lunes, 21 de diciembre de 2020

Norwegian Wood

 



En su encierro voluntario, Alberto apenas veía la luz del sol. Su madre y abnegada cuidadora, siempre tan atenta a sus necesidades, le animaba a salir a dar un paseo para que, por lo menos, cambiara de ambiente y se distrajera un poco. No era bueno un enclaustramiento tan prolongado, ni para su cuerpo ni para su alma. Pero él todavía no se sentía preparado. Se pasaba horas y horas tumbado en la cama, con la única compañía de sus libros y sus pensamientos. Ni siquiera la música, su, hasta hacía poco, amiga inseparable, lograba sacarlo de ese estado melancólico al borde de la depresión.

Julia, una viuda todavía joven, se había convertido en la protectora y guardiana de ese hijo único que estaba pasando por un trance muy difícil y peligroso, pero del que confiaba saliera tarde o temprano. Si ella, enfermera de profesión y madre por vocación, tomaba las riendas de la vida de ese adolescente, con una larga vida de felicidad y proyectos por delante, y lograba que se dejara cuidar y aconsejar, habría valido la pena tanto sacrificio.

El joven, por su parte, hastiado de la insoportable sobreprotección a la que, desde muy niño, le tenía sometido su progenitora y que tras el accidente se había intensificado, desplegó una rebeldía como nunca antes había mostrado.

Así las cosas, no resulta difícil de imaginar el aislamiento y el blindaje tras el que Alberto se había parapetado.

Últimamente, a la lectura Alberto le había sumado alguna que otra aplicación informática para evitar que su cerebro estallara. Los juegos virtuales siempre le habían gustado. ¡Cuántas horas había dedicado a los juegos de guerra, encerrado en su habitación, hasta que su madre le llamaba insistentemente para cenar! Pero ahora se trataba de otro tipo de diversión, más tranquila, menos violenta y más saludable para la mente: mirar y remirar los álbumes de fotos en las que almacenada multitud de recuerdos de cuando era un chico feliz. Ahora, todos sus planes de futuro se habían esfumado. Todo aquello por lo que había suspirado se había desvanecido como la escarcha ante el calor del sol. Sus amigos se habían alejado de él. ¿O había sido él quien los había abandonado? Qué lejos quedaban los momentos de camaradería y las aventuras amorosas del instituto. Solo habían pasado dos años y parecía que hacía una eternidad. Solo recibió visitas de sus amigos durante los primeros meses. Luego debieron cansarse de su mal talante e insociabilidad.

A simple vista, podía parecer que se había resignado a su nuevo estado. Pero la rutina llevaba tiempo minando, cada vez más, su maltrecha entereza. Y los lentos avances médicos no auguraban que pudiera abandonar su situación actual y volver a una aceptable normalidad a medio-largo plazo. Era desesperante verse convertido en un muñeco de trapo de cintura para abajo.

Un día, por fin, accedió a sentarse frente a la ventana de su habitación que daba al patio de vecinos. «Por lo menos toma un poco el sol, que andas muy bajo de vitamina D», le había insistido su madre. Era un día luminoso y el calor del sol era realmente reconfortante.

Hay que reconocer que Julia tenía una entereza inusual. Si a la indomable tozudez de su hijo, le añadimos su propio estado de salud, que, a sus cincuenta años, no era precisamente muy boyante, habría sido comprensible que se hubiera batido en retirada y dejar a Alberto en paz. Todo lo contrario. Parecía como si ambas cosas le dieran más fuerzas, la convirtieran en una madre coraje. Pero ese coraje no estaba dando sus frutos. A ella le habría gustado que su hijo por lo menos le agradeciera sus esfuerzos y su abnegación, y que la desgracia les hubiera unido más que nunca. ¿Acaso no dicen que las contrariedades unen a quienes las padecen?, se decía.

Julia siempre consideró que aquel amor incondicional hacia su hijo era algo natural en una madre, pero en su caso también era el resultado de los acontecimientos que habían rodeado su nacimiento. Ella deseaba con locura ser madre, pero otra madre, la Naturaleza, se lo impedía. Pero cuando ya había desestimado ver esa ilusión hecha realidad, a una edad poco recomendable para la maternidad, quedó embarazada del que sería su único hijo. El embarazo fue, además, muy complicado y de riesgo. Tuvo que guardar cama durante prácticamente todo el periodo de gestación. Por si ello fuera poco, el parto se presentó difícil, llegándose a temer por ambos, madre e hijo. Así pues, Julia creyó que todo había sido un milagro. Y ese milagro la unió con una fuerza inusitada a su deseado hijo, un niño que creció débil y enfermizo. Aun haciendo vida normal, el crío requería de una atención constante, siempre pendientes de él. Tal estrés desmotivó a un padre poco dado a las responsabilidades y con un nulo amor paternal, que ya demostró con una mueca de desagrado cuando su mujer le notificó su estado de buena esperanza, de modo que no tardó en poner tierra de por medio con esa nueva familia que no deseaba.

 

Y aquí llegamos al presente, cuando tras un aparatoso accidente de tráfico, un Alberto adolescente queda parapléjico al venírsele encima un automóvil, con un conductor ebrio al volante a quien su mujer le acababa de abandonar. De este modo, un marido desdeñado acabó truncando la felicidad de un chico también abandonado por alguien que debía haberle querido incondicionalmente.

Tras dos años viviendo entre la cama y la silla de ruedas, la infelicidad del joven ha ido en aumento y su madre ya no sabe qué hacer para devolverle la sonrisa. Lo único que ha logrado Julia en todo ese tiempo ha sido moderar el abatido estado de ánimo de Alberto y crear un ambiente de relativa concordia entre ellos, aunque sigue sintiéndose impotente para lograr una mínima muestra de cariño y gratitud de un hijo que más bien parece que la culpa de todo lo ocurrido, empezando por su nacimiento.

Pero cuando los cada vez más negros nubarrones están a punto de descargar más quebranto sobre esa tensa calma materno-filial, se hace la luz, o mejor dicho la música. Y esa música no procede de un aparato, sino de una voz femenina, dulce y aterciopelada, una voz angelical que atrae al joven de tal modo que lo obliga a incorporarse de la cama, a sentarse en su silla de ruedas y acercarse a la ventana. Y entonces la ve.

 

Irene es una chica de dieciséis años, cuatro menos que Alberto. Está asomada a la ventana de enfrente. Tararea una canción de los Beatles que a Andrés le encanta: Norwegian wood. En más de una ocasión había tocado unos acordes con la guitarra que ahora yace en el fondo de un armario.

Ambas ventanas distan unos diez metros. Pertenecen a inmuebles distintos, pero comparten ese patio interior al que se asoma la gente que no se conoce ni hace nada por conocerse.

A pesar de la distancia que les separa, su voz le llega a Alberto con nitidez. Sus miradas confluyen unos segundos, los suficientes para que la chica le sonría antes de apartarse un tanto turbada y desaparecer en el interior de la vivienda.

Alberto no logra adivinar qué es lo qué le ha atraído de aquella chica, con una cara tan angelical como su voz y su sonrisa, para que no pueda quitársela de la cabeza en toda la noche. Incluso ha soñado con ella. A la mañana siguiente, su madre no puede dar crédito a lo que ve. Alberto, su hijo triste y malcarado, la ha saludado con unos «buenos días» acompañados de un asomo de sonrisa. Pero esa sonrisa no va destinada a Julia sino a la chica de sus sueños. En toda la mañana, Alberto anda nervioso sin que su madre pueda sonsacarle el motivo. Se ha acicalado como nunca antes había hecho. Incluso ha elegido la camisa que siempre le había gustado y que había rechazado llevar porque era la que llevaba puesta el día de aquel desgraciado accidente.

Al mediodía, vuelve a situarse en el mismo lugar del día anterior, alegando que el sol le había hecho bien, pero su objetivo no es otro que volver a ver a aquella chica desconocida. Si aparece de nuevo, le preguntará cómo se llama. Así tendrá un nombre que ponerle a ese sueño hecho realidad.

¿Realidad? ¡Qué ingenuo! La cruda realidad es lo que les separa y no la distancia entre sus ventanas. ¿Cómo puede esperar que una chica “normal” y, por si fuera poco, tan bonita, pueda tener con él algo más que un trato de cortesía y, a lo sumo, de amistad? Ella solo le ha visto de torso para arriba. Si lo viera de cuerpo entero…

Y cuando, abatido por la dura bofetada de esa realidad tan hiriente, se dispone a retirarse a su habitáculo de enfermo enclaustrado, la vuelve a oír, pero esta vez no canta, sino que le habla.

—Hola, buenos días —escucha Alberto a sus espaldas, obligándole a girarse con mucha cautela para que no se note la rotación de su silla de ruedas. Pero esa es una auténtica misión imposible.

—Ho…, hola —le devuelve el saludo Alberto, azorado, no tanto por su timidez sino por el embarazo al verse, muy probablemente, descubierto.

—Me llamo Irene, y soy nueva en el vecindario —se le adelanta la chica—. Mis padres y yo acabamos de mudarnos. Perdona lo de ayer, pero…

—Yo soy Alberto, la interrumpe el muchacho. ¿Qué es lo que tengo que perdonarte? —inquiere, nervioso.

—Pues por haberte dejado plantado sin despedirme. Es que me pillaste desprevenida y sentí vergüenza. Fue como si me hubieras sorprendido haciendo algo ridículo —añade sonriendo.

—Tarareabas un tema de los Beatles.

—Sí, era…

Norwegian Wood —vuelve a cortarla Alberto.

—Veo que la conoces. ¿Te gustan los Beatles?

—¿Qué si me gustan? ¡Me encantan! A la mayoría de los de mi edad les resulta pasados de moda, pero para mí son tan actuales como cuando estaban en activo.

—¿Cuántos años tienes? —pregunta la chica, curiosa.

—Acabo de cumplir los veinte. ¿Y tú?

—Yo tengo dieciséis, pero voy para los diecisiete —añade vanidosa.

Tras un embarazoso silencio, Irene le pregunta:

—¿Desde cuándo estás así?

Me lo temía —piensa Alberto—. Se ha dado cuenta.

—¿Te refieres a… esto? —una pregunta retórica, mientras se mueve hacia atrás y hacia delante impulsándose con los brazos.

—Sí, a eso.

—Pues hará pronto dos años —le confirma apesadumbrado.

—¡Pues sí que es casualidad!

—¿Casualidad? ¿A qué te refieres? —pero no hace falta aclaración alguna, porque Irene le imita con los mismos movimientos de vaivén.

—Yo llevo así más tiempo que tú. En Navidad hará cinco años.

 

Desde aquel día, Alberto experimenta una metamorfosis vital. Su estado de ánimo ha cambiado de tal modo que no parece el mismo. Y no parece el mismo porque ya no lo es.

Ahora se han invertido los papeles. Alberto se ha vuelto comunicativo con su madre a la vez que ella se ha encerrado en un caparazón impermeable. Cuando él habla, Julia no le presta atención y cuando es ella quien lo hace, él no la escucha, pero no por desinterés, como antes, sino porque no puede dejar de pensar en Irene a todas horas.

Poco a poco, la situación va mutando a algo indefinible. Cuanto más animado está el joven, más se le agria el carácter a la mujer. Y Todavía irá a peor.

Alberto e Irene se han hecho inseparables y su amistad se ha trasformado en amor, un amor físico y espiritual. Salen todos los días a pasear por la mañana y mantienen largas conversaciones por la tarde, prácticamente hasta la hora de acostarse. Sus ventanas ya no son el vehículo de sus confidencias. Pasan largas horas juntos, para conocerse mejor, en casa de uno o del otro.

Están convencidos de ser la pareja perfecta. Pero Julia discrepa totalmente. Esa relación no tiene ningún futuro, opina. Pero esa opinión es, en realidad, fruto de los celos y del miedo. Celos al verse desplazada por una niñata, y miedo por verse sola en la madurez de su vida. ¡Después de lo que se ha sacrificado! Cómo puede robarle a su hijo una desconocida que ha aparecido en sus vidas hace apenas… ¿Cuánto hace que se ha interpuesto entre madre e hijo, la verdadera pareja perfecta? Qué más da, pero se le está haciendo cada vez más insoportable.

Los celos que siente Julia hacia esa advenediza han llegado a extremos enfermizos. En su fuero interno la odia y la considera una inútil, una minusválida seguramente incapaz de procrear, de ser una buena esposa y madre, como ella. Aunque años atrás un médico especialista, del que ya ni recuerda el nombre, le informó que los parapléjicos podían, en muchos casos, tener relaciones sexuales e incluso llegar a tener hijos, no quiere ni puede imaginarse a su hijo haciéndolo con “esa”. Simplemente grotesco y asqueroso. Y aun siendo cierto, ¿cómo van a criar un niño si ellos mismos necesitan el cuidado por parte de otras personas? Aquello es antinatural. Serán, como asegura Alberto, almas gemelas, pero no están hechos el uno para el otro. Se lo tiene que hacer ver a su hijo, quitarle aquella insensatez de la cabeza. Y cuando antes mejor.

Si las ventanas que dan al patio de vecinos no estuvieran cerradas, esta noche los gritos de Alberto se oirían por todo el vecindario, tal es el estado de cólera del muchacho. Los improperios que salen de su boca son los peores que ha proferido a su madre ni en uno de sus peores arrebatos.

—¡Lo que tú quieres es retenerme a tu lado para siempre! ¡Eres una maldita egoísta!

—No es verdad, tú no lo entiendes, hijo. Vuestra relación no es posible.

—Ah, ¿no? ¿Por qué?

—Sois dependientes. ¿Cómo podréis vivir solos? ¿Quién os cuidará? ¿Cómo…?

—¡Basta ya! ¡Déjame en paz! ¡Largo de aquí! ¡Te odio!

Y con un estruendoso portazo se da por terminada la discusión.

—¡Eso no acabará así, te lo juro! —grita Julia desde el pasillo, mientras se aleja, trastornada.

«Prefiero mil veces la indiferencia a la que me tenía sometida ese mocoso malcriado, que la soledad que me espera si no logro evitar este desatino. Si no encuentro una solución para acabar con esta locura, la que terminará loca seré yo», se dice, tendida en la cama, llorando amargamente.

«Desagradecido, después de lo que he hecho por ti y así me lo pagas. ¡Y encima me tachas de egoísta! ¡Egoísta tú! Pero quien ríe el último, ríe mejor. Tengo que urdir un plan para llevar a cabo mi cometido» Y convencida de que algo infalible se le ocurrirá, se queda dormida sin siquiera haberse desnudado.

 

Han pasado días y semanas, y la mente de Julia bulle y está a punto de estallar como un géiser propulsado por la energía incontrolable de su ira ciega. Su hijo la nota más inquieta de lo normal, pero lo que él percibe solo es la punta del iceberg.

Hasta que, por fin, a Julia se le ocurre una gran idea para acabar de una vez con todo, recuperar a su hijo pródigo y volver a la vida normal, a la que se había acostumbrado después de tantos años y a la que Alberto deberá volver a aclimatarse. La inquietud y el mal humor de Julia se torna en sosiego y alborozo.

—¿Estás bien, mamá? Te noto, no sé…, distinta —le pregunta Alberto durante el desayuno.

—Estoy estupendamente, cariño, mejor que nunca. Por cierto, ¿a qué hora has quedado con Irene?

—Pues…, dentro de media hora, como siempre —le contesta, mirando su reloj, ignorante de lo que acontecerá treinta minutos más tarde.

—Pues hoy yo también voy a salir. Voy a vestirme. — le dice Julia mientras se levanta y Alberto termina, distraídamente, su café con leche.

 

Nadie sabe contar cómo ha sucedido exactamente. Alguien dice que le ha parecido ver cómo una mujer, con un pañuelo en la cabeza y gafas de sol, empujaba contra la calzada a una joven en silla de ruedas cuando el semáforo estaba todavía en rojo.

Un vendedor de cupones, que hoy se ha apostado frente al paso de peatones, para ver si de este modo vende más billetes, cuenta que le ha parecido ver a un muchacho que, a unos metros del lugar del trágico suceso, se ha levantado de su silla de ruedas para evitar, seguramente, que la joven acabara atropellada. Su opinión, sin embargo, se ha puesto en duda, pues este testigo tiene una visión bastante mermada y no es de fiar. ¡¿Cómo va a levantarse un tullido de su silla de ruedas?! Lo que nadie puede explicar —¡todo ha ocurrido tan rápido! — es cómo ha acabado la mujer arrollada en lugar de la chica. ¡Qué hecho más paradójico y desgraciado! Una pobre mujer intenta evitar el atropello de una minusválida y es ella la que acaba bajo las ruedas de un autobús.

Cuando llega la policía para tomar declaración a los testigos, ambos jóvenes, con sus sillas de ruedas, han desaparecido.

Esa misma tarde, por el patio de vecinos se oyen unos acordes de guitarra, acompañados por una voz melodiosa. Si alguien de los vecinos la escuchara y fuera un amante de los Beatles, reconocería que se trata de Norwegian Wood.

 

sábado, 12 de diciembre de 2020

La nueva vecina

 


Por Germán, mi vecino de enfrente, supe que teníamos una nueva vecina, una rubia despampanante. Había alquilado el piso encima del mío. Esperaba no tener que volver a soportar el taconeo con el que me había martirizado, a todas horas, la anterior inquilina. Afortunadamente se marchó. No pudo hacer frente a la subida del alquiler. Lo sentí por ella, pero me alegré. Además del taconeo, tenía por costumbre poner la música a todo trapo. La de veces que tuve que subir para pedirle que bajara el volumen, que las ordenanzas municipales prohibían hacer ruido a partir de las diez de la noche. ¿Cómo sería la nueva?

—Es muy simpática. Ya lo comprobarás —me dijo Germán.

—Igual es una de esas rubias tontas —respondí.

—Pues no, tío, debe ser muy inteligente. Es psicóloga y, además, directora de recursos humanos de una multinacional —Lo que no supiera Germán….

Durante un tiempo estuve realmente intrigado, no por sus cualidades, sino porque era el silencio personificado. Ni siquiera oía el ruido de su puerta cuando entraba y salía. Además, debía de hacerlo a horas intempestivas, pues nunca coincidía con ella, y eso que, por mi profesión, tengo un horario muy flexible. Si conociera sus hábitos, podría hacerme el encontradizo.

Llegué a obsesionarme. Tanto silencio me desconcertaba. Si tenía televisor, lo debía de poner a un volumen muy bajo. Si ponía música, debía escucharla con auriculares. Y, desde luego, no recibía visitas. Todo un misterio para mí.

Miré en su buzón. No había nombre. Esto era muy sospechoso. Solo lo hacen quienes no quieren ser encontrados.

Le pregunté a Germán si recordaba el nombre de la Empresa en la que trabajaba nuestra nueva vecina.

—No lo recuerdo, pero, si tanto te interesa, ¿por qué no se lo preguntas tú?

—Porque no hay forma de encontrarme con ella.

—De acuerdo, cuando la vea se lo preguntaré. Pero ¿por qué quieres saber dónde trabaja?

—Porque empiezo a dudar que sea lo que dice ser, y cuando alguien miente, me resulta muy sospechoso.

—Se nota que eres policía. Lo tuyo es deformación profesional.

Al cado de dos días, Germán llamó a mi puerta.

—Me ha dado la impresión de que no le ha gustado que se lo preguntara. Me ha dicho que para qué quería saberlo.

—No le habrás dicho que te he pedido yo que se lo preguntaras.

—Bueno, solo que te había hablado de ella y que sentías curiosidad.

—Coño, Germán, ahora va a pensar que soy un fisgón. O algo mucho peor.

—No seas exagerado. Le he dicho que, como eres policía, te gusta saber a qué se dedican tus vecinos.

—Eres lo que no hay. Si lo sé no te digo nada. Ahora, cuando la vea, no sabré qué decirle, tendré que inventarme cualquier excusa.

Pero no hubo forma de encontrármela, lo cual me hizo sospechar que esa misteriosa mujer, al saber que era policía, me evitaba.

El caso es que dijo trabajar en una multinacional de seguros, lo cual me extrañó todavía más. Diréis que soy excesivamente suspicaz. Forma parte de mi profesión. Una directora de recursos humanos de una multinacional puede permitirse vivir en un barrio más elegante y en un piso más caro y confortable.

Ni corto ni perezoso, indagué en el organigrama de esa Empresa de seguros. No hallé ninguna mujer ocupando la dirección de recursos humanos. Había mentido. ¿Quién era nuestra nueva vecina? Desde luego, no quien decía ser.

Seguí esperando a encontrármela. No hubo forma. Acabé contactando con el propietario de la finca. Había dejado claro que no quería inquilinos problemáticos.

—Por muy policía que sea, no puedo darle información de mis inquilinos, a menos que hayan cometido un delito.

Se lo conté a Germán.

—¿Cómo se te ocurre preguntar a ese tío? Si se lo comenta, ella te podría acusar de intromisión en su vida privada.

—Pero, ¿tú la has visto entrar o salir de ese piso?

—Pues no, pero siempre que hemos subido juntos en el ascensor ha llamado al tercero y solo el piso de la segunda puerta estaba por alquilar.

A pesar de todo —uno que es cabezota—, me tomé unos días de vacaciones para vigilar quién entraba y salía del piso de arriba. Finalmente, mi tenacidad dio su fruto. Una noche vi salir apresuradamente a la misteriosa vecina. Iba muy abrigada y con la cabeza cubierta con una capucha que no podía ocultar su cabellera rubia. La seguí, pero acabó esfumándose como por arte de magia. Decidí quedarme apostado frente al portal, esperando su vuelta. Al cabo de unas horas, el frio intenso me hizo recuperar el juicio. ¿Qué pretendía espiando a aquella mujer? ¿Me estaba desquiciando? Y todo seguramente por nada. Si estaba metida en un lío, allá ella y, en todo caso, ya saldría a la luz algún día.

Y se hizo la luz antes de lo que pensaba. Al cabo de dos días, en la comisaría recibimos una alerta. Un paseante había encontrado el cuerpo sin vida de una mujer joven y rubia. Por cómo vestía, debía tener un alto nivel adquisitivo. No llevaba ninguna identificación. Todo apuntaba a un robo con violencia. Tuve un presentimiento y le mostré su foto a Germán. Era nuestra vecina.

Quién era en realidad, de quién se escondía, nunca lo supimos. Nadie denunció su desaparición. Una más de las casi seis mil desapariciones que siguen sin resolverse en lo que va de año.




sábado, 5 de diciembre de 2020

El plagio

 


La historia que os voy a referir la contó un compañero durante la sobremesa de una comida de Navidad de la Editorial en la que trabajo; por lo tanto, no puedo asegurar su veracidad, más bien dudo de ella, pero me causó tal impacto que no he podido evitar contárosla. De eso hace algo más de dos años.

El caso es que un escritor novel, al que llamaré en lo sucesivo Gabriel, no lograba darse a conocer por mucho que lo intentaba. Las Editoriales a las que acudía con sus manuscritos los rechazaban sin contemplaciones. Cuando ya se daba por vencido, después de varios años en el dique seco de los escritores fracasados, se le presentó una oportunidad única, que no dejó escapar sin pensar en las consecuencias de su acto.

Un día, navegando por la blogosfera, dio con un blog de relatos titulado Relatos inimaginables, cuyo propietario se identificaba como El Relator. La última publicación databa de cinco años atrás. El blog estaba, por lo tanto, inactivo. No hubo forma de identificar al autor. En Google, ese nombre le llevó a un perfil en Facebook que pertenecía, sin duda, a ese escritor, pues todas sus publicaciones eran relatos compartidos del blog que Gabriel acababa de descubrir. La última compartición llevaba la misma fecha que el último relato publicado en el blog. Así pues, ambas plataformas habían quedado congeladas al mismo tiempo. Cinco años era mucho tiempo. ¿Qué le había pasado a El Relator para que hubiera enmudecido de ese modo? Los datos en su perfil de Facebook solo indicaban su sexo, Varón, y su fecha de nacimiento, 1950. Tendría, pues, setenta años.

Gabriel se planteó dos posibilidades: que, por su edad, no estuviera en condiciones físicas o mentales para seguir escribiendo, o que hubiera fallecido, y su esposa o hijos, si los tenía, no habían pensado o sabido cerrar el blog y su cuenta en Facebook. Por si acaso, le envió un mensaje por Messenger y también dejó un comentario en su último relato publicado. Si en un plazo razonable no recibía respuesta por ninguno de esos dos medios, daría por sentado que ese hombre ya no existía, por lo menos públicamente.

Sus relatos eran maravillosos, realmente inimaginables, como los había bautizado en su blog. Lo más increíble era que sus seguidores eran muy escasos y los comentarios que habían dejado todavía más. ¿Cómo, un escritor de ese talento era tan ignorado? Debió haberse sentido tan frustrado como él —pensó Gabriel. O más, pues él, en comparación, era un simple aprendiz.

Leyó y releyó sus relatos y cada vez se sentía más maravillado. Había oído hablar de autores que solo lograron ser reconocidos tras su muerte, cuando alguien había descubierto casualmente sus escritos y su gran calidad literaria. Y Gabriel era uno de esos descubridores. Si El Relator, o como se llamara en realidad, tenía familia, también era posible que desconocieran su afición escritora. Quizá era una persona solitaria e introvertida que mantenía su afición en secreto. Y de haber fallecido, después de cinco años sin que nadie hubiera prestado atención a sus publicaciones, sus escritos estaban ahora al alcance de cualquiera.

Tras darle muchas vueltas al asunto, la codicia de Gabriel hizo que viera en esos textos, prácticamente anónimos, un botín precioso que le podía abrir las puertas a la fama. ¿Qué Editorial podría negarse a publicar una recopilación de relatos tan extraordinarios como aquellos?

Durante los siguientes días, se dedicó a copiar, uno por uno, todos los relatos de aquel blog caído del cielo, e hizo una selección de los que, a su juicio, eran los mejores.

Los treinta relatos elegidos eran realmente espeluznantes. Nunca antes había leído algo igual.

El caso es que, al cabo de un año —no le resultó difícil convencer a una Editorial de cierto prestigio especializada en el género fantástico— su libro salió a la venta. Fue un éxito rotundo, como era de esperar. Si la Editorial le pedía una nueva entrega, Gabriel no tendría problema alguno en seleccionar otros treinta relatos de entre los más de ciento cincuenta que había copiado.

Aunque Gabriel hubiera alcanzado el éxito de una forma inmoral e ilegal, no sentía remordimientos ni temor a ser descubierto. ¡Si casi nadie había leído sus relatos cuando, supuestamente, estaba vivo! ¿Quién podía descubrirlo?

La primera tirada se agotó más rápidamente de lo esperado. Todos sus amigos y conocidos le felicitaban y alardeaban de conocerle. Se sentía, por fin, feliz.

Pero esa felicidad se tornó en angustia tan pronto como empezó a tener unas horribles pesadillas. Unos seres horripilantes le querían dar caza, los mismos que formaban parte de los relatos publicados. Pensó que esas pesadillas eran fruto de un remordimiento inconsciente y que desaparecerían con el tiempo. Pero persistían y cada vez eran más intensas. Por fortuna duraban muy poco, pues despertaba casi de inmediato. Entonces empezó a padecer insomnio. No podía, o no quería, dormirse por temor a esas pesadillas recurrentes. Acudió al médico y este le recetó un potente sedante. Contrariamente a lo esperado, ello fue su perdición. Como el sueño inducido fue tan profundo, no logró despertarse en el momento más álgido, como solía ocurrirle, acabando siendo presa de aquellos seres.

Cuando despertó, a la mañana siguiente, se sintió malherido. Las sábanas estaban revueltas y cubiertas de sangre. Corrió al baño. La imagen que le devolvió el espejo le sobrecogió; era la de alguien que parecía haber sufrido un ataque despiadado. Grandes moretones, multitud de arañazos, cortes profundos, mordiscos, y desgarros cubrían todo su cuerpo. La sangre manaba profusamente. Se desvaneció, golpeándose fuertemente la cabeza. Estuvo inconsciente varias horas.

 

Su psiquiatra le dio una explicación muy distinta a la que él le había ofrecido. ¿Cómo podían haberle hecho eso unos seres que no estaban más que en su imaginación? Probablemente había sufrido un brote psicótico. ¿Había antecedentes en su familia? ¿No?

Gabriel estaba convencido de que aquello había sido real, una venganza en toda regla. Los seres que había engendrado la mente del escritor plagiado, se habían conjurado para hacerle justicia.

Acabó contándoselo todo a su terapeuta. ¿Pero de qué blog y de qué escritor me está usted hablando? Todo está en su mente, créame.

Tan pronto como llegó a casa, Gabriel buscó a El Relator, tanto en su blog de relatos como en su perfil de Facebook. Desde el plagio, no había vuelto a hacerlo, por vergüenza o por aprensión. No obtuvo ningún resultado. Había desaparecido sin dejar rastro. No era posible. Mientras insistía, una y otra vez, perplejo, en esa infructuosa búsqueda, sintió un escalofrío en la nuca y oyó a sus espaldas una voz ronca que le decía: «¿De verdad creías que esto quedaría impune? A mí nadie me roba nada, ni vivo ni muerto». Acto seguido, una garra le oprimió la garganta con tal fuerza que perdió el sentido.

 

Ahora se dedica a escribir relatos fantásticos en su habitación del psiquiátrico donde lleva ingresado un año. Sus escritos, en opinión de quienes los han leído, tanto residentes, celadores y médicos, son excelentes y merecedores de ser publicados. Cuando se lo comentan, Gabriel sonríe maliciosamente y dice que una voz en su interior se los dicta. Es El Relator, afirma. Nadie sabe quién es ese, pero le devuelven la sonrisa, condescendientes.

Creo que le haré una visita. Podría escribir una historia sobre él y lo que le ocurrió. Si resulta ser como la contó mi compañero, espero que la Editorial me la publique. Y si no, la publicaré en mi blog.