Estaba leyendo “Un saco de huesos”, de Stephen King, su escritor de novelas de terror favorito, cuando llamaron a la puerta. Consultó el reloj. Eran las seis.
Vio, por la mirilla, a un individuo alto y muy delgado que no conocía de nada y cuyo aspecto le dio mala espina. Aún así, y sin saber por qué, le abrió.
Según le dijo el desconocido, trabajaba para la oficina del censo y necesitaba recopilar una serie de datos con fines estadísticos. Así pues, le hizo pasar y le invitó a tomar asiento.
-Veo que le gusta Stephen King –le dijo el visitante mirando la novela que descansaba sobre la mesita contigua al sillón en el que estaba sentado su anfitrión.
-Pues sí. Me encanta la literatura de terror –le contestó éste, mientras la tomaba en sus manos y le mostraba la portada.
-Siento haberle interrumpido –añadió aquél con cara de circunstancias.
-No importa. Estaba a punto de dejar la lectura pues va a empezar Bones, mi serie de televisión favorita –le contestó, dándose cuenta que lo dicho equivalía a culparle de otra interrupción.
-¿Le gusta la investigación forense?
-Me gusta esta en particular. Resolver un asesinado a partir de los huesos de un cadáver me resulta francamente fascinante.
-Los muertos revelan muchas más cosas que los vivos –dijo el hombre sonriendo enigmáticamente.
Sus modales educados, tono de voz y sonrisa parecían contradecir la impresión inicial que le había causado aquel sujeto pero había algo en su mirada que no acababa de agradarle. A su edad, era gato viejo y sabía cuándo alguien escondía algo y aquel hombre no era lo que decía ser. Pero le había dejado entrar y ya no había vuelta atrás.
El interrogatorio al que le sometió acabó por intrigarle. ¿Qué interés podían tener para el censo aspectos como su estado de salud, sus últimas voluntades, si era donante de órganos, si tenía familia o amistades y cosas por el estilo?
Una vez se hubo ido el intruso, sintió un repentino escalofrío. Aquellas manos frías como témpanos, su mirada inquisitiva y su sonrisa sardónica al despedirse, no parecían propias de un ser vivo. Parecía como si la muerte le hubiera visitado.
-¡Será posible! Estás paranoico –se dijo en voz alta.
Miró el reloj con fastidio, seguro que Bones ya habría terminado, pero tan solo habían transcurrido unos minutos. ¿Cómo era posible!?
Desconcertado, se sentó en su sillón y encendió el televisor. El episodio de Bones acababa de empezar. Aún así fue incapaz de prestar atención. No podía dejar de pensar en aquel individuo y en sus preguntas. De pronto se sobresaltó pues comprendió el propósito de toda aquella farsa. Trabajara para quien trabajase, ese hombre le quería a él o, mejor dicho, a su cadáver. Quizá pertenecía a una red de traficantes de órganos y el propósito de su visita era asegurarse de que vivía solo, sin amigos ni parientes que pudieran interesarse por él en caso de desaparecer.
Parecía una locura pero no podía dejar de pensar en ello. Pero peor fue por la noche. No podía pegar ojo dando vueltas y más vueltas en la cama. ¿Quién sería y qué pretendía en realidad aquel hombre? ¿Volvería a por él? Y si era así, ¿cuándo? Si le contaba a alguien sus sospechas, ¿le creerían o le tomarían por loco? No sabía qué hacer.
Cuando despertó, estaba sentado en el sillón y el televisor encendido. A sus pies, la novela de Stephen King y el punto del libro en su regazo. Tras unos segundos de confusión, comprendió lo que había ocurrido: se había quedado dormido mientras leía la novela. No sabía en qué momento pudo haberle ocurrido como tampoco se explicaba el miedo que le invadía. Supuso que era producto de una pesadilla que había olvidado por completo. Miró el reloj. Era ya media mañana. ¿Cómo había podido dormir tantas horas sentado? Le dolían los huesos.
Confundido y con un terrible dolor de cabeza, decidió prepararse un café bien cargado. Antes de llegar a la cocina, llamaron a la puerta. Vio, por la mirilla, a un individuo alto y muy delgado que no conocía de nada y cuyo aspecto le dio mala espina. Aún así, y sin saber por qué, le abrió. Al hacerlo, tuvo una desagradable sensación de déjà vu.