miércoles, 25 de enero de 2017

Volar


Siempre había deseado volar. Desde muy niño soñaba que volaba como la más ligera de las aves. De joven, amante de los deportes de riesgo, quiso emular a uno de esos hombres-pájaro, pero aquel grave accidente de automóvil truncó momentáneamente sus esperanzas. Con el tiempo, advirtiendo que la esperada recuperación no llegaba, vio cada vez más menguadas las posibilidades de ver realizado su sueño. Ahora, comprendía que su ilusión ya nunca se haría realidad. Aunque, con los años, los traumatismos acabaron sanando, ya era demasiado tarde. Ya no tenía edad ni vigor para eso. Solo cabía resignarse ─vana ilusión─ pensando en que en la otra vida se sentiría, sin duda, más liviano que un pajarillo. Pero él hubiera querido alzar el vuelo aquí y, en cambio, sabía que se iría de este mundo sin haber sobrevolado los montes, los valles y los mares, tal como había visto hacer a otros más afortunados que él. 

Pero no estaba todo perdido, pensó al fin. Sus hijos lo harían por él. Lo dejaría escrito.

Cuando murió, esparcieron sus cenizas a más de mil metros de altura. Al fin lo había conseguido. Por fin voló.


jueves, 19 de enero de 2017

El reencuentro


Me fusilaron, al despuntar el alba, un veintiocho de diciembre, el día de los Santos Inocentes. Yo de santo no tenía nada y de inocente según se mire. Mi madre me decía a menudo que acabaría mal, pero nunca imaginé que sería de ese modo, de pie delante de un pelotón de fusilamiento. Aquéllos eran días convulsos. Ejecuciones como aquélla tenían lugar casi cada día.

Recuerdo la cara angustiada de los soldados que me apuntaban, no mucho mayores que yo, que ya rondaba los diecinueve. Uno de ellos era Manuel, con quien había ido a la escuela hasta que mi padre me llevó a faenar al campo con él y mis dos hermanos. De eso han pasado un puñado de años, más de diez.

Manuel me miraba perplejo. No debía saber que yo era uno de los que tenían que matar con fuego de máuser alemán. Ni siquiera debía saber que me habían detenido. Me dio pena. No sé si llegó a disparar o lo hizo ver. Tampoco sé si les cuentan las balas. No tuve tiempo ni ánimos para verlo. Además, qué caramba, todo hay que decirlo, que me temblaban las piernas, y no precisamente de frío, y las lágrimas no me dejaban ver. Con la poca claridad reinante a esa hora de finales de diciembre, apenas podía contar cuántos eran los que tenía delante con sus ojos en el punto de mira. Creo que ni siquiera oí los disparos. Dicen que, una vez que te han abatido, el oficial que dirige el pelotón te pega un tiro de gracia (que no entiendo por qué le llaman así) para asegurarse que estás muerto.

No vi que nadie viniera en mi busca, como decían. Todo fue oscuridad. Y paz, eso sí. Sólo ahora, después de no sé cuánto tiempo ─pues donde estoy no siento que exista─, tengo plena conciencia de lo que hice. Sólo ahora pienso en mis padres, que todavía no deben saber qué ha sido de mí, que quizá me estén buscando entre los cuerpos que van apareciendo por doquier. Si es así, espero que con el tiempo abandonen esa búsqueda estéril, pues no hay peor pena que la de buscar sin hallar; que alguien, quizá Manuel, les diga que estoy muerto y enterrado en una profunda fosa junto a otros muchos jóvenes que, como yo, quisieron ser héroes en las filas del maquis.

También espero que mi padre me haya perdonado, aunque siga sin comprenderme. Me arrepiento tanto de haberle escupido a la cara aquellas últimas palabras, antes de volverle la espalda y echarme al monte. “Eres un cobarde”, le grité. Por poco no me parte la cara de un puñetazo, el brazo en alto, a medio camino, enrojecido por la rabia, o quizá por la impotencia, temblándole los labios y conteniendo las lágrimas. Él todavía no había alcanzado la cincuentena. Yo acababa de cumplir los dieciocho. Él había vivido, en el frente, los horrores de una guerra. Yo no había tenido ocasión de hacerla. Y yo pretendía que volviera a coger el fusil cuando lo que él quería era simplemente olvidar.

Siento muchísimo el sufrimiento de mis padres. ¡Si pudiera volver atrás! Al menos me tendrían a mí. Pero ya es demasiado tarde para rehacer el camino. No hay segundas oportunidades. Cómo me gustaría poder explicar lo que siento, a ellos que lo han perdido todo. Qué desgracia la de un padre que ve cómo la familia que fundó ha ido menguando y el hogar que construyó se ha ido vaciando hasta acabar como un campo yermo. Los hijos mayores caídos juntos a orillas del Ebro y el pequeño huido para vengar sus muertes. Qué sufrimiento el de una madre que ve que han apagado la vida de los hijos a los que dio a luz. Ahora, a ambos sólo les resta la esperanza de encontrarme con vida, y eso también lo perderán. Siento pena al ver que la más pequeña migaja de felicidad se la llevó una guerra injusta, que lo mejor de su pobre vida desapareció en un suspiro, que ahora sólo desean que el tiempo pase como un torbellino para que llegue el momento de librarse a la muerte.

Ellos todavía no han hallado la paz. Y yo quisiera dársela. Nunca antes me había alejado de ellos, siempre a su lado. Nunca tuve, pues, motivo ni ocasión para escribirles. Y ahora, que estoy lejos y tengo ambas cosas, no puedo. Les diría cuánto les quise y cuánto les quiero; que no sufran, que estoy bien; que no sientan pena alguna ni rencor por quien me delató, ni por quienes me atraparon y encarcelaron, y mucho menos por aquellos jóvenes que apretaron el gatillo siguiendo una orden; que los verdaderos culpables no son ellos; que no vale la pena odiar porque el odio hace la vida más larga y amarga.

Si alguien me oye, que les diga, por favor, esto de mi parte. ¿Por qué nunca lo hice, cuando, sentados todos junto al fuego, todavía podíamos mantener vivo el rescoldo del hogar y de una familia? Ojalá algún día podamos gozar de un merecido reencuentro.




viernes, 13 de enero de 2017

El hombre invisible


Es increíble el poder de la mente. De niño estaba convencido de que con sólo desear algo muy intensamente se hacía, tarde o temprano, realidad. Era un niño con una fe imperturbable. Era de rezos diarios o, mejor dicho, nocturnos. Todas las noches, junto a mi cama, rezaba mis oraciones arrodillado ante una imagen del Sagrado Corazón de Jesús. No os podéis imaginar con cuanta fe le pedía que se cumplieran mis deseos. 

Ya convertido en adolescente, comprendí que rezar a una imagen no tenía sentido y, vistos los resultados, me volví escéptico. Pero, aun así, seguí creyendo en la fuerza de la mente, convencido de que si uno pide algo con todas sus fuerzas acaba cumpliéndose. Pero, desgraciadamente, nunca llegué a confirmarlo. Hasta que al cabo de unos años leí “El secreto”, tras lo cual mi fe, otrora dirigida a un ser Supremo, viró hacia el Universo y su ley de la atracción. Según las enseñanzas del libro, sólo debían seguirse tres pasos para que nuestros deseos se hicieran realidad: pedir, creer y recibir. Su autora incluso aludía a la cita bíblica que dice así: “todo lo que pidiereis en oración, creyendo, lo recibiréis” (Mateo 21:22).

Entonces elegí aquello que siempre, desde que tuve uso de razón, había deseado, aquello por lo que hubiera dado cualquier cosa, ese don aparentemente inalcanzable para cualquier mortal. Pedí poder convertirme en invisible. Os parecerá una locura, cosa de niños. Pero en el libro se describían casos de personas que, siguiendo sus consejos, habían obtenido cosas increíbles. ¿Acaso no resulta increíble que a alguien con graves problemas económicos le aparezca en su buzón un cheque al portador por la cantidad que necesita para resolverlos? ¿O aquel otro caso de un individuo que, tras visualizar mentalmente una pluma estilográfica de un diseño exclusivo imaginado por él, la encuentra a sus pies al cabo de unos minutos de deambular por una estación de tren? Así pues, pensé que mi petición bien podría servirme como experimento para comprobar la veracidad de aquellas afirmaciones. Era, eso sí, fundamental hacerla de forma correcta, sin ambigüedades y sin utilizar jamás el “no” en su formulación. En lugar de pensar, por ejemplo, “que no pierda el trabajo”, debía mentalizarse como “que conserve el trabajo”, pues, según había leído, el Universo no capta el significado negativo de una oración y podía confundirse materializando lo contrario a lo deseado al entender erróneamente “que pierda el trabajo”. En mi caso no habría confusión posible pues, lógicamente, no iba a decir “no quiero ser visible” sino “quiero ser invisible” y, además, aun utilizando erróneamente la forma negativa, en el peor de los casos, me quedaría igual.

De eso hace diez años y mi petición se vio finalmente cumplida, fruto de mi insistencia casi obsesiva. El efecto, sin embargo, no fue inmediato, sino que se produjo al cabo de un tiempo, tal como ya advertía el libro. La clave para acelerar el proceso residía en visualizar lo pedido como si ya se hubiese concedido. Y así lo hice, repitiéndome hasta la saciedad “soy invisible, soy invisible, soy invisible”. Lo malo es que, en el camino hasta verse cumplido mi deseo, sufrí varios contratiempos, episodios inesperados e indeseables: mi mujer me abandonó, llevándose con ella a mis dos hijos de corta edad, mis amigos dejaron de hablarme y se fueron distanciando de mí, los vecinos dejaron de saludarme, y hasta acabé perdiendo el trabajo. Todo ello por querer ser invisible. Además, debo reconocer que no ha resultado como yo esperaba. Yo quería ser invisible a voluntad, no a perpetuidad. Decididamente, no supe formular correctamente mi deseo. Ahora soy invisible, pues nadie repara en mí, pero resulta algo extraño. A veces me da la impresión de que, en realidad, me ven, pero hacen como si no me vieran. 

Nota: "El secreto" es un superventas publicado en 2006, escrito por Rhonda Byrne y basado en la escuela de pensamiento y trabajos previos de William Walker Atkinson.



sábado, 7 de enero de 2017

El diario (y IV)


En mi larga vida de policía, había presenciado muchas ruedas de reconocimiento, pero nunca había participado en ninguna. Señalar a un presunto culpable de un delito entraña una gran responsabilidad. No puedes errar, pues de tu testimonio depende que el sujeto quede libre o, por el contrario, detenido y acusado formalmente. Era lógico, pues, que me sintiera nervioso, aunque, tal como me habían dicho, yo sólo debía señalar cuál de esos seis individuos que tendría ante mí era el que había visto la mañana anterior buscando, en actitud sospechosa, entre los arbustos del parque.

Mi intervención en ese reconocimiento sólo sería un primer paso para dar a la policía un argumento para interrogarle más a fondo e intentar sonsacarle cualquier cosa que le incriminara o aportara algún indicio sobre la autoría del secuestro. Aun así, los nervios me estaban dominando. Las manos y las axilas me sudaban como nunca lo habían hecho. ¿Sería cosa de la edad? ¿Dónde había quedado mi arrojo policial de antaño? ¿También se había jubilado?

Cuando se abrió la puerta que daba a la sala de reconocimiento, tuve que inspirar hondo para controlarme y evitar que me temblara la voz cuando pronunciara el número del sospechoso, si es que estaba entre aquella media docena de caras.

Y lo estaba. Ya lo creo que sí. Casi me salió un gallo cuando canté el número que lucía en el cartel que sujetaba en sus manos. 

─¡El cuatro! ¡Es el cuatro! ─grité.
─¿Está usted seguro? ─me preguntó uno de los policías que estaban presentes en la habitación, junto a mi amigo y el propio comisario ─tómese su tiempo, no hay prisa. Es muy importante que no haya ninguna duda sobre su identidad ─insistió.
─Sí, sí, es él ─insistí yo.
─Pues entonces ya pueden retirarse los componentes de la rueda ─indicó el comisario al policía que la había organizado─. Y gracias por su colaboración ─añadió dirigiéndose a mí.

Cuando salí de la habitación desde la que había señalado con mi dedo acusador al individuo número cuatro, vi cómo se lo llevaban esposado. Dos agentes lo conducían por un largo pasillo hacia donde seguramente le someterían a un duro interrogatorio. En mi fuero interno me sentía satisfecho por haber puesto mi granito de arena para ayudar en aquel caso, pero mi satisfacción se vio repentinamente truncada cuando, como si me hubiera leído la mente o me hubiera olido a distancia, el detenido se giró. Nuestras miradas se cruzaron y lo que vi en la suya no era propio de un delincuente, de un ser agresivo y peligroso. Vi a un hombre desesperado. ¿Sería inocente y yo acababa de propinarle un empujón hacia el cadalso? Nunca antes había sentido remordimientos por los actos que me había visto obligado a realizar con motivo de mi profesión. Hasta ahora. Aunque hubiera actuado como un ciudadano responsable, en ese instante dudé de haber hecho lo correcto.

No tuvieron que pasar las setenta y dos horas preceptivas para poner al sospechoso en libertad o a disposición judicial, porque el sintecho hizo, de repente, su aparición, resolviendo el enigma de su paradero y aclarando el caso de los presuntos secuestradores. Pero el modo en que hizo acto de presencia no fue el que cualquiera hubiera imaginado.

**

Ahora, leyendo la copia de mi declaración, la que tuve que firmar cuando me interrogaron en la comisaría de los Mossos d’Esquadra, no sé si reír o llorar. Pero dos cosas tengo ahora claras: que no todo en esta vida es lo que parece ser; y que hasta un buen policía puede ser objeto de un engaño, aunque éste se haya perpetrado inocentemente.

Cuando leí las anotaciones que contenía aquel diario, visualicé a un pobre hombre, caído en desgracia por culpe de las artimañas de su mujer infiel y de su socio desleal, que se había visto obligado a vivir en la calle y a huir de unos peligrosos secuestradores que querían borrarle del mapa para que no les delatara.

Quizá si lo hubiera contado todo a la policía desde un principio, me habría librado de hacer el ridículo. Les hubiera pasado el testigo de investigar esa extravagante historia y mi dignidad hubiera quedado inmaculada. Ahora me siento como si hubiera tirado por la borda toda mi carrera policial. Y todo por querer ser el protagonista de una aventura y querer ayudar a mi querido sintecho.

¿Cómo podía imaginarme quién era en realidad aquel individuo que merodeaba por el parque cuando volví a por una prueba que identificara al sintecho desaparecido? Además, cuando mi perro le ladró de aquella forma tan agresiva y él huyó atemorizado, todo parecía confirmar mis sospechas. Ahora sé el motivo de aquellos ladridos: mi perro olió al propietario de la dichosa libreta.

Ahora sólo me cabe esperar que la novela vea la luz y sea todo un éxito.

Aún recuerdo la llamada ─y la indisimulada risa─ de mi amigo después de que hubo terminado la declaración del hombre al que señalé en la rueda de reconocimiento.

─¿Estás sentado, amigo mío? Porque lo que te voy a contar tienes que oírlo lo más cómodo y relajado posible.

El hombre al que yo había reconocido y al que habían seguidamente sometido a interrogatorio, resultó ser un escritor. Un novelista, para ser más exactos.

Todo empezó cuando se hizo pasar por un vagabundo y tener así material de primera mano para su novela. Quería escribir la historia de un hombre que, habiendo sido rico, lo ha perdido todo y cae en la indigencia, sobreviviendo de lo que recoge de los contenedores. Necesitaba, por lo tanto, vivir como un sintecho auténtico. Para ello se vistió como tal, incluyendo como parte del atrezzo una peluca y una barba postizas. Lo que leí en su libreta no eran más que las notas que iba tomando a diario. Había confesado que, al enterarse de la desaparición de una chica en la localidad, decidió incorporar la experiencia del secuestro para añadir más dramatismo y suspense a la historia.

Cuando ya tuvo material suficiente para empezar a diseñar la trama de la novela, quiso tomarse un respiro y decidió marcharse a su casa por unos días. Pondría sus notas en orden y, de paso, se alimentaría y se asearía como Dios manda. 

Pero al día siguiente, buscando en su petate, advirtió que había extraviado el diario, por lo que tuvo que volver al lugar del parque donde creyó haberlo perdido. Al no hallarlo, acudió a la comisaría de la Policía Local para preguntar. Cuando le dijeron que un hombre le andaba buscando para ofrecerle un trabajo se alarmó y volvió a su casa para reflexionar sobre el siguiente paso a seguir.

¿Quién sería ese desconocido que quería darle trabajo? ¿Y por qué? Pensó en varias posibilidades. Podía ser alguien que quería pedir una recompensa por el diario perdido o que, habiendo leído en él lo del secuestro, quería interrogarle; quizá fuese un amigo, un familiar de la chica desaparecida o uno de los policías que llevaban el caso y le consideraba sospechoso de algo (como mínimo, de encubrimiento) o, mucho peor que todo eso, era uno de los secuestradores y creía que realmente sabía o había visto algo y se lo quería cargar.

A pesar de todos sus temores, quiso asegurarse de que el diario había en verdad desaparecido ─quizá no había buscado bien o no lo había hecho en la zona correcta─ y volvió nuevamente para buscarlo con calma. Pero no tuvo ocasión de llevar a cabo su propósito porque un hombre con un perro se lo impidió, el animal ladrando como un perro rabioso y el hombre dirigiéndose hacia él de forma alarmante. Pero a pesar de todos los impedimentos, no podía ni quería prescindir de su diario. Tenía mucho material en él, el trabajo de muchas semanas. No se atrevía a acudir a la policía porque no le creerían, pues no tenía prueba alguna de que fueran a por él y, además, se resistía a desvelar, por el momento, su identidad. Cuando publicara su novela y concediera entrevistas, sería el momento de contar las vicisitudes por las que había pasado. Por lo tanto, volvería a intentarlo, por tercera y última vez. Regresaría a ese parque oscuro y solitario. Pero esta vez iría de noche, para que nadie le viera. Y en lugar de encontrar su libreta, encontró a una patrulla de paisano que se le echó encima.

Desde luego, tantas preocupaciones y esfuerzos para nada. Esta mañana, al volver de pasear a mi perro, he desayunado, como siempre, acompañado de las noticias matutinas de la televisión. Por una vez, el informativo ha abierto con una buena noticia: la chica desaparecida ha sido hallada sana y salva. Se había fugado, al parecer, con su “noviete” porque sus padres se oponían a la relación. No he querido seguir escuchando. He apagado el televisor. He sido incapaz de probar bocado. Todo se lo ha comido mi perro.

FIN


martes, 3 de enero de 2017

El diario (III)


La suerte es muy huidiza. Viene y va cuando uno menos se lo espera. Aun así, yo apelaba a la suerte, para que me permitiera encontrar a ese sintecho en apuros. Toda la tarde, después de la visita a la comisaría de la Policía Local, estuve dándole vueltas al asunto. El tiempo corría en nuestra contra, sobre todo en la de ese pobre infeliz, y tenía que hallar su paradero para poder echarle un cable.

Y ya en la cama, se me ocurrió que mi perro me podría ser de ayuda en ese menester. ¿Y si el sintecho no sólo había perdido su diario sino algún otro objeto durante su huida hacia su nuevo escondite? Si pudiera hallar su cartera o cualquier documento identificativo, un carnet, una foto, yo qué sé, eso sería de gran ayuda. El olor que despedía la libreta, únicamente detectable por un can, también se habría impregnado en cualquier otra de sus pertenencias. Y eso podría ser una buena pista.

A la mañana siguiente, mi perro y yo ─si le menciono a él primero no es por educación sino porque es quien va delante, él tira y yo le sigo─ volvimos a pasear por la zona donde hallamos la libreta ─vale, él la halló y yo la recogí y leí─ para ver si detectaba alguna prueba material de la presencia del sintecho. 

El animal olfateaba sin cesar y olisqueaba cualquier cosa que hallaba a su paso. Aunque el otoño nos había dejado hacía algunas semanas, las zonas ajardinadas del parque estaban todavía cubiertas por un espeso manto de hojas secas. Yo dejaba, pacientemente, que el sabueso removiera con el hocico la hojarasca. Quizá dejado de esa espesa capa vegetal aparecía un carné de identidad, de conducir, de una biblioteca, o de lo que fuera. Mientras seguía los pasos del can, me iba convenciendo de que aquello era una búsqueda absurda y estéril. ¿Qué probabilidad podía haber de que el sintecho perdiera una pertenencia que le identificara? El frío era intenso y el perro seguía con su rutina, ajeno a mi interés. Habíamos recorrido casi todo el parque, tenía las manos entumecidas, la nariz moqueando y, aparte de heces de otros perros ─hay que ver lo incívicos que son algunos─, no habíamos encontrado nada. Pero cuando ya me daba por vencido y estábamos de vuelta, le vi a lo lejos.

Era alto y corpulento, como le había descrito el municipal preguntón. Iba buscando por entre los arbustos. ¡Qué suerte la mía! Le había encontrado. Sin duda debía estar buscando su diario. Desde aquel instante, las tornas se invirtieron: yo iba delante tirando de mi perro, que intentaba resistirse mirándome con cara de extrañeza. Tenía prisa por llegar a mi meta, que no era otra que el protagonista de esa historia rocambolesca que había leído tan sólo un día antes. Aun así debía ser cauteloso. No quería intimidarle, ni mucho menos asustarle. Pero al acercarme lo suficiente para verle la cara, comprobé, decepcionado, que no era quién yo estaba buscando. ¿Qué hacía aquel hombre allí? Desde luego no era un sintecho. Iba bien vestido, con el pelo corto y sin barba. 

Cuando, al comprobar mi confusión, frené súbitamente mi marcha acelerada, sucedieron dos cosas, por este orden: mi perro empezó a ladrar como si hubiera visto o, mejor dicho, olido a un fantasma o a un delincuente peligroso ─debo aclarar que mi perro ladra como un poseso a quien no le inspira confianza─ y, acto seguido, el desconocido alzó la vista, con evidente cara de sorpresa, y, tras mirar a su alrededor para comprobar que no habían moros en la costa, dio media vuelta y salió disparado calle abajo como si huyera del mismísimo diablo.

Yo, que iba en busca de un objeto identificativo del sintecho, me acababa de dar de bruces con uno de los secuestradores. Sí, porque estaba claro que aquel individuo no estaba buscando una libreta perdida sino a quien días atrás le había descubierto en pleno delito. Sabía que se trataba de un indigente y dónde mejor buscarle que entre la espesura de un parque que casi nadie frecuenta.

Todo indicaba que los secuestradores no iban a dejar escapar al testigo presencial de su fechoría. Si todavía no habían pedido un rescate por la chica, seguramente se debía a que antes querían eliminar a la única persona que les podía inculpar.

Esto se estaba poniendo feo y yo perdiendo un tiempo precioso. Había infravalorado el peligro que corría aquel infeliz sintecho. No me perdonaría si algo malo le ocurría por no haber puesto el asunto en manos de la policía.

Así las cosas, decidí renunciar a mi incipiente e infructuosa búsqueda y a mi orgullo de sabueso retirado, y dejar que los que tienen el poder y los medios necesarios se ocuparan de hallar al sintecho, ponerle a buen recaudo y, con su inestimable ayuda, cazar a los delincuentes antes de que la cosa fuera a mayores. De pronto, me acordé que un antiguo compañero de la Policía Nacional se había pasado a los Mossos d’Esquadra ─no por convicciones de tipo político sino simplemente dinerarias─ y él me podría asesorar sobre los pasos a seguir.

Dicho y hecho, a primera hora de la tarde, puse el asunto en conocimiento de mi amigo policía, el cual me citó de inmediato en la comisaría de los Mossos del municipio más próximo y capital de la comarca, para que relatara a sus superiores los hechos que le acababa de referir por teléfono a grandes y apresurados rasgos.

Por supuesto, tuve que hacerles entrega del preciado diario y pedir mil disculpas, muy a mi pesar, por haberlo retenido todo ese tiempo con la intención ─argumenté─ de ayudar y ahorrarles trabajo innecesario. Por supuesto, no me agradecieron mi ─debo reconocerlo─ inútil intervención. Me conminaron a ponerles en antecedentes de todos y cada uno de los detalles del caso: cómo y dónde había hallado el diario, por qué no lo entregué a las autoridades una vez hube leído su contenido, especialmente lo referente al secuestro, por qué no advertí de nada de lo ocurrido a los municipales a los que acudí con el falso pretexto de dar con el sintecho para ofrecerle un “trabajito” ─así, con retintín─, por qué había vuelto al lugar del hallazgo del diario solo, por qué… Y así una retahíla de preguntas que, en lugar de un ciudadano ejemplar, me hicieron sentir como un viejo e inútil metomentodo, sin tener en cosideración mi historial policial. Debo reconocer que me sentí el más miserable de los mortales, pues comprendí que mi actuación solo había servido para alimentar mi ego, mi imaginación y mi trasnochado entusiasmo.

Me hallaba sentado frente al comisario y tres de sus subalternos, entre ellos mi amigo, el culpable de haberse ido de la lengua contando los detalles de mi visita a la comisaría de la Policía Local. Por lo menos, hubiera podido ahorrarse mencionar, de forma burlona, lo del “trabajito”. 

Tras mi pormenorizada exposición de los hechos, que me llevó casi toda la tarde, pues no cesaban de interrumpirme para dejar constancia de cada detalle, por nimio que fuera, y para tomar debida nota de todo como parte de la declaración que tuve que firmar, me agradecieron ─ahora sí─ mi colaboración y me acompañaron hasta la calle.

Si me habían apartado del caso como un proscrito, no podía quedarme con los brazos cruzados y la mente en blanco sin saber, como mínimo, cuáles iban a ser los siguientes pasos. Así que no pude evitar llamar nuevamente a mi ahora menos amigo para sonsacarle.

De este modo supe que, esa misma noche, una patrulla de los Mossos d’Esquadra se apostaría en la zona del parque donde yo había visto al sospechoso y que varios agentes de paisano estarían al acecho para abalanzarse sobre él o ellos, si es que venía acompañado de su cómplice, en cuanto aparecieran, pues suponían que no cesarían en la búsqueda del sintecho. Gracias a mi descripción del interfecto, no les sería difícil identificarlo, a pesar de la oscuridad reinante. A la vez, tras abandonar yo la comisaría, dieron orden de búsqueda del sintecho quien, en caso de salir bien la redada, debería prestar declaración y actuar de testigo en una rueda de reconocimiento.

Esa noche, los nervios no me dejaron conciliar el sueño pensando que a sólo un centenar de metros de donde yo estaba probablemente se iba a resolver un caso de secuestro de una menor y que, con suerte, acabaría conociendo a quien me había metido involuntariamente en este embrollo.

**

Cuando el teléfono sonó, a eso de las siete de la mañana, una voz grave, que reconocí como la de mi contacto, me informó de la buena noticia: habían atrapado in fraganti al presunto secuestrador. Aunque él lo negaba vehementemente, como era de esperar, y justificaba de forma irracional e inconexa los motivos por los que estaba merodeando por el lugar, su descripción se ceñía a rajatabla a la que yo les había facilitado. Había pasado la noche en el calabozo. Ahora sólo necesitaban que alguien le reconociese y testimoniase su participación en el secuestro. Y como el sintecho seguía sin aparecer, sólo me tenían a mí para actuar de testigo en una primera rueda de reconocimiento. Sabían que mi identificación no sería lo suficientemente válida como para llevarle ante el juez, pues yo no había presenciado el secuestro, pero por lo menos tendrían por dónde empezar para interrogarle antes de que el maldito y huidizo vagabundo apareciera para confirmar las sospechas.

En menos de hora y media me disponía a entrar en la comisaría, nervioso y emocionado. Lo que sucediera en los próximos minutos podía ser crucial para el esclarecimiento de los hechos, y yo iba a ser uno de los protagonistas de ese acontecimiento.

Como viejo policía había desarrollado ─o al menos eso creía yo─ un sexto sentido. Siempre me había vanagloriado de anticiparme a los hechos, de verlas venir, como se dice coloquialmente. Pero lo que ocurriría allí dentro no me lo hubiera imaginado ni en sueños. 

CONTINUARÁ...