Cuando me incorporé, como alférez de
complemento, al cuartel del regimiento de artillería antiaérea de Jerez de la
Frontera, no me esperaba vivir una experiencia que me afectaría más de lo que
nunca me habría podido imaginar.
Al día siguiente de mi
llegada, se produjo un revuelo impresionante. Acababan de traer lo que quedaba
del cuerpo de un soldado a quien le había explotado en las manos una granada
que se había encontrado en el campo donde habían estado de maniobras militares.
La versión oficial era que el chico, imprudente, se dejó llevar por la
curiosidad, en lugar de avisar a su cabo o sargento antes de manipular aquel
elemento mortífero que debía llevar años y años medio oculto en aquel lugar.
Por suerte, no llegué a
ver el cuerpo del desafortunado, pero sí los restos de su uniforme, destrozado
y ensangrentado. Aquella imagen me hizo pensar en la fragilidad del ser humano.
A la pena de su muerte
accidental se añadía el hecho de que al cabo de un poco más de un mes se habría
licenciado y vuelto a casa con sus seres queridos; quizá le esperaba una novia
a la que había escrito un montón de cartas mientras malgastaba su tiempo dentro
de aquellos muros de piedra.
Ese mismo día, prácticamente recién
llegado, me tocó el servicio de oficial de guardia. Aquella noche no podía
conciliar el sueño, ni si siquiera tumbado en el sofá destartalado que había en la
salita adyacente al cuerpo de guardia. No dejaba de pensar en el pobre soldado
que había perdido la vida de una forma tan absurda. Por lo tanto, decidí dar
una vuelta de reconocimiento por el patio del cuartel y sus alrededores. De
paso aprovecharía a hacer la visita rutinaria a los centinelas que hacían
guardia en las garitas más alejadas, no fuera que se hubieran dormido durante
ese servicio nocturno.
Iba caminando
maquinalmente cuando, de pronto, vislumbré una sombra que se acercaba
lentamente. Le di el alto y le pedí el santo y seña. No contestó y siguió
avanzando en mi dirección. Estaba a punto de sacar la pistola de reglamento que
llevaba al cinto —solo como intimidación, pues no sé qué habría hecho con
aquella arma, que nunca había utilizado y ni tan solo sabía si estaba cargada—
cuando aquella figura se detuvo a escasos metros. Cuando estuve ante ella, me
di cuenta, a pesar de la oscuridad reinante, que tenía sangre por todas partes.
Iba a preguntarle qué le había ocurrido cuando, con voz temblorosa, me dijo que
no había sido él quien encontró la granada, que fue un compañero quien la
descubrió y que se la pasó, suponía que para gastarle una broma, como quien
pasa una pelota. Antes de que aquel fantasma, o lo que fuera, desapareciera,
pronunció un nombre que no logré entender.
Así que aquel soldado
había fallecido como consecuencia de una terrible negligencia de un
descerebrado, que no recibiría el merecido castigo por
su acto irresponsable. Desde aquel día estuve observando las caras de todos sus
compañeros para ver si distinguía una señal de culpabilidad o de angustia en
los ojos del verdadero responsable de aquella muerte. Pero fue inútil. Al cabo
de cuatro meses, una vez cumplido ese último periodo de mi servicio militar, me
marché de aquel lugar sin haber descubierto la verdad.
Pasado un tiempo, no
mucho, salí una noche de farra con unos amigos. En el último pub al que fuimos
a parar había, en un rincón, la figura de un soldado, como si fuera un muñeco
de cera. Cuando le pregunté al camarero qué o a quién representaba, me dijo que
no lo sabía, que era un capricho del dueño, que tenía la manía de coleccionar todo
tipo de cosas. Entonces me fijé mucho más en aquella figura. En su cara
inexpresiva reconocí la que había visto aquella noche, cuando hacía mi ronda
como oficial de guardia. Diréis que son imaginaciones mías, pero, de pronto, me
dirigió una mirada que me infundió temor.
Desde aquel día, y de
eso ya hará más de veinte años, sigo frecuentando ese pub. Me siento junto al soldado y
le pregunto, en voz baja, el nombre de quien le hizo aquella insensatez que le
costó la vida. Hasta ahora no me ha contestado, pero me sigue mirando de una
forma muy extraña, como si quisiera decirme algo. El dueño del local no
entiende qué hago sentado tanto rato en ese rincón. La verdad es que yo
tampoco.
Nota: Hasta que no se abolió el servicio
militar obligatorio, de doce meses de duración, los estudiantes universitarios
podían optar por realizarlo fraccionado en tres periodos de dos, tres y cuatro
meses de duración, respectivamente. Ello se conocía como Instrucción Militar para
la Escala de Complemento (IMEC). El primer periodo se realizaba en un Centro de
Instrucción de Reclutas (CIR), el segundo en la Academia Militar del arma que
le hubiera correspondido al sujeto, y el último se cumplía en un cuartel como
sargento o alférez de complemento (según la nota obtenida en la Academia).