Clareaba y todavía no había logrado pegar ojo. ¿Quién me hubiera dicho que, al volver a casa, al terminar el curso, me esperaba aquella horrible confesión? Todavía tenía grabado en mi cabeza lo que, en evidente estado de embriaguez, me había revelado mi padre la noche anterior. Como el martillo golpea el yunque, sus últimas palabras no dejaban de percutir en mi cerebro.
Hace ya cinco años que encontraron muerta a mi madre, salvajemente apuñalada. Todo apuntó a Cecilio, el lascivo, repulsivo y pendenciero jornalero. Siempre la miró y deseó como un depredador hambriento de carne y sediento de sangre. Todos lo sabían. Por eso todos le creyeron capaz.
El cadáver fue hallado cubierto de sangre y paja en las cuadras, un lugar demasiado accesible para ocultar un cuerpo. Le habían asestado veinte navajazos. El arma del crimen, a su lado, delataba al asesino: Cecilio. Aunque éste juró hasta la saciedad no haber sido el causante de la muerte de la mujer de su patrón y que no sabía cómo había ido a parar allí su navaja, fue hecho preso de inmediato.
Todo apuntaba a su autoría. Estaba ―era un secreto a voces― obsesionado con mi madre, que, en su madurez, seguía siendo una mujer muy bella; había fanfarroneado con que se encamaría con ella, pues sólo había que ver cómo le miraba, provocativa, con sus ojos del color de la miel; se enorgullecía de su navaja toledana de la que nunca se separaba ―nunca se sabe cuándo uno puede necesitarla, decía―; y odiaba a su patrón, mi padre, a quien consideraba un arribista que había heredado las mejores fincas de la comarca sin merecerlo, solo por haberse casado con la heredera de una rica familia de hacendados.
Mi madre provenía, en efecto, de una familia pudiente dedicada a la crianza de caballos y de ganado bovino, a la par que era propietaria de una vasta extensión de campos de labranza. Me consta que mi padre se casó locamente enamorado. No se casó por su dinero sino por su belleza y personalidad. Las riquezas vinieron después, al fallecer mis abuelos maternos. Claro que mi padre sabía lo que le proporcionaría algún día aquella unión pero a él no le movió el interés. Aunque pertenecía a una familia humilde, ganaba un salario decente. Sus padres fallecieron cuando él, también hijo único, era todavía un adolescente. Sobrevivió económicamente gracias a lo poco que heredó. Aún así, tuvo que costearse los estudios trabajando. Cuando mis padres se conocieron, él ya había terminado derecho, trabajaba como pasante en un bufete de abogados de la capital y quería prepararse para las oposiciones a notario. Pero ello se vería truncado con la muerte accidental de sus suegros, al poco de haberse casado con mi madre, pues tuvo que hacerse cargo del negocio familiar. Y acabó haciéndose a la idea de que aquel era su futuro, abandonando toda carrera que no fuera la que le vino impuesta por el destino.
De mi infancia conservo muy gratos recuerdos: unos padres unidos y felices, un padre honrado y trabajador y una madre que era el calor del hogar, siempre dispuesta a satisfacer los deseos de su esposo y los caprichos de su hijo. Yo sentía ―quizá como cualquier niño― una predilección por mi madre. Era mi compañía, mi maestra, mi cuidadora, mi confesora, mi consuelo, mi cuentacuentos… Lo era todo para mí. La figura de mi padre era la del patriarca a quien se le debe respeto y obediencia. Le tenía por un hombre justo y con dotes de mando. Cuando le veía dar órdenes, me lo imaginaba dirigiendo un ejército. De mayor quería ser como él. Cuando más tarde, con catorce años, me enviaron interno a uno de los mejores colegios de Irlanda, les veía solo cuatro o cinco veces al año pero nunca noté ni un atisbo de desamor ni de problemas entre ambos. Por eso no podía conciliar el sueño mientras rememoraba, una y otra vez, esas tres odiosas palabras: “Yo lo hice”.
Desde aquel fatídico suceso, sólo había vuelto a casa por vacaciones, como ahora, pero, dado el estado en que se había sumido mi padre, cada vez me apetecía menos regresar. Jamás había sacado el tema a colación, Hasta esta pasada noche. Mi padre había estado todo el día bebiendo. Nunca antes le había visto beber tanto. Seguramente lo hizo para reunir fuerzas para lo que me tenía que confesar.
Así pues, tras la cena, con voz pastosa por el alcohol y arrastrando las palabras, me contó el qué y el cómo pero todavía me sigue faltando el porqué. Sus atropelladas explicaciones no me resultaron convincentes. No me dio tiempo a interrogarle porque, terminada su confusa declaración, salió dando tumbos. Al poco, le vi alejándose a lomos de su alazán favorito.
“Nada en esta vida es lo que parece”. Así empezó su incomprensible relato con el que, según dijo, pretendía descargar su mala conciencia. Al terminar, me sentí horrorizado y confuso a la vez. ¿Por qué ahora esa necesidad de confesarlo todo cuando Cecilio, el autor oficial y no confeso de aquel asesinato, había muerto en la cárcel dos años atrás de fiebre tifoidea? El caso estaba cerrado y enterrado. Mi padre tenía razón: nada era lo que parecía. ¿Cómo un hombre decente puede acabar siendo un asesino? ¿Cómo un hombre justo puede dejar que culpen a un inocente? ¿Pueden los celos llevar a un hombre a perder la cordura? Después de lo oído, pensé que mi padre no era aquel hombre a quien yo conocí y amé. Ahora era, para mí, un perfecto desconocido.
Después de lo que sabía, no podía permitir que todo quedara en un simple testimonio de arrepentimiento entre padre e hijo. Al horror se le sumaba la rabia. Mi padre debía pagar por lo que hizo. Pero antes necesitaba saber la verdad sobre algo que no acababa de creer: ¿Tuvo mi madre un amante? Mi padre mencionó reiteradamente a don Eusebio, con quien no se atrevió a ajustar cuentas. Según él, de haberlo hecho, habría sido el principal sospechoso. La rivalidad existente entre ambos era bien conocida y las habladurías le apuntaban en calidad de marido ultrajado.
Al día siguiente, como mi padre seguía sin aparecer, le busqué por los campos que tantas veces había recorrido a caballo con él. Cada vez que me cruzaba con un grupo de jornaleros, éstos intercambiaban miradas y hacían comentarios que cesaban tan pronto me acercaba para preguntar por su patrón. ¿Acaso sabían algo que yo desconocía? Pensé que por la tarde, terminada la jornada laboral, si mi padre seguía en paradero desconocido, llamaría a Manuel, el capataz y su hombre de confianza, con la intención de conocer qué sabía de lo ocurrido años atrás y hasta qué punto mi padre le había confiado su secreto.
Horas más tarde y sentados frente a una botella del mejor vino de la bodega, Manuel se explayó haciendo un largo repaso de lo vivido en la hacienda junto a mi padre. Él tenía ganas de hablar y yo de escuchar.
CONTINUARÁ