigilia del fatídico momento en que, según Death Date,
moriría durmiendo. Aquel día lo pasó muy intranquilo, algo de lo que se percató
su mujer, a quien dio la primera escusa que se le ocurrió: una lumbalgia que le
estaba incordiando desde que se había levantado.
Cuando llegó el momento
de acostarse, dijo no tener sueño y que se quedaría un rato más viendo la
televisión. Pero no fue así, ya que tan pronto como su mujer desapareció, se dirigió
a su despacho, reloj-despertador en mano, con el propósito de mantenerse
despierto leyendo hasta haber superado la hora de su presunta muerte. Si
alguien le hubiera preguntado por qué lo hacía, no habría sabido responder. Una
persona tan cabal y, de pronto, tan temerosa. Pero él se decía que solo
pretendía desmontar una más de las muchas falacias que se cuentan en los medios
y que solo los ignorantes se creen. Pero, ¿a quién quería engañar? Si todo era
una superchería, no lo podría contar a nadie porque demostraría que había
dudado, pues de lo contrario no habría hecho la consulta. Y si, en el caso más
que improbable, moría, nadie sabría que lo había vaticinado esa maldita
aplicación.
Aun así, se propuso, y
consiguió, resistir hasta pasadas las tres de la madrugada, a pesar de las
continuas cabezadas que le sobrevenían, temiendo con ello quedarse dormido. Cuando,
por fin, el reloj marcó las 03:30 a.m. —pues dejó media hora de margen—,
aliviado y regocijado, se dispuso a dormir el resto de la noche a pierna
suelta.
A la mañana siguiente,
su mujer no logró despertarlo por mucho que lo intentó. Emilio había muerto mientras
dormía.
Tras el sepelio,
mientras ordenaba la habitación, su todavía estupefacta mujer vio la hora que
marcaba el despertador, dándose cuenta de que el pasado domingo su marido se
había olvidado de retrasar el reloj una hora para adaptarse al horario de
invierno. Lo habían estado recordando continuamente en las noticias: a las tres
de la madrugada se tenía que retrasar el reloj a las dos. ¿Por qué no lo hizo
si, además, se quedó despierto hasta tan tarde? Qué extraño, tan meticuloso que siempre había sido.
Pero ahora recordaba que durante todo el sábado había estado muy agitado por
culpa de una lumbalgia que le atormentaba. Eso debió distraerle. Tenía que
habérselo recordado, pero ahora de qué servía lamentarse, se dijo. Y, con un
profundo suspiro, salió de la habitación, tras haber puesto el reloj-despertador
de su marido en hora.