jueves, 28 de febrero de 2019

La vida con remordimientos no es vida



La tormenta arrecia, inclemente, acompañada de un frio glacial. Está anocheciendo.

─Quédate conmigo. No me dejes solo, por favor ─grita Javier para hacerse oír.
─Tranquilo, que no me voy a ninguna parte. Juan y Esteban pronto volverán con ayuda ─le responde Rosa, aparentando una serenidad que no siente.
─Me estoy helando. Como no lleguen pronto con ayuda, moriré congelado.
─Ya verás como no. Piensa en positivo. Ya deben estar de vuelta.
─Pero hace ya muchas horas que se marcharon.
─Hará unas tres horas, no más. Ten en cuenta que el camino debe estar muy mal; con la nevada que está cayendo habrá quedado casi intransitable. Pero ellos lo lograrán, ya verás. Tú estate ahora tranquilo, relájate.
─¡¿Cómo quieres que me relaje?! Me estoy congelando, Rosa. Ya no siento las extremidades. Estoy muy débil. Creo que voy a morir en este agujero.
─No digas tonterías, Javier. No te vas a morir. Lo que sientes es debido a la hipotermia. No has tenido tiempo de congelarte. En cuanto entres en calor, te recuperarás, ya verás.

Por fortuna, Rosa se ha quedado para hacerme compañía, pero la espera se hace interminable. ¿Llegarán a tiempo? ¿Encontrarán a alguien dispuesto a venir en mi ayuda con esta tormenta de nieve? Es una zona muy escarpada y de difícil acceso, solo un montañero muy experimentado y bien pertrechado lograría llegar hasta aquí a tiempo, sacarme de esta grieta y trasladarme sin demora al hospital más próximo.

─¿Sigues ahí, Rosa? No te veo.
─Sigo aquí, Javier, no te apures. Me he tendido para protegerme de la ventisca. La nieve helada se clava en la cara como dardos.

Si salgo de esta, les estaré eternamente agradecido. Se lo recompensaré de algún modo. Ahí está Rosa, dándome ánimos, aunque me habla como al moribundo a quien se quiere distraer para que no piense en la muerte. Y tanto Juan como Esteban están poniendo en peligro su vida para salvar la mía.

─¿Ves algo, Rosa? ¿Todavía no has podido contactar con ellos?
─No, Javier, no se ve nada y no hay cobertura. Pero seguro que ya no tardarán en llegar. Ten un poco más de paciencia.
─Me duele mucho la espalda. Seguro que me he roto algo, quizá alguna vértebra. Estoy totalmente encajonado. No puedo moverme. Si no me sacáis pronto, me quedaré aquí, enterrado en el hielo.
─Que no, hombre. Todo saldrá bien, ya lo verás. Pronto te sacaremos de ahí, te lo prometo.
─Ojalá sea así. Y ¿sabes qué?
─Dime.
─Que casi preferiría morirme en este agujero que quedar inválido el resto de mi vida.
─Pero ¡qué cosas tienes! No pienses en ello, haz el favor.

Rosa, Juan y Esteban. Somos amigos prácticamente desde la infancia. ¡Cuántas experiencias vivimos juntos de adolescentes! Aunque como esta ninguna, desde luego. Tiene mucho mérito que hayamos mantenido la amistad durante tantos años. Más de veinticinco. Siempre han estado a mi lado. Yo, en cambio, últimamente me he ido distanciando. La falta de tiempo y esas cosas. Si no me llamaran ellos, creo que no encontraría nunca el momento de hacerlo yo. Reconozco que he sido un mal amigo. Y también un mal hijo. Y un mal marido. ¡Qué mal me he portado con todos! A mis padres los visito de uvas a peras y siempre más por obligación que por devoción. Y como marido todavía peor. Le fui infiel a Julia con una de sus amigas. No le reprocho que no me haya perdonado, aunque debo admitir que yo no he hecho nada para merecer su perdón. Y en mi trabajo me he granjeado más de un enemigo. He sido una mierda de persona. Si salgo de esta, prometo cambiar, me tomaré la vida de otro modo y trataré a los demás de una forma más justa. Menos trabajar y más tiempo para mí y para los míos. Se acabó trabajar los fines de semana y en vacaciones. Tengo que quitarme la adicción al trabajo y vivir la vida. Quizá, incluso, me tome un año sabático.

─Rosa, ¿me oyes?
─Claro que te oigo. Dime.
─¿Tú crees que he sido un mal amigo?
─¿A qué viene esto ahora?
─Contéstame. Es importante. ¿He sido un mal amigo? Y sé sincera, por favor.
─Pues ya que lo preguntas, un poco sí, la verdad.
─¿En qué os he fallado? Dímelo, quiero saberlo.
─Pues, chico, no sabría por dónde empezar, sinceramente.
─Me lo imaginaba. Da igual. Me arrepiento de todo, aunque no sepa todo de lo que deba arrepentirme. Si salgo de esta, seré el mejor amigo del mundo.
─No me hagas reír, Javier, que no estoy para bromas. Ya te lo recordaré más adelante.
─No hará falta que me recuerdes nada. Para empezar, tenemos que quedar con más frecuencia. Por lo menos una vez al mes, eso es. Y siempre que necesitéis algo, contad conmigo.
─Caramba, Javier, ahora sí que empiezo a pensar que estás grave.
─Te lo digo en serio. He tenido que encontrarme en esta desagradable situación para replantearme muchas cosas. No solo como amigo, sino también como hijo y como marido.
─Eso me parece muy bien. Harías bien en preocuparte más por tu familia, y como familia incluyo también a Julia. La pobre lo ha pasado, y sigue pasándolo, muy mal. No estaría de más que le pidieras perdón. Ella todavía te quiere, a pesar de lo que le hiciste. Lo vuestro todavía puede tener arreglo.
─Lo reconozco, me porté fatal con ella. Y no solo con ella. A mis padres los tengo muy abandonados. En cuanto pueda…
─¡Ya vienen, ya vienen! Creo que son ellos. ¡Sí, son ellos, y vienen con ayuda! ¿Lo ves, Javier, como tenía razón? ¿Javier? ¿Javier, me oyes?


Javier yace en una cama de hospital. Han transcurrido tres días desde que lo rescataron. Por extraño que parezca, solo se fracturó un brazo y una pierna. El resto fueron contusiones, heridas superficiales y un inicio de congelación de los dedos de las manos y de los pies. Cuando llegó el equipo de rescate había perdido el conocimiento, su pulso era débil y deliraba. Un helicóptero lo trasladó al hospital en el que ahora se recupera. Durante el vuelo balbuceaba cosas ininteligibles para la gran mayoría de los presentes, excepto para Rosa, la única que pudo entender el significado de las frases entrecortadas que salían de sus labios resecos y cortados por el frío.

Al cabo de las veinticuatro horas que estuvo prácticamente inconsciente, despertó sin recordar lo ocurrido, hasta que vio a su alrededor varias caras conocidas. Entonces comprendió dónde estaba y recordó lo sucedido. Mientras Juan y Esteban se tomaban un café aguado de la máquina expendedora situada al fondo del pasillo, junto a la sala de espera, a los pies de su cama se agolparon Rosa, Julia y sus padres, ansiosos por ver si todo estaba en orden en la cabeza de Javier. Cuando este esbozó una sonrisa, todos suspiraron aliviados. Rosa fue de inmediato en busca de sus dos amigos para darles la noticia. Todos los allí reunidos tenían un motivo de alegría, empezando por el propio accidentado, que comprobó que había sobrevivido y que, por las escayolas, solo se había fracturado dos de sus extremidades. Solo un pertinaz dolor de cabeza enturbiaba su bienestar. Todos le abrazaron, incluso la dolida Julia, que había acudido, tan pronto la avisaron, para interesarse por su estado.

A Javier, se le escaparon unas lágrimas rebeldes de gratitud. A pesar de su comportamiento para con todos ellos, estaban ahí, no le habían querido dejar solo en esas lamentables circunstancias. Eso significaba que le querían. Más de lo que él los había querido. De pronto recordó su examen de conciencia y su propósito de enmienda. Pero la vergüenza le impidió verbalizarlo. Ni siquiera les dio las gracias en voz alta.

Tras los oportunos exámenes y comprobar que el paciente estaba estable, le dieron el alta hospitalaria y solo le recetaron un analgésico, que debía tomar a demanda. Por lo demás, podía hacer vida normal, todo lo normal que un brazo y una pierna escayolados le permitieran.


A las pocas horas de haberle dejado en casa sus amigos, a media tarde, recibió una llamada telefónica.

─Hola hijo. ¿Cómo estás?
─Muy bien, mamá, no te preocupes.
─¿Cómo no voy a preocuparme, estando como estás solo? ¿Quieres que venga a hacerte la cena?
─No, mamá, la cena me la está haciendo Eva.
─¿Eva? ¿Quién es Eva?
─Es la señora de la limpieza. Viene a horas, pero le he propuesto que, de momento, venga cada día a hacerme el almuerzo y la cena. Así que no hay problema.
─Ah, bueno. Pero si no le va bien, me lo dices y voy yo.
─Que no, mamá. Me ha dicho que puede venir todos los días. No te preocupes por nada, ¿vale?
─¿Y el desayuno? ¿También te lo preparará esa Eva?
─Pero mamá, ¿ya no te acuerdas que casi no desayuno? Un café con leche me lo puedo preparar yo. Estoy lesionado, pero no inválido, ¿de acuerdo?
─De acuerdo, hijo, como quieras. Pero si me necesitas, ya sabes.
─Que sí, mamá. Adiós.

Eva resulta ser una gran cocinera y de muchos recursos, pues la nevera estaba más vacía que la cuenta corriente de un parado de larga duración, así que no sabe de dónde ha salido ese ágape tan generoso.

No han pasado más de unos pocos minutos desde que se ha levantado de la mesa y se ha despedido de Eva, que vuelve a sonar el teléfono, esta vez el móvil. Es Rosa.

─Oye, Javier, que hace un rato, hablando con Juan y Esteban, hemos pensado que, si necesitas algo, como por ejemplo que alguien te lleve a las sesiones de recuperación, al médico o lo que sea, puedes contar con nosotros, que nos podemos….
─Que no, no os preocupéis. Gracias, de todos modos. Ya me las apañaré, siempre puedo llamar a un taxi ─le corta Javier.
─¿Un taxi?
─Sí, un taxi, ¿por qué no?
─Vale, vale, pero que sepas que lo que necesites…
─Que sí, que sí. Disculpa, Rosa, pero estoy muy cansado e iba a acostarme.
─Ay, perdona, Que descanses, pues.

Javier se siente, de pronto, agobiado por tanta amabilidad y, entre tanto alboroto, necesita relajarse y que nadie le moleste.

Cuando, ya en la cama, intenta conciliar el sueño, siente la vibración del móvil, que ha puesto en modo silencio, sobre la mesilla de noche. Está tentado de no contestar, pero ¿y si es algo urgente? Podría ser su jefe, que le llama para interesarse por su estado, pues en todo ese tiempo no ha dado señales de vida, aun habiendo informado a la empresa de su accidente. Pero no, en la pantalla aparece el nombre de Julia y su fotografía. A pesar de la ruptura, nunca llegó a borrarla de sus contactos. Y ahora es ella quien le llama. Supone que también es para preguntarle cómo se encuentra. Ahora no tiene ganas de hablar, así que deja que suene hasta que cuelga. Julia pensará que está durmiendo.

Javier percibe el sonido que denota que hay un mensaje entrante. Deja transcurrir unos segundos y escucha el mensaje de voz.

─Hola, Javier. Soy yo, Julia. Solo te llamaba para saber cómo te encuentras y decirte que puedes contar conmigo para lo que necesites.

Y tras un breve silencio, un carraspeo de vacilación y un suspiro, añade:

─Javier, creo que deberíamos hablar. He estado pensando mucho en lo que hiciste y aunque me dolió muchísimo tu infidelidad, mucho más me dolió que no me pidieras perdón. Con el tiempo te habría perdonado, pero tu frialdad me ha dejado muy tocada. Sé que no has rehecho tu vida con ninguna otra mujer, que aquello fue algo ocasional, por desagradable e injusto que fuera para mí. Lo sé por Rosa, a quien siempre le pregunto por ti. Me habría gustado que tú también hubieras mostrado un mínimo de interés por mi situación, por cómo me va. No te enfades con Rosa, pero me ha confesado que cuando estuviste allí arriba, atrapado en aquel agujero, mostraste estar arrepentido. Quiero pensar que eso significa que todavía no está todo perdido. Sé que, aunque te sientas culpable, eres orgulloso, pero si todavía me quieres un poco podemos aclarar las cosas y quién sabe… Bueno, te dejo. Supongo que debes estar descansando. Y perdona por todo este rollo. Si quieres que hablemos, ya sabes mi número de teléfono. Si lo borraste, ahora te quedará mi llamada registrada.

Tras oír el mensaje, Javier decide apagar el móvil, no sea que alguien más perturbe su descanso. Al cabo de cinco minutos, el silencio de la habitación solo lo rompe sus ronquidos.


 Javier nunca ha sido una persona físicamente fuerte y vigorosa ─todavía no entiende cómo se dejó engatusar por esos tres para pasar un fin de semana en aquella casa rural del Pirineo─ pero el periodo de convalecencia y de recuperación ha resultado mucho más breve de lo que le auguró el traumatólogo. Y todo gracias a su tenacidad con los ejercicios fuera y dentro de casa. Siempre ha sido un luchador y nunca se ha amedrentado ante los obstáculos, por insalvables que parezcan. En su rápido restablecimiento también ha influido mucho sus ansias por volver al trabajo. Aunque habría podido resolver algunos temas por teléfono, como así hizo, no hay nada como estar presente para lograr que todo funcione a la perfección.

A los cuarenta días exactos desde que le escayolaran, una vez libre del engorroso cepo de yeso, ya está de nuevo en su despacho dando órdenes y poniéndose al día. Su trabajo es lo primero, lo que le llena de verdad. Para lo demás ya habrá tiempo. De momento, nadie le importuna ni le distrae de sus quehaceres diarios y sus compromisos profesionales. Un día de estos tendrá que llamar a sus amigos para quedar, piensa. Este fin de semana, si no tiene que llevarse trabajo a casa, hará una visita a sus padres. Y a Julia quizá la llame un día que esté de buen humor. Ahora no es el momento. No tiene porqué sentir remordimientos por nada. No habría llegado donde está si no hubiera priorizado sus obligaciones. Así es la vida y, sea como sea, la vida sigue, lo queramos o no.


jueves, 14 de febrero de 2019

Mein Kampf



Solo con verla aparecer, nuestros cuerpos se tensaban bajo aquel viejo plátano donde nos apostábamos a diario, tras salir de clase. Fue su aspecto de alemana, como decía Xavier, lo que nos cautivó. Alta, con cabello rubio y lacio hasta los hombros, de ojos azules y piel clara. Andaba como si de una modelo se tratara y pasaba junto a nosotros mirando al frente y con los libros sujetos contra su pecho, como si temiera que se los robaran. Aun sabiéndose observada, nunca se habían cruzado nuestras miradas.

Por el uniforme supimos que iba a un colegio de monjas cercano, “el chalet”, sobrenombre que usábamos para referirnos a la Casa Golferichs, un edificio modernista convertido, durante la posguerra, en un colegio religioso para chicas. Lo siguiente sería averiguar dónde vivía. En lugar de un abordaje claro y directo, cara a cara, echándole morro, cosa de la que entonces carecíamos, optamos por un espionaje de lo más pueril. Seguirla resultó todo un reto para nosotros, torpes aprendices de ligón. Con sólo pensarlo, sentíamos una gran emoción.

El día de autos, al poco de iniciar el seguimiento, debió percatarse de ello porque se giraba de vez en cuando. Nosotros, a cada giro de ella, jugábamos al despiste, entreteniéndonos con cualquier cosa que aparentemente nos llamaba la atención, hasta que se detuvo y se volteó desafiante. Yo hubiera seguido adelante, pasando por su lado como si nada, pero Xavier, como si un resorte le hubiera catapultado, entró precipitadamente, y yo tras él, en la primera tienda que había a nuestro alcance y que resultó ser una librería. Una vez dentro, un hombre de avanzada edad nos preguntó qué deseábamos, a lo que mi amigo contestó, sin pensárselo dos veces: “¿tiene Mein Kampf?”. ¿Sería acaso una de esas revistas sobre el ejército alemán que tanto le gustaban? No sé qué hubiera dicho Xavier de haber entrado en una corsetería, pero seguro que algo se le habría ocurrido.

No es que Xavier fuera germanófilo, simplemente sentía un gran interés por lo alemán y, especialmente, con todo lo relacionado con la segunda guerra mundial. Así que yo no podía ir muy errado en mi suposición.

Una vez en la calle, dejando al pobre hombre perplejo, no sé si por tal demanda o por cómo desaparecimos sin mediar explicación, Xavier me dijo:

─¡Menos mal que hemos entrado en esa librería!

Yo iba a decirle que me había parecido una ridiculez haber actuado de ese modo, pero me venció más mi curiosidad.

─¿Qué es lo que has pedido a ese hombre? ─ya no recordaba el dichoso nombrecito.
─Le he preguntado si tenía Mein Kampf ─contestó con la mayor naturalidad.
─Eso ya lo sé, pero ¿qué es? ─repliqué, incómodo por mi ignorancia.
─Es un libro sobre Hitler, escrito por él mismo.
─Y ¿qué significa el título? ─inquirí.
─Significa “Mi Lucha”.

¡Así que Mi Lucha! Yo también podría escribir un libro sobre mi vida amorosa titulado así, pensé.

En eso, nuestra chica había desaparecido y nosotros, derrotados, nos retiramos a nuestros cuarteles, aplazando el frustrado seguimiento. Desde aquel día, ella pasó a llamarse Mein Kampf.

Decidimos volver a probar fortuna al día siguiente. Pensamos que, como primera aproximación, un alto y claro “adiós”, sin calificativos, sería más que suficiente. En el momento crucial, sin embargo, los dos bobos en apuros no lograron verbalizar nada. Parecíamos afectados por el mismo mal. Gemelos con atrofia cerebral que impedía el habla y hasta el raciocinio. Pasó ante nosotros como una exhalación y tal fue la frustración ante nuestra ineptitud que, al unísono y sin pensarlo, decidimos darnos una segunda oportunidad iniciando una carrera frenética alrededor de la manzana con objeto de alcanzarla de frente. Si corríamos lo suficientemente deprisa, todavía podíamos cruzarnos con ella y, entonces sí, decirle ese adiós tan preciado para nuestra autoestima.

Corrimos como galgos y logramos por los pelos dar con ella, pero lo que surgió de nuestras gargantas no sabría cómo definirlo: ¿un sonido gutural?, ¿una espiración estertórea?, ¿una sibilancia asmática? Algo salió, pero totalmente incomprensible. Ni nosotros mismos pudimos entender ese aborto fonético que emitió nuestras cuerdas vocales, pues el fuelle en el que se habían convertido nuestros pulmones estaba al borde del colapso. Un aioooo podría ser lo más parecido a lo que logramos vocalizar.

Quedamos tan avergonzados por nuestra actuación, que decidimos desaparecer del mapa y refugiarnos en otra esquina y bajo otro viejo plátano. Si ese árbol, excoriado y aparentemente inmutable al paso del tiempo, hubiera podido emitir algún sonido, éste hubiera sido una sonora carcajada por lo que allí tuvo que oír durante las interminables charlas de aquel par de aprendices de adulto.

A Mein Kampf la volví a ver tres años más tarde, cuando yo contaba con diecinueve. Fue días antes de una noche de Reyes. Paseaba por la Gran Vía, junto a los puestos de juguetes, cuando me crucé con ella. Tampoco en esa ocasión se cruzaron nuestras miradas. Supe que era ella a pesar del tiempo transcurrido. La reconocí por su figura, por su largo cabello áureo, por sus ojos de un azul celeste y por su forma cadenciosa de andar. Solo advertí una diferencia: su cutis blanco, inmaculado y casi angelical estaba cubierto de las cicatrices típicas del acné, restándole ese atractivo que tanto nos había cautivado. Había cambiado; seguramente como yo. Incluso la mirada ya no parecía la misma, triste y perdida. E iba sola; como yo.