La tormenta arrecia,
inclemente, acompañada de un frio glacial. Está anocheciendo.
─Quédate
conmigo. No me dejes solo, por favor ─grita Javier para hacerse oír.
─Tranquilo,
que no me voy a ninguna parte. Juan y Esteban pronto volverán con ayuda ─le
responde Rosa, aparentando una serenidad que no siente.
─Me
estoy helando. Como no lleguen pronto con ayuda, moriré congelado.
─Ya
verás como no. Piensa en positivo. Ya deben estar de vuelta.
─Pero
hace ya muchas horas que se marcharon.
─Hará
unas tres horas, no más. Ten en cuenta que el camino debe estar muy mal; con la
nevada que está cayendo habrá quedado casi intransitable. Pero ellos lo
lograrán, ya verás. Tú estate ahora tranquilo, relájate.
─¡¿Cómo
quieres que me relaje?! Me estoy congelando, Rosa. Ya no siento las extremidades.
Estoy muy débil. Creo que voy a morir en este agujero.
─No
digas tonterías, Javier. No te vas a morir. Lo que sientes es debido a la
hipotermia. No has tenido tiempo de congelarte. En cuanto entres en calor, te
recuperarás, ya verás.
Por
fortuna, Rosa se ha quedado para hacerme compañía, pero la espera se hace
interminable. ¿Llegarán a tiempo? ¿Encontrarán a alguien dispuesto a venir en
mi ayuda con esta tormenta de nieve? Es una zona muy escarpada y de difícil
acceso, solo un montañero muy experimentado y bien pertrechado lograría llegar
hasta aquí a tiempo, sacarme de esta grieta y trasladarme sin demora al
hospital más próximo.
─¿Sigues
ahí, Rosa? No te veo.
─Sigo
aquí, Javier, no te apures. Me he tendido para protegerme de la ventisca. La
nieve helada se clava en la cara como dardos.
Si
salgo de esta, les estaré eternamente agradecido. Se lo recompensaré de algún
modo. Ahí está Rosa, dándome ánimos, aunque me habla como al moribundo a quien
se quiere distraer para que no piense en la muerte. Y tanto Juan como Esteban
están poniendo en peligro su vida para salvar la mía.
─¿Ves
algo, Rosa? ¿Todavía no has podido contactar con ellos?
─No,
Javier, no se ve nada y no hay cobertura. Pero seguro que ya no tardarán en
llegar. Ten un poco más de paciencia.
─Me
duele mucho la espalda. Seguro que me he roto algo, quizá alguna vértebra.
Estoy totalmente encajonado. No puedo moverme. Si no me sacáis pronto, me
quedaré aquí, enterrado en el hielo.
─Que
no, hombre. Todo saldrá bien, ya lo verás. Pronto te sacaremos de ahí, te lo
prometo.
─Ojalá
sea así. Y ¿sabes qué?
─Dime.
─Que
casi preferiría morirme en este agujero que quedar inválido el resto de mi
vida.
─Pero
¡qué cosas tienes! No pienses en ello, haz el favor.
Rosa,
Juan y Esteban. Somos amigos prácticamente desde la infancia. ¡Cuántas experiencias
vivimos juntos de adolescentes! Aunque como esta ninguna, desde luego. Tiene mucho
mérito que hayamos mantenido la amistad durante tantos años. Más de veinticinco.
Siempre han estado a mi lado. Yo, en cambio, últimamente me he ido distanciando.
La falta de tiempo y esas cosas. Si no me llamaran ellos, creo que no
encontraría nunca el momento de hacerlo yo. Reconozco que he sido un mal amigo.
Y también un mal hijo. Y un mal marido. ¡Qué mal me he portado con todos! A mis
padres los visito de uvas a peras y siempre más por obligación que por
devoción. Y como marido todavía peor. Le fui infiel a Julia con una de sus
amigas. No le reprocho que no me haya perdonado, aunque debo admitir que yo no
he hecho nada para merecer su perdón. Y en mi trabajo me he granjeado más de un
enemigo. He sido una mierda de persona. Si salgo de esta, prometo cambiar, me
tomaré la vida de otro modo y trataré a los demás de una forma más justa. Menos
trabajar y más tiempo para mí y para los míos. Se acabó trabajar los fines de
semana y en vacaciones. Tengo que quitarme la adicción al trabajo y vivir la
vida. Quizá, incluso, me tome un año sabático.
─Rosa,
¿me oyes?
─Claro
que te oigo. Dime.
─¿Tú
crees que he sido un mal amigo?
─¿A
qué viene esto ahora?
─Contéstame.
Es importante. ¿He sido un mal amigo? Y sé sincera, por favor.
─Pues
ya que lo preguntas, un poco sí, la verdad.
─¿En
qué os he fallado? Dímelo, quiero saberlo.
─Pues,
chico, no sabría por dónde empezar, sinceramente.
─Me lo
imaginaba. Da igual. Me arrepiento de todo, aunque no sepa todo de lo que deba
arrepentirme. Si salgo de esta, seré el mejor amigo del mundo.
─No me
hagas reír, Javier, que no estoy para bromas. Ya te lo recordaré más adelante.
─No
hará falta que me recuerdes nada. Para empezar, tenemos que quedar con más
frecuencia. Por lo menos una vez al mes, eso es. Y siempre que necesitéis algo,
contad conmigo.
─Caramba,
Javier, ahora sí que empiezo a pensar que estás grave.
─Te lo
digo en serio. He tenido que encontrarme en esta desagradable situación para
replantearme muchas cosas. No solo como amigo, sino también como hijo y como
marido.
─Eso me
parece muy bien. Harías bien en preocuparte más por tu familia, y como familia incluyo
también a Julia. La pobre lo ha pasado, y sigue pasándolo, muy mal. No estaría
de más que le pidieras perdón. Ella todavía te quiere, a pesar de lo que le
hiciste. Lo vuestro todavía puede tener arreglo.
─Lo
reconozco, me porté fatal con ella. Y no solo con ella. A mis padres los tengo
muy abandonados. En cuanto pueda…
─¡Ya
vienen, ya vienen! Creo que son ellos. ¡Sí, son ellos, y vienen con ayuda! ¿Lo
ves, Javier, como tenía razón? ¿Javier? ¿Javier, me oyes?
Javier
yace en una cama de hospital. Han transcurrido tres días desde que lo
rescataron. Por extraño que parezca, solo se fracturó un brazo y una pierna. El
resto fueron contusiones, heridas superficiales y un inicio de congelación de
los dedos de las manos y de los pies. Cuando llegó el equipo de rescate había
perdido el conocimiento, su pulso era débil y deliraba. Un helicóptero lo
trasladó al hospital en el que ahora se recupera. Durante el vuelo balbuceaba
cosas ininteligibles para la gran mayoría de los presentes, excepto para Rosa,
la única que pudo entender el significado de las frases entrecortadas que salían
de sus labios resecos y cortados por el frío.
Al
cabo de las veinticuatro horas que estuvo prácticamente inconsciente, despertó
sin recordar lo ocurrido, hasta que vio a su alrededor varias caras conocidas. Entonces
comprendió dónde estaba y recordó lo sucedido. Mientras Juan y Esteban se
tomaban un café aguado de la máquina expendedora situada al fondo del pasillo,
junto a la sala de espera, a los pies de su cama se agolparon Rosa, Julia y sus
padres, ansiosos por ver si todo estaba en orden en la cabeza de Javier. Cuando
este esbozó una sonrisa, todos suspiraron aliviados. Rosa fue de inmediato en
busca de sus dos amigos para darles la noticia. Todos los allí reunidos tenían
un motivo de alegría, empezando por el propio accidentado, que comprobó que
había sobrevivido y que, por las escayolas, solo se había fracturado dos de sus
extremidades. Solo un pertinaz dolor de cabeza enturbiaba su bienestar. Todos
le abrazaron, incluso la dolida Julia, que había acudido, tan pronto la
avisaron, para interesarse por su estado.
A
Javier, se le escaparon unas lágrimas rebeldes de gratitud. A pesar de su
comportamiento para con todos ellos, estaban ahí, no le habían querido dejar
solo en esas lamentables circunstancias. Eso significaba que le querían. Más de
lo que él los había querido. De pronto recordó su examen de conciencia y su
propósito de enmienda. Pero la vergüenza le impidió verbalizarlo. Ni siquiera
les dio las gracias en voz alta.
Tras
los oportunos exámenes y comprobar que el paciente estaba estable, le dieron el
alta hospitalaria y solo le recetaron un analgésico, que debía tomar a demanda.
Por lo demás, podía hacer vida normal, todo lo normal que un brazo y una pierna
escayolados le permitieran.
A las
pocas horas de haberle dejado en casa sus amigos, a media tarde, recibió una
llamada telefónica.
─Hola
hijo. ¿Cómo estás?
─Muy
bien, mamá, no te preocupes.
─¿Cómo
no voy a preocuparme, estando como estás solo? ¿Quieres que venga a hacerte la
cena?
─No,
mamá, la cena me la está haciendo Eva.
─¿Eva?
¿Quién es Eva?
─Es la
señora de la limpieza. Viene a horas, pero le he propuesto que, de momento, venga
cada día a hacerme el almuerzo y la cena. Así que no hay problema.
─Ah,
bueno. Pero si no le va bien, me lo dices y voy yo.
─Que
no, mamá. Me ha dicho que puede venir todos los días. No te preocupes por nada,
¿vale?
─¿Y el
desayuno? ¿También te lo preparará esa Eva?
─Pero
mamá, ¿ya no te acuerdas que casi no desayuno? Un café con leche me lo puedo
preparar yo. Estoy lesionado, pero no inválido, ¿de acuerdo?
─De
acuerdo, hijo, como quieras. Pero si me necesitas, ya sabes.
─Que
sí, mamá. Adiós.
Eva
resulta ser una gran cocinera y de muchos recursos, pues la nevera estaba más
vacía que la cuenta corriente de un parado de larga duración, así que no sabe
de dónde ha salido ese ágape tan generoso.
No han
pasado más de unos pocos minutos desde que se ha levantado de la mesa y se ha
despedido de Eva, que vuelve a sonar el teléfono, esta vez el móvil. Es Rosa.
─Oye,
Javier, que hace un rato, hablando con Juan y Esteban, hemos pensado que, si
necesitas algo, como por ejemplo que alguien te lleve a las sesiones de recuperación,
al médico o lo que sea, puedes contar con nosotros, que nos podemos….
─Que
no, no os preocupéis. Gracias, de todos modos. Ya me las apañaré, siempre puedo
llamar a un taxi ─le corta Javier.
─¿Un
taxi?
─Sí,
un taxi, ¿por qué no?
─Vale,
vale, pero que sepas que lo que necesites…
─Que
sí, que sí. Disculpa, Rosa, pero estoy muy cansado e iba a acostarme.
─Ay,
perdona, Que descanses, pues.
Javier
se siente, de pronto, agobiado por tanta amabilidad y, entre tanto alboroto,
necesita relajarse y que nadie le moleste.
Cuando,
ya en la cama, intenta conciliar el sueño, siente la vibración del móvil, que
ha puesto en modo silencio, sobre la mesilla de noche. Está tentado de no
contestar, pero ¿y si es algo urgente? Podría ser su jefe, que le llama para
interesarse por su estado, pues en todo ese tiempo no ha dado señales de vida,
aun habiendo informado a la empresa de su accidente. Pero no, en la pantalla
aparece el nombre de Julia y su fotografía. A pesar de la ruptura, nunca llegó
a borrarla de sus contactos. Y ahora es ella quien le llama. Supone que también
es para preguntarle cómo se encuentra. Ahora no tiene ganas de hablar, así que
deja que suene hasta que cuelga. Julia pensará que está durmiendo.
Javier
percibe el sonido que denota que hay un mensaje entrante. Deja transcurrir unos
segundos y escucha el mensaje de voz.
─Hola,
Javier. Soy yo, Julia. Solo te llamaba para saber cómo te encuentras y decirte
que puedes contar conmigo para lo que necesites.
Y tras
un breve silencio, un carraspeo de vacilación y un suspiro, añade:
─Javier,
creo que deberíamos hablar. He estado pensando mucho en lo que hiciste y aunque
me dolió muchísimo tu infidelidad, mucho más me dolió que no me pidieras
perdón. Con el tiempo te habría perdonado, pero tu frialdad me ha dejado muy tocada.
Sé que no has rehecho tu vida con ninguna otra mujer, que aquello fue algo
ocasional, por desagradable e injusto que fuera para mí. Lo sé por Rosa, a
quien siempre le pregunto por ti. Me habría gustado que tú también hubieras
mostrado un mínimo de interés por mi situación, por cómo me va. No te enfades
con Rosa, pero me ha confesado que cuando estuviste allí arriba, atrapado en
aquel agujero, mostraste estar arrepentido. Quiero pensar que eso significa que
todavía no está todo perdido. Sé que, aunque te sientas culpable, eres
orgulloso, pero si todavía me quieres un poco podemos aclarar las cosas y quién
sabe… Bueno, te dejo. Supongo que debes estar descansando. Y perdona por todo
este rollo. Si quieres que hablemos, ya sabes mi número de teléfono. Si lo
borraste, ahora te quedará mi llamada registrada.
Tras
oír el mensaje, Javier decide apagar el móvil, no sea que alguien más perturbe
su descanso. Al cabo de cinco minutos, el silencio de la habitación solo lo rompe
sus ronquidos.
Javier nunca ha sido una persona físicamente
fuerte y vigorosa ─todavía no entiende cómo se dejó engatusar por esos tres
para pasar un fin de semana en aquella casa rural del Pirineo─ pero el periodo
de convalecencia y de recuperación ha resultado mucho más breve de lo que le
auguró el traumatólogo. Y todo gracias a su tenacidad con los ejercicios fuera
y dentro de casa. Siempre ha sido un luchador y nunca se ha amedrentado ante
los obstáculos, por insalvables que parezcan. En su rápido restablecimiento también
ha influido mucho sus ansias por volver al trabajo. Aunque habría podido
resolver algunos temas por teléfono, como así hizo, no hay nada como estar
presente para lograr que todo funcione a la perfección.
A los
cuarenta días exactos desde que le escayolaran, una vez libre del engorroso cepo
de yeso, ya está de nuevo en su despacho dando órdenes y poniéndose al día. Su
trabajo es lo primero, lo que le llena de verdad. Para lo demás ya habrá
tiempo. De momento, nadie le importuna ni le distrae de sus quehaceres diarios
y sus compromisos profesionales. Un día de estos tendrá que llamar a sus amigos
para quedar, piensa. Este fin de semana, si no tiene que llevarse trabajo a
casa, hará una visita a sus padres. Y a Julia quizá la llame un día que esté de
buen humor. Ahora no es el momento. No tiene porqué sentir remordimientos por
nada. No habría llegado donde está si no hubiera priorizado sus obligaciones.
Así es la vida y, sea como sea, la vida sigue, lo queramos o no.