Llevábamos más de veinte años sin
vernos, desde poco después de que nos licenciáramos. Cada uno se había
decantado por materias distintas: Juan por la farmacia, Ramón por la física,
Esteban por la medicina y yo por la biología. A pesar de seguir nuestros
estudios en distintas Facultades, nunca llegamos a perder el contacto. Al
contrario, nos veíamos casi a diario. El distanciamiento no se debió a nuestras
distintas profesiones, una vez finalizadas nuestras respectivas carreras, sino
a algo mucho más poderoso, algo que en aquel entonces desunía a los amigos o bien
enfriaba la amistad largos años cultivada: las novias.
Recuerdo que al principio quedamos
en alguna ocasión con nuestras respectivas parejas, pero no resultó como esperábamos.
Las novias de tus amigos no tienen por qué caerte necesariamente bien, y
viceversa. También puede suceder que sean ellas las que no conecten entre sí. Y
todo eso fue lo que ocurrió. Así pues, tan pronto como aparecieron las mujeres,
nuestra relación se fue a pique, pues nuestras parejas nos robaban el tiempo
necesario para dedicarlo a los amigos. Podíamos haber hecho como los jóvenes de
hoy en día: ellos quedan con sus amigos y ellas con sus amigas. Pero no. Y así
fue cómo se enfrió nuestra amistad, y una vez enfriada suele ser muy difícil, si
no imposible, recuperarla.
En nuestro caso, sin embargo, fue
la iniciativa de Juan, “el boticario”, como así le apodábamos, que propició el reencuentro.
Debió ser la añoranza del pasado o el hecho de haberse divorciado recientemente
y sentirse solo lo que le motivó. El caso es que se las ingenió para dar con
todos nosotros. El hombre, siempre tan meticuloso y ordenado, había conservado
los números de teléfono de nuestros domicilios de solteros. Fueron nuestros
respectivos padres quienes le facilitaron nuestro número de móvil.
Y allí estábamos, todos juntos
de nuevo, recordando viejos tiempos y no menos viejas anécdotas. Tras una cena
opípara y una larga sobremesa, fuimos a tomar unas copas en un local nocturno
cercano para seguir poniéndonos al día. De eso hace ya unos cinco años y, desde
entonces, no he vuelto a saber nada de ellos. Ni lo he intentado. Y todo por unas
malditas historias.
Habíamos bebido bastante, el
local empezaba a vaciarse, pero seguíamos queriendo hablar de eso y de aquello.
Hasta que los temas se agotaron y parecía llegado el momento de la despedida.
Pero Juan, el organizador del encuentro, decidió que el ambiente no podía
decaer y que debíamos continuar disfrutando de esa oportunidad ─en realidad no
tenía a nadie que le esperara en casa─. Como el resto de los presentes no teníamos
nada más que decir, por sueño, cansancio o aburrimiento ─o las tres cosas a la
vez─, se le ocurrió, para animar el cotarro, la maravillosa idea de hablar de
temas paranormales, tal como solíamos hacer de niños. Muy a mi pesar, pues
quería marcharme y esos temas ya no me atraían lo más mínimo, su propuesta surtió
efecto y animó un poco la velada. Aunque con la edad nos habíamos vuelto más
bien incrédulos, todos coincidimos en que seguían habiendo cosas inexplicables,
verdaderos expedientes X. En medio de la discusión, Juan se decidió a contarnos
una experiencia personal con la que ─dijo textualmente─ alucinaríamos.
Y arrimando su silla a la mesa
y con una voz más baja de lo habitual, como si quisiera que nadie más le
escuchara, se dispuso a contar su historia.
─Aunque os parezca un cuento
fruto de mi imaginación, como los que os contaba cuando éramos niños, os juro
que lo que os voy a relatar es totalmente cierto. No se lo he contado a nadie
para que no me tomaran por loco. Pero es la pura realidad. Veréis… ¿Os acordáis
de la tragedia del vuelo de Germanwings, el que iba de Barcelona a Düsseldorf
el 24 de marzo de 2015?
Y como todos asentimos,
quedándonos a la expectativa, continuó.
─Si no hubiera hecho caso al
consejo de una aparición ─porque eso es lo que fue─, no habría cambiado de
vuelo y ahora no estaría aquí para contarlo.
Y haciendo una pausa, que se
me antojó teatral, continuó.
─Tenía previsto asistir a un
congreso en Leipzig, al que me había inscrito en nombre de la empresa farmacéutica
en la que trabajaba, y debía volar haciendo escala en Düsseldorf. Tenía ya los
billetes en mi poder, pues solo faltaban cuatro días para el viaje.
Debo reconocer que el relato
de Juan nos mantuvo en vilo. Yo intuía, sin embargo, que todo era fruto de su
invención. ¿Cómo podía suponer que nos creeríamos tal patraña?
─Vivo muy ceca del trabajo, y
cuando hace buen tiempo voy y vuelvo a pie de la oficina. Ese día, un viernes, se
me había hecho más tarde de lo habitual. Tenía entre manos un informe que debía
terminar antes de irme de viaje. El caso es que, cuando ya estaba cruzando el
parque que hay frente a mi casa, se me apareció una anciana. Me dio un susto de
muerte, pues salió de la nada. Vestía de negro y llevaba la cabeza cubierta con
un gran pañuelo del mismo color. Su cara me resultó familiar, pero, dada la
oscuridad reinante, no pude verla con claridad. Me advirtió, con una voz
cavernosa, que no tomara ese vuelo pues perecería en él. Y desapareció. Al
principio pensé que podía tratarse de una broma de mal gusto, pero estaba solo.
Allí ya no había nadie más que yo. Luego, una vez en casa, no podía quitarme a
aquella mujer, o lo que fuera, de la cabeza. Aunque me pareció una estupidez, acabé
pidiendo el lunes a mi secretaria que cambiara mi plan de vuelo vía Berlín con
Lufthansa, mucho más caro, pero con un horario más conveniente, aduje para justificarme.
» No le
conté a nadie el motivo del cambio por vergüenza, pero cuando me
enteré de la catástrofe, se me pusieron los pelos de punta. Mi secretaria no
cesaba de alborotar al personal contando lo que había estado a punto de
ocurrirme de haber ido en aquel vuelo, como tenía previsto. Todos alabaron mi
buena estrella. Pero fue aquella aparición la que resultó ser mi ángel de la
guarda. Y si no era un ángel, ¿qué o quién podía ser?, me pregunté. Pero unas
semanas después, mirando con mi madre viejas fotografías de su álbum familiar,
distinguí entre ellas a la mujer de la aparición. Y entonces supe quién era. No
podía creerlo, pero necesitaba que mi madre confirmara mi sospecha. Cuando se
lo pregunté me contestó, sorprendida: “pero hijo, ¿acaso no la reconoces? Claro
que todavía eras un chiquillo cuando murió, pero has tenido que ver muchas
fotografías suyas. ¡Es mi madre, tu abuela Emilia! ¿Ya no te acuerdas de ella? ¡Con
lo que te quería!”.
» ¡Claro
que aquella cara me había resultado familiar! La mujer que se me apareció de
entre las sombras era mi abuela materna, que había venido del más allá para
advertirme del peligro que corría si tomaba aquel vuelo. Desde entonces vuelvo
a creer en la existencia de otra vida tras la muerte ─sentenció, terminando así
su historia y reclinándose, satisfecho, en el respaldo de su silla.
Y como viera que nadie
reaccionaba en ningún sentido, se encogió de hombros, cariacontecido, se
terminó de un solo trago el whisky que le quedaba en el vaso y, tras dejarlo de
nuevo sobre la mesa con un golpe seco, nos miró, uno a uno, animándonos a que contáramos
nuestra propia historia.
─Porque no me diréis que no
habéis tenido nunca una experiencia inexplicable ─sentenció.
Parecíamos unos alumnos que, no
habiendo hecho los deberes, eludieran la invitación del profesor a salir a la
pizarra. A falta de un voluntario, pues, apuntó con el dedo a quien tenía
sentado justo enfrente, que resultó ser Ramón, “el Einstein”, como le
llamábamos en nuestra época de estudiantes.
El bueno de Ramón se removió,
inquieto, en su asiento, pidió una nueva ronda de bebidas ─creo recordar que ya
íbamos por la tercera─ y, tras un ligero carraspeo, inició su relato.
Si la historia de Juan me
había resultado una fantasía, la de Ramón la superó con creces.
─Hace años que soy un gran aficionado
a la navegación ─dijo a modo de introducción─. Tengo el título de capitán de
yate, tengo una pequeña embarcación a motor, y salgo a navegar con bastante frecuencia.
Pues en una de mis salidas, hará de eso unos tres años, vi algo que no me he
atrevido nunca a contar y que nadie más pudo ver, pues en esa ocasión salí al
mar sin compañía.
Y como hizo un mutis demasiado
largo, todos exclamamos al unísono:
─¿Y se puede saber qué viste?
─Pues una sirena ─afirmó,
esperando una reacción por nuestra parte, que la hubo.
─¿Una sirena? ─casi gritamos
también a la vez.
─Bueno, no exactamente una sirena,
como la de los cuentos o la de la película “Splash”, o como se titule. Era…
cómo os lo diría… como un pez enorme con cara y forma de mujer.
─¡¿De mujer?! ─otra vez el
coro.
─Lo que os digo. Tenía una
cara rara, pero de mujer. Los ojos grandes y frontales, con una especie de
tabique nasal y con unas formaciones parecidas a las pestañas, los labios
protuberantes, las aletas pectorales extremadamente largas, como si fueran
brazos; incluso tenía orejas y en la cabeza algo parecido al cabello, corto,
espeso y rizado.
─¿Y era rubia o pelirroja? Y
de tetas, ¿qué tal andaba? ─le soltó Juan, sofocando a duras penas una
risotada, a la que no pude evitar sumarme. Esteban, por el contrario, se mostró
impasible, con la misma cara de indiferencia que había adoptado desde un
inicio, como si todo aquello le diera igual o estuviera ausente.
─Si os tenéis que burlar, lo
dejo ─respondió Ramón con acritud.
─Vale, tío, continúa ─tercié─.
Disculpa, pero es que, no sé, resulta un poco… extraño, ¿no te parece?
─Pero ¿acaso no se trataba de
eso, de contar experiencias extrañas? ─inquirió.
Ramón nos contó que subió a
bordo esa extraña criatura, a la que dijo haber atrapado con una red sin que
ofreciera la más mínima resistencia. Comprobó que podía respirar fuera del
agua, como los cetáceos. Estuvo dudando si llevársela a puerto y entregarla al
acuario de la ciudad para su estudio y exposición, pero le dio pena. Así que,
después de contemplarla detenidamente y hacerle unas cuantas fotografías, la
devolvió al mar.
─Y os juro por lo más sagrado
que, una vez en el agua, me miró y me sonrió mientras agitaba sus largos brazos.
Supongo que en señal de agradecimiento.
─Anda ya ─volvió a intervenir
Juan─ ¿Y no sacó un pañuelo para decirte adiós? Vale, vale, me callo ─finiquitó
antes de que la furibunda reacción de Ramón hiciera acto de presencia.
─¿Acaso tu fantasma es más
real que mi ser acuático? ¿Eh? Si aquí alguien miente eres tú. Y si no me
crees, no haberme invitado a hablar ─le reprochó aquel.
─¿Y las fotos? ─preguntó
Esteban, interviniendo por primera vez.
─Eso es lo más raro ─respondió
Ramón, apesadumbrado─. Cuando llegué a casa y se las quise mostrar a mi mujer y
a mis hijos, habían desaparecido de la bolsa donde las había guardado. Por eso
no se lo he contado nunca.
─Vamos, que la criatura no
quiso que nadie fuera testigo de su existencia y se las apañó, vete tú a saber
cómo, para hacer desaparecer toda prueba incriminatoria. Quizá fuera una
extraterrestre y mandó a alguno de sus compañeros a destruir la prueba por el
camino sin que te dieras cuenta ─añadió Esteban con ironía.
─¿Tú tampoco me crees? ¿Sabéis
qué os digo? ¡Que os vayáis a la mierda! ─Y dicho esto, se reclinó contra su
asiento con furia y se terminó de golpe lo que le quedaba en el vaso.
Una vez terminada su historia,
o debería decir historieta, y tras un incómodo silencio, Juan me invitó a
relatar mi experiencia “sobrenatural”. Todos me miraron expectantes, pero se me
cerraban los ojos y al día siguiente tenía que madrugar, así que no estaba para
contar cuentos de viejas. Decliné, lo más amablemente que pude, tal honor y le
pasé el testigo a Esteban, quien seguía taciturno, cosa que achaqué al
cansancio o a un exceso de alcohol en sangre.
Nuestro matasanos particular se
mostró reacio a intervenir, pero había algo que parecía subyacer en su aparente
falta de ánimos. Dudó unos segundos, como si sopesara los pros y los contras. Parecía
debatirse entre contarlo o callar. Hasta que, apurando su Cubalibre, dijo: “muy bien, allá va, pero ya os adelanto que no os
lo vais a creer”.
Como críos de colegio, todos,
incluso yo, nos erguimos para escuchar mejor su historia. Esteban era un tipo
serio y no nos intentaría colar una patraña.
Al principio, su historia parecía
que iba a ser la archiconocida leyenda urbana de “la chica de la curva”, pero
sin curva. La chica en cuestión también era una autoestopista. Se le había averiado
el coche y necesitaba que la llevara a la población más próxima en busca de un
taller.
─Era francesa, viajaba sola,
no llevaba el seguro internacional ni teléfono móvil que le permitiera ponerse
en contacto con su compañía aseguradora. ¿A quién se le ocurre viajar en esas
condiciones?, pensé. El coche estaba detenido en el arcén, era un viejo Citröen
2CV y yo un perfecto ignorante en mecánica y de manitas tengo lo que un
pingüino de ave voladora. Anochecía y era muy probable que los talleres, si es
que encontrábamos alguno, ya estuvieran cerrados, pero me ofrecí a llevarla. No
podía dejarla allí tirada.
Esteban nos contó que la
chica, llamada Joséphine, era una rubia parisina exuberante, de unos veinte
años, con unas largas piernas y una falda exigua. Como dijo textualmente nuestro
amigo, era una Brigitte Bardot adolescente.
─Parecía sacada de la portada
de la revista Paris Match. ¿Os acordáis cuando la profe de francés, Mademoiselle
Pascal, nos obligaba a comprarla para hacer aquellas presentaciones de los
lunes?
En ese punto no pude evitar
esbozar una sonrisa al recordar la presentación que hice ante toda la clase a
partir de un artículo sobre el hambre en el mundo. Me equivoqué de término y en
lugar de decir “pour assouvir la faim” (para saciar el hambre), dije “pour assouvir
la femme” (para saciar a la mujer), Las risotadas no se hicieron esperar y
Mlle. Pascal me mandó sentar tan pronto como hube terminado mi discurso, sin
dar paso al turno habitual de preguntas, dado el alboroto reinante.
─El caso es que cuando
llegamos a Palamós eran ya los ocho y, como suponía, no encontramos ningún
taller abierto. Yo tenía que seguir viaje hasta La Escala, donde me esperaba mi
mujer y mi hija para pasar con ellas el fin de semana, pues por aquella época yo
estaba preparando la lectura de mi tesis doctoral y tuve que quedarme en Barcelona
de Rodríguez todo el mes de agosto. Pero la vi tan desvalida que me supo mal
dejarla sola. Si llamaba a Elena, mi mujer, y le decía que no llegaría hasta el
día siguiente porque me quedaba a pasar la noche en Palamós para hacer compañía
a una francesa que había recogido haciendo autoestop, por mucha avería y mucha
lástima que hubiera de por medio, no dudaría en presentarse allí hecha un
basilisco y no quería parecer un calzonazos ante la francesa.
─¿Y qué hiciste? ─se me
adelantó Juan.
─Pues lo que cualquier hombre
amable y cortés habría hecho en mi lugar.
La cosa ya tomaba un cariz
distinto a lo que imaginé en un inicio, pues ya no se trataba de un fantasma
que, en medio de la noche, se sube al coche de un conductor para advertirle de
un peligro allí donde ella falleció tiempo atrás, tras lo cual se esfumaba.
Pero, por otra parte, no veía qué había de extraordinario en esa historia.
Lo que Esteban hizo, según nos
contó, fue mentir a su mujer, alegando que se retrasaría porque le había
surgido un contratiempo de última hora, y alojarse con la desconocida en un
hotelito de mala muerte ─era temporada alta y, al parecer, la ocupación
hotelera superaba el 90%─. Y, tomando un largo trago de su vodka con hielo, se
irguió como si se hubiera tragado un palo y continuó su relato.
─Fuimos a cenar a un
restaurante de comida rápida cercano al hotel. Mientras yo me tomé dos
hamburguesas dobles, una ración grande de patatas fritas y una copa de helado
de postre, ella, argumentando que los nervios le quitaban el apetito, solo
pidió un café que apenas probó. Recuerdo que, a la luz del local, me pareció
que estaba extremadamente pálida. Al comentárselo, creyendo que se encontraba
mal, me dijo que su piel era así: muy blanca y muy sensible al sol.
» Mientras yo comía, me
observaba de un modo que me hizo sentir incómodo. Su mirada era tan penetrante
que casi llegué a sentir aprensión. ¿Y si había recogido a una lunática, o,
peor aún, a una psicópata? De repente quise que ya fuera el día siguiente y que,
una vez el taller se hubiera hecho cargo de su vehículo, pudiera seguir mi
camino como si nada hubiera ocurrido.
» Aquella
noche dormí muy intranquilo. Pensé que sería porque no tenía la conciencia
tranquila por haber mentido a mi mujer, pero había algo más que no sabía
definir. Me despertaba frecuentemente y, en una de esas ocasiones, me pareció
notar una presencia, oír unos pasos de alguien merodeando por la habitación
descalzo, o de puntillas. La verdad es que me acojoné y eso que no soy persona
que se asuste fácilmente. Así que al final decidí abrir la luz. Allí no había
nadie.
» Por
la mañana desperté más tarde de lo previsto. Me extrañó que la chica no me
hubiera llamado o me hubiera mandado llamar. Me levanté sintiéndome cansado y mareado,
me dolía todo el cuerpo. Me vestí sin apenas asearme y llamé a la puerta de la
habitación de Joséphine, pero no contestó. Bajé raudo al comedor, pensando que
estaría desayunando, pero tampoco estaba allí. Cuando pregunté por ella al
recepcionista que nos había atendido la tarde anterior, me miró como si
estuviera loco. No había chica. Según él, yo había llegado solo.
Esteban se quedó mudo de repente,
mirándose las manos, que las tenía en su regazo. Parecía avergonzado, como si
no se atreviera a mirarnos a la cara. ¿Nos habría colado también un farol?, me
dije.
─¿Ya está? ¿Eso es todo? Por
lo menos, mi “fantasma” tenía un objetivo claro: salvarme la vida. ¿Qué
significa, según tú, la aparición y desaparición de esa chica? ─le interrogó
Juan, de corrido, sin darle tiempo a replicar.
─¿No queríais una historia
extraordinaria? Pues eso es lo que me pasó.
Me dio la impresión de que
había algo más, que no nos lo había contado todo, que posiblemente se había
arrepentido de haber empezado a relatar esa historia y había decidido cortar en
ese punto. Pero no insistí. Preferí dejarlo así. Además, deseaba marcharme de
allí de una vez y no quería prolongar más la tertulia.
─¿Y no fuiste al taller a preguntar
por ella? Podía haber ido por su cuenta ─esta vez fue Ramón quien intervino.
─¿De qué hubiera servido? ¿Acaso
no me dijo el recepcionista que había llegado solo?
─¿Y te quedaste tan tranquilo?
¿Así, sin más? Bien podía estar confundido el tío ese. O estar en babia cuando
os registrasteis. O…
─Le pedí que me enseñara el
registro y a la hora en que llegamos solo figuraba mi nombre ─replicó Esteban.
─Pero debió de quedar alguna
prueba. ¿No firmó nada? ¿No entregó su pasaporte? ¿Y la llave de la habitación?
Yo qué sé; algún indicio de su presencia.
─También lo pensé, pero no
recordaba nada de eso. Y la habitación que supuestamente le dio el
recepcionista estaba ocupada, según me dijo este, desde hacía días.
─Entonces todo parece indicar
que esa tal Joséphine fue una aparición. Muy bien, me lo creo. Pero como bien
dice Juan, todas las apariciones tienen un propósito. ¿No te picó la curiosidad
por saber quién era esa chica y qué pretendía apareciéndosete? ─volvió a
intervenir Ramón.
─Pues no. Y, además, ¿cómo iba
a averiguarlo? ─replicó Esteban.
─¿Y por qué francesa? ¿Acaso
no hay fantasmas españoles? Ya sé, déjame adivinar. Debía ser una de tantas extranjeras
que te tiraste durante las vacaciones en la Costa Brava y a la que dejaste tirada.
O preñada. Se murió de pena o, ya puestos, del parto, y quería vengarse. Luego se arrepintió y se
largó ─terció, burlón, Juan, que parecía estar pasándoselo en grande.
Pero el semblante de Esteban seguía
indicándome que había algo más que había decidido no revelar.
─¿Seguro que eso es todo? ─insistió
Juan, ya más comedido, pues creo que también intuyó que esa no era toda la
verdad─. ¿No nos ocultas nada, Esteban? ─añadió.
─Pero ¿qué os tendría que
ocultar, si puede saberse? ─alegó, molesto, el interpelado.
─Pues algo que sucedió aquella
noche y no nos quieres revelar. A lo mejor era una vampira que se coló en tu
habitación, te mordió y ahora eres uno de ellos, jajaja ─fue Ramón quien ahora
bromeaba.
Todos reímos la gracia de Ramón.
Menos Esteban que, visiblemente incómodo, se levantó, dejó sobre la mesa su
parte de la consumición y, excusándose porque se había hecho demasiado tarde y
al día siguiente tenía una intervención quirúrgica, se dirigió al guardarropa
para reclamar su abrigo.
Aprovechando la ocasión, yo
también aduje cansancio y el madrugón que me esperaba y me apresuré a abandonar
el local, no sin antes acordar que ya quedaríamos para un nuevo encuentro, pues
ahora teníamos nuestros respectivos números de móvil.
Cuando llegué junto a Esteban,
a quien le acababan de entregar su abrigo, me disculpé por si nuestras bromas
le habían ofendido. Me miró de un modo extraño. No había reparado en que sus
ojos azules eran mucho más claros y su tez más blanca de lo que recordaba. Me
miró tan profundamente que sentí un inexplicable escalofrío. Acto seguido,
suavizó el semblante y me sonrió de una forma enigmática. Dijo no sentirse
ofendido en absoluto y que esperaba volvernos a ver. Eso me alivió. Hasta que descubrí
la señal.
Cuando extendió su brazo
derecho para introducirlo en la manga del abrigo, quedó ligeramente al
descubierto parte del cuello que le cubría la camisa. Observé, con espanto, dos
cicatrices redondas sobre la yugular derecha, separadas entre sí unos cuatro
centímetros. Eran las típicas señales que todos hemos visto en el cine de
terror. Eran las inequívocas mordeduras de un vampiro.
Pasaron los días y estuve
tentado de compartir mi descubrimiento con Juan y Ramón. Pero ¿qué iba a
decirles exactamente? ¿Que Esteban era un vampiro? ¿Qué Ramón tenía razón
cuando, bromeando, dijo que se había convertido en eso por la mordedura de la rubia francesa de la que nos había
hablado y que también lo era? ¿Qué por eso el recepcionista no la había visto
llegar con él, que por eso tenía una piel tan pálida, y que por eso no comió
nada esa noche en el restaurante de comida rápida? ¿Y que era ella quien
merodeaba por la habitación de Esteban mientras este dormía, para morderle y
convertirlo en lo que ahora es? Era una locura, pero cada vez tenía más claro
que eso fue posiblemente lo que sucedió.
Si fue así, ¿por qué Esteban
empezó a contarnos esa historia para dejarla inacabada? ¿Qué nos ocultó?
El caso es que mi formación científica
me tiene acostumbrado a buscar la explicación a todo lo que observo, a no dejar
jamás cabos sueltos, a desvelar la verdad y a despejar las dudas. Y así fue
cómo decidí ir a verle y preguntarle la verdad de los hechos. Me armé de valor
y le llamé por teléfono para concertar un encuentro. Contrariamente a lo que esperaba,
accedió de buen grado.
CONTINUARÁ...
Imagen: Fotograma de un episodio de Stranger Things, una serie de Netflix para la televisión.