Hoy es mi vigésimo octavo cumpleaños. Un cumpleaños que pasaré, por primera vez, solo. Mis padres ya no están conmigo para celebrarlo. Hace dos años de aquella terrible confesión y parece que fue ayer cuando, en el velatorio del tío Gabriel, siendo yo un mocoso, entré en el salón, donde mi tía Elisenda recibía el pésame de sus amigos y allegados, con aquel libro que apenas podía sostener.
La causa de la muerte de mi padre es, oficialmente, desconocida. Muerte súbita, consta en el certificado de defunción. Mamá murió dos meses después. Un glioblastoma más agresivo de lo habitual se le manifestó de forma repentina. Fue fulminante. Según los médicos, se le debía haber desarrollado tiempo atrás de forma totalmente asintomática. Nadie más que yo conoce la verdadera causa, el motivo y el origen de sus muertes.
No pude estar presente cuando mi padre intentó acabar con el incunable. Una apendicitis aguda me llevó a urgencias al día siguiente de su confesión. Mi apéndice se perforó durante el camino al hospital y provocó una peritonitis. Estuve más de una semana ingresado en estado grave. Cuando me dieron el alta hospitalaria, fue mi madre quien vino a recogerme. “Tu padre está indispuesto”, fue todo lo que me dijo en aquel momento para no alarmarme.
Cuando llegué a casa, la primera cara amiga que vi fue la del doctor Berenguer. Una cara de desolación e impotencia. Una enfermera salía en aquel momento de la habitación de mis padres y, como pillada por sorpresa, se detuvo en medio del pasillo observándome contrariada.
―No sabemos qué le ha ocurrido a tu padre –oí que decía mi madre a mis espaldas, antes de que yo pudiera reaccionar.
―Se le ha practicado una resonancia magnética craneal pero no se observa ninguna anomalía. Todos los exámenes médicos que le hemos practicado han resultado negativos. Aparentemente no tiene nada que justifique su estado –aclaró el doctor.
―Pero ¿qué le ha ocurrido? –pregunté angustiado.
―No lo sabemos, hijo. No puede hablar, ni moverse. Ocurrió cuando vinimos del hospital a recoger algunas cosas para ti. Estaba muy raro y muy irritado. Entró furioso en la biblioteca y salió con algo bajo el brazo, no pude ver qué, un paquete me pareció. Yo subí a tu habitación a por algo de ropa y productos de higiene. Él salió al jardín. Desde la ventana le vi echando gasolina en la barbacoa. Me extrañó y cuando la abrí para preguntarle qué hacía se desplomó. Al llegar junto a él intenté reanimarlo. Respiraba dificultosamente y me miraba con unos ojos que parecían que iban a salírsele de las órbitas. Movía la boca pero de ella no salían las palabras. Lo último que hizo antes de perder toda la movilidad fue señalar la barbacoa.
―Todo parece apuntar a un enajenamiento mental que ha derivado en un estado de shock. Algo psicosomático –interrumpió el doctor.
―Mamá, ¿qué había en la barbacoa? –casi le grité.
―No tuve tiempo para ir a mirar. Lo primero que hice fue avisar al doctor Berenguer, atender a tu padre y llevarlo a urgencias. Solo cuando volvimos a casa me acordé. Entre las ramas amontonadas apareció el incunable, por fortuna intacto. No sé qué le pasó por la cabeza a tu pobre padre. ¿Qué pretendía hacer? ¿Quemar un incunable que debe valer una fortuna? Creo que, como bien dice el doctor, a tu padre le dio un ataque repentino de locura. Seguramente el estrés es el culpable. Últimamente le notaba muy alterado y siempre que me interesaba por él me decía que no le pasaba nada, que eran cosas del negocio. Y mira cómo ha acabado.
Durante varias semanas no me aparté de mi padre. Ordené a las enfermeras que me avisaran inmediatamente al primer síntoma de lucidez que detectaran. Intentaba comunicarme con él pero era inútil. El incunable le había convertido en un vegetal. Sabiendo lo que mi padre pretendía hacer, me apartó de su lado el tiempo suficiente para acabar con él sin que yo pudiera resultar un obstáculo. Entonces yo pasaría a ser su siguiente víctima. Lo que no me explicaba era por qué no lo había matado en lugar de dejarlo así. Solo había una respuesta: quería hacerle sufrir, hacerle pagar su traición de la forma más sádica posible. Así pues, mi padre debía ser plenamente consciente de lo que había ocurrido y de lo que ocurría a su alrededor. Seguramente veía y oía todo pero no podía hablar. ¡Cómo debía de estar sufriendo!.
Puse todo mi empeño en procurar que el equipo médico que le trataba lograra mejorar su estado. Vanas esperanzas. Cierto es que la esperanza es lo último que se pierde y yo tardé demasiado tiempo en perderla, un tiempo que era, además, precioso. Y es que, durante unas semanas angustiosas, me había olvidado del juramento que hice aquella madrugada. Tenía que acabar como fuese con el incunable. Dije que urdiría un plan y eso iba a hacer. Pero ¿cómo podría evitar que el diablo que habitaba en ese libro leyera mi mente, adivinara mis intenciones?
Busqué al viejo librero que años atrás me aconsejó que nos deshiciéramos del libro. Sabía que la librería había cerrado pero esperaba encontrar vivo a su antiguo propietario. Y así fue. No me costó mucho dar con él. Preguntando al vecindario me indicaron su domicilio. Debe tener más de ochenta años, me dijeron.
―Cerré la librería al cumplir los setenta y ocho –me dijo el anciano, orgulloso de su longevidad laboral.
―Una vez le llevé un incunable para que lo examinara –le recordé, dudando de su memoria.
―Me acuerdo perfectamente. Le aconsejé que se deshiciera de él, que lo vendiera o lo quemara. E incluso le dejé una crónica que trataba sobre ese tipo de libros y de sus peligros. Recuerdo, fíjese usted si es buena mi memoria, que cuando me la devolvió, le pregunté qué le había parecido y si habían decidido qué hacer con el incunable y, por toda respuesta, se marchó como alma que lleva el diablo. Y disculpe que nombre al maligno precisamente hablando de ese libro.
―No se preocupe, yo mismo pienso que ese libro es obra del diablo –le contesté sin querer todavía entrar en detalles.
―Así que han comprobado sus poderes. ¿Y en qué puedo ayudarle yo? –me preguntó, desconcertado.
―Pues pensaba que quizá podría decirme cómo puedo destruir el libro sin provocar males mayores.
Percibiendo una cierta falta de empatía por parte del anciano, si quería que me ayudara tenía que revelarle todo el mal que el incunable nos había causado, ocultando, en la medida de lo posible, los detalles más íntimos y escabrosos.
―Joven, me temo que no puedo serle de ayuda. Pero lo que sí puedo hacer es dejar que busque en mi librería por si, entre los miles de libros que todavía conservo, halla alguno que le pueda dar la solución que busca.
―¿Todavía conserva la librería? En el local que ocupaba hace años no he visto ninguna indicación. Parecía abandonado.
―Ya solo es un almacén de libros que se mueren de viejos, como yo. El local sigue siendo de mi propiedad y allí conservo los libros que nunca logré vender. Quizá encuentre algo en la sección de ocultismo y brujería. Pero necesitará meses para leerlos todos. No sé si va a poder.
Desde aquel día la vieja librería se convirtió en mi hogar. Me trasladé a la trastienda donde años atrás aquel librero había inspeccionado el libro que le traje ignorando su origen y valor. Como el negocio familiar marchaba perfectamente bajo las riendas de un director que mi padre había contratado, mi ausencia no representaría ningún inconveniente. A mi madre, la excusa de que necesitábamos expandir el negocio en otros países le valió para aceptar mi larga ausencia. A mi padre lo tenían bien cuidado y no debía temer por él pues ya no representaba peligro alguno para el incunable. Lo único que me resultaba extraño es que éste se mantuviera inactivo, que no diera señales de “vida”. ¿A qué estaría esperando? Fuera cual fuese el motivo, tenía que aprovechar esa tregua para buscar, entre la montaña de libros con la que tenía que enfrentarme, una solución a nuestro acuciante problema.
Fue al cabo de varias semanas de frenética y angustiosa búsqueda, solo interrumpida por las llamadas de mi madre al móvil para saber de mí y alguna que otra visita al librero, cuando di con una obra en inglés, fechada en 1714, y que llevaba por título Antidote Compendium against Evil Powers. ¡Un compendio de antídotos contra el mal! En ella se indicaba la existencia de un libro, escrito a principios del siglo XVI por un autor anónimo, que poseía poderes contra las manifestaciones del maligno. Pero ¿dónde se hallaría después de cinco siglos?
Antes de proseguir con mi búsqueda, quise compartir este hallazgo con el anciano. Quizá el podría orientarme. Su reacción me sorprendió. En lugar de su habitual verborrea cuando de libros se trataba, se mantuvo en un extraño mutismo. Por toda respuesta, se limitó a comentar que algo había leído sobre el tema pero que nada sabía en concreto.
No habían pasado más de dos días cuando se presentó, ya entrada la noche, en la trastienda que yo había convertido en mi cuartel general. Su cara de circunstancias me recordó a la de mi padre antes de su horrible confesión. Cara de vergüenza y contrición. Y por segunda vez en pocos meses fui testigo de una asombrosa revelación.
―Perdone que no se lo contara cuando vino a pedirme ayuda por primera vez ni cuando el otro día me habló de ese libro por el que está interesado. En primer lugar, tenía serias dudas al respecto y, en segundo lugar, sentí vergüenza por algo que hice hace ya muchos años. Pero no quiero pecar por omisión –dijo desde el quicio de la puerta.
Y otra vez tenía frente a mí a alguien que iba a desahogarse contándome algo que solo él sabía, hasta entonces.
―En la biblioteca Colombina hice un descubrimiento. En el sótano, donde se pudrían, amontonados y cubiertos de polvo, cientos de volúmenes, hallé un incunable fechado en 1551. Por algún extraño motivo había sido arrinconado sin catalogar. Me lo llevé a mi despacho para estudiarlo con detenimiento. Pronto descubrí que tenía poderes, pero contrariamente al suyo, éste ejerce de verdadero benefactor para quien hace buen uso de él. Debe ser, sin duda, el que usted mencionó. Parece obra de la Divina Providencia. El caso es que, cautivado por ese increíble don, lo sustraje de la biblioteca sevillana sin que nadie reparara en ello. Nadie notó su ausencia porque nadie sabía de su existencia.
Según me fue contando el atribulado anciano, gracias al influjo protector de su incunable, vivía sin penalidades materiales ni físicas, de ahí su longevidad y su buena salud.
―La única riqueza que otorga este libro es espiritual. Pero ya he vivido lo suficiente y ya no necesito más. Sería muy egoísta por mi parte que, si este libro puede ser la solución a sus problemas, callara y lo mantuviera entre estas cuatro paredes incluso después de mi muerte, porque la inmortalidad es otro de los deseos que este libro no puede conceder.
―¿Y tiene usted idea de cómo su incunable puede actuar contra el nuestro? -pregunté esperanzado.
―No lo sé exactamente. Solo es una suposición. Imagínese el Yin y el Yang. Fuerzas opuestas. O el principio de la medicina alopática, basada en combatir una enfermedad con remedios que producen efectos contrarios. El bien contra el mal. Creo que puede funcionar. Mi libro podría neutraliza los poderes del suyo.
Dicho esto, el hombre salió de la estancia para volver de inmediato con el libro bajo el brazo, que depositó en mis manos.
―Ábralo y saldremos de dudas –me apremió.
Lo primero que vi fueron unos caracteres muy parecidos a los que aparecían en nuestro incunable pero con un mayor relieve y colorido, posiblemente debido a una más moderna y esmerada impresión. A continuación se produjo el ya familiar baile de signos y la paulatina formación de unas palabras que acabaron alumbrando la oscuridad de mi más profundo abatimiento:
Llévame hasta él. La luz del bien sobre las tinieblas prevalecerá. Hasta que no estemos juntos el mal actuará
―Corre, muchacho, ve a casa y procura enterrarlos juntos donde nadie pueda hallarlos jamás. Solo así podrás acabar con esta pesadilla.
Y, sin despedirme siquiera, corrí veloz, con el incunable del anciano en mi mochila y la alegría en mi cara.
Pero, de pronto, reparé en el significado de la última frase: hasta que los libros no estuvieran juntos, el poder maléfico del incunable seguiría intacto y podría actuar en cualquier instante. A medida que me acercaba a casa, mis temores iban en aumento. Tuve un mal presagio. Me había estado preguntando por qué el incunable, después del daño causado a mi padre, se mantenía inactivo. Creí saber la respuesta: estaba a la espera. Sabía lo que yo estaba haciendo e incluso debía vaticinar lo que ocurriría. Él no movería pieza hasta saber cuál iba a ser mi próximo movimiento. Pero el enfrentamiento no podía acabar en tablas. Debía vencerle con un jaque mate.
Solo entrar en casa, mis sospechas se hicieron realidad. Voces agitadas salían de la habitación donde mi padre yacía en estado vegetativo. Al entrar vi a mi madre con las manos ocultando su cara y sofocando el llanto. Cuando notó mi presencia, se giró y, viniendo a mi encuentro con los brazos tendidos, me dijo cuatro terribles palabras: “tu padre ha muerto”.
Esta fue su penúltima obra vengativa. Ya no le servía para nada y decidió acabar con la poca vida que le quedaba a mi pobre padre. Luego se cebaría –yo todavía lo ignoraba- con mi madre. Y todo para dañarme por lo que pretendía hacer.
Sin decir palabra, debatiéndome entre el dolor y la rabia, me dirigí a la biblioteca con el incunable del librero sujetándolo fuertemente contra mi pecho, a modo de escudo protector. Lo até fuertemente al nuestro con mi cinturón, como si temiera que pudiera huir, y los mantuve así unidos toda la noche hasta que decidiera el lugar idóneo para enterrarlos juntos para siempre. Fue una larga noche de vigilia, velando el cuerpo de mi difunto padre y al incunable.
A la mañana siguiente, mientras el cuerpo de mi padre reposaba en el tanatorio, me dirigí a las antiguas propiedades de mi bisabuelo. Donde sesenta y cinco años antes había ardido la casona familiar ahora trabajaban dos enormes bulldozers removiendo la tierra. En un gran cartel se anunciaba la construcción de unas naves industriales. No podía ser un lugar mejor. Bajo la capa de hormigón, bajo los cimientos, nadie podría jamás dar con ellos.
Hoy, en mi primer cumpleaños sin mis padres, pienso en todo lo acontecido y me resulta increíble. Siento muchísimo no haber podido librarles de las garras del incunable. Solo han pasado unos meses desde su destierro y ocultamiento bajo tierra y me parece pura ficción lo vivido por su culpa, como me parece inaudito que pudiera deshacerme de él con tanta facilidad. Era la única forma de que no hiciera daño a nadie. Al menos eso pensaba hasta que, hace unas horas, abrí el periódico.
En la página de Sociedad, la noticia que encabeza la sección informa que durante un análisis geológico del subsuelo de un solar en construcción, se ha producido lo que los expertos han calificado como un descubrimiento de gran valor histórico. Se han hallado dos incunables, uno del año 1450 y el otro de 1551, ambos en bastante buen estado de conservación, que alguien debió enterrar siglos atrás donde, otrora, había existido una casona del siglo XVIII. El motivo y el autor, o autores, de tal ocultamiento es, hoy por hoy, un misterio.
La noticia prosigue diciendo que, en caso de que nadie reclame su propiedad, debidamente documentada, en un plazo razonable, ésta pasará al Ayuntamiento de la localidad donde ha tenido lugar el hallazgo, poniéndose posteriormente a la venta en la prestigiosa casa de subastas Christie’s. Según fuentes de esa entidad, el precio de salida de estos incunables puede rondar los cincuenta millones de dólares por ejemplar, pudiéndose alcanzar una cifra final muy superior. Dado el valor astronómico de cada uno de ellos, añade el articulista, equiparable al del último Picasso vendido a través de esa misma firma, se da casi por seguro que se venderán por separado. De hecho, tras hacerse público el hallazgo, acaba la noticia, ya existen muchos coleccionistas de incunables interesados.
FIN