La siguiente semana fue una pesadilla. Tuvimos que emplearnos a fondo con la maldita niña. En cuanto adivinó lo que estábamos haciendo, decidió dejar de jugar con nosotros –como ella lo llamó- para llevar a cabo su venganza. De momento, no obstante, parecía que los amuletos y prácticas defensivas aprendidas sobre la marcha por la valerosa señora Castro surtían efecto y la mantenían alejada durante el día. Mi cocinera y yo parecíamos hermanos siameses. Yo no me despegaba de ella ni ella de mí.
De noche, dormíamos en habitaciones contiguas y cerradas a cal y canto. Habíamos hecho instalar varios cerrojos y con el grosor de las puertas de madera maciza era imposible que alguien las derribara por muy vampiro que fuera. Las ventanas las manteníamos cerradas con doble pestillo y dos contraventanas, una exterior y otra interior. Estábamos, pues, blindados contra cualquier ataque de esa criatura. Al menos mientras dormíamos.
Nuestros esfuerzos para cazarla –porque de eso se trataba- nos tenían agotados. Ya no se ocultaba en el sótano del viejo almacén de carbón y suponíamos que iba cambiando de refugio nocturno, pues no hallábamos rastro alguno de su presencia. Pero al final le dimos caza de la forma más elemental: con una trampa practicada en el suelo del granero. Perdimos muchas horas de sueño hasta tenerla lista pero conseguimos lo que pretendíamos. Pensamos que en algún momento entraría allí, de día o de noche. Y así fue.
Una vez la tuvimos a nuestra merced, ya no la soltamos. Tenía mucha fuerza por ser solo una niña de ocho años, pero nosotros éramos dos adultos todavía con suficiente energía y, sobre todo, voluntad. La mantuvimos varios días atada a la cama mediante unas correas que ni un toro sería capaz de romper. Y cada noche repetíamos la misma operación. Los colmillos de Sara eran cada vez mayores. Habían adquirido unas proporciones increíbles. Ni un oso tenía unos colmillos como aquellos. Al parecer, cada extracción provocaba, por la noche, un crecimiento mayor, por lo que cada vez aquella resultaba más laboriosa. Pero, por otra parte, el sangrado era mucho más fácil pues el boquete que quedaba tras arrancar cada una de esas piezas dentales era también cada vez mayor. Ya no necesitaba usar la bomba extractora, la sangre fluía a raudales por sí sola. La heparina que le inyectaba ayudaba a que así fuera.
Como era de esperar, la niña acabó enfermando, momento en que la liberamos de las ataduras y avisamos al doctor quien, como también era de esperar, dictaminó que padecía una extraña anemia que no respondía a tratamiento alguno. Cada vez que venía el médico a visitarla, procurábamos sedarla para que no se fuera de la lengua y aparentar, de paso, una mayor debilidad de la que tenía. Pero un día ocurrió lo que temíamos: la niña sacó fuerzas de flaqueza y le contó al médico lo que estábamos haciendo con ella.
―¿Saben lo que me acaba de contar la niña? ¡Es increíble!. ¿Cómo es posible? Que usted –dijo mirándome fijamente- le extrae sangre todas las noches mientras la mantiene inconsciente, y que usted –prosiguió, mirando entonces a la señora Castro- le ayuda en ese menester. Cuando le he preguntado cómo le extraen ustedes la sangre, ya que no he observado ningún pinchazo en todo su cuerpo, me ha dicho que no lo sabe con certeza pero que como usted es dentista, y conserva su instrumental, debe saber cómo hacerlo sin dejar huella. Y que lo hacen para acabar con ella porque creen que es un vampiro. La he dejado llorando a mares, a la pobre criatura.
Y ante nuestro perplejo mutismo, estalló en carcajadas.
―!Hay que ver lo que son capaces de inventar los niños! Claro que esto debe ser más bien un desvarío provocado por la enfermedad.
Y meneando la cabeza en señal de incredulidad, se marchó prometiendo volver al día siguiente para ver cómo seguía la paciente, pues estaba muy preocupado por su estado.
Pero cuando el médico volvió, a la tarde siguiente, ya solo pudo certificar su defunción.
Al alivio producido por la desaparición de Sara de nuestras vidas, le siguió la inquietud y temor por la reacción del padre de la “criatura” cuando supiera lo sucedido, sobre todo si era cierto lo contado por la que había sido el ama de llaves de la familia de mi hermano.
Pasaron las semanas y después los meses y Julián seguía sin dar señales de vida o, mejor dicho, de su presencia física. Por tratarse de una familia muy conocida en la región, el óbito había sido difundido por los periódicos locales, así que si él seguía en el extranjero difícilmente podía haberse enterado. Salvo las condolencias por parte de amigos y conocidos -y debería añadir el júbilo disimulado del pueblo llano- nadie reaccionó al luctuoso acontecimiento.
Ya no sabía qué pensar. Volví a mi primera suposición, la de que Julián había querido deshacerse de su hija mandándomela a mí por temor a que le hiciera lo que le hizo a su esposa. Entonces, ¿de dónde había sacado aquella mujer toda esa historia sobre la naturaleza vampírica de mi sobrino político y de su plan para acabar conmigo?
A pesar de todo lo ocurrido con Sara, visitaba su tumba casi todos los sábados, en la que depositaba un ramito de claveles blancos. Miraba su fotografía, la que encontramos entre sus pertenencias, y me parecía imposible que aquella carita angelical perteneciera a un ser tan malvado. Siempre rezaba una oración por su alma, pidiéndole a Dios que tuviera misericordia de ella y que la hubiera perdonado y descansara en su seno.
Con el tiempo, mis visitas se fueron espaciando, hasta que llegó el día de los Fieles Difuntos, visita obligada al Campo Santo para rezar por nuestros seres queridos. Debía hacer por lo menos un mes que no acudía a mi visita habitual así que esperaba encontrar el ramo de claveles marchito. En lugar de eso, había un ramo de rosas rojas frescas. El agua también parecía reciente por lo limpia que estaba. Alguien, pues, había visitado recientemente la tumba de Sara. La señora Castro y yo nos miramos interrogativamente. ¿Quién podía ser el visitante desconocido?
Volvimos a casa sin apenas intercambiar una palabra, sumidos en nuestros pensamientos. Y en nuestras peores sospechas.
Al llegar, se hicieron realidad nuestros temores. En los escalones de la puerta principal había un hombre sentado. Con sombrero, cabizbajo, apoyando el mentón en ambas manos y con los codos sobre las rodillas, no se le veía el rostro. Solo cuando estuvimos a escasos metros levantó la cara y se puso en pie. Era él, Julián, el padre de Sara. Se acercó a mí con los brazos abiertos y con las mejillas bañadas en lágrimas. Me abrazó como nunca nadie antes lo había hecho. Y sofocando el llanto, repetía ¿por qué? ¿por qué? ¿por qué?
Tras referirle cómo la terrible enfermedad, que supuestamente había heredado de su madre, acabó con la vida de Sara, Julián se hundió en un profundo silencio, solo roto por su respiración agitada. Parecía un niño indefenso, un niño que ha quedado solo en el mundo. Me compadecí de él, yo que lo había juzgado tan malévolo. Si hubiera tenido delante a aquella intrigante y torticera ama de llaves la hubiera llamado perturbada y echado a patadas de mi casa.
A pesar de las atenciones de la buena señora Castro, Julián, derrotado, no quiso probar bocado ni acostarse. Parecía no creer que lo que le había ocurrido a su hija fuera real. Solo repetía que quería llevársela con él y enterrarla junto a su madre, mi sobrina. No quise hablarle de los inconvenientes legales que ello podía tener. Mejor dejarlo descansar. Lo dejamos tumbado en el sofá, donde yacía, indolente, con la mirada vidriosa.
Por primera vez en mucho tiempo, aquella noche la casa respiraba serenidad, aunque esta fuera de afligimiento más que de sosiego. Cuando desperté, no sabía qué hora era. Había dormido de un tirón. Miré el reloj de la mesilla de noche. Eran las nueve. ¡Las nueve! ¿Cómo me había dejado dormir tanto la señora Castro conociendo mis hábitos madrugadores?
Me puse un batín y salí raudo al rellano. La puerta del dormitorio contiguo al mío estaba cerrada. Bajé a la cocina. No había ni rastro de la señora Castro. Deambulé por toda la planta baja. Nadie. Volví a subir. Quizá la pobre mujer se había quedado dormida. Era extraño en ella pero podía ser que, al sentirse finalmente relajada, hubiera dormido como un tronco. Como yo.
Llamé suavemente con los nudillos. Al no recibir respuesta, golpeé con más fuerza, ahora con la palma de la mano. Decidí entrar no sin antes advertirle de mi presencia. ¿Señora Castro? ¿Señora Castro?, repetí tres o cuatro veces.
La estancia estaba totalmente a oscuras, así que me acerqué a tientas a la ventana para abrirla y dejar entrar la luz del sol pero a mitad de camino tropecé con algo. Caí cuan largo era. Palpé aquel bulto que me había hecho perder el equilibrio. No podía ser. Parecía una persona. No, ¡era una persona! Tenía algo pegajoso por lo que parecía ser un camisón. ¡No! –exclamé. Entonces me precipité hacia la ventana, descorrí los pasadores y abrí con manos temblorosas las contraventanas. Cuando me giré vi a mis pies el cuerpo inánime y, por la extrema palidez que sufría, exangüe, de mi fiel cocinera. ¿Qué había ocurrido? ¿Cómo era posible? ¿Quién?, me decía mientras la zarandeaba como si, de este modo, quisiera revivirla. No tuve tiempo de hacerme más preguntas porque, de repente, la buena y valerosa señora Castro abrió los ojos, esbozó una pérfida sonrisa y abriendo la boca me mostró unos enormes colmillos con la evidente intención de atacarme. De un salto, que ni yo mismo supe cómo había sido capaz de dar, me aparté de ella o de aquello en lo que se había convertido. Y entonces lo entendí todo. Un ruido acabó por aclarármelo. La puerta acababa de cerrase y detrás de ella apareció Julián que, con la boca ensangrentada y una sonrisa de satisfacción, vino hacia mí con los brazos extendidos. Ese abrazo acabó con lo que yo había sido hasta entonces.
FIN
Imagen: Lestat de Lioncourt, personaje interpretado por Tom Cruise en "Entrevista con un vampiro" (1994)