A la mañana siguiente, al despertar, tardé unos segundos en tomar conciencia de dónde estaba y qué me había ocurrido. Los azulejos blancos que recubrían las paredes y el olor característico, que me traía ingratos recuerdos de mi reciente extirpación de amígdalas, me indicaron que me hallaba en un hospital. Me dolía todo el cuerpo y unas terribles agujetas torturaban mis enclenques piernas. En la blanca e inmaculada sala había otras tres camas, pero yo era la única inquilina. Intenté incorporarme, pero un intenso dolor de cabeza me hizo gemir. Al instante, quizá alarmada por mi quejido, una enfermera-monja o una monja-enfermera asomó la cabeza, o debería decir la toca alada, y desapareció sin decir esta boca es mía.
No habían transcurrido más de dos minutos que ya tenía a mi alrededor seis pares de ojos, observándome expectantes. Mi mirada recorrió velozmente el perímetro de la cama y, salvo una, todas las caras me resultaban familiares. Mis padres, con ojos enrojecidos y llenos de ansiedad, mi tía Engracia, con su tierna mirada, aliviada por verme sana y salva, el doctor Rafael, sonriente y asintiendo con la cabeza en señal de aprobación, mi hermana escrutándome como queriendo comprobar si seguía siendo la misma. Junto a ellos, un hombre ataviado con una bata blanca, médico sin duda, era el único que me contemplaba con semblante neutro. Entonces todos empezaron a hablar a la vez. El médico desconocido tuvo que imponer un poco de silencio entre el maremágnum de preguntas que me lanzaban sin orden ni concierto.
El doctor Recasens, que así se llamaba el médico, tocado con un bigotito a lo Clark Gable, pidió que abandonaran la sala. Una vez a solas, me sometió a una somera exploración física y a formularme una serie de preguntas para comprobar, según dijo, hasta qué punto estaba en condiciones para darme el alta y pasar a la siguiente fase: el interrogatorio sumarísimo al que me someterían familiares y autoridades. Pasado el examen satisfactoriamente, permitió que todos regresaran a sus puestos.
Cuando me contaron que habían detenido a Pedrito, acusado de ser el responsable de mi desaparición, di un brinco y salté de la cama gritando a favor de su inocencia.
Don Rafael fue el primero en sujetarme y serenarme diciendo que no me preocupara por él, que todo se aclararía, que primero tenían que llamar al cabo de la Guardia Civil que se ocupaba del caso y que, una vez se hubiera aclarado todo y demostrado su inocencia, le soltarían.
Dicho esto, todos abandonaron la sala y la enfermera-monja o la monja-enfermera me sirvió el desayuno diciéndome que, una vez me lo hubiera terminado “todo” ─recalcó con cara amenazadora, como la de la madre superiora de mi colegio─, podía vestirme y entonces llamaría a mis padres.
Me tomé aquel insulso desayuno con la mayor lentitud de la que fui capaz, pues mi cabeza daba vueltas y barruntaba qué era lo que le contaría a mi familia y al cabo ese que vendría a tomarme declaración.
¿Y si todo había sido un sueño? ¿Y si mi desmedida imaginación me había traicionado? Pero ¿y la sombra, las voces, esa presencia extraña? ¿Qué había de verdad y de irrealidad en todo lo que había experimentado? Y luego mi caída, mi vuelo, mi inconsciencia. Y mi despertar. Y, sobre todo, mi encuentro con él. Pero, de ser un sueño, ¿cuándo empecé a soñar? Si no fue más que una alucinación, todo resultaba extrañamente nítido. Todavía podía verle con claridad, muy alto y delgado, y podía recordar cada una de sus palabras, y su voz, una voz dulce y triste a la vez, mientras me contaba cómo fue su final. Ricardo me había detallado cómo y por qué abandonó la línea de fuego para perderse en la oscuridad del campo, andando por barrizales, cruzando riachuelos y bosques hasta llegar al que le protegió por un tiempo y en el que creyó estar a salvo. Me habló de cómo conoció a Pedrito y cómo este le ofreció cobijo en la casita blanca. Me habló de sus padres y de sus hermanos pequeños, de su novia, y de su abuelo paterno, ya muy viejo cuando se marchó al frente. Me habló de los horrores de la guerra, de los cuerpos mutilados y despedazados de sus compañeros de filas, del hambre y las ratas que se vieron obligados a comer por falta de otro alimento mejor. Me habló del sonido de las bombas, obuses y granadas, del rugido de los aviones enemigos, del silbido de los proyectiles, de los gritos de terror y los gemidos de dolor previos a la muerte. De su mano, recorrí el campo de batalla, sentí el olor a pólvora y a muerte, vi cómo se refugió en la casita blanca y cómo le prendieron, de madrugada. Derramó en mí todos sus experiencias y miserias. No sabía que un fantasma podía llorar e hice lo que cualquier amigo hubiera hecho en mi lugar: le abracé. Pero mis brazos no pudieron asirlo, se escurrieron a través de un cuerpo inmaterial, pues Ricardo no era más que un fantasma con recuerdos amargos que necesitaba compartir con un mortal que pudiera comprenderle y ayudarle a encontrar la paz. Y eso era para lo que yo había ido a su encuentro.
¿Cómo podía tratarse de un simple sueño? ¡Todo pareció tan real! Incluso llegué a ver quién fue su delator, el dueño del bar, ese hombre sin nombre para mí que tan bien trataba a Pedrito, pensando que así compraba el silencio de la única persona que sabía lo que había hecho, un mutismo que también le obligaba a mantener bajo amenazas de un encierro de por vida. Pero yo no he sido nunca una delatora y tampoco, aunque no lo parezca, una irresponsable. Si todo era cierto y lo contaba, podía poner en evidencia a Pedrito pues nadie creería en la revelación de un muerto sino en una acusación de un perturbado mental. Así que decidí yo también guardar silencio. No podía contar mi experiencia “sobrenatural” ─por aquel entonces no se usaba el término “paranormal”─ pues creerían que no estaba en mi sano juicio. Pero algo tendría que contar.
En estas cavilaciones andaba cuando un vozarrón de contralto me sobresaltó.
─Pero niña ¿todavía estás así? Tu familia está ahí fuera y acaba de llegar un Guardia Civil con cara de pocos amigos que también te está esperando. Así que date prisa y vístete de una vez ─y dicho esto, la monja-enfermera o la enfermera-monja dio media vuelta y volvió a desaparecer.
El cabo acababa de interrogar a un Pedrito insomne y atemorizado que no había parado de defender su inocencia. Tuvieron que darle un tranquilizante para que su verborrea bajara a un nivel comprensible. A falta de un abogado ─a ver dónde encontramos uno en pleno mes de agosto, había exclamado el comandante del puesto─, pidieron la presencia de don Rafael, como alcalde y testigo del interrogatorio y de la declaración. Por él supimos la versión de Pedrito.
Aquella maldita tarde, después de comer, Pedrito se dirigía al rio por el camino largo que pasaba por la masía de un tal Masdeu. Iba con el capazo más grande que había podido encontrar, con la intención de cargar en él el mayor número de truchas posible. Cuando Masdeu le preguntó por qué iba cargado con aquel cachivache y Pedrito le contó el motivo, el hombre se carcajeó en sus narices.
─¡Mira que eses tonto, Pedrito! ¡Dejarte engañar de este modo por una chiquilla! Anda, vuelve a tu casita, que te vas a asar con este calor de mil demonios. Ya tendrás ocasión de pescar tantas truchas como quieras otro día y en otro momento, hasta finales de septiembre ─le espetó Masdeu.
Sintiéndose engañado y decepcionado, Pedrito volvió a la casita blanca esperado encontrarse conmigo para pedirme explicaciones por mi fea conducta. A medida que avanzaba, barruntó que todo debía haber sido una artimaña para encontrarme a solas con su amigo fantasma, así que aceleró el paso para evitarlo. Fue entonces cuando me vio corriendo e intentó persuadirme para que me fuera de allí. Pero sus piernas, mucho más gruesas pero también mucho más torpes que las mías, no le permitieron darme alcance, así que tuvo que suplir su menguada agilidad a base de gritos de advertencia.
Según él, parecía que me había vuelto loca de remate. Me comportaba de una forma muy extraña, corría de un lado para otro sin seguir una dirección concreta. Por mucho que me advertía que me fuera de allí y aun llamándome por mi nombre, yo seguía corriendo. Entonces pensó que lo que me ocurría era que había visto al fantasma y, asustada, huía. Y como viera que, en mi huida atolondrada, me dirigía directamente hacia el barranco, volvió a gritar, esta vez mucho más fuerte para que me detuviera. “No, no, no”, me decía sin apenas poder respirar. Por fortuna el espíritu de Ricardo apareció de entre los árboles, volando más rápido que el viento, gritándome a su vez para que me detuviera. Fue él quien me rescató en el preciso instante en que, habiendo dado yo un traspiés, resbalé y caí rodando por el terraplén que da al barranco. Pedrito vio, boquiabierto, cómo me tomaba en volandas y alzaba el vuelo llevándome en sus brazos.
Anduvo y desanduvo Pedrito el camino repetidas veces en mi busca y en la de Ricardo en vano, hasta que oyó voces en la entrada del bosque por la parte de la alberca. Allí se dio de bruces con un montón de gente, incluyendo a mis padres y a don Rafael, a quien contó lo ocurrido. Pero en lugar de creerle, un Guardia Civil le zarandeó, le amenazó y lo envió de vuelta a su casita sin darle opción a seguir explicándoles lo que había visto.
No obstante, Pedrito no podía quedarse con los brazos cruzados. Sabía que no me hallarían en el río, que debían buscarme en otra parte, pero ¿dónde? Cuando todos se hubieron marchado del lugar, vagó por el bosque llamando a Ricardo, suplicándole que no me hiciera ningún daño, que yo era una niña buena que solo quería conocerle porque él me había contado su triste historia. Después pensó que si el espíritu hubiera querido hacerme daño no me habría salvado de una muerte segura. Pero ¿por qué no me devolvía en lugar de haber desaparecido conmigo? Debíamos estar en alguna parte. Siendo yo una niña tan lista ─se dijo─ era muy capaz de ganarme el respeto e incluso el afecto del fantasma, como le había ocurrido a él. Ahora Pedrito ya no tenía solo un amigo, ahora tenía dos, aunque debía reconocer que yo no le había tratado demasiado bien engañándole de aquel modo, haciéndole parecer más tonto de lo que era. Pero me perdonaba porque lo había hecho para conocer a Ricardo, y si Ricardo estaba de acuerdo en tenerme como amiga, a él ya no le importaba. Lo que no acababa de entender era por qué había querido estar con él a solas. Pero siendo yo tan lista quizá quería sonsacarle cosas que Ricardo no le había contado a él. Eso le puso celoso ─admitió─. De ahí que quisiera encontrarnos a toda costa.
Pero a medida que pasaba el tiempo sin que yo ni el fantasma apareciéramos, Pedrito empezó a preocuparse. ¿Y si Ricardo se había enfadado conmigo por ser demasiado fisgona y me había abandonado en algún lugar donde nadie pudiera encontrarme? Se sintió, de repente, tan culpable por haberme hablado de él y por no haber llegado a tiempo de evitar el encuentro, que se juró hallarme como fuera, aunque tuviera que recorrer mil veces el bosque y sus alrededores, aunque no pudiera dormir ni comer en cien días. Pero, claro, si su mente era débil, su cuerpo lo era más y al cabo de dos días, se sintió desfallecer y decidió volver a la casita para comer algo, descansar y así reponer fuerzas para continuar con mi búsqueda. Fue entonces, al entrar, cuando me vio, tumbada y abrigada con su vieja manta, sin duda por obra de Ricardo que, arrepentido o habiendo satisfecho mi curiosidad, dio fin a lo que la gente llamó “el incidente”.
Cuando don Rafael me refirió, de camino a casa de tía Engracia, toda esta versión de los hechos según Pedrito, me di cuenta de que lo que yo había experimentado no había sido un sueño sino una vivencia real, algo inexplicable y extemporáneo, pero real, a fin de cuentas. Recordé haber alzado el vuelo en brazos de alguien y haberme desmayado al instante. Y también me vino a la memoria una última imagen de Ricardo, depositándome con sumo cuidado sobre el duro suelo de la casita, arropándome y susurrándome que no temiera nada, que pronto vendrían a buscarme y volvería a estar con mis padres. Lo último que hizo fue besarme en la frente y decirme que las promesas estaban para cumplirlas y que confiaba en que yo cumpliría la mía.
¿Podría cumplir mi promesa? Recordé una vez más las palabras de mi padre sobre no hacer promesas que no estás seguro de poder cumplir. Pero si para un espíritu no existe el tiempo ─pensé─ bien podría Ricardo esperar unos años más, hasta que yo fuera lo suficientemente mayor, para ver cumplidos sus deseos. No debía ser tan difícil hallar el paradero de su familia. Podía encargárselo a alguien, pero ¿quién haría caso a una niña? ¿Y qué excusa daría? Ten paciencia, Ricardo ─le dije─, que un día volveré para darte las buenas noticias.
─¿Cómo dices, niña? ¿Quieres hacer el favor de centrarte y contestar a mis preguntas? ─me sobresaltó aquel hombre uniformado que tenía ante mí.
─La niña debe estar todavía un poco ofuscada, cabo, ¿no podríamos dejarlo para más adelante? ─terció don Rafael, con el asentimiento de mis padres.
─Como ustedes quieran. Pero hasta que no aclaremos los detalles de este extraño suceso, ese tal Pedrito permanecerá en el calabozo.
─No, no, no, por favor ─exclamé─, Pedrito no tiene la culpa de nada. Ya me encuentro mucho mejor. Les contaré lo que ocurrió ─atajé con toda la convicción del mundo. Pedrito no debía permanecer ni un minuto más detenido.
Tras mi declaración, en casa de mi tía, sentada en una silla del comedor y rodeada de mi familia, de don Rafael, del cabo y un guardia civil que tomaba notas, soltaron a Pedrito, que corrió a refugiarse en su casita para no salir de allí en mucho tiempo.
La cara de desconcierto de todos los presentes ─la de mi hermana no podía verla pues estaba en la que era nuestra habitación, escuchando tras la puerta entreabierta─, era patente. Aun así, me reafirmé en todo lo dicho, que no fue mucho. Les conté mi incursión en el bosque, el propósito de encontrarme con un fantasma que, según Pedrito, habitaba en él, que me asusté porque me pareció ver una sombra y oír voces extrañas, que empecé a correr y que me desorienté, que recordaba haber resbalado y que debí darme un golpe en la cabeza que me hizo perder el sentido. Hasta ahí, todo más o menos creíble. Agotamiento, deshidratación, quizá un golpe de calor, el miedo tal vez, me habían hecho ver y oír cosas extrañas, cuando era Pedrito quien me seguía, apuntó el doctor Rafael como explicación. Lo realmente complicado era justificar mi desaparición durante dos días. ¿Cómo podía argumentarlo sin contar la verdad ─mi verdad─ y eximir a la vez a Pedrito de toda sospecha? Tragué saliva y, a sabiendas de que me tomarían por una chiflada, les dije que lo único que podía recordar era que al caer por el terraplén alguien me sujetó y se me llevó volando, el mismo que después, al recobrar ligeramente la conciencia, vi que me depositaba en el suelo de la casita blanca y me cubría con una manta, diciéndome que me pondría bien y que pronto vendrían a buscarme. También afirmé ignorar el tiempo que había transcurrido entre una cosa y otra, pero que para mí habían sido solo unos minutos. Al oír la primera parte de mi relato, el cabo puso los ojos en blanco y miró a su alrededor buscando apoyo a su perplejidad. La cara de mis padres mostraba claros signos de preocupación. Solo la de mi tía denotaba una soterrada credibilidad. En cuanto al final de mi historia, el cabo me exigió que describiera al sujeto, al raptor, quien seguramente me habría drogado con alguna sustancia ─lo que explicaría mi alucinación─ y retenido todo ese tiempo. No tuve ningún reparo en describir con pelos y señales a Ricardo, incluso me ofrecí a dibujarlo. Pero nadie pareció reconocerlo tras mi detallada descripción.
Terminado el interrogatorio, los dos representantes de la ley se marcharon al cuartel para transcribir el informe a máquina, que tuvieron que firmar mi padre y don Rafael, como adultos y testigos de mi declaración. A la vuelta, oí que mi padre le decía a mi madre que el cabo seguía pensando que Pedrito estaba involucrado en este turbio asunto y que yo, por pena o por miedo, le encubría. Que, por fortuna, no me había hecho nada malo, según había certificado el médico del hospital, porque, de lo contrario, irían a por él. Hasta transcurridos varios años no entendí a qué se refería.
Mis padres y mi tía me mantuvieron al margen de las habladurías, pero yo sabía lo que decían de mí por mi hermana, que también demostró tener dotes de espía. La historia de la “niña embrujada”, como algunos empezaron a llamarme con sorna, corrió de boca en boca. Yo apenas ponía los pies en la calle para evitar las miradas y murmuraciones de la gente. Debieron pensar que simplemente estaba chiflada o que todo había sido una invención para ocultar la verdad: que me había escapado y que la travesura tuvo su final cuando, hambrienta y asustada, decidí volver a casa. Otros decían que Pedrito había tenido algo que ver en toda aquella extraña historia, que debía sentir atracción por las niñas y que me había camelado con algún embuste de los suyos, y así un montón de estupideces, todo mucho más creíble que el hecho de que un fantasma se me hubiera llevado y devuelto al cabo de dos días. Solo unos pocos dieron crédito a la versión fantasmagórica, entre ellos el cura párroco, que quiso confesarme porque quizá aquello tenía relación con el demonio, cosa que no pudo llevar a cabo porque, a mis seis años, todavía no había hecho la Primera Comunión.
En casa de mi tía reinaba una inquietud cuyo motivo no llegué a entender. Tanto mis padres como mi hermana parecían incómodos cuando salíamos de paseo. El caso de mi hermana era claro: se avergonzaba de mí. Mis padres, en cambio, parecían temer que aquel maldito incidente volviera a ocurrir. Nunca me presionaron para que les contara toda la verdad, pues sabía que dudaban de mi versión. Aun así, me observaban con recelo y no me dejaban sola ni a sol ni a sombra. A mi hermana no llegaron a castigarla, pero la hicieron responsable de que no me moviera de la habitación que compartíamos durante nuestra siesta diaria. Con mi tía también se volvieron muy reservados y durante los primeros días que siguieron a mi aparición, mi madre no dejaba de lamentarse, en su presencia, de haber tenido la mala idea de ir a pasar aquellas vacaciones allí, en medio de la nada, como decía despectivamente. Mi tía callaba, pero notaba que aquello le dolía, que la hacía sentirse culpable de lo acontecido. Fue ella quien sacó finalmente, durante una cena, el tema a colación.
─Aunque no se atrevan a reconocerlo, hay quienes conocen la leyenda del espíritu ─dijo de sopetón entre plato y plato─ y, dicho sea de paso, yo también la conocía y además creo que no es tal leyenda sino una triste realidad ─acabó sentenciando.
─Pero si tú misma nos dijiste que no hiciéramos caso a Pedrito, que se inventaba muchas cosas ─la interpeló mi hermana, ante la mirada de reprobación y alarma de mi madre, que la hizo callar de inmediato.
─¡Así que usted habló de este fantasma, o lo que sea, con las niñas! ─le recriminó mi madre.
─Yo no les hablé de ningún fantasma. Un día vinieron diciéndome que Pedrito les había contado que en el bosque vivía un espíritu. Todo lo que les dije fue que, aunque fuera buen chico, tenía la cabeza llena de pájaros. Eso es todo. No podía decirles otra cosa. No soy tan boba como para asustarlas con historias de espíritus.
─Nos lo hubiera tenido que contar a nosotros, sus padres ─atajó mi madre, dando por concluida la discusión.
A mis padres todo aquello les trastornó hasta el punto de hacer la estancia en el pueblo incómoda y desagradable. Se cerraron en un mutismo que no llegué a entender hasta pasados los años. Creo que ellos también debieron pensar que algo fuera de lo normal ─mis padres no eran creyentes─ me había sucedido y que mientras estuviéramos en aquel lugar, podía volver a suceder. Mi tía debió intuir lo mismo porque un día la oí decir en voz baja algo así como “quien no cree en Dios, cree en brujas”. Entonces no entendí su significado. Supongo que quiso decir que hay quien niega la existencia de Dios, del más allá, de otra vida inmaterial, porque lo consideran inimaginable y ridículo, pero en cambio creen en brujería, adivinaciones, premoniciones, ocultismo y demás zarandajas. Mis padres, pues, debieron creer que algo oculto había detrás de mi desaparición y posterior aparición y que aquel lugar tenía algo que ver en todo ello ─hoy lo llamarían un expediente X─ y decidieron hacer las maletas antes de lo previsto.
El día de nuestra marcha, tía Engracia no nos acompañó hasta la parada del autocar. Se despidió en casa, deseándonos buen viaje. Con los ojos enrojecidos, me besó y, con una mirada pícara, me dijo muy bajito que la escribiera y le contara cosas de mi “nuevo amigo”.
Creo que muchos en el pueblo suspiraron de alivio al vernos cargados con las maletas esperando en la parada, frente al bar del hombre sin nombre. Antes de subir al autocar, no pude evitar echar el último vistazo a la plaza y entonces vi a Pedrito que, desde detrás de uno de los viejos plátanos que la circundaban, me observaba. Cuando se cruzaron nuestras miradas, me sonrió, me saludó con la mano y desapareció.
Cuando el autocar enfiló la carretera, a la salida del pueblo, mi mirada se adentró en el bosque que tantas tardes había recorrido. Desde donde yo estaba era imposible ver la casita blanca. Me hubiera gustado despedirme de ella. Suspiré. Algún día volvería, de esto estaba segura. Y de pronto algo, a lo lejos, me llamó la atención. Era una sombra, una silueta muy alta y delgada, que desde la espesura me decía adiós.
Tuvieron que transcurrir veinte años para poder cumplir mi promesa. En agosto de 1976, volví al pueblo para pasar unos días. Me hospedé en la que fuera la casa de tía Engracia, convertida en lo que hoy se conoce como casa rural. Entonces era simplemente una casa donde se alquilaban habitaciones y se servía el desayuno, un Bed & Breakfast de la década de los setenta.
Pedrito debía rondar los setenta años, pero seguía siendo un niño grande. Ya no vivía en la casita blanca sino en una residencia que le había procurado el ayuntamiento. Fui a su encuentro y le conté mis peripecias para dar con la verdadera identidad de Rafael y con el paradero de su familia, a la que me había presentado como una reportera que estaba investigando algunos crímenes de la guerra civil y que casualmente había dado con la historia de Ricardo. Sabía que no encontrarían consuelo con mi inventada, pero aun así dura, versión de los hechos, pero lo hice para que Ricardo supiera dónde encontrarlos y pudiera estar, a su manera, cerca de ellos. Recuerdo que Pedrito se puso a reír como un niño a quien le han hecho el regalo que esperaba, diciendo que Ricardo se alegraría muchísimo pues había estado esperando ese día con verdadera ilusión. Al día siguiente fuimos al bosque. Los tres recordamos el “incidente” que tuvo a todo el pueblo en vilo. Después vino el momento de las despedidas. A Pedrito lo acompañé de vuelta a la residencia. De Ricardo nos despedimos en la casita blanca.
Ya han pasado cuarenta y cuatro años desde aquel verano. El pasado mes de junio cumplí los sesenta y Clara está a punto de cumplir los sesenta y dos. Dentro de pocos días será Navidad y volveremos a reunirnos, como cada año, en torno a la mesa para celebrar las fiestas con nuestros maridos, hijos y nietos. Y como cada año, saldrá a relucir “el incidente” y Clara volverá a intentar sonsacarme si lo que me pasó tuvo algo que ver con aquel fantasma del que nos habló Pedrito. Y yo, como siempre, me andaré por las ramas y le hablaré de Pedrito, que hace ya cuatro años que nos dejó. Y haré como si aquel suceso ya no me importara. Pero el recuerdo de Pedrito, de Ricardo y de la casita blanca siempre permanecerá en mi memoria.
FIN