viernes, 29 de octubre de 2021

Historia de un soldado

 


Cuando me incorporé, como alférez de complemento, al cuartel del regimiento de artillería antiaérea de Jerez de la Frontera, no me esperaba vivir una experiencia que me afectaría más de lo que nunca me habría podido imaginar.

Al día siguiente de mi llegada, se produjo un revuelo impresionante. Acababan de traer lo que quedaba del cuerpo de un soldado a quien le había explotado en las manos una granada que se había encontrado en el campo donde habían estado de maniobras militares. La versión oficial era que el chico, imprudente, se dejó llevar por la curiosidad, en lugar de avisar a su cabo o sargento antes de manipular aquel elemento mortífero que debía llevar años y años medio oculto en aquel lugar.

Por suerte, no llegué a ver el cuerpo del desafortunado, pero sí los restos de su uniforme, destrozado y ensangrentado. Aquella imagen me hizo pensar en la fragilidad del ser humano.

A la pena de su muerte accidental se añadía el hecho de que al cabo de un poco más de un mes se habría licenciado y vuelto a casa con sus seres queridos; quizá le esperaba una novia a la que había escrito un montón de cartas mientras malgastaba su tiempo dentro de aquellos muros de piedra.

Ese mismo día, prácticamente recién llegado, me tocó el servicio de oficial de guardia. Aquella noche no podía conciliar el sueño, ni si siquiera tumbado en el sofá destartalado que había en la salita adyacente al cuerpo de guardia. No dejaba de pensar en el pobre soldado que había perdido la vida de una forma tan absurda. Por lo tanto, decidí dar una vuelta de reconocimiento por el patio del cuartel y sus alrededores. De paso aprovecharía a hacer la visita rutinaria a los centinelas que hacían guardia en las garitas más alejadas, no fuera que se hubieran dormido durante ese servicio nocturno.

Iba caminando maquinalmente cuando, de pronto, vislumbré una sombra que se acercaba lentamente. Le di el alto y le pedí el santo y seña. No contestó y siguió avanzando en mi dirección. Estaba a punto de sacar la pistola de reglamento que llevaba al cinto —solo como intimidación, pues no sé qué habría hecho con aquella arma, que nunca había utilizado y ni tan solo sabía si estaba cargada— cuando aquella figura se detuvo a escasos metros. Cuando estuve ante ella, me di cuenta, a pesar de la oscuridad reinante, que tenía sangre por todas partes. Iba a preguntarle qué le había ocurrido cuando, con voz temblorosa, me dijo que no había sido él quien encontró la granada, que fue un compañero quien la descubrió y que se la pasó, suponía que para gastarle una broma, como quien pasa una pelota. Antes de que aquel fantasma, o lo que fuera, desapareciera, pronunció un nombre que no logré entender.

Así que aquel soldado había fallecido como consecuencia de una terrible negligencia de un descerebrado, que no recibiría el merecido castigo por su acto irresponsable. Desde aquel día estuve observando las caras de todos sus compañeros para ver si distinguía una señal de culpabilidad o de angustia en los ojos del verdadero responsable de aquella muerte. Pero fue inútil. Al cabo de cuatro meses, una vez cumplido ese último periodo de mi servicio militar, me marché de aquel lugar sin haber descubierto la verdad.

Pasado un tiempo, no mucho, salí una noche de farra con unos amigos. En el último pub al que fuimos a parar había, en un rincón, la figura de un soldado, como si fuera un muñeco de cera. Cuando le pregunté al camarero qué o a quién representaba, me dijo que no lo sabía, que era un capricho del dueño, que tenía la manía de coleccionar todo tipo de cosas. Entonces me fijé mucho más en aquella figura. En su cara inexpresiva reconocí la que había visto aquella noche, cuando hacía mi ronda como oficial de guardia. Diréis que son imaginaciones mías, pero, de pronto, me dirigió una mirada que me infundió temor.

Desde aquel día, y de eso ya hará más de veinte años, sigo frecuentando ese pub. Me siento junto al soldado y le pregunto, en voz baja, el nombre de quien le hizo aquella insensatez que le costó la vida. Hasta ahora no me ha contestado, pero me sigue mirando de una forma muy extraña, como si quisiera decirme algo. El dueño del local no entiende qué hago sentado tanto rato en ese rincón. La verdad es que yo tampoco.

 

Nota: Hasta que no se abolió el servicio militar obligatorio, de doce meses de duración, los estudiantes universitarios podían optar por realizarlo fraccionado en tres periodos de dos, tres y cuatro meses de duración, respectivamente. Ello se conocía como Instrucción Militar para la Escala de Complemento (IMEC). El primer periodo se realizaba en un Centro de Instrucción de Reclutas (CIR), el segundo en la Academia Militar del arma que le hubiera correspondido al sujeto, y el último se cumplía en un cuartel como sargento o alférez de complemento (según la nota obtenida en la Academia). 


lunes, 4 de octubre de 2021

Un secreto bien guardado

 


Mi amigo Juan siempre ha sido un hombre de guardar muchos secretos. Nunca ha revelado nada que considerara personal, ni siquiera a sus amigos, entre los que me cuento. Siempre nos ha tenido muy intrigados sobre su vida privada. Nunca le conocimos novia alguna. Hasta que un día acudió a una comida que habíamos organizado con una chica de la que nunca nos había hablado. Nos la presentó como Olga, una nueva compañera de trabajo con quien había conectado de un modo muy especial — nos dijo aprovechando que ella había ido al servicio.

—¿Y cómo de especial es esta conexión? — le inquirió Pedro, con una sonrisa libidinosa.

—¿Crees que estarás a la altura? Tiene pinta de ser una fiera en la cama —terció Ramón, siempre tan bruto, soltando una carcajada.

—Es guapa y simpática, espero que dure vuestra relación —fue todo lo que añadí.

—Olga es, es… distinta. No es como las demás —afirmó Juan, un tanto incómodo.

—Yo, vestidas, las veo todas iguales —dijo Ramón, volviendo a soltar una risotada.

—Dejadlo ya, sois unos cretinos. No sé por qué la he traído.

—Para darnos envidia, porque está realmente buena y como siempre nos hemos mofado de ti por no tener pareja… —remató Pedro justo cuando Olga volvía del servicio.

—Seguro que habéis estado hablando de mí —nos dijo, sonriente.

Supongo que nuestras caras y el mutismo general con algún que otro carraspeo, confirmó sus sospechas.

Desde luego, Olga era una chica muy especial. Aparte de su simpatía arrolladora, demostró ser muy culta e inteligente, algo que nos incomodó, pues no cesó de sacar a colación temas que puso en evidencia nuestra ignorancia.

Pero tras ese encuentro, Juan volvió, sin explicación alguna, a su secretismo habitual. No volvió a hablarnos de Olga a pesar de nuestros intentos. Parecía que se arrepentía de habérnosla presentado. Se limitaba a decir que todo iba bien entre ellos. Eso me intrigó. Llegué a pensar que habían roto y no quería que lo supiéramos, pues se avergonzaba de su revés amoroso y tampoco deseaba ser el centro de nuestras burlas o reproches.

Sin temor a equivocarme, a pesar de sus rarezas, siempre me he considerado el mejor amigo de Juan, de ahí que esta vez me preocupara por él de un modo especial. No era normal, ni tan solo para él, pasar de la euforia a la indolencia. Así pues, me dispuse a descubrir lo que fuera que le sucedía, costara lo que costase.

Como el día que nos presentó a Olga, esta nos contó dónde vivía, decidí presentarme en su apartamento para conocer de primera mano qué ocurría —si es que ocurría algo— entre ellos. Seguro que, si habían roto, me lo diría sin tapujos.

Cuando me disponía a cruzar la calle, parado enfrente de su domicilio, vi salir del portal a Juan. Se le veía bien, incluso diría que feliz. Supuse que acababa de visitar a Olga, por lo que ella debía estar en casa. Dudé. Si todo parecía discurrir con normalidad, ¿para qué hablar con ella? Si Juan no nos quería contar nada de su relación sería porque había vuelto a las andadas y había decidido encerrarse de nuevo en su caparazón hecho de secretos. Pero ya que me había desplazado hasta allí, ¿por qué no mantener una charla con Olga y contarle lo que me tenía intrigado?

Subí hasta el quinto segunda y llamé al timbre. Tardó mucho en abrir la puerta. Quizá no estaba presentable y se estaba vistiendo, pensé. Cuando por fin lo hizo, se extrañó de verme.

—Hola, ¿qué haces aquí? —me preguntó, intrigada. Parecía que la había pillado por sorpresa. Me olí algo extraño. Aun así, me invitó a pasar.

Cuando le dije lo que me traía hasta allí, acabó admitiendo que su relación con Juan no era una relación normal y que probablemente por ello no nos quisiera revelar en qué consistía.

—Si él no desea que lo sepáis, yo no lo voy a desvelar. Somos felices con la vida que llevamos y no hay nada de qué hablar.

No quise insistir, pero lo dicho por Olga me intrigó todavía más. ¿Qué secreto guardaba Juan sobre la naturaleza de su relación con esa mujer? Desde luego no era asunto mío. Aun así, perseveré en mis pesquisas y fui a verle con la intención de sonsacarle la verdad.

Siempre tan servicial, me invitó a unas copas. Si lograba emborracharle —pensé— todo sería más fácil. Mi plan funcionó. Acabó extralimitándose con la bebida y cuando apenas se tenía en pie, le pregunté qué tipo de relación mantenía con Olga.

—Sé que no es asunto mío, pero me preocupa tu comportamiento. Has vuelto a encerrarte en ti mismo y creo que tiene algo que ver con Olga. Si realmente me consideras tu amigo, cuéntamelo.

—Si tanto insistes —dijo balbuceando—, espera un momento, pero no sé cómo te lo vas a tomar.

—Hombre, Juan, si para mí eres como un hermano —Estaba ansioso por conocer su secreto.

—Júrame que no se lo dirás a nadie. Será un secreto entre nosotros.

Tras encerrarse en su dormitorio, volvió a aparecer al cabo de un buen rato. Lo que ahora tenía ante mí era un humanoide que habría espantado al más valiente.

—¡Eres un extraterrestre! —exclamé.

—Y, además, he acabado encontrando a mi media naranja. Olga y yo somos iguales. ¿Lo entiendes ahora? —me dijo, mientras yo me desplomaba en el sofá.

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