La suerte es muy huidiza. Viene y va cuando uno menos se lo espera. Aun así, yo apelaba a la suerte, para que me permitiera encontrar a ese sintecho en apuros. Toda la tarde, después de la visita a la comisaría de la Policía Local, estuve dándole vueltas al asunto. El tiempo corría en nuestra contra, sobre todo en la de ese pobre infeliz, y tenía que hallar su paradero para poder echarle un cable.
Y ya en la cama, se me ocurrió que mi perro me podría ser de ayuda en ese menester. ¿Y si el sintecho no sólo había perdido su diario sino algún otro objeto durante su huida hacia su nuevo escondite? Si pudiera hallar su cartera o cualquier documento identificativo, un carnet, una foto, yo qué sé, eso sería de gran ayuda. El olor que despedía la libreta, únicamente detectable por un can, también se habría impregnado en cualquier otra de sus pertenencias. Y eso podría ser una buena pista.
A la mañana siguiente, mi perro y yo ─si le menciono a él primero no es por educación sino porque es quien va delante, él tira y yo le sigo─ volvimos a pasear por la zona donde hallamos la libreta ─vale, él la halló y yo la recogí y leí─ para ver si detectaba alguna prueba material de la presencia del sintecho.
El animal olfateaba sin cesar y olisqueaba cualquier cosa que hallaba a su paso. Aunque el otoño nos había dejado hacía algunas semanas, las zonas ajardinadas del parque estaban todavía cubiertas por un espeso manto de hojas secas. Yo dejaba, pacientemente, que el sabueso removiera con el hocico la hojarasca. Quizá dejado de esa espesa capa vegetal aparecía un carné de identidad, de conducir, de una biblioteca, o de lo que fuera. Mientras seguía los pasos del can, me iba convenciendo de que aquello era una búsqueda absurda y estéril. ¿Qué probabilidad podía haber de que el sintecho perdiera una pertenencia que le identificara? El frío era intenso y el perro seguía con su rutina, ajeno a mi interés. Habíamos recorrido casi todo el parque, tenía las manos entumecidas, la nariz moqueando y, aparte de heces de otros perros ─hay que ver lo incívicos que son algunos─, no habíamos encontrado nada. Pero cuando ya me daba por vencido y estábamos de vuelta, le vi a lo lejos.
Era alto y corpulento, como le había descrito el municipal preguntón. Iba buscando por entre los arbustos. ¡Qué suerte la mía! Le había encontrado. Sin duda debía estar buscando su diario. Desde aquel instante, las tornas se invirtieron: yo iba delante tirando de mi perro, que intentaba resistirse mirándome con cara de extrañeza. Tenía prisa por llegar a mi meta, que no era otra que el protagonista de esa historia rocambolesca que había leído tan sólo un día antes. Aun así debía ser cauteloso. No quería intimidarle, ni mucho menos asustarle. Pero al acercarme lo suficiente para verle la cara, comprobé, decepcionado, que no era quién yo estaba buscando. ¿Qué hacía aquel hombre allí? Desde luego no era un sintecho. Iba bien vestido, con el pelo corto y sin barba.
Cuando, al comprobar mi confusión, frené súbitamente mi marcha acelerada, sucedieron dos cosas, por este orden: mi perro empezó a ladrar como si hubiera visto o, mejor dicho, olido a un fantasma o a un delincuente peligroso ─debo aclarar que mi perro ladra como un poseso a quien no le inspira confianza─ y, acto seguido, el desconocido alzó la vista, con evidente cara de sorpresa, y, tras mirar a su alrededor para comprobar que no habían moros en la costa, dio media vuelta y salió disparado calle abajo como si huyera del mismísimo diablo.
Yo, que iba en busca de un objeto identificativo del sintecho, me acababa de dar de bruces con uno de los secuestradores. Sí, porque estaba claro que aquel individuo no estaba buscando una libreta perdida sino a quien días atrás le había descubierto en pleno delito. Sabía que se trataba de un indigente y dónde mejor buscarle que entre la espesura de un parque que casi nadie frecuenta.
Todo indicaba que los secuestradores no iban a dejar escapar al testigo presencial de su fechoría. Si todavía no habían pedido un rescate por la chica, seguramente se debía a que antes querían eliminar a la única persona que les podía inculpar.
Esto se estaba poniendo feo y yo perdiendo un tiempo precioso. Había infravalorado el peligro que corría aquel infeliz sintecho. No me perdonaría si algo malo le ocurría por no haber puesto el asunto en manos de la policía.
Así las cosas, decidí renunciar a mi incipiente e infructuosa búsqueda y a mi orgullo de sabueso retirado, y dejar que los que tienen el poder y los medios necesarios se ocuparan de hallar al sintecho, ponerle a buen recaudo y, con su inestimable ayuda, cazar a los delincuentes antes de que la cosa fuera a mayores. De pronto, me acordé que un antiguo compañero de la Policía Nacional se había pasado a los Mossos d’Esquadra ─no por convicciones de tipo político sino simplemente dinerarias─ y él me podría asesorar sobre los pasos a seguir.
Dicho y hecho, a primera hora de la tarde, puse el asunto en conocimiento de mi amigo policía, el cual me citó de inmediato en la comisaría de los Mossos del municipio más próximo y capital de la comarca, para que relatara a sus superiores los hechos que le acababa de referir por teléfono a grandes y apresurados rasgos.
Por supuesto, tuve que hacerles entrega del preciado diario y pedir mil disculpas, muy a mi pesar, por haberlo retenido todo ese tiempo con la intención ─argumenté─ de ayudar y ahorrarles trabajo innecesario. Por supuesto, no me agradecieron mi ─debo reconocerlo─ inútil intervención. Me conminaron a ponerles en antecedentes de todos y cada uno de los detalles del caso: cómo y dónde había hallado el diario, por qué no lo entregué a las autoridades una vez hube leído su contenido, especialmente lo referente al secuestro, por qué no advertí de nada de lo ocurrido a los municipales a los que acudí con el falso pretexto de dar con el sintecho para ofrecerle un “trabajito” ─así, con retintín─, por qué había vuelto al lugar del hallazgo del diario solo, por qué… Y así una retahíla de preguntas que, en lugar de un ciudadano ejemplar, me hicieron sentir como un viejo e inútil metomentodo, sin tener en cosideración mi historial policial. Debo reconocer que me sentí el más miserable de los mortales, pues comprendí que mi actuación solo había servido para alimentar mi ego, mi imaginación y mi trasnochado entusiasmo.
Me hallaba sentado frente al comisario y tres de sus subalternos, entre ellos mi amigo, el culpable de haberse ido de la lengua contando los detalles de mi visita a la comisaría de la Policía Local. Por lo menos, hubiera podido ahorrarse mencionar, de forma burlona, lo del “trabajito”.
Tras mi pormenorizada exposición de los hechos, que me llevó casi toda la tarde, pues no cesaban de interrumpirme para dejar constancia de cada detalle, por nimio que fuera, y para tomar debida nota de todo como parte de la declaración que tuve que firmar, me agradecieron ─ahora sí─ mi colaboración y me acompañaron hasta la calle.
Si me habían apartado del caso como un proscrito, no podía quedarme con los brazos cruzados y la mente en blanco sin saber, como mínimo, cuáles iban a ser los siguientes pasos. Así que no pude evitar llamar nuevamente a mi ahora menos amigo para sonsacarle.
De este modo supe que, esa misma noche, una patrulla de los Mossos d’Esquadra se apostaría en la zona del parque donde yo había visto al sospechoso y que varios agentes de paisano estarían al acecho para abalanzarse sobre él o ellos, si es que venía acompañado de su cómplice, en cuanto aparecieran, pues suponían que no cesarían en la búsqueda del sintecho. Gracias a mi descripción del interfecto, no les sería difícil identificarlo, a pesar de la oscuridad reinante. A la vez, tras abandonar yo la comisaría, dieron orden de búsqueda del sintecho quien, en caso de salir bien la redada, debería prestar declaración y actuar de testigo en una rueda de reconocimiento.
Esa noche, los nervios no me dejaron conciliar el sueño pensando que a sólo un centenar de metros de donde yo estaba probablemente se iba a resolver un caso de secuestro de una menor y que, con suerte, acabaría conociendo a quien me había metido involuntariamente en este embrollo.
**
Cuando el teléfono sonó, a eso de las siete de la mañana, una voz grave, que reconocí como la de mi contacto, me informó de la buena noticia: habían atrapado in fraganti al presunto secuestrador. Aunque él lo negaba vehementemente, como era de esperar, y justificaba de forma irracional e inconexa los motivos por los que estaba merodeando por el lugar, su descripción se ceñía a rajatabla a la que yo les había facilitado. Había pasado la noche en el calabozo. Ahora sólo necesitaban que alguien le reconociese y testimoniase su participación en el secuestro. Y como el sintecho seguía sin aparecer, sólo me tenían a mí para actuar de testigo en una primera rueda de reconocimiento. Sabían que mi identificación no sería lo suficientemente válida como para llevarle ante el juez, pues yo no había presenciado el secuestro, pero por lo menos tendrían por dónde empezar para interrogarle antes de que el maldito y huidizo vagabundo apareciera para confirmar las sospechas.
En menos de hora y media me disponía a entrar en la comisaría, nervioso y emocionado. Lo que sucediera en los próximos minutos podía ser crucial para el esclarecimiento de los hechos, y yo iba a ser uno de los protagonistas de ese acontecimiento.
Como viejo policía había desarrollado ─o al menos eso creía yo─ un sexto sentido. Siempre me había vanagloriado de anticiparme a los hechos, de verlas venir, como se dice coloquialmente. Pero lo que ocurriría allí dentro no me lo hubiera imaginado ni en sueños.
CONTINUARÁ...