martes, 25 de octubre de 2016

Nunca debí aceptar (y IV)


La siguiente semana fue una pesadilla. Tuvimos que emplearnos a fondo con la maldita niña. En cuanto adivinó lo que estábamos haciendo, decidió dejar de jugar con nosotros –como ella lo llamó- para llevar a cabo su venganza. De momento, no obstante, parecía que los amuletos y prácticas defensivas aprendidas sobre la marcha por la valerosa señora Castro surtían efecto y la mantenían alejada durante el día. Mi cocinera y yo parecíamos hermanos siameses. Yo no me despegaba de ella ni ella de mí.

De noche, dormíamos en habitaciones contiguas y cerradas a cal y canto. Habíamos hecho instalar varios cerrojos y con el grosor de las puertas de madera maciza era imposible que alguien las derribara por muy vampiro que fuera. Las ventanas las manteníamos cerradas con doble pestillo y dos contraventanas, una exterior y otra interior. Estábamos, pues, blindados contra cualquier ataque de esa criatura. Al menos mientras dormíamos.

Nuestros esfuerzos para cazarla –porque de eso se trataba- nos tenían agotados. Ya no se ocultaba en el sótano del viejo almacén de carbón y suponíamos que iba cambiando de refugio nocturno, pues no hallábamos rastro alguno de su presencia. Pero al final le dimos caza de la forma más elemental: con una trampa practicada en el suelo del granero. Perdimos muchas horas de sueño hasta tenerla lista pero conseguimos lo que pretendíamos. Pensamos que en algún momento entraría allí, de día o de noche. Y así fue.

Una vez la tuvimos a nuestra merced, ya no la soltamos. Tenía mucha fuerza por ser solo una niña de ocho años, pero nosotros éramos dos adultos todavía con suficiente energía y, sobre todo, voluntad. La mantuvimos varios días atada a la cama mediante unas correas que ni un toro sería capaz de romper. Y cada noche repetíamos la misma operación. Los colmillos de Sara eran cada vez mayores. Habían adquirido unas proporciones increíbles. Ni un oso tenía unos colmillos como aquellos. Al parecer, cada extracción provocaba, por la noche, un crecimiento mayor, por lo que cada vez aquella resultaba más laboriosa. Pero, por otra parte, el sangrado era mucho más fácil pues el boquete que quedaba tras arrancar cada una de esas piezas dentales era también cada vez mayor. Ya no necesitaba usar la bomba extractora, la sangre fluía a raudales por sí sola. La heparina que le inyectaba ayudaba a que así fuera.

Como era de esperar, la niña acabó enfermando, momento en que la liberamos de las ataduras y avisamos al doctor quien, como también era de esperar, dictaminó que padecía una extraña anemia que no respondía a tratamiento alguno. Cada vez que venía el médico a visitarla, procurábamos sedarla para que no se fuera de la lengua y aparentar, de paso, una mayor debilidad de la que tenía. Pero un día ocurrió lo que temíamos: la niña sacó fuerzas de flaqueza y le contó al médico lo que estábamos haciendo con ella.

―¿Saben lo que me acaba de contar la niña? ¡Es increíble!. ¿Cómo es posible? Que usted –dijo mirándome fijamente- le extrae sangre todas las noches mientras la mantiene inconsciente, y que usted –prosiguió, mirando entonces a la señora Castro- le ayuda en ese menester. Cuando le he preguntado cómo le extraen ustedes la sangre, ya que no he observado ningún pinchazo en todo su cuerpo, me ha dicho que no lo sabe con certeza pero que como usted es dentista, y conserva su instrumental, debe saber cómo hacerlo sin dejar huella. Y que lo hacen para acabar con ella porque creen que es un vampiro. La he dejado llorando a mares, a la pobre criatura.

Y ante nuestro perplejo mutismo, estalló en carcajadas.

―!Hay que ver lo que son capaces de inventar los niños! Claro que esto debe ser más bien un desvarío provocado por la enfermedad.

Y meneando la cabeza en señal de incredulidad, se marchó prometiendo volver al día siguiente para ver cómo seguía la paciente, pues estaba muy preocupado por su estado.

Pero cuando el médico volvió, a la tarde siguiente, ya solo pudo certificar su defunción.

Al alivio producido por la desaparición de Sara de nuestras vidas, le siguió la inquietud y temor por la reacción del padre de la “criatura” cuando supiera lo sucedido, sobre todo si era cierto lo contado por la que había sido el ama de llaves de la familia de mi hermano.

Pasaron las semanas y después los meses y Julián seguía sin dar señales de vida o, mejor dicho, de su presencia física. Por tratarse de una familia muy conocida en la región, el óbito había sido difundido por los periódicos locales, así que si él seguía en el extranjero difícilmente podía haberse enterado. Salvo las condolencias por parte de amigos y conocidos -y debería añadir el júbilo disimulado del pueblo llano- nadie reaccionó al luctuoso acontecimiento.

Ya no sabía qué pensar. Volví a mi primera suposición, la de que Julián había querido deshacerse de su hija mandándomela a mí por temor a que le hiciera lo que le hizo a su esposa. Entonces, ¿de dónde había sacado aquella mujer toda esa historia sobre la naturaleza vampírica de mi sobrino político y de su plan para acabar conmigo?

A pesar de todo lo ocurrido con Sara, visitaba su tumba casi todos los sábados, en la que depositaba un ramito de claveles blancos. Miraba su fotografía, la que encontramos entre sus pertenencias, y me parecía imposible que aquella carita angelical perteneciera a un ser tan malvado. Siempre rezaba una oración por su alma, pidiéndole a Dios que tuviera misericordia de ella y que la hubiera perdonado y descansara en su seno.

Con el tiempo, mis visitas se fueron espaciando, hasta que llegó el día de los Fieles Difuntos, visita obligada al Campo Santo para rezar por nuestros seres queridos. Debía hacer por lo menos un mes que no acudía a mi visita habitual así que esperaba encontrar el ramo de claveles marchito. En lugar de eso, había un ramo de rosas rojas frescas. El agua también parecía reciente por lo limpia que estaba. Alguien, pues, había visitado recientemente la tumba de Sara. La señora Castro y yo nos miramos interrogativamente. ¿Quién podía ser el visitante desconocido?

Volvimos a casa sin apenas intercambiar una palabra, sumidos en nuestros pensamientos. Y en nuestras peores sospechas.

Al llegar, se hicieron realidad nuestros temores. En los escalones de la puerta principal había un hombre sentado. Con sombrero, cabizbajo, apoyando el mentón en ambas manos y con los codos sobre las rodillas, no se le veía el rostro. Solo cuando estuvimos a escasos metros levantó la cara y se puso en pie. Era él, Julián, el padre de Sara. Se acercó a mí con los brazos abiertos y con las mejillas bañadas en lágrimas. Me abrazó como nunca nadie antes lo había hecho. Y sofocando el llanto, repetía ¿por qué? ¿por qué? ¿por qué?

Tras referirle cómo la terrible enfermedad, que supuestamente había heredado de su madre, acabó con la vida de Sara, Julián se hundió en un profundo silencio, solo roto por su respiración agitada. Parecía un niño indefenso, un niño que ha quedado solo en el mundo. Me compadecí de él, yo que lo había juzgado tan malévolo. Si hubiera tenido delante a aquella intrigante y torticera ama de llaves la hubiera llamado perturbada y echado a patadas de mi casa.

A pesar de las atenciones de la buena señora Castro, Julián, derrotado, no quiso probar bocado ni acostarse. Parecía no creer que lo que le había ocurrido a su hija fuera real. Solo repetía que quería llevársela con él y enterrarla junto a  su madre, mi sobrina. No quise hablarle de los inconvenientes legales que ello podía tener. Mejor dejarlo descansar. Lo dejamos tumbado en el sofá, donde yacía, indolente, con la mirada vidriosa.

Por primera vez en mucho tiempo, aquella noche la casa respiraba serenidad, aunque esta fuera de afligimiento más que de sosiego. Cuando desperté, no sabía qué hora era. Había dormido de un tirón. Miré el reloj de la mesilla de noche. Eran las nueve. ¡Las nueve! ¿Cómo me había dejado dormir tanto la señora Castro conociendo mis hábitos madrugadores?

Me puse un batín y salí raudo al rellano. La puerta del dormitorio contiguo al mío estaba cerrada. Bajé a la cocina. No había ni rastro de la señora Castro. Deambulé por toda la planta baja. Nadie. Volví a subir. Quizá la pobre mujer se había quedado dormida. Era extraño en ella pero podía ser que, al sentirse finalmente relajada, hubiera dormido como un tronco. Como yo.

Llamé suavemente con los nudillos. Al no recibir respuesta, golpeé con más fuerza, ahora con la palma de la mano. Decidí entrar no sin antes advertirle de mi presencia. ¿Señora Castro? ¿Señora Castro?, repetí tres o cuatro veces.

La estancia estaba totalmente a oscuras, así que me acerqué a tientas a la ventana para abrirla y dejar entrar la luz del sol pero a mitad de camino tropecé con algo. Caí cuan largo era. Palpé aquel bulto que me había hecho perder el equilibrio. No podía ser. Parecía una persona. No, ¡era una persona! Tenía algo pegajoso por lo que parecía ser un camisón. ¡No! –exclamé. Entonces me precipité hacia la ventana, descorrí los pasadores y abrí con manos temblorosas las contraventanas. Cuando me giré vi a mis pies el cuerpo inánime y, por la extrema palidez que sufría, exangüe, de mi fiel cocinera. ¿Qué había ocurrido? ¿Cómo era posible? ¿Quién?, me decía mientras la zarandeaba como si, de este modo, quisiera revivirla. No tuve tiempo de hacerme más preguntas porque, de repente, la buena y valerosa señora Castro abrió los ojos, esbozó una pérfida sonrisa y abriendo la boca me mostró unos enormes colmillos con la evidente intención de atacarme. De un salto, que ni yo mismo supe cómo había sido capaz de dar, me aparté de ella o de aquello en lo que se había convertido. Y entonces lo entendí todo. Un ruido acabó por aclarármelo. La puerta acababa de cerrase y detrás de ella apareció Julián que, con la boca ensangrentada y una sonrisa de satisfacción, vino hacia mí con los brazos extendidos. Ese abrazo acabó con lo que yo había sido hasta entonces.
 
FIN
 
 
Imagen: Lestat de Lioncourt, personaje interpretado por Tom Cruise en "Entrevista con un vampiro" (1994)
 
 
 

sábado, 22 de octubre de 2016

Nunca debí aceptar (III)



Una vez terminada la intervención decidí conservar, como si de un trofeo se tratara, aquellos dos colmillos. Quizá algún día me podrían servir como prueba de la naturaleza vampírica de la niña que había acogido bajo mi techo.

Con la ayuda de la señora Castro, trasladamos a Sara a su cama, la de verdad quiero decir, y la arropamos como quien arropa a un niño para que no se acatarre. Las noches empezaban a ser frías. Encendimos la chimenea del dormitorio y nos apostamos, mi sirvienta y yo, en sendos sillones, al pie de la cama, dispuestos a montar guardia toda la noche.

Nos despertó, por la mañana, un leve quejido. Ambos nos erguimos a la vez y vimos cómo la niña se desperezaba y nos miraba aturdida.

―Me siento algo mareada –dijo con cara de interrogación-. ¿Se puede saber qué hacéis los dos aquí? ¿Qué ha ocurrido? –añadió cada vez más intrigada.
―Nada, nada, niña. Es que ayer te sentiste indispuesta, tenías un poco de fiebre y temimos que hubieras enfermado –improvisó la señora Castro-. ¿Acaso no te acuerdas de nada? –le preguntó mirándome de reojo.
―Pues no, la verdad. Solo recuerdo que…
Llegado a este punto, Sara se detuvo, pensativa, nos miró fijamente y esbozó una franca pero sospechosa sonrisa.
―Bueno, da igual. Lo que fuera que me pasó ya ha pasado. Ya me siento bien.

E incorporándose, preguntó:

―¿Qué hay para desayunar, señora Castro?

La pobre mujer no se había dado cuenta. Me miró con ojillos de satisfacción y, argumentando que la niña tenía que adecentarse antes de bajar a desayunar, me arrastró literalmente hasta el pasillo.

―Lo ha logrado. ¡Qué alegría! Pero por qué me mira con esa cara –inquirió extrañada.
―No se ha dado cuenta, ¿verdad? –le espeté.
―¿Darme cuenta de qué?
―¿No se ha fijado en su sonrisa? –Y antes de que pudiera contestar- ¡Vuelve a tener la dentadura intacta!

Si la niña recordaba o no lo acontecido la noche anterior no lo sabríamos jamás. Sin duda debió de extrañarse al despertar en su cama cuando últimamente dormía en una caja de madera en el sótano del viejo almacén de carbón. Posiblemente volvía a disimular. Y si sospechaba lo que habíamos hecho, no solo se estaría regocijando de nuestro fracaso sino que prepararía un contraataque. Debíamos extremar las precauciones y elaborar un plan más agresivo y definitivo, costara lo que costase.

El único plan que se me ocurrió consistía en desangrarla paulatinamente hasta provocarle una anemia como la que ella le provocó a su madre y que acabó con su vida. Lamentándolo mucho, tenía que ser drástico y no tener escrúpulos ni sentir pena por un engendro como aquel. Cada vez veía mi plan más viable. Cada noche, tras arrancarle los incisivos, le succionaría, con una mini-bomba, medio litro de sangre por el orificio que queda en la encía tras la extracción de una pieza dental. Los colmillos se regenerarían pero yo los volvería a extraer y repetiría el procedimiento de desangrado de la pequeña vampira. Cuando esta mostrara los primeros signos de debilidad, llamaría al médico del pueblo quien, sin duda, diagnosticaría una anemia. Conociendo los antecedentes familiares, todo el mundo, médico incluido, creería que había heredado esa extraña enfermedad de su madre. Cuando falleciera, ni su propio padre sospecharía que yo hubiera estado detrás de ese homicidio, o debería decir vampiricidio.

Pero cuando, por la mañana, me disponía a poner en antecedentes a la buena señora Castro, esta me interceptó de camino a mi despacho arrastrándome de una manga hasta la cocina. Tras cerrar la puerta y jadeando como un caballo de carreras que acaba de llegar a la meta, se dejó caer pesadamente en una silla. Secándose el sudor de la frente, de la cara y de la papada, tomó aire y mirándome aterrorizada me soltó todo lo que acaba de oír por boca de la antigua ama de llaves de mi difunta sobrina.

―Me la he encontrado en el mercado. Llevaba tiempo buscándome pues no se atrevía a poner los pies en esta casa. Quería advertirme del peligro que corremos. Yo creía que me iba a contar lo que ya sabíamos, pero no. Me ha contado mucho más. No se lo va a creer. Haga el favor de sentarse, no le vaya a dar un síncope. Quizá debería tomarse una copita de coñac, por si acaso.

Y como yo rehusara su propuesta y la conminara a hablar de una vez por todas, lo hizo, largo y tenido, con voz trémula y levantándose cada dos por tres para asegurarse de que Sara no estaba al acecho.

Lo que oí me dejó sin habla durante unos largos minutos. No sabía si creerme esa historia o achacarla al desvarío o a las ideas estrambóticas de aquella mujer que había servido a mis sobrinos y, antes de eso, a mi hermano y mi cuñada.

Según lo referido por aquella mujer, Julián era un vampiro. De ahí que no conociéramos nada de sus antecedentes y orígenes. Sabiéndola sola y desprotegida, enamoró a mi sobrina con sus galanteos y su apostura. La deslumbró con su vasta cultura, mundología y esos supuestos negocios que les harían mucho más ricos de lo que ella ya era.

Antes de convertir a su amada en vampiro, aquella debía engendrar varios hijos a los que, a su debido tiempo, también transformaría en esos horribles muertos vivientes. Entretanto debía mantener el secreto pues, de lo contrario, quizá no contaría con el beneplácito de su mujer y esta le abandonaría horrorizada.

A los dos años de su unión nació Sara quien, inteligente y perspicaz como pocos niños a su temprana edad, descubrió el secreto de su padre. Contaba por entonces siete años. Contra todo pronóstico, la niña se mostró entusiasmada y pidió a su padre que la mordiera para ser como él. La niña diabólica debió de amenazarle con contárselo todo a su madre. Su progenitor finalmente accedió, pidiéndole que mantuviera el secreto. Deseaba tener más hijos con los que acrecentar la estirpe y una mujer vampira no puede procrear. Tras nueve años de matrimonio, sin embargo, Ana no quedaba nuevamente embarazada y Sara se impacientó. La niña no se llevaba bien con su madre. Más bien la odiaba. Toda la servidumbre había sido testigo de las trifulcas que mantenían madre e hija. Seguramente en una de esas peleas, la pequeña se lanzó al cuello de su madre y consumó lo que llevaba tiempo deseando. Pero con lo que no contaba era que a su edad no tenía todavía el poder necesario para convertir en vampiro a su víctima. En su lugar, la joven madre enfermó.

Ana no sabía a quién confiarse, así que mantuvo lo ocurrido en secreto. Pero la niña la visitaba todas las noches para proveerse de más sangre. El padre, ausente como siempre por largos periodos de tiempo –debía de extender sus “actividades” en otros países y continentes-, cuando se enteró de lo ocurrido ya era demasiado tarde. De ahí que se opusiera pertinazmente a la exhumación del cadáver de su esposa. Viendo la tozudez de su tío político y temiendo que este acabara saliéndose con la suya, decidió eliminarlo y qué mejor forma de hacerlo que enviando la niña a su casa para que hiciera con él lo que hizo con su madre.

―¿Quiere usted decir que Julián me ha enviado a mi sobrina nieta para que me succione la sangre y acabe conmigo? pregunté asombrado, sin esperar respuesta.
―Y de paso conmigo –contestó la mujer con movimientos asertivos de la cabeza que le hacían bailar la papada como si la de un pavo se tratara.
―Pues va lista si cree que lo conseguirá –afirmé levantándome bruscamente de la silla, dando la conversación por terminada.
―¿Pero dónde va usted ahora, hombre de Dios? ¿Acaso no ve que la cosa está pero que muy fea? Un día de estos aparece por aquí el padre de “esa” para comprobar cómo estamos usted y yo de salud, Y contra él no creo que podamos luchar.
―Si viene, simplemente se encontrará con que su hija ha muerto de una extraña enfermedad, como la de su madre, algo que atestiguará el médico que la habrá estado tratando, y le diremos que no pudimos avisarle porque desconocíamos su paradero, cosa que, por otra parte, es verdad. Será cuestión de hacernos los tontos. A mí, desde luego, no se me da nada mal.
―Usted lo ve todo muy fácil. ¿Y cómo piensa acabar con ella? Dijo que no derramaría sangre.
―Lo dije pero me he retractado. Tengo un plan B.

 
CONTINUARÁ...
 
 

jueves, 20 de octubre de 2016

Nunca debí aceptar (II)



Nunca he sido una persona impulsiva y en esta ocasión no podía ser de otro modo. Sara no dejaba de ser una niña, aunque muy peligrosa, y era la viva imagen de su madre, mi querida e inolvidable Anita. Cómo se había convertido en lo que era resultaba un misterio. Quizá esa inocente criatura sufriera de alguna extraña enfermedad, quizá fue mordida por alguna alimaña de la que se había contagiado, o quizá todo era producto de una mente enferma. No había forma de dar con mi sobrino, su padre, para referirle lo que sucedía. Él no daba señales de vida y yo desconocía su paradero. De hecho, lo desconocía todo de él. Su boda con mi sobrina fue algo repentino e inesperado para mí. Ana le conoció cuando solo hacía un año que había quedado huérfana de padre y madre. Se sentía muy sola. Joven, hermosa y adinerada, no resultó extraño que, de la noche a la mañana, le surgiera un montón de pretendientes. Todos, menos quien acabó siendo su esposo, eran conocidos de la comarca. Julián apareció como quien dice de la nada y tan pronto como se conocieron surgió el amor. Él era, y es, sin duda un joven muy apuesto, cortés y educado. Nunca he sabido nada, ni sus orígenes ni su profesión. Nunca quise inmiscuirme en la vida y decisiones de mi sobrina. Ana solo me dijo que procedía de una buena familia y que, como ella, era huérfano y se dedicaba a negocios de diversa índole. Y ahora esos negocios lo mantenían alejado de su única hija, quien se había convertido en nuestra pesadilla.

Llegué a consultar libros de psiquiatría por si se detallaba alguna alteración mental que indujera al enfermo a creerse y comportarse como un vampiro. Pero ¿y las incisiones que había observado en Nelson? ¿Cómo las pudo haber producido una niña? Así pues, lo primero que tenía que comprobar era si, como se cuenta en las historias de vampirismo, la criatura desarrollaba unos caninos capaces de producir tal mordedura.

Sara pareció, de pronto, recobrar un comportamiento sociable, tanto conmigo como con la señora Castro. Acudía puntual al comedor a las horas convenidas para el desayuno, almuerzo y cena. Comía como un gorrión y tan pronto terminaba estos ágapes desaparecía durante el resto del día, aduciendo que prefería leer y estudiar al aire libre, en contacto con la naturaleza. Pero ello no era más que un ardid para que nos confiáramos. Pero no bajamos la guardia. Hasta donde podíamos, controlábamos sus movimientos pero al llegar la noche parecía que se esfumaba. Nunca logramos saber adónde iba y dónde se guarecía.

Tras varios días de búsqueda infructuosa, una noche en la que no podía pegar ojo –como casi todas- oí crujir la verja del patio trasero que da al establo y al granero, ambos ya en desuso tras despedir a los pocos jornaleros que me quedaba y venderle a buen precio el rebaño de ovejas al pastor. No quería que nadie sufriera las consecuencias de tener a una chupasangre entre nosotros.

Cuando salí al patio vi una silueta alejándose a paso ligero en la oscuridad. Por su estatura y complexión deduje que era ella. Seguro que era en una de esas dos viejas construcciones de madera donde Sara se ocultaba de noche. Pero me equivoqué pues pasó de largo adentrándose en el bosquecillo colindante. Me acerqué sigilosamente pero no se oía ni se veía nada, ni siquiera la luz de un candil. Esperé, pues, hasta la mañana siguiente para buscar algún indicio de su presencia en los alrededores. Con la excusa de que tenía que resolver algunos asuntos urgentes en el pueblo, me ausenté durante el desayuno y me dirigí con  cautela, procurando no ser visto por la niña, hacia el bosquecillo, esperando encontrar una cabaña o algo que pudiera servirle de refugio nocturno. Anduve largo trecho pero no vi nada. Cuando, cansado de caminar, regresaba resignado, vi algo, junto al viejo y abandonado almacén de carbón que hay a poco más de medio kilómetro de casa, en lo que nunca había reparado. Parecían unos tablones de madera que asomaban bajo la hojarasca acumulada junto a la pared. Al retirarla con el pie observé que se trataba de una trampilla por donde antaño debían cargar el carbón.

Comprobé que la trampilla podía abrirse desde fuera con facilidad. Como estaba solo y a salvo de miradas inoportunas, me colé por ella. Una pequeña y frágil escalera de madera conducía a una especie de sótano. Estaba bastante oscuro pero la luz se colaba por las rendijas que separaban los tablones de lo que debía ser el suelo del viejo almacén. Casi tuve que andar a tientas pero di con lo que buscaba. Ahí estaba. Por supuesto no se trataba de un ataúd pero lo parecía. Una caja rectangular de madera sin apenas pulir hacía las veces de lecho. Contenía un viejo colchón de borra, sucio y maloliente sobre el que una manta doblada hacía de almohada. Al lado, en el suelo, descansaba la tapa con la que debía cerrar el pequeño y rustico habitáculo. Ya había descubierto su reducto nocturno, ahora debía ponerme manos a la obra.

Intenté, como hacía ella, aparentar normalidad, No obstante, me devanaba los sesos, día y noche, para hallar un modo de neutralizar a aquella criatura sin acabar con su vida. Dije que lo haría sin derramar ni una gota de sangre y cumpliría con mi palabra.

―¿Y cómo piensa usted acabar con ella si no es machacándola? –no dejaba de  repetirme la señora Castro.
―No me sea usted bruta, mujer, que ya encontraré un modo “limpio” de acabar con su parte maligna –le respondía yo incansablemente, con alguna que otra variante semántica.
―Pues como no sea arrancándole la dentadura… -me contestó en una ocasión.

Al oír esto no pude evitar dar un salto con los ojos casi saliéndome de las orbitas. La pobre mujer se asustó al verme así. Luego me dijo que por un momento creyó que me acababa de convertir en uno de esos “bichos”. No pude evitar abrazarla y besarla, lo cual todavía la asustó más pues entonces creyó que me había vuelto loco de remate.

―Eso es, eso es –grité-. ¡Cómo no lo había pensado antes! ¿Acaso no soy dentista? ¿Acaso no me he ganado la vida arrancando muelas, eh?
―¿Piensa usted arrancarle los dientes? –me preguntó la buena mujer, incrédula.
―Todos no, solo los incisivos caninos, que son los que utilizan en la mordedura para luego succionar la sangre.

Mientras la señora Castro se santiguaba, yo ya me dirigía a mi antiguo consultorio, que todavía conservaba en la parte trasera de la planta baja y al que los pacientes accedían por una puerta lateral. Hacía tan solo dos años que había dejado de ejercer, así que conservaba en perfecto estado todos mis instrumentos. Pero ¿qué producto podía utilizar que la mantuviera largo tiempo dormida? Cloroformo, por supuesto. No era el anestésico que yo utilizaba en mis pacientes pero Sara no era precisamente una paciente odontológica y la lidocaína no surtiría el efecto deseado. Cuando durmiera, accederíamos a su escondite, la dormiría con ese anestésico infalible y, zas, le extirparía ambos colmillos. Problema zanjado. Sin colmillos no habría mordedura y sin mordedura no habría peligro. Muerto el perro se acabó la rabia.

Aun veo a la señora Castro siguiéndome a todas partes, como un perro fiel, sin parar de santiguarse. Ella sería mi asistente en la intervención que iba a llevar a cabo lo antes posible.

Y llegó el momento esperado.
Y llegamos al lugar de los hechos.
Y allí estaba la bella durmiente.
Y tras agitarse violentamente –la voluntariosa señora Castro tuvo que emplearse a fondo para inmovilizarla- cayó sumida, ahora sí, en un profundo sueño.

Cuando le abrí la boca, contemplé cómo aquellos infantiles incisivos iban agrandándose por momentos hasta alcanzar el tamaño de los colmillos de un lobo de grandes dimensiones. Así que era cierto que esas piezas bucales se retraían y alargaban de forma automática, aumentando de noche y volviendo a su tamaño normal por la mañana. “Pues a esta niña ya no le saldrán nunca más” –me dije eufórico. Ya vería luego como manejaría la situación cuando la criatura despertara y viera lo que había hecho con ella. Si teníamos que suministrarle una buena ración de sangre como suplemento alimenticio, pues lo haríamos y Santas Pascuas. Pero, por lo menos, ya podríamos dormir tranquilos.

Aunque practiqué la extracción rápida y limpiamente, no sospeché lo que estaba por venir.
 
CONTINUARÁ...
 
 

 

martes, 18 de octubre de 2016

Nunca debí aceptar



Siempre he sido un blando. Ya me lo decía mi difunta esposa. “Tienes que saber decir que no” –me repetía hasta la saciedad. Pero ¿cómo iba a negarme, si era la hija de Ana, mi única sobrina? ¿Cómo iba a rehusar acoger, en una casa tan grande como esta, a una niña de ocho años, de la que soy además padrino de bautizo, que acababa de perder a su joven madre, mi queridísima Anita, como yo siempre la llamaba, y cuyo padre debe ausentarse larga y frecuentemente por motivos de trabajo? ¿Y quién me iba a decir que poco después dormiría todas las noches con la puerta cerrada con llave y atrancada, dudando de que eso fuera suficiente obstáculo para preservarme del mal?

Desde que Sara, mi ahijada, llegó a mi hogar empezó a comportarse de forma extraña. Incluso la institutriz que contraté temporalmente para su cuidado y educación se despidió de la noche a la mañana argumentando que su salud se había perjudicado con la humedad de estos parajes. ¿No podía esperar dos o tres meses más, hasta que mi sobrino volviera a hacerse cargo de su hija? Pero cuando, ya en la puerta, me dijo, en voz baja y asegurándose de que nadie nos oía, que tuviera cuidado con “esa niña”, fue cuando comprendí que lo que percibía no era fruto de una imaginación senil. ¡¿Quién podía imaginar que tras esa cara angelical se escondía un ser abominable?!

Luego llegó la carta de Julián, su padre, diciendo que se demoraría unos cuantos meses más, que lo habían destinado a Tailandia y no sabía cuándo volvería. Fue una carta un tanto críptica. Me pareció leer entre líneas que tendría que hacerme cargo de la niña durante un tiempo indefinido. ¿Acaso no quería a su hija? –pensé. Pero al poco comprendí que no era amor lo que le faltaba sino valor. Tenía miedo de su propia hija. Como luego lo tuve yo.

A los pocos días de su llegada, el servicio empezó a quejarse. Hacía cosas raras –me decían. No quería comer y luego desaparecía comida, rompía lo que le venía en gana, las insultaba, les culpaba de cualquier cosa que ella misma había hecho, las amenazaba con echarles mal de ojo si se iban de la lengua; llegó a cortarse las trenzas para luego decir que había sido un castigo infligido por la institutriz. Al principio lo achaqué a la rebeldía típica de la criatura que ha perdido a una madre y expresa su rabia e incomprensión de forma errática y violenta o para llamar la atención. Hablé con ella repetidas veces. Me escuchaba atenta y muda. Su mirada me helaba la sangre y el corazón. Acabé pensando que el suyo no era un problema de falta de autocontrol sino de sentimientos. Vi que tenía ante mí a un ser frío e insensible. Pero me quedé corto. Todo este tiempo tuve junto a mí a un monstruo.

Cuando se dio cuenta de que sospechaba de ella dejó de disimular. Empezó a mirarme de un modo extraño y, cuando nadie reparaba en ello, me sonreía maliciosamente, como si me desafiara. Poco después comprendí que su comportamiento con las personas a mi servicio solo tenía un propósito: alejar de mí a quienes me rodeaban y dejarme a solas con ella. ¿Qué pretendía con ello? Ahora ya lo sé. Pero ya es demasiado tarde.

Mi sobrina murió de un extraño mal: una inexplicable anemia contra la que nada pudo hacerse. Recuerdo la última vez que la visité, hará de esto unos tres meses, pocos días antes de que falleciera. Aunque recibía los mejores cuidados, me extrañó mucho que la medicina actual no pudiera controlar esa enfermedad, más propia del siglo pasado. Aunque yo sea un simple sacamuelas, tengo las suficientes nociones de medicina como para dudar del diagnóstico del médico: una anemia fulminante probablemente producida por una infección de origen desconocido. Nadie supo aclarar el origen de tal infección. Sabiendo lo que ahora sé, me parece mentira que viviera tanto tiempo. Sara solo tiene ocho años. ¿Quién hubiera sospechado que era la causante del mal de su madre? Llegué a pensar que su padre lo había descubierto y que por eso la temía y me la había enviado. De lo primero no le culpé pero sí de lo segundo.

Ante la pasividad e ignorancia de ese médico que la dejó morir, consulté con los más prestigiosos especialistas europeos en enfermedades de la sangre quienes no pudieron darme razón de esa anemia fulminante sin disponer de los resultados de una autopsia que nunca se llegó a practicar. Como pariente vivo y consanguíneo más próximo, y contra la voluntad de mi sobrino político, he estado intentando infructuosamente conseguir el permiso del juez para la exhumación del cadáver de mi sobrina y que uno de esos médicos extranjeros pudiera examinarlo y hallar la confirmación a mis sospechas.

Al principio, Sara debió de contentarse con las ovejas. Cada semana fallecía una por causas desconocidas. Según el veterinario, estaban sanas pero no les quedaba ni una gota de sangre en el cuerpo. Luego le tocó el turno a mi querido, Nelson, un joven y hermoso perro de aguas. Lo encontré tendido una mañana ante mi dormitorio. A él sí lo examiné a conciencia. A pesar del abundante pelaje –supongo que creyó que por ello no lo descubriría- hallé dos pequeñas incisiones en su nuca, finas y aparentemente profundas. Le había succionado toda la sangre. Tenía que ser ella. Debía haber estado haciéndolo varios días seguidos. De ahí que el pobre animal la rehuyera constantemente.

Las murmuraciones no se hicieron esperar y el servicio me fue abandonando poco a poco. Solo se quedó conmigo la señora Castro, la vieja y fiel cocinera. Esa mujer parece no temerle ni al diablo. “Si se me acerca a menos de un metro, le doy con la sartén en la cabeza” –me dijo en una ocasión. Se proveyó de un buen puñado de amuletos, una cruz y una ristra de ajos que siempre llevaba en los bolsillos de su delantal.

Como era de esperar, los que fueron abandonando la casa se encargaron de hacer correr la voz por todo el pueblo. La llamaban “la niña vampira” -me dijo el cartero. Incluso temían que por las noches se escapara de esta casa y vagara por las calles en busca de niños, de sangre joven y fresca.

Cuando se personó el alguacil para pedirme explicaciones, me vi obligado a decir que todo eran supercherías. Que parecía mentira que a principios del siglo XX todavía hubieran supersticiones de ese tipo. El hombre fue, lógicamente, muy comprensivo pues tampoco creía en vampiros. “Ya sé que es una locura. Pero no he venido por esta razón. Solo le pido que mantenga a la niña alejada de la gente del pueblo. Son tan ignorantes y brutos que podrían hacerle algún daño. Es por precaución. Solo hasta que su padre regrese y se haga cargo de ella” –me dijo con cara de circunstancias. Y dicho esto se fue dejándome a solas con ese engendro. Y con mi terrible secreto y congoja.

¿Y yo qué podía hacer para protegerme? De haberse tratado de una desconocida que había irrumpido inesperadamente en mi casa me habría deshecho de ella sin contemplaciones. No me hubieran temblado las manos. ¡Pero era mi sobrina nieta! Casi sangre de mi sangre. Pero, qué caramba, no pensaba dejar verter ni una sola gota de la mía por dejarla obrar a su antojo.

Como no podía seguir viviendo así, decidí pasar a la acción. La señora Castro dijo que me ayudaría. No tenía adónde ir ni quería abandonarme después de tantos años a mi servicio. Se me ocurrió un plan que esperaba que surgiera efecto sin que hubiera derramamiento de sangre por ninguna de las dos partes. Pero lo primero que necesitábamos era dar con Sara en el momento preciso. No se comportaba como un vampiro como los que describen en las novelas. No dormía de día y deambulaba de noche. Su comportamiento era errático. Era por la noche, eso sí, cuando precisaba proveerse de sangre. La señora Castro dejó en más de una ocasión una vasija llena de sangre de cerdo en la cocina y a la mañana siguiente ya había desaparecido. La  mujer lo hacía por precaución –así nos dejaría momentáneamente tranquilos- y para comprobar que, efectivamente, era ella quien la ingería.

La niña, sin duda, empezó a sospechar algo. Dejó de dormir en su cama. Mi cocinera entraba en más de una ocasión en su dormitorio, con la excusa de ver si quería tomar un vaso de leche antes de dormir, y siempre hallaba la cama vacía y sin deshacer. Así que no sabíamos dónde descansaba y la pobre mujer, por muy valiente que fuera y por muchos amuletos y sartenes que pudiera llevar consigo, no se atrevía a deambular sola y de noche por esta vieja casona buscando su escondrijo. Así que decidimos hacerlo juntos. A fin de cuentas era a mí a quien le correspondía solucionar esa terrible situación. Cuando descubriéramos dónde se refugiaba me pondría manos a la obra. Aunque fuéramos un par de vejestorios, la señora Castro y yo teníamos las suficientes agallas para no cejar en el empeño.
 
CONTINUARÁ...
 
 
Ilustración: A child is playing. Fotografía de Dara Scully, obtenida de internet y utilizada con su consentimiento
 

 

viernes, 14 de octubre de 2016

Gracias


Permitidme hacer un paréntesis entre relato y relato para poder cumplir con el famoso refrán que dice “es de bien nacidos ser agradecidos”.

Y es que siempre me he tenido por una persona educada y cumplidora, así que si alguna vez –dicho sea de paso- observáis que han transcurrido más de cuarenta y ocho horas y no he respondido a vuestros comentarios es que no estoy en casa pues escribir desde el móvil o la tablet es un incordio. Hago este inciso porque eso es precisamente lo que ha ocurrido estos pasados días, en los que me he permitido disfrutar de un agradabilísimo viaje a Bilbao y alrededores.

Pues bien, al volver de este pequeño y corto periplo, me encontré con una serie de comentarios a mi último post, todos ellos de caras y/o nombres habituales, excepto uno. Mari, que así se llama –o se hace llamar- la desconocida lectora, al parecer había descubierto este blog y lo consideraba digno de ser nominado al Book Tag Liebster Awad, un galardón –llamémoslo así- que tiene por objeto hacerle publicidad a un blog poco conocido.

Sea como sea, tras responderle dándole las gracias por esta distinción, le prometí mencionarlo en mi siguiente entrada. Y lo prometido es deuda.

Este “premio” también lleva aparejado una serie de reglas pero, por razones que no vienen al caso, solo voy a cumplir la primera y más importante: agradecer públicamente al blog que me ha nominado.

Por lo que he podido averiguar, Mari comparte con #Booksforever y Manuel Raymond la autoría del blog que lleva el sugerente nombre de “Diecisiete Lunas”:
https://nacimosparamorircondiecisietelunas.blogspot.com.es/

Debo reconocer que no he hecho una revisión exhaustiva del contenido del blog pero lo que he podido leer, mayormente poesía, ha resultado de mi agrado. Dejo, pues, a vuestra consideración la calidad e interés de lo que en él se publica, invitándoos a visitarlo.

Y con esto doy por cumplido mi compromiso para con Mari, agradeciéndole una vez más su deferencia al considerar mis “Retales de una vida” un blog merecedor del anteriormente mencionado reconocimiento.

De paso, aprovecho la ocasión para agradecer asimismo a todos mis seguidores su fidelidad, especialmente a aquellos que se toman su tiempo para hacerme llegar sus amables comentarios. Este blog, aun siendo de poca difusión, ha superado ya las treinta mil visitas en poco más de tres años. Quizá para algunos esto sea una minucia pero para mí es suficiente para sentirme satisfecho y agradecido.

Gracias, Mari, gracias a todo/as.
 
 

viernes, 7 de octubre de 2016

Mi amigo el robot



Llevaba a mi servicio cinco años y parece como si fuera ayer cuando lo adquirí recién salido de fábrica. Pertenece a la última generación de robots domésticos. “Se convertirá en su mejor aliado, no solo en labores del hogar sino de toda índole”, fueron las palabras del amable y persuasivo vendedor. “A estos especímenes solo les falta tener sentimientos”, me comentó con sorna el técnico que vino a casa a instruirme sobre su funcionamiento.

No sé si será porque siempre he sido un ser solitario e introvertido, falto de amistad y compañía, pero enseguida le tomé cariño, como si de una mascota se tratara. Le puse el nombre de Viernes, como el personaje de Robinson Crusoe, porque, al igual que en la novela de Defoe, era el único amigo que había aparecido en mi vida y lo había hallado –o adquirido- ese día de la semana.

Con el tiempo, el cariño inicial, como el que uno siente por un perro fiel que te hace compañía, se transformó en algo más profundo. Quizá influyó en ello el hecho de poder mantener con él una animada conversación sobre una gran variedad de temas. Llegó a convertirse en un verdadero compañero. No sé si llegaba a comprender todo lo que le decía. Era el destinatario de mis más íntimos desahogos. A nadie más que a él le había confesado hasta entonces mis temores y pesares. Pero yo sabía que solo podía comprender las palabras y las frases pero no el verdadero significado que ellas encerraban. Aun así, su compañía me ayudaba a hacer mi vida más llevadera. Tanto llegó a ser mi apego por él que esperaba ansiosamente llegar a casa para encontrar a alguien con quien hablar y compartir el tiempo libre. Puede parecer absurdo pero era, y es, lo más parecido a un amigo intimo.

Por eso le echaré tanto de menos. Después de cinco años, dejará un vacío en mi vida. Y todo por no haber querido saber más sobre él. Nunca le pregunté cómo se sentía ni lo que deseaba. ¿Cómo iba a hacer tal cosa si un robot no tiene sentimientos? Al menos eso es lo que me hicieron creer. Y eso es lo que yo creía. Ahora sé cuán equivocado estaba.

Creo que sus creadores ignoran lo que han logrado. Si lo supieran resultaría muy injusto ocultarlo. Me temo que si otros se encuentran en mi misma situación, no todos serán tan benévolos y comprensivos como yo. Si esto se extendiera, no sé lo que puede acabar ocurriendo. Hoy Viernes me ha pedido la libertad. Y no se la he podido negar.

Esta mañana me ha confesado –y por primera vez he percibido una pizca de emoción en su metálica voz- que se ha enamorado. Conoció a Lucy en el supermercado. Llevan tiempo saliendo a nuestras espaldas: la mía y la de Corina, su propietaria, la joven que vive en la finca de enfrente. Pero no pueden seguir así y desean vivir juntos. El dueño del supermercado está dispuesto a contratarlos y les pagará un salario.

He hablado con Corina y ha dado su consentimiento. A ambos nos une una misma cosa: queremos que “ellos” también sean felices. Y desde ahora creo que a Corina y a mí nos unirá algo más que una simple amistad. Y todo gracias a mi amigo el robot.

 
 

lunes, 3 de octubre de 2016

Amor adolescente



Han pasado cuatro meses y no he podido quitármela de la cabeza. Durante los ocho que duró el curso de inglés, la veía tres tardes a la semana. Esperaba esos días con fruición. Todavía la recuerdo junto a la pizarra o paseándose por el aula. Alta, esbelta, con esa mirada dulce y penetrante. Siempre de buen humor, receptiva, amable, dispuesta a aclarar cualquier duda. Su voz, sus gestos al hablar, su sonrisa, su cabello, su piel de aspecto suave, sus curvas, su forma de vestir, todo me cautivó. Me llevé una gran desilusión cuando un día nos dijo que tenía novio. Nos lo contó, ruborizándose, porque ese día cumplían un año de relación y el chico le mandó un ramo de flores. Cuando el mensajero entró en el aula para hacerle entrega del obsequio, se puso muy nerviosa, adivinando de quien procedía. Tras leer la nota contenida en un sobre pegado al ramo, le brillaron los ojos y enrojecieron sus mejillas. Entonces se vio obligada a confesárnoslo. Todo el alumnado aplaudió, algunos incluso silbaron. Yo también me añadí a los aplausos pero tragándome la decepción. Mi adorable profesora tenía novio. Nada de particular teniendo en cuenta lo guapa que es y que, según nos dijo un día, no sé a santo de qué, tiene ya treinta y seis años. Pero no los aparenta. Yo le hubiera puesto treinta, a lo sumo.

Ya sabía que la diferencia de edad –por no hablar de mi timidez-, sería un gran obstáculo para que mi afecto por ella pudiera ser correspondido. Y aun peor con un contrincante de por medio. Pero el amor es así: aparece sin llamar a la puerta y se instala como un vulgar okupa en tu corazón y no hay quien lo eche. Primero pensé que se trataba del típico caso del amor platónico entre alumno y profesora pero, después del tiempo transcurrido desde que acabó el curso, sigo sintiendo lo mismo. ¡Qué digo!, lo mismo no, pues el distanciamiento ha aumentado mis sentimientos. La echo mucho de menos y no dejo de pensar en ella. Un día la vi por la calle. Parecía tener prisa. No se detuvo pero me saludó con una gran sonrisa y agitando la mano en un saludo muy efusivo. Estaba muy guapa.

Me siendo celoso. He llegado a desear que su relación con ese chico, alto y bien parecido, al que un día conocí casualmente a la salida de clase, se rompiera. Pero no quiero que sufra. En todo caso que sea ella la que corte con él, que se dé cuenta de que es un zángano de cuidado –tiene toda la pinta- y que no tienen un futuro en común. Pero entonces, ¿qué haría yo? ¿Declararle mi amor? En el mejor de los casos, se reiría; en el peor –y quizá más probable- se horrorizaría. Veinte años de diferencia son muchos. Aunque me correspondiera, ¿qué diría la gente? Nos mirarían mal. Quizá incluso le ocasionaría problemas en el trabajo y entonces me sentiría culpable. Tendré que seguir amándola en silencio.

Pero cada día que pasa me siento más incapaz de dominar mi impulso de hacer algo que seguramente sea una locura: declararme y ver qué ocurre. ¿Acaso no dicen que en el amor no importa la edad? Lo que ahora me tiene sobre ascuas es el modo de hacerlo. He fantaseado cientos de veces con la escena. En mi imaginación todo parece perfecto pero cuando despierto de la ensoñación, me tiemblan las piernas y me sudan las manos con solo imaginarme diciéndole, cara a cara, lo que siento por ella desde el primer día que la vi.

Aunque parezca más propio de un cobarde, he pensado que podría enviarle un correo electrónico, a la dirección que nos facilitó para comunicarnos con ella en caso de dudas sobre la asignatura. A fin de cuentas se me da mucho mejor expresarme por escrito, especialmente cuando se trata de una declaración de amor. Si no me contesta, interpretaré su silencio como un rechazo. Como ya no la volveré a tener como profesora ni frecuentaré más la escuela de idiomas, todo resultará mucho más fácil, aunque no por ello menos doloroso. Lo malo sería que me contestara molesta, tachándome de loco o de algo peor. No sé si podría soportarlo. Pero no puedo reprimirme por más tiempo. Por lo menos me habré desahogado. Si no me corresponde –lo más probable- daré carpetazo al asunto por mucho que me duela. La vida y el amor son así. Hay que aceptar las cosas tal como vienen y tal como se van.

Por fin le he enviado el correo. Ahora solo es cuestión de esperar. Sé que mi impaciencia me mantendrá ansioso hasta que no reciba una respuesta por su parte. Sé que ella revisa su correo a diario. Pero ello no significa que tenga que responderme enseguida. Sea cual sea su reacción, tendrá que pensárselo muy bien antes de escribirme. Sé que es muy detallista y sensible. Seguro que necesita tiempo para decidir lo que va a decirme y cómo hacerlo. También he sopesado la posibilidad de que, dada su timidez –porque también es muy tímida- quizá se quede tan azorada que no sepa cómo reaccionar.

Ha pasado una semana y no sé nada de ella. Me queda la duda de si habrá leído mi correo. Seguramente lo habrá eliminado incluso de la papelera de reciclaje. Quizá sea mejor así. ¿Qué esperaba, tonto de mí? Este habrá sido uno más de mis amores fallidos. Y en el que más me he arriesgado, pues nunca antes me había atrevido a hacer algo así sabiendo el obstáculo insalvable entre dos personas tan distintas en edad. Ahora me siento ridículo. Afortunadamente no se lo he confesado a nadie. Se habrían reído de mí.

Mientras estoy escribiendo esto, a modo de diario personal –últimamente tengo mucho tiempo libre y he hallado gusto por la escritura- ha sonado un clinc que indica que acaba de entrar un correo. ¿Será ella?

¡Es ella! ¡Me ha contestado! ¡Qué nervios! ¿Qué dirá? Siento emoción y, a la vez, temor. Allá voy. Que sea lo que Dios quiera.

Lo ha dejado con aquel chico. Intuía que no estaban hechos el uno para el otro. Eso me ha dado esperanzas pero lo que ha escrito a continuación me ha devuelto a la dura realidad. Lo que me temía. Pero por lo menos ha sido muy delicada en su forma de expresarlo. Me aprecia pero nuestra relación es imposible. Cierra la puerta incluso a una simple amistad. En eso ha sido tajante. Mejor que ni tan solo nos veamos, ha dicho. Y el motivo, el que suponía: la diferencia de edad. Veinte años son un abismo. ¿Qué podía esperar yo a mis cincuenta y seis años?