martes, 16 de junio de 2020

Ecologismo ultra

Hoy os traigo un microrrelato que tampoco pasó la preselección del jurado del XII concurso de microrrelatos sobre abogados del pasado mes de mayo, organizado por el Consejo General de la Abogacía Española y la Mutualidad General de la Abogacía. El relato no debía exceder de las 150 palabras, debía mencionar a un abogado o abogados, y contener las siguientes palabras: ecosistema, fauna, bosque, brotar y proteger.




Lo veía venir. Algo grave acabaría sucediendo. Tenía que haberme resistido. ¿Qué hacía yo allí, amante de la Naturaleza y protector del ecosistema? ¿Valía la pena haber accedido solo para complacer a mi jefe, obsesionado por cazar un lince ibérico, una especie a proteger? ¿Tanto me importaba ese ascenso?
Tenía que impedir como fuera esa barbaridad, aunque tuviera que hacer una locura. Mi falta de experiencia y de pericia podrían servir de excusa para ahuyentar toda la fauna del contorno. Pero no había forma. Solo cuando vio brotar la sangre de su pierna, renunció a su propósito. ¡Qué remedio!
Por mucho que intenté convencerle de mi mala puntería y de que me había parecido ver a un ejemplar en medio del bosque, acabó denunciándome por intento de asesinato. Ahora, estoy esperando a mi abogado, a ver si logra sacarme de este apuro. Confío en que no sea cazador.

lunes, 8 de junio de 2020

Las torturas amorosas de Teodoro Montoro

¿Creíais que me había olvidado de Teodoro? ¡Ni por asomo! Lo que ha ocurrido es que últimamente tomamos caminos distintos y nos habíamos alejado mutuamente. Pero, de pronto, le he echado tanto de menos que hoy he querido retomar su historia y sus penalidades amorosas.
Como hace ya catorce meses desde la publicación de "La azarosa vida amorosa de Teodoro Montoro" y ocho desde la de "Las cuitas amatorias de Teodoro Montoro", os dejo AQUÍ y AQUÍ esas dos primeras partes para que podáis refrescar la memoria y poneros al día.




Tras una larga tregua amorosa, durante la cual Teodoro se juró no volver a caer en las garras del amor, le tenemos, cuatro años más tarde, cursando el primer año de Biología, en el que, contra todo pronóstico, rompería ese aplazamiento autoimpuesto. Y es que el amor, en cualquiera de sus formas, no sabe de treguas, especialmente cuando aparece en escena alguien especial.
Ana Quintana, la última chica que le dio calabazas, por muy poéticas que fueran, ya solo queda en el recuerdo. Sus inseparables guardaespaldas abandonaron los estudios y la Quintana ya solo suspiraba por su novio, un zoquete guapetón al que todos apodaban el “manazas”, por las inconmensurables dimensiones de sus extremidades prensiles. A Teo más bien le recordaba a Hulk y evitaba verlos juntos, pues no podía evitar sentir náuseas al imaginarlos en actitud amorosa, él recorriendo ese delicado cuerpo con aquellos apéndices que parecían artificiales.
Pero con los años, las pasiones se olvidan o se suavizan, y con solo abandonar el instituto, Teo se sintió libre, lejos de las zarpas de aquel enamoramiento, que ahora le parecía infantil.
En primer curso de biología había una mayoría de alumnado femenino, lo cual nos haría pensar que Teo pronto volvería a caer en la tentación. Y así fue, pero no con una de sus muchas compañeras de clase, sino que ahora el objeto del deseo era una figura algo más madura, de curvas rotundas y tremendamente sensuales: la profesora adjunta de matemáticas, que impartía clase los lunes, miércoles y viernes por la mañana.
El embobamiento que sufría Teo durante todo el tiempo que duraba la clase se lo llevó a casa. Solo abrir la libreta de los apuntes ya veía a Catalina Ulldemolins, en cuerpo y alma, deambulando por el entarimado, garabateando la pizarra de un extremo a otro con fórmulas incomprensibles para él. Tanto suspiraba al imaginarla que, hasta su padre se percató de que algo no andaba bien en la cabeza de Teo. Y como ya se sabe que el diablo sabe más por viejo que por diablo, adivinó que su hijo andaba enamorado.
—Tú estás tonto o enamorado, lo cual viene a ser lo mismo.
—Pero ¿qué dices, papá? Ni loco.
—Teo, que te conozco más que si te hubiera parido.
—Pues te equivocas.
—Bueno, si tú lo dices…
Y ahí terminó la cosa, pero por poco tiempo, pues luego fue su madre quien le interrogó en la mesa, mientras cenaban.
—Teo, a ti te ocurre algo, estás en babia. Por dos veces has intentado cortar la carne con la cuchara. Además, casi no comes.
—Es que está enamorado, mujer.
          —¿En serio? ¿Y quién es ella, si se puede saber?
          —¡Mira que sois pesados!—. Y dicho esto, se levantó de la mesa con tal ímpetu que derribó su silla, mientras su hermano pequeño no cesaba de repetir «Teo está enamorado, Teo está enamorado»
Y lo estaba hasta las trancas. Pero esta vez sí que era un amor imposible. ¡Mira que enamorarse de su profesora de matemáticas! ¿Seria lo que llaman un amor platónico? El caso es que lo que fuera que sentía por ella se transformó en una obsesión. No le bastaba con verla en clase, tres días a la semana. Así pues, con la excusa de alguna aclaración o duda, se personaba en el departamento preguntando por ella casi cada día.
Tanto era el estado de agitación del muchacho, que su padre, esta vez sí, logró hacerle desembuchar.
—¿Tu profesora de matemáticas? ¡No me jodas! No se lo digas a tu madre, que le da un patatús, ya sabes cómo es.
—No, no se lo diré. Ni tan solo sé por qué te lo he dicho a ti.
—Pues porque los dos somos hombres y yo te puedo aconsejar mejor. Te sucede algo parecido a lo que me sucedió a mí cuando tenía tu edad. ¿A ver si resultarla que esto es hereditario?, ja, ja, ja.
—Tú también te enamoraste de tu profesora de matemáticas?
—De la de francés, en segundo de bachillerato. Aun la recuerdo. La Casañas, no recuerdo su nombre de pila. Estaba buenísima. Hubo una temporada que vestía con unas botas de esas tan altas, que acababan por encima de la rodilla, por debajo de la minifalda. Alguien, no recuerdo quién, se inventó una adivinanza. «¿En qué se parecen las botas de la Casañas con Gibraltar? En que terminan en la línea de la concepción», ja, ja, ja. ¿Qué pasa, que no lo pillas? La Línea de la Concepción es una población que limita con Gibraltar, chaval. Y “la línea de la concepción” también significa…, bueno, dejémoslo correr. Parece mentira, ni sentido del humor tienes, que te pareces a tu madre. O eso o no tienes ni idea de geografía.
Don Isidoro Montoro, al principio no se tomó muy en serio el enamoramiento de Teo. Cosas de adolescentes, pensó. Pero no le quitaba la vista de encima y veía cómo cada día volvía alicaído de la Facultad. Entraba en casa y se encerraba en su cuarto hasta la hora de comer y luego de vuelta a su dormitorio con cualquier excusa. Ante esta situación, que le dolía en el alma —pues él también sufrió de amores en su juventud—, no sabía qué hacer. Si le había enseñado a boxear para enfrentarse a aquel energúmeno que dijo ser el novio de aquella jovencita, Ana no-sé-qué, ¿cómo no iba a echarle una mano en esto?
Iban pasando los días y ya eran dos en casa que no podían contener la zozobra. Y como las mujeres tienen un sexto sentido para estas cosas, su querida esposa, que ya tenía la mosca detrás de la oreja hacía tiempo, le obligó a confesar, so pena de no volver a tener relaciones sexuales hasta que no desembuchara, qué estaba ocurriendo. Y como la carne es débil...
—Lo que ocurre es que nuestro Teo está enamorado.
—¿Y por qué esas caras tan largas? ¿Acaso tampoco es correspondido en esta ocasión?
—Es que la chica o, mejor dicho, la mujer de la que está enamorado es su profesora de matemáticas.
—¡¿Su profesora de matemáticas, dices?!
—Shhhh, baja la voz, mujer, que te va a oír y no quiere que se sepa.
—No me extraña. Tienes que sacarle esta tontería de la cabeza.
Tontería o no, Don Isidoro se afanó en buscar una salida airosa.

—Y qué, hijo, ¿no hay ninguna chica de tu edad que te haga tilín? Alguna habrá, digo yo, entre tantas compañeras que tienes en clase.
—Ninguna me hace caso —dijo Teo, después de un largo silencio.
—Tienes que procurar que alguna se fije en ti, caramba. La clave está en el humor. Conquístalas haciéndolas reír. Yo tuve un compañero feo, feo, con una napia que ni la de Cyrano, que con sus bromas siempre tenía a unas cuantas a su alrededor.
—¿Y acabó ligándose a alguna o solo lo tomaban como un bufón?
—Pues…, no sé, ahora que lo dices, creo que…

Aunque pareció que Teo no había escuchado el consejo de su padre, en realidad sí lo hizo. Lo primero que hizo fue comprarse un libro de chistes, “Los mejores chistes”, que tenía un capítulo dedicado a los chistes cortos, los mejores, según su criterio, para entrarle a una chica. Pero ¿cómo iba a contarle chistes a Catalina, tan seria como era?
Desde entonces, “Catalina La Grande”, como la llamaban los chicos de la clase, se convirtió en el centro alrededor del que giraba la vida de Teo. Cuando iba a verla a su despacho, no sabía muy bien qué preguntarle, pues no entendía ni jota de lo que ella escribía en la pizarra y que él copiaba al pie de la letra en sus apuntes. Era tal el aturullamiento del alumno, como la confusión de la profesora, que esta decidió cortar por lo sano.
—Oye, Teodoro, creo que lo que tú necesitas son clases de refuerzo. Si te interesa, yo doy clases a un reducido número de alumnos, aquí, muy cerca, en un piso que tenemos alquilado entre unos cuantos profesores para impartir clases vespertinas a quienes lo necesitan. Piénsatelo.

—Papá, mi profe de matemáticas me ha propuesto clases particulares.
—¿Ah sí? Y ¿cómo de particulares? ¿Tú y ella a solas? ¿Eso es lo que quieres, granuja?
—Pero ¿qué dices? Ella da clases por la tarde a quienes necesitan un refuerzo. Son tres días a la semana.

El lunes siguiente, Teo estaba haciendo tiempo para subir al piso donde se impartían esas clases. Había llegado con media hora de antelación. Siempre le ocurría lo mismo. Cuando estaba nervioso y temía llegar tarde a algún lugar, se anticipaba tanto que tenía que dar vueltas y más vueltas hasta la hora convenida.
En esta ocasión, sin embargo, no se alejó del lugar, sino que permaneció al acecho en la acera de enfrente. Quería verla llegar contoneándose de aquella forma tan sensual que le volvía loco, la observarla de lejos, a una distancia prudencial. E hizo bien, pues cuando faltaban diez minutos para la clase, apareció. La cara de Teo viró de la alegría a la perplejidad en solo un segundo. Catalina no iba sola. La acompañaba un tipo muy bien parecido —hay que reconocerlo por mucho que duela— con el que conversaba muy animadamente. «Será un compañero, uno de los profesores con los que comparte el piso donde imparten las clases de refuerzo», pensó, aliviado. Pero cuando Teo se disponía a cruzar la calle y Catalina a entrar por el portal, esta se detuvo, se giró hacia su acompañante y lo despidió dándole un beso en la boca, de esos de tornillo, como los llamaba su padre. Teo se quedó tan paralizado, que a punto estuvo de ser atropellado. El bocinazo que profirió el conductor del vehículo que casi se lo lleva por delante hizo que todos los transeúntes se giraran a mirar, incluida esa parejita de enamorados que se estaba morreando. Cuando llegó, sano y salvo, a la altura del portal, Catalina corrió hacia él para interesarse.
—Pero, Teodoro, ¿qué te ha pasado? ¿Es que no miras al cruzar? —le espetó, realmente preocupada, mientras que su acompañante esperaba a unos metros de distancia— ¡Qué susto, por Dios! ¿A quién se le ocurre cruzar esta calle fuera del paso de peatones? Anda, empieza a pasar, que me despido de mi marido y subo enseguida.
Y Teo subió las escaleras a trompicones, pero no por el susto al ver que lo iban a atropellar, sino por el tremendo disgusto que le había ocasionado su amada al decirle que estaba casada. Quería morirse. ¿Qué haría ahora allí, los lunes, miércoles y viernes, sentado frente a Catalina, viéndola moverse de aquel modo tan sensual y oyéndola hablar con esa voz tan dulce, sabiendo que nunca llegaría a tener con ella siquiera algo parecido a la amistad?
Esa noche se acostó sin cenar, dejando a sus padres sentados a la mesa e intrigados. Y esta vez fue su madre quién se interesó por él. Y con las artes de una madre cariñosa y comprensiva le sonsacó lo que le atormentaba.
—¡Pobre Teo! Ahora resulta que la profesora de la que se había enamorado está casada.
—Pues mejor, así se la quitará de la cabeza de una vez. Este estofado está de rechupete, pero luego... ¿Tenemos Sal de frutas?

Como la frustración de Teo iba de mal en peor, su padre intentó desviar su atención hacia otras chicas más acordes a su edad e insistió en que agudizara el ingenio e intensificara su sentido del humor, de modo que el chaval se puso a estudiar, pero no solo matemáticas, para quedar bien ante su querida señorita, sino todo tipo de chistes que pudieran serle de utilidad según la ocasión.
          «¿Sabéis por qué soy un chico saludable? Porque todo el mundo me saluda», o:
          «Un tío mío tenía un gato con 16 vidas, lo aplastó un 4x4 y se murió», o ese otro:
«Están dos tomates en la nevera y uno le dice al otro “qué frío hace, hermano”. Este, aterrado, dice “¡Aaahhh!, ¡un tomate que habla!”»
—¿Qué os parecen? A que son una idiotez.
—Pues sí, hijo, sí. No le hagas caso a tu padre. Tú lo que tienes que hacer es estudiar mucho. Ahora te puede parecer que a las chicas solo les interesa los chicos altos y guapos, pero a la hora de la verdad, con quien se acaban casando es con el más listo de la clase.
—En eso también tiene razón tu madre. En mi clase había una chica muy pero que muy guapa, Isabel no sé qué, a la que todos intentaban ligarse. Pues acabó con el empollón, un chico muy majo de carácter, eso sí, pero de físico…

Desde aquella conversación, Teo empezó a empollar de lo lindo, tanto que hasta su padre se preocupó.
          —A ver si le va a dar algo.
          —¿Qué quieres que le dé?
          —No sé, un derrame cerebral.
          —No me seas bruto, Isidoro.

Teo no llegó a destacar en matemáticas, pero se defendía, con lo cual fue sosegándose y aceptando que su vida no discurriría junto a Catalina. Sus compañeros de la clase de refuerzo, que habían notado esa atracción tan especial por la guapa profesora, dejaron de importunarlo. Y, de este modo, se acercó el fin del primer trimestre y los exámenes antes de Semana Santa.
Teo sacó un seis en el examen de matemáticas, lo cual significó para él todo un triunfo. Iba por bien camino. Así pues, se fue de vacaciones con la tranquilidad de ver que su vida había vuelto a su cauce normal, sin amores, desamores ni sobresaltos. A la vuelta, retomaría los estudios todavía con más ansia. Quería llegar a ser, sino el primero, sí uno de los primeros de la clase. A ver si, de este modo, podía darle la razón a su madre.

Tras las vacaciones, el primer lunes de clase de refuerzo, Catalina les dijo:
—Hoy tenemos a una nueva alumna, a la que las matemáticas también se le han atravesado —comentó sonriendo a la interpelada, que se había sentado en la última fila—. ¿Quieres presentarte a tus compañeros?
—Hola, me llamo Ana y estoy en primer curso de Químicas.
Esa voz… No podía ser. Cuando Teo se giró para ver a la nueva compañera se le heló la sangre. Era, ni más ni menos, que Ana Quintana. Cuando sus miradas se encontraron, ella le devolvió una sonrisa tan encantadora que le hizo estremecer.