Esta
es la historia de una amistad, un desencuentro, dos venganzas y una locura.
Conocí
a Javier y a Gonzalo en la Facultad y, aunque no llegué a intimar mucho con
ellos, puedo decir que fuimos amigos. De ahí que conozca la historia de primera
mano.
En
aquellos años de estudiantes eran inseparables. Eran casi como hermanos, hasta
que se interpuso algo que acabó con su amistad. Y no fue el amor por la misma mujer,
como quizá hayáis pensado, sino algo mucho más prosaico.
Al
poco de licenciarse, a los dos les apareció la misma oportunidad laboral. Como
casi todo lo habían hecho en común, esa no podía ser una excepción. Ambos se
presentaron a la misma entrevista de trabajo y que ganara el mejor.
Ganó Gonzalo,
y Javier asumió la derrota con deportividad, como no podía ser de otro modo. Aun
así, a partir de entonces sus vidas empezaron a transcurrir por derroteros distintos
y se fueron distanciando. Sus respectivos trabajos y vidas familiares los
mantenían demasiado ocupados.
Al
cabo de diez años del inicio de ese distanciamiento, solo interrumpido por
breves y esporádicas llamadas de cortesía por sus cumpleaños y por Navidad, a Gonzalo
la vida le sonreía. Tras una escalada profesional meteórica, ocupaba, a sus
treinta y cuatro años, la Dirección General de una importante empresa
farmacéutica. A Javier al principio las cosas no le fueron del todo mal, pero seguía
sin ver cumplidas sus expectativas profesionales. Tuvo que conformarse con ser
un comercial, un vendedor, como él solía decir con un deje de amargura. Ofrecía
y vendía a sus clientes las materias primas que fabricaba la empresa química para
la que trabajaba. Esta, tras años de inestabilidad, estaba pasando por una mala
racha, y a pesar de la crisis, a Javier cada vez se le exigía un mayor volumen
de ventas. Y estas no solo no aumentaban, sino que iban imparablemente en
descenso. De seguir así, presentía que su puesto de trabajo peligraba. Como
cada vez eran más las ocasiones que salía del despacho de los jefes de compras
sin un pedido que llevarse al bolsillo, decidió subir un peldaño más en el
escalafón y tratar directamente con los directores generales. Pero estos
declinaban una entrevista que no era propia de su rango ni responsabilidad. Y entonces
fue cuando pensó en su amigo.
Javier
visitaba con frecuencia la empresa que Gonzalo dirigía sin haberse nunca dado a
conocer como amigo suyo, sin haberse atrevido jamás a preguntar por él y pasar
a saludarle. Y todo por vergüenza. Se sentía inferior. Mientras su viejo amigo
y compañero de estudios estaba en lo más alto, él era un simple vendedor, con
un sueldo poco más que mediocre si no fuera por las comisiones por ventas, que
iban en declive. Precisamente la empresa de Gonzalo era una de las que
últimamente habían reducido drásticamente el número y volumen de sus pedidos. La
competencia de los suministradores asiáticos era demoledora. Así pues, solo con
que su amigo accediera a echarle una mano y se aviniera a dar las instrucciones
pertinentes a su jefe de compras, podía salvarle, aunque fuera momentáneamente,
del mal trago por el que estaba pasando. Sería, sin duda, un trato de favor,
pero un amigo es un amigo y no le dejaría en la estacada.
Tragándose
su absurdo orgullo, Javier llamó, como había hecho tantas veces, a la empresa
que, hasta hacía poco, era uno de sus mejores clientes, con la intención de
solicitar una entrevista con Gonzalo. Tras identificarse a la recepcionista que
tan bien le conocía, esta se le adelantó alegando que el jefe de compras no
estaba ni estaría en toda la semana. Cuando le dijo que no era con el jefe de
compras con quien quería entrevistarse sino con el Director General, el
silencio que suele acompañar al pasmo y preceder a las malas noticias ocupó la
línea telefónica más tiempo de lo normal. Finalmente, tras una fría disculpa,
le pidió que esperara un instante. Una respuesta todavía más fría sorprendió a
un angustiado Javier. “El señor director desea saber cuál es el motivo de la
entrevista”. ¿Gonzalo, su amigo, quería saber por qué quería verle? “Dígale que
es por motivos personales”, fue lo que a Javier le pareció más prudente alegar.
Otro lapso de tiempo, que pareció una eternidad, se interpuso entre ambos
extremos de la línea, hasta que, nuevamente, la voz de la recepcionista le sacó
de dudas. “Lo lamento, pero el señor director no podrá recibirlo, está
últimamente muy ocupado. Pruebe usted más adelante”. Eso fue todo. Casi nada. Esperaba
excusas, lamentos, disculpas de boca de Gonzalo. “No puedo hacerlo, Javier,
compréndelo. No está en mis manos, aunque sea el Director General, debo ceñirme
a las normas, como cualquier empresa debemos reducir costes para mejorar
nuestros beneficios, me debo a la Junta de Accionistas…” Cualquier cosa.
Seguramente lo habría comprendido. Los negocios son los negocios y las
amistades hay que dejarlas de lado. Pero nunca habría imaginado que Gonzalo ni
siquiera se hubiera dignado a recibirlo, que le diera la espalda de ese modo, excusándose,
a través de un intermediario, como lo habría hecho con un extraño.
Volvió
a intentarlo en varias ocasiones y siempre con idéntico resultado. O estaba de
viaje o reunido, Nunca podía atenderlo ni recibirlo.
En
poco más de un año, la vida de ambos dio un vuelco, un salto mortal. A Javier le
despidieron. La crisis se recrudeció y se cebó incluso en los profesionales más
cualificados, hasta el punto de que Gonzalo también perdió su puesto de
Director General. Un decrecimiento en las ventas también le pasó factura a él.
De ese modo, se convirtió, de la noche a la mañana, en un alto ejecutivo en
paro.
Fue
para ambos un duro periodo en el que se puso a prueba su capacidad de
resistencia. Después de una búsqueda sin tregua, Javier acabó encontrando un buen
empleo en una empresa que acababa de instalarse en España y que en poco tiempo
se había convertido en uno de los mayores fabricantes de materias primas del país
y en plena expansión internacional. Paso a paso, con esfuerzo y determinación, fue
entonces Javier quien fue escalando posiciones hasta ser nombrado, al cabo de
cinco años, Director General y Consejero Delegado de la planta española. Ahora
era a él a quien la vida le sonreía.
Gonzalo,
en cambio, cayó en una depresión pues, en añadidura a la humillación que había
significado su despido, no había forma de dar con una vacante de relevancia
acorde a su categoría en ninguna compañía farmacéutica nacional e
internacional. Tenía poco más de cuarenta años, pero ningún “cazatalentos” pudo
hallarle un cargo que se adecuara a sus exigencias. Su lema seguía siendo
“siempre hacia arriba, siempre hacia adelante, nunca hacia abajo, nunca hacia
atrás”. Pero cinco años sin trabajar estaba dañando su imagen mucho más que
cualquier causa que pudiera esgrimir para justificar la pérdida de su puesto como
Director General. Nadie estaba dispuesto a contratar a un directivo que llevaba
tanto tiempo en paro. Era extraño, incluso sospechoso. Así las cosas, a Gonzalo
no le quedó más remedio que claudicar y buscar trabajo en cualquier otra área
del sector químico-farmacéutico.
Un día
las vidas de Javier y de Gonzalo se volvieron a cruzar. No sabría decir si fue
el destino o la casualidad. Javier me llamó para contármelo. El Director de
Recursos Humanos le había llamado a primera hora de la mañana. Iba a
entrevistar a alguien que quizá conociera, pues en su currículum indicaba que
se había licenciado en la misma Facultad y el mismo año que él. Era Gonzalo, y
el puesto para el que se presentaba era el de jefe de almacén. Javier se mostró
indiferente. Solo le pidió que, después de entrevistarlo, lo hiciera pasar a su
despacho. Simplemente quería saludarlo.
Según
Javier, el semblante de Gonzalo, al verle sentado tras la mesa del Director General
de la empresa, se transfiguró en algo indescifrable. El cara a cara duró el
tiempo que necesitó Javier para desahogarse a sus anchas. Le hizo pagar todos
sus desaires con una invitación a abandonar su despacho y su empresa con viento
fresco. Me confesó que, aunque nunca había creído en el ojo por ojo, aquel acto
de venganza le supo a ambrosía. Gonzalo no quiso reconocer que había obrado mal
y se marchó profiriendo todo tipo de amenazas.
Yo no
había vuelto a ver a Gonzalo hasta hoy. Había intentado visitarle muchas veces,
pero a última hora me echaba atrás. ¿Qué le podía decir? Por fin decidí dar el
paso y ha sido precisamente hoy, cuando se cumplen cuatro años de la muerte de
Javier.
Gonzalo
está muy envejecido. Solo tiene cincuenta años y aparenta diez más. Lo único en
lo que no ha cambiado es en el tono de superioridad que siempre utiliza al
hablar. Me ha contado un montón de mentiras. Por mi parte, solo le he hecho una
pregunta, la que me ha llevado a visitarle: por qué lo hizo. Como respuesta,
solo una sonrisa malévola. Cuando ya me levantaba de la mesa del locutorio con
la intención de no volver nunca más, me ha tirado con fuerza de la manga de la
camisa obligándome a tomar nuevamente asiento. Entonces, mirándome a la cara,
me ha dicho: “no sabes cuán dulce es el sabor de la venganza”. Esas palabras han
sido las más amargas que he oído en mi vida.