Había oído hablar de lo que se conoce como un dejà vu, esa sensación de haber vivido con anterioridad una situación o de haber visitado un lugar en el que no has estado jamás.
Tuve esa sensación cuando aquella tarde de un sábado, en el parque, me hallé ante lo que decía ser un laberinto. Nunca me había fijado en él. “El laberinto del amor”, rezaba un cartel en la entrada. Y en letras más pequeñas añadía: “Entra y encontrarás a tu amor verdadero”.
Aquello sonaba a esas leyendas turísticas que aseguran que si lanzas unas monedas en un estanque o bebes de una fuente, regresarás a ese lugar.
Pero lo que me llamó la atención no fue ese señuelo pueril, más bien propio de una feria ambulante, sino el hecho de que últimamente soñaba cada día con un laberinto como ese. Claro que todos los laberintos son iguales por fuera, pero ese tenía, al igual que el de mis sueños, una particularidad: dos pequeñas estatuas, una a cada lado de la entrada. Una era la efigie de Eros y la otra de Cupido. Las dos parecían invitar al paseante a entrar.
Estuve dudando largo tiempo, pues tiempo era lo que más me sobraba. Al final fue el hastío lo que me convenció. Y la curiosidad, por qué negarlo. Llevaba mucho tiempo sin salir de casa, desde que enviudé, y me apetecía perderme y no pensar en nada. ¿Y qué mejor lugar para llevar a cabo ambas cosas?
El recorrido hasta lo que me pareció el punto más interno del laberinto fue bastante fácil. A lo sumo tardé unos cinco minutos en alcanzarlo. Era una especie de plazoleta circular. En su centro había lo que parecían los restos de una pequeña pérgola y pegada a un lado de la pared circular que formaban los setos perfectamente recortados había una pequeña caseta. Pensé que seguramente debía servir para guardar los utensilios del jardinero. En lo que debió ser en su día la base de la pérgola había una anotación que parecía escrita a mano: “Si has llegado hasta aquí, encontrarás a tu amor”.
Mucho amor, pensé. Lo raro era que no se veía ni un alma paseando por el lugar y esas cosas suelen atraer a las parejas de enamorados. Antes de encaminarme hacia la salida, volví a observar aquella caseta que, de pronto, me pareció fuera de lugar. Tenía algo que me atraía sobremanera. Una vulgar caseta de jardinero ejercía un influjo que no sabría definir. Y, curioso de mí, no pude evitar mirar dentro. La puerta, desvencijada, cedió al mínimo esfuerzo por abrirla. No tendría más de un metro y medio de altura y unos cuatro metros cuadrados de superficie. Estaba vacía pero despedía un olor extraño, tan extraño como el frescor que emitía, por lo que entré para resguardarme del sol de la tarde de verano que todavía calentaba inclemente. Me senté para descansar y cerré los ojos por un momento. Unos siseos me obligaron a abrirlos. Y allí estaba ella. Y me sonrió. Parecía tan real… Me pareció incluso oír su voz. Pero no movía los labios.
Los consejos de amigos y parientes habían resultado inútiles. Salir y distraerme no había servido para nada. Sabía que allá donde fuera su imagen me seguiría. A fin de cuentas solo llevaba dos meses muerta. Pero nunca antes la había visto con tanta claridad.
Me incorporé para acercarme a ella pero me embargó un repentino frío glacial seguido de un vahído que me nubló la vista, lo que me obligó a sentarme de nuevo apoyando la espalda en la rugosa y helada pared. ¿Cómo podía hacer allí tanto frío si fuera estábamos a más de treinta grados?
Una vez recuperado de ese extraño mareo vi que ya no estaba. Tan solo ha sido una visión, un espejismo, un golpe de calor -pensé. Me incorporé con la intención de salir raudo de aquel lugar. Todo aquello me daba muy mala espina. A ver si en lugar de amor, encuentro mi desgracia, me dije con ironía.
Así pues me encaminé hacia la senda que se abría a mi derecha suponiendo que me resultaría tan fácil salir como lo fue entrar, pues la estructura del laberinto me había parecido muy simple. Pero una hora después todavía no había podido hallar la salida. Estaba oscureciendo y, si no me daba prisa, pronto cerrarían el parque y me quedaría allí a pasar la noche. Además, las nubes amenazaban lluvia.
Aunque lo juzgué ridículo, opté por pedir ayuda. Alguien habría por allí que pudiera indicarme la salida. Pero mis gritos cayeron en saco roto. Un silencio sepulcral dominaba el recinto. Estaba solo.
No me quedó, pues, más remedio que tirar por la calle de en medio, y nunca mejor dicho, pues aunque me lastimara y destrozara los setos que bordeaban el camino, los atravesaría, abriendo así un atajo hasta dar con el exterior.
Después de un tiempo que se me hizo eterno por la lentitud de mi avance, con la ropa desgarrada y la cara y manos sangrando por los rasguños y rozaduras de las ramas de los arbustos que formaban las interminables hileras de setos, llegué a la misma plazoleta de la que había partido unas tres horas antes, según indicaba mi reloj. Eso me recordó mi pesadilla recurrente. ¿Estaría soñando?, pensé por un momento. Pero no. Volvía a estar, agotado y magullado, en el centro del laberinto. ¡Maldito laberinto y maldito el momento en que decidí entrar! –grité para mí, pues nadie más podía oírme.
Para rematar la situación, la lluvia hizo acto de presencia, tal como presagiaban aquellos oscuros nubarrones. Impotente y desesperado, decidí, pues, refugiarse en la caseta donde apenas se colaba un fino rayo de luz a través una pequeñísima celosía. Al menos estaría a salvo de la lluvia. Pensé que al día siguiente, domingo, seguramente habría visitantes o, por lo menos, algún vigilante o guarda, que me indicarían la salida. Me sentí como un niño que se ha perdido en el bosque después de haberse escapado de casa. Pero lo que tenía que hacer era tranquilizarme y descansar. Por fortuna nadie me esperaba en casa. Tampoco podía llamar a nadie. Por primera vez lamenté mi aversión hacia los teléfonos móviles.
Pero el sueño se resistía a adueñarse de mí. No podía quitarme de la cabeza esa visión que había tenido de mi difunta esposa y la sensación de dejà vu que me había embargado cuando, a primera hora de esa tarde, me hallé frente a la entrada del laberinto. Lo había visto antes, pero en mis sueños, cuyo significado había intentado descifrar en vano. Además, siempre despertaba cuando, angustiado y sudoroso, me detenía en una explanada que ahora reconocía como la plazoleta a la que hacía solo unas horas había llegado por mi propio pie.
Cuando la tormenta amainó caí en un sopor y debí quedarme profundamente dormido. Como era de esperar, soñé que me había perdido en un laberinto, ese laberinto onírico idéntico al real. Pero esta vez el sueño se prolongaba mucho más. En la explanada de mis sueños había también una pérgola y una caseta cuyo techo me llegaba a la altura del hombro. Algo me arrastraba hacia el interior de la caseta sin poder resistirme. Cuando entraba, un olor nauseabundo impregnaba mi pituitaria. Al principio solo veía lo que parecían ser unos bultos pero, tan pronto como la vista se acostumbró a la semioscuridad, resultaban ser cuerpos humanos en estado de descomposición. Algunos solo eran esqueletos, huesos cubiertos por jirones de ropa putrefacta.
Llegado a este punto, me desperté sobresaltado. Para librarme de esa horrible pesadilla, me incorporé de un salto, propinándome un fuerte golpe en la cabeza que casi me hace perder el sentido. Abrí la puerta de par en par para dejar entrar la luz y el aire del exterior. Todavía no había amanecido. La luz de la luna llena iluminaba todo el espacio. Una vez fuera, dándome la vuelta, me encaré hacia la entrada de la caseta para ver nuevamente su interior. Y entonces volví a revivir mi pesadilla. La caseta estaba repleta de cadáveres. ¿De dónde habían salido? Estaba vacía cuando la inspeccioné la tarde anterior y cuando entré luego para guarecerme. Debían llevar mucho tiempo muertos, dado el avanzado estado de descomposición. Había un cuerpo justo donde yo había estado recostado mientras dormía. ¿Cómo no había notado su presencia ni la de los demás cuerpos? Además, iba vestido con una ropa parecida a la mía, solo que estaba en un lamentable estado, rota y manchada de sangre. Quizá todavía estaba vivo, quizá era alguien que, como yo, se había perdido y se había albergado allí mientras yo dormía. No sabía qué pensar. Todo me parecía inverosímil. Lo zarandeé ligeramente. Su cuerpo se desplomó dejando la cara al descubierto. Me acerqué para verla bien. No pude evitar proferir un grito de pánico. ¡Era yo!
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Ahora soy uno más de los habitantes de este laberinto que casi nadie visita. Son muy pocos los que buscan a su amor o los que su amor les reclama. Ya somos diez los que hemos venido a parar aquí. Paseamos por los intrincados caminos que no llevan a ninguna parte y juntos recordamos nuestras vidas pasadas. Y esperamos con ilusión a posibles visitantes a los que acoger, como hicieron conmigo. Yo tardé en comprender pero finalmente lo asumí, convirtiéndome en uno más del grupo. Somos felices. Hemos visto cumplido nuestro mayor deseo. Formamos, de momento, cinco parejas que han podido reunirse con quienes amaron en vida. En la caseta dejamos atrás el mundo del que procedimos, lo que fuimos y en lo que nos convertimos. Es un vestigio de nuestras vidas pasadas, para que no nos olvidemos de ellas.
Ahora doy gracias a que mi deseo se hiciera realidad aunque todavía ignoro cómo fue posible. Era mi amor quien me llamaba sin yo saberlo. Algo hacía que mi sueño recurrente se interrumpiera en el mismo punto y no pudiera llegar a verla. Debían ser mis amigos y familiares que, con sus persuasivas palabras, me retenían en aquel mundo infeliz y me bloqueaban la mente. Lo que nadie me ha sabido explicar es cómo apareció el laberinto en el parque. El poder del subconsciente es inimaginable, lo sé. Quizá será que siempre he sido un romántico y que, de hecho, estaba más muerto que vivo.
¿Habrá más laberintos del amor? Espero que sí. Debería haber muchísimos más, del mismo modo que deberíamos recibir nuevos visitantes. De lo contrario, el amor verdadero sería un bien my escaso. Pero tampoco nadie ha sabido decírmelo.