lunes, 17 de octubre de 2022

Tres cosas hay en la vida

 ¿Alguien llevaría realmente al extremo una tentativa peligrosa, por muchos beneficios que le pudiera reportar en caso de salir bien, solo por temor a que se cumpla una nefasta creencia popular? No, ¿verdad? Pues Ernesto sí.


A Ernesto la vida le sonreía; nunca había sido tan feliz. Y la aparición de Natalia había sido el colofón para culminar su estado de máximo bienestar. ¿Qué más podía pedir? Lo tenía todo. Pero, de repente, tanta felicidad le dio miedo, mucho miedo. Estaba convencido de que cuando uno es muy feliz, le ocurre alguna desgracia que acaba con toda dicha. Aunque no se consideraba supersticioso por naturaleza, no quería tentar a la suerte. Si quería mantener ese statu quo, debía desprenderse de alguno de los ingredientes que componían su felicidad para así evitar que le sobreviniera algún infortunio sin previo aviso.

Por mucho que se devanaba los sesos, no hallaba ningún elemento de su dicha del que pudiera desprenderse. ¿El trabajo? Quizá fuera una buena opción. Si cambiaba de trabajo probablemente cobraría menos y su pequeña fortuna iría menguando. Pero renunciar a su puesto de jefe de Servicio de Hematología era pedir demasiado, después de tantos años de esfuerzo y dedicación. ¿Y si jugara a la bolsa? Tal como están los mercados bursátiles, fácilmente podía perder mucho dinero. Incluso podía arruinarse si lo invertía todo. Pero sin dinero difícilmente podría darle a su amada la vida feliz que merecía. A Natalia no quería perderla, antes muerto. Y recordando la famosa canción sobre las tres cosas que hay en la vida —salud, dinero y amor—, solo la salud podría ser la solución a su intranquilidad.

Pero ¿cómo afectar mínimamente a su salud? Podía estrellar su coche contra un árbol y sufrir serias lesiones, pero quedarse en una silla de ruedas para siempre no estaba dentro de sus previsiones. Acabar siendo un drogadicto o un alcohólico tampoco entraba en sus planes, pues Natalia podría abandonarlo y seguramente perdería su cargo en el hospital si ello trascendía.

Por fin tuvo una idea: pediría su traslado al servicio de enfermedades infecciosas. No sorprendería a nadie, pues desde que el coronavirus llenara las camas de la UCI, como hematólogo había colaborado intensamente con sus colegas del servicio de infectología. El VIH todavía es motivo de una gran atención sanitaria, así como algunas enfermedades tropicales causadas tanto por virus como por bacterias. Ahí tenía una puerta abierta. Una vez logrado su traslado, haría lo posible por infectarse, eso sí, sin poner en riesgo su vida. Hay muchas enfermedades infecciosas que se cronifican, como el SIDA, o la hepatitis C, y se puede vivir siguiendo un tratamiento de por vida. De este modo, dejaría lastimada una de las tres patas de la felicidad, según esa cancioncilla tan sabia, y quedaría ante Natalia y el resto de conocidos como una persona altruista, cuya entrega le había penalizado con una salud menos plena. Se convertiría en un enfermo con una mala salud de hierro, como algunos lo califican irónicamente. Solo con pensar en ello se sentía eufórico. Así pues, se puso manos a la obra y en cuestión de semanas ya estaba ocupando su nuevo puesto.

Lo que Ernesto ignoraba era que ese sacrificio al que se había entregado tan alegremente le reportaría un mayor sufrimiento del que se imaginaba. En efecto, Ernesto logró contagiarse. Se expuso de tal manera, obviando las más elementales precauciones que acabó sufriendo una infección nosocomial, que en palabras llanas significa una infección hospitalaria. Nadie del personal médico, ajeno a su propósito y a su negligencia, pudo explicar cómo, un profesional de la categoría de Ernesto, se pudo infectar por un estafilococo, una de las bacterias más comúnmente involucradas en las infecciones nosocomiales. En su caso, además, fuera de todo pronóstico, este patógeno le produjo una encefalitis, dicho de otro modo, una inflamación del cerebro, que le llevó a la UCI, temiéndose por su vida.

Si bien Ernesto no falleció, su osadía tuvo consecuencias de por vida. Las secuelas de la encefalitis lo mantenían postrado, afectado por un cansancio persistente, con una gran debilidad muscular, trastornos de la personalidad, problemas de memoria, parálisis ocasionales, defectos de audición y de visión y alteración del habla.

De este modo, uno de los tres pilares de la felicidad de Ernesto se ha visto gravemente afectado, hasta el punto de que su vida no vale la pena ser vivida, según sus propias palabras. Había jugado con fuego y se había quemado, y ahora debía afrontar las consecuencias. Lógicamente, tuvo que abandonar su trabajo en el hospital, sobreviviendo ahora gracias al subsidio por incapacidad permanente, ya que sus ahorros han ido menguando sustancialmente por los elevados gastos de la atención personal que necesita. Por si esto fuera poco, con el tiempo, Natalia se volvió fría y distante, acabando confesándole que había otro hombre en su vida y que su relación tenía que acabar, pues no resistía vivir con un alma en pena, que era en lo que se había convertido su marido.

¡Qué mala fortuna!, dijeron sus conocidos, lo tenía todo y, mira tú por dónde, una infección hospitalaria le ha truncado su felicidad. No se lo merece.

Pero lo hecho, hecho está. Y aunque Ernesto se arrepiente de su mala decisión, no hay vuelta atrás. Si existiera la diosa fortuna, quizá podría llegar a un acuerdo con ella, rogándole que se apiadara de él, mostrándole lo arrepentido que estaba. Pero ya hace muchos siglos que las diosas y los dioses se dedican a otros menesteres allá en el Olimpo. En el mundo real mandan otros elementos.

«El que tiene un amor, que lo cuide, que lo cuide, la salud y la platita que no la tire, que no la tire».

 

viernes, 7 de octubre de 2022

La daga

En esta ocasión he recurrido a un relato que escribí originalmente en catalán y que respondía a un reto planteado en una tertulia de escritura de la que formo parte. La consigna consistía en escribir un texto que contuviera las palabras sangre, música y trueno/trono (tró/tron en catalán). Esta última dualidad se debe a que en catalán el plural de trueno y trono es común (trons), quedando, por lo tanto, abierta la posibilidad de utilizar este número gramatical si así alguien lo deseaba. Espero que os guste.



Recuerdo cuando mi padre me lo contó. Yo tendría unos cinco años. No me lo podía creer, pero me juró que era totalmente cierto.

—En nuestra familia —comenzó a decir— existe una maldición que consiste en que cuando el padre cumple sesenta y cinco años el hijo primogénito cumple veinticinco. Y así será también en nuestro caso.

—Pero, ¿qué tiene eso de malo? —inquirí.

—Pues que, inexplicablemente, ese mismo día el padre muere y, de esa forma, su hijo heredero ocupa su trono. Y así ha sido de generación en generación. Y así será cuando tú cumplas los veinticinco años. Ya hace tiempo que lo tengo asumido, no pongas esa cara.

El caso es que el día de mi vigésimo quinto aniversario no se cumplió lo que había pronosticado mi padre. Yo me había estado preparando todos esos años para reinar y todo se fue al garete sin ninguna explicación. Ni mi padre se lo podía creer. Sin embargo, se le veía aliviado por haber truncado lo que consideraba un destino familiar inevitable.

Por lo tanto, tuve que intervenir para corregir esa grave anomalía.

Tan supersticioso era mi padre y tantas veces había pronosticado públicamente su fin, que todos creyeron que su muerte había sido voluntaria para no acabar con la saga familiar, algo que habría podido tener consecuencias nefastas para toda la familia actual y su descendencia.

La daga con la cual supuestamente se quitó la vida era la que ha ido pasando de padres a hijos desde tiempo inmemorial, una daga que mi padre guardaba casi con devoción en un cofre.

Recuerdo que cuando alcé el arma asesina, mientras él dormía, resonó por todo el castillo un trueno ensordecedor. ¿Un mal augurio o una señal de complacencia desde el más allá por haber cumplido con lo que estaba escrito? Fuere como fuere, desde entonces los truenos me producen pavor. Me recuerdan lo que todavía me atormenta y no puedo olvidar.

Mañana mi hijo mayor cumplirá veinticinco años y yo sesenta y cinco. Nunca le he explicado qué comporta esta maldita coincidencia y creo que mi mujer tampoco lo ha hecho. Se lo prohibí. Si el maleficio volviera a incumplirse, no quisiera que accediera al trono como yo lo hice.

Hace días que me despierta un trueno y a continuación oigo una música que me pone los pelos de punta y que reconozco como la que sonó durante el sepelio de mi progenitor. Me incorporo y veo que toda la cama está teñida de sangre. Sé que se trata de una alucinación, pero parece tan real... ¿Qué significará todo ello? ¿Solo es una pesadilla o una advertencia?

Esta madrugada he vuelto a revivir la misma experiencia espeluznante. Pero en esta ocasión me ha invadido de pronto un mal augurio. He saltado de la cama sin pensarlo dos veces y he bajado al sótano. He abierto el cofre con manos temblorosas. Mi presentimiento se ha hecho realidad: la daga había desaparecido.

Esta tarde, después de la celebración de nuestro cumpleaños, le he preguntado a mi hijo si sabía dónde estaba la daga familiar.

—Lo ignoro, padre —me ha dicho. Y sin mediar más palabras, me ha dejado plantado en medio del salón mientras los invitados se marchaban.

Pero no me lo creo. Sé que se ha hecho el inocente. Sospecho que la tiene él para perpetrar el mismo acto criminal que yo cometí hoy hace cuarenta años. He decidido, pues, que si al término del día no muero repentinamente de forma natural, como marca el maleficio, por la noche atrancaré la puerta de mi dormitorio. Cuando se lo he contado a mi esposa, me ha mirado con una expresión que no he sabido interpretar. Me ha parecido percibir en sus labios una sonrisa maliciosa.