martes, 3 de diciembre de 2024

¿Cuánto vale una vida?

 


Desde que aquellos guerrilleros asesinaron a mis padres y hermanos, tuve muy claro que no podía permanecer en nuestro poblado ni un solo día más. Pero ¿cómo huir de aquel infierno? Y ¿quién me facilitaría la huida?

Escapé como pude de aquel horror. Todavía no sé cómo logré salvarme de aquella matanza. Pero lo hice y, aprovechando mi suerte, emprendí un camino muy peligroso e incierto hacia la libertad.

Por el camino, conocí a Ahmadou, el hombre que resultó ser el cabecilla de un grupo de africanos que, como yo, pretendían llegar a España. Apiadado de mí, me ofreció un lugar en una caravana de emigrantes. Tras varias semanas de dura marcha por poblados, tanto o más peligrosos que el que abandoné, y a través del desierto, cruzaríamos el Mediterráneo en patera desde una playa de Argel, al abrigo de la oscuridad. El trayecto sería largo y no exento de peligros, pues nos veríamos posiblemente interceptados por individuos armados, militares y policías corruptos que, en el mejor de los casos, nos dejarían pasar a cambio de un soborno. A pesar de estos inconvenientes, accedí de buen grado a correr ese riesgo. Tenía que marcharme de allí a toda costa.

Por desgracia, yo no podía afrontar el coste del pasaje, no tenía dinero con el que ganarme un lugar en el cayuco. Desesperado como estaba, le supliqué a Ahmadou que me llevara con ellos, que haría lo que fuera necesario para compensarle el gran favor.

Me citó para el día siguiente. Cuando llegué al punto convenido, me encontré con dos hombres que dijeron haber venido a petición de Ahmadou. Me invitaron a un té en una de las cabañas que nos rodeaban y, casi en susurros, me hicieron una oferta que, cuando la oí me puso los pelos de punta. Pero tras unos segundos de duda y reflexión, comprendí que no podía hacer otra cosa que aceptar. Bien valía uno de mis riñones a cambio de la libertad. Al parecer —me dijeron— eran muchos quienes donaban un riñón para alcanzar la deseada meta. «Con solo un riñón se puede vivir perfectamente», me aseguraron para acabar de convencerme.

El viaje, fue, efectivamente, un infierno. Tuvimos que hacer frente a encuentros muy desagradables y violentos con todo tipo de individuos ávidos de dinero. Algunos de nuestros compañeros quedaron atrás, por haber enfermado —no disponíamos de medicamentos— o perdido la vida a manos de asaltantes sin escrúpulos para segar una vida humana a cambio de dinero. Quien se resistía a cualquiera de sus demandas, por absurda y humillante que fuera, recibía un disparo en la cabeza. Tuvimos que abandonar los cuerpos de los que perecieron por el camino, dejándolos a merced de los animales carroñeros.

Mali fue, con diferencia, el territorio en el que sufrimos más percances. Llegamos a creer que no saldríamos vivos de allí, pero lo hicimos. Fue un milagro que llegáramos sanos y salvos a Argelia, donde también fuimos acosados por la policía. Las dotes de persuasión e ingenio de Ahmadou nos salvó el pellejo en más de una ocasión. Ese hombre tenía un carisma que acababa por convencer al más incrédulo de que íbamos a Argel a trabajar en la construcción, a pesar del miserable aspecto que debíamos ofrecer.

Pero por fin llegó el gran día o, mejor dicho, la gran noche. Tuvimos que esperar varias horas a que llegaran los que serían los conductores de las dos pateras que debían llevarnos a la costa española. Eran unas viejas barcas de madera que no me inspiraron mucha confianza, a pesar de que nos aseguraron que llevaban un potente motor. Nos montamos en ellas apiñados, dejando apenas espacio para estirar las piernas. En nuestro cayuco éramos treinta, veinte hombres, ocho mujeres y dos niños. En el otro iban veintiséis personas, veinte hombres y seis mujeres. Las plazas que habían quedado libres eran las que debían haber ocupado los fallecidos. Todos estábamos asustados, ateridos y hambrientos, pero con la esperanza que en unas pocas horas llegaríamos a nuestro destino. Pero el mar, cada vez más embravecido, parecía querer impedírnoslo. Las embarcaciones parecían de juguete, que iban a ser tragadas de un momento a otro por las enormes olas que nos zarandeaban con violencia. Con cada nueva ola, parecía que íbamos a volcar. Pero por fin divisamos las luces de una ciudad española, que, según nos dijo Ahmadou, era Almería. Él había hecho ese trayecto en numerosas ocasiones y se conocía la ruta de memoria. Cuando quisimos ver a nuestros compañeros de la otra patera, esta había desaparecido y al desembarcar en la playa no los hallamos por ninguna parte. Supusimos que se los había tragado el mar. Como el tiempo apremiaba y las furgonetas que nos estaban esperando debían abandonar el lugar antes de que clareara y fuéramos vistos por la Guardia Civil o por cualquier ciudadano que pudiera denunciar el desembarco, el que supuse que era el responsable de trasladarnos a un lugar seguro nos apremió para que subiéramos de inmediato a una de las furgonetas y la otra esperaría un tiempo prudente por si aparecía el resto del “cargamento”, como así lo llamó.

Cuando me disponía a hacer lo indicado, Ahmadou me agarró de un brazo y me indicó que yo debía subir a otro vehículo que, aparcado a una cierta distancia, me estaba esperando. «Recuerda el trato» —me dijo—, «Tú no vas con ellos, ya lo harás una vez hayas cumplido con lo convenido». Aunque sabía a lo que se refería, me entró un desasosiego que solo desapareció al ver que Ahmadou subía conmigo al vehículo y se sentaba junto a mí en el asiento trasero. El coche, con chófer, era de alta gama. No me había sentado jamás en un asiento tan cómodo. Debía pertenecer —me dije— a alguien con mucho dinero, probablemente el que iba a ser el receptor de uno de mis riñones. El aire acondicionado me reconfortó y me relajó tanto que caí dormido cuando debíamos haber recorrido tan solo un par de kilómetros. La cara sonriente de Ahmadou hizo que me sintiera, por primera vez en varias semanas, seguro.

Una voz grave, me despertó. «Ya podéis salir, todo está preparado», dijo un hombre armado, posiblemente un guardaespaldas o vigilante. El edificio era majestuoso por fuera y por dentro. A pesar de la amabilidad del personal, no me ofrecieron ni agua ni comida, pues —me dijeron— no podía tomar nada antes de la intervención, lo cual, muy a mi pesar, encontré lógico. «Es por la anestesia», añadió una enfermera, muy guapa, por cierto. No recuerdo nada más, excepto que caí en un sueño dulce y profundo tras administrarme lo que supuse sería el anestésico.

 

No sé cuánto tiempo habrá trascurrido desde que perdí la consciencia, pero, abro los ojos y me veo, desde lo alto, en la mesa de operaciones y cómo un hombre vestido de blanco, que supongo que es un médico, me acaba de extirpar un riñón y lo deposita con mucha cautela en un recipiente metálico. ¿Qué es lo que me está ocurriendo? Debo de haberme desdoblado y mi espíritu sobrevuela la sala, tal como cuentan que les sucede a algunas personas que han vivido una experiencia cercana a la muerte. ¡Pero estoy vivo! ¿O no? A continuación, veo que el supuesto médico atiende una llamada. «Es para usted, doctor, dice la enfermera. Es muy urgente». Una vez el médico cuelga el aparato, me mira tendido e inconsciente en la mesa de operaciones y, tras un profundo suspiro, le dice a la enfermera: «No se vaya. Tengo que extirparle el otro riñón, pues al parecer hay otra petición urgente», a lo que la joven añade: «Pero, doctor, si hace eso, este hombre morirá. No se puede vivir sin riñones». El médico, irritado por aquella ridícula perogrullada procedente de una profesional sanitaria, le contesta: «Hay mucho dinero en juego, ¿entiende? Y a usted también le corresponderá un buen pellizco» A lo que la joven contesta con el silencio, mordiéndose los labios, y con un gesto de desaprobación, pero a la vez de resignación, se dispone a ayudar al médico en tal menester.

Veo, horrorizado, que me están extrayendo el otro riñón, que la enfermera deposita en otro contenedor idéntico al anterior.

Acabada la intervención, me dejan en la mesa de operaciones, me cubren con una especie de sábana, apagan la luz y cierran la puerta con llave.

Por fin soy libre. Pero he pagado por mi libertad un elevado precio, demasiado alto. ¿Cuánto habrán pagado por mis riñones? ¿Conocerán los receptores su procedencia? ¿Estará al corriente el bueno de Ahmadou y regresará a su país para reclutar a nuevos donantes? ¡Cuántas vidas humanas habrán acabado del mismo modo! ¿Cuánto vale una vida?


martes, 26 de noviembre de 2024

La buena madre

 


Las penurias por las que pasé para tirar adelante como madre soltera solo las conozco yo. Me aconsejaron que abortara, que en mi situación, tan joven y con muy pocos recursos económicos, era lo mejor que podía hacer. Pero quise seguir adelante con el embarazo en contra de las opiniones ajenas, empezando por las de mis padres, que se desentendieron de mí.

Con el tiempo, las cosas se normalizaron. Ocasiones no me faltaron para vivir en pareja, pero las deseché todas. Ya tuve suficiente con la primera, un mal tipo que me hizo sufrir y que me abandonó cuando más lo necesitaba. Héctor, mi hijo, y yo salimos de la miseria y ahora, veinte años después, vivimos humildemente, pero no nos falta lo esencial. Creo haberle educado bien. Reconozco que le he sobreprotegido, aunque no mimado. Le he dado todo lo que he podido darle. Sé que no ha sido mucho, pero lo suficiente para que supiera lo que cuesta ganarse la vida de forma honrada. Pero algo debo haber hecho mal, porque no se conforma con lo que tiene, siempre quiere más, siempre está insatisfecho y su carácter se ha agriado hasta alcanzar cotas que me preocupan.

No sé adónde va ni con quién. No me da explicaciones. Sale y entra en casa cuando le viene en gana y últimamente suele volver muy tarde, de madrugada, y cuando se levanta, a las tantas, todavía huele a alcohol. No me extrañaría que también tomara alguna droga, pues se ha vuelto muy irascible y me trata mal, como lo hacía su padre biológico. ¿Qué habré hecho para merecerme esto?, me repito día sí y día también. Pero soy su madre y le quiero. Cuando nació pensé que era lo mejor que me había podido pasar en esta vida, pero ahora ya no estoy tan segura.

Desde hace unas semanas, su comportamiento es todavía más extraño. Cuando le pregunto de qué trabaja, me responde que tiene un negocio con unos amigos que no conozco y se cierra en banda cuando le pido más detalles. No le insisto, pues se pone hecho una furia y me dice que me ocupe de mis asuntos, que ya es mayor para tomar sus propias decisiones, que sabe lo que hace y que debería estar contenta con el dinero que ahora trae a casa. Y es verdad, últimamente me da mucho más dinero del que me daba como resultado de sus “trapicheos”, como él los llamaba.

Un día, aprovechando que no estaba en casa, hurgué en su dormitorio. Sé que estuvo mal, pero ese acto me abrió los ojos. Hubiera preferido no verlo, pero el mal ya estaba hecho. En el fondo de su armario, en una bolsa de deporte hallé muchos fajos de billetes. Pero eso no fue todo, lo peor fue que junto a ese dinero de origen desconocido había una pistola. No pude evitar soltar un grito, que ahogué al instante, para que nadie me oyera. ¿Para qué quería mi hijo una pistola y cómo había conseguido reunir tanto dinero? ¿Un atraco, quizá? Pero en las noticias no había aparecido ninguna relacionada con un robo. ¿Estaría metido en algún asunto turbio, tráfico de drogas tal vez? Desde aquel día no dejé de espiarle, temiéndome lo peor. Cada vez que le preguntaba adónde iba, se ponía hecho un basilisco.

Un día, de madrugada, volvió borracho, tropezando con todo lo que se le ponía por delante. Fue tal el estruendo que armó, que salté de la cama para ver qué estaba ocurriendo. Le tuve que acompañar hasta su habitación y lo dejé tendido en la cama vestido como iba. Al encender la lamparilla de la mesilla de noche para quitarle los zapatos y arroparle, vi, con horror, que su camisa y su cara estaban salpicadas de sangre. Farfullaba palabas ininteligibles. Lo único que me pareció entender fue algo así como: «tenía que hacerlo» ¿Hacer qué? Decidí dejarlo dormir y que por la mañana, cuando estuviera despejado, le interrogaría, se pusiese como quisiera. Había ocurrido algo grave y quería saberlo.

No soltó prenda. Me dijo, una vez más, que me metiera en mis asuntos, que era mejor que, por mi bien, no supiera nada. Y que, sobre todo, mantuviera la boca cerrada. Esto último me lo dijo con una mirada amenazante que jamás antes le había visto. Me asustó. Aquel chico ya no era mi hijo. Algo le había transformado y suponía que ya no había marcha atrás. Desayunó sin decir palabra, cabizbajo. Parecía que estaba rumiando algo. Murmuraba. De pronto sonó su teléfono móvil, lo que le sobresaltó. Habló con monosílabos y alguna frase que no pude entender, pues me dio la espalda y se alejó de mí. Tras colgar, se fue a su habitación, donde le oí trastear. Le pregunté a través de la puerta si estaba bien, si sucedía algo malo. Me gritó que me largara de una vez y lo dejara en paz. Al cabo de unos minutos, salió cargado con la bolsa que descubrí días atrás y una mochila a la espalda. Se fue sin siquiera despedirse. No le he vuelto a ver.

Ayer, por la televisión, informaron que habían hallado un cadáver en un descampado. Había recibido seis disparos, uno mortal de necesidad. Se trataba de un empresario muy conocido, cuyo nombre todavía no se ha hecho público. No le habían sustraído nada, lo cual significaba que el robo no había sido el motivo del asesinato. Había varias líneas de investigación abiertas, entre las cuales estaba la de un asesinato encargado por uno de sus muchos enemigos, alguno de los cuales le había amenazado de muerte, tal como denunció el fallecido semanas atrás. Unos obreros dijeron haber oído varios disparos y visto a un individuo que, trastabillando, huyó en un Peugeot de color rojo en el que le estaba esperando alguien al volante. Con las prisas o por culpa del viento reinante en aquel momento, al presunto asesino se le salió la capucha con la que ocultaba su rostro. Era joven, delgado, bastante alto y con el pelo muy negro y rizado. Es todo lo que pudieron percibir. Y a continuación, en la pantalla apareció un retrato robot del citado individuo.

No había duda, ese joven era mi hijo, o por lo menos se le parecía muchísimo. El dibujante había hecho un buen trabajo, muy a pesar mío. Y el coche de mi hijo es, precisamente, como el que habían descrito

Las autoridades pedían la colaboración ciudadana para atrapar a ese asesino. La familia del fallecido ofrecía una elevada suma de dinero para quien pudiera facilitar alguna pista fiable.

No pude seguir escuchando lo que decía la periodista ante las cámaras de televisión. ¡Era todo tan horrible! ¿Qué podía hacer? ¡Cómo iba a delatar a mi propio hijo! Le caerían muchos años de cárcel y no quería verlo entre rejas. Si no decía nada, lo mas probable es que, de no atraparlo, seguiría cometiendo crímenes. ¡Mi hijo, un criminal! ¡Qué fracaso más grande como madre! No me lo podía perdonar. ¿En qué me había equivocado? Pero no era momento de reproches, sino de mirar hacia adelante y decidir qué debía hacer con mi hijo. ¿Protegerlo o entregarlo? De no ser su madre, seguro que pensaría que debía hacer lo correcto, denunciándolo y que pagara por sus malos actos. Por supuesto no aceptaría la recompensa que ofrecía la familia del hombre asesinado. ¡Faltaría más! «Una mujer entrega a la policía a su único hijo y cobra los veinte mil euros que ofrecía la familia a quien diera una pista para detenerlo». Eso sería lo que publicarían los medios, incluyendo a las redes sociales, que tanto disfrutan metiéndose en la vida de los demás.

¿Qué hacer? Estaba hecha un lío. No me sentía capaz de tomar una decisión. Así que lo dejé todo en manos de mi conciencia. Tras pensarlo mucho, decidí que iría a la comisaría y lo contaría todo.

Así lo hice. Pero cuando llegué a mi destino, me detuve en seco ante la puerta, incapaz de entrar. Me quedé paralizada. Me di la vuelta y regresé a casa. Que sea lo que Dios quiera, me dije. ¿Y si me interrogan porque sospechan de Héctor? ¿Qué les diré? Una vez más, me pregunté cómo debía obrar. Siempre he pensado que una buena madre siempre protege a su hijo, aunque haya hecho algo malo.

Cuando entré en casa, me tomé una pastilla para dormir y me metí en la cama, totalmente a oscuras y en posición fetal. Me sentía muy trastornada. Lo último que pensé antes de sucumbir al efecto del somnífero fue qué haría en mi lugar una buena madre.

 

jueves, 14 de noviembre de 2024

El cuadro que me ha cambiado la vida

 


Siempre recordaré la última vez que fui a Montserrat (1). Hacía muchos años que no iba y, no sabría explicar por qué, sentí de pronto la necesidad de hacerle una visita, como cuando era niño.

Era un día frío pero soleado. Y, cosa extraña, no había muchos visitantes, de forma que pude hacer el típico recorrido que incluye la visita a la Moreneta (2), en menos tiempo que el esperado. No soy creyente, pero quería recordar lo que hacía con mis hermanas y mis padres una vez al año.

Al llegar al final del trayecto, allí donde los devotos encienden unas velas, pidiendo cualquier deseo a la Virgen, me sentí empujado a hacer lo mismo, como un recuerdo de la costumbre de mis padres. Un acto —lo reconozco— totalmente simbólico, nada habitual en mí. Y entonces, no sé explicar el cómo ni el porqué, experimenté una espiritualidad que hacía muchos años que no sentía. El caso es que salí al exterior con una sensación de bienestar que no sabría definir, como si intuyera que me esperaba algo extraordinario a corto plazo. Se dice que Monserrat esconde poderes ocultos (3), pero nunca he creído en estas tonterías. «O estoy enfermo o simplemente es que me hago viejo», me dije.

Cuando estuve de nuevo en la explanada frente a la entrada de la Abadía, recordé que me habían elogiado el museo que hay en sus entrañas y que nunca había tenido ocasión de visitar. Como solo eran las doce del mediodía y, por lo tanto, tenía tiempo suficiente antes de almorzar, decidí entrar.

Una vez dentro, como no quería entretenerme más de la cuenta, fui directamente hacia las salas dedicadas a la pintura moderna, y concretamente las del modernismo, el estilo pictórico que más me gusta. Tan solo llegar al destino elegido, me sentí transportado a un pasado que me resultaba familiar. Y esa sensación se hizo mucho más patente cuando la vi. De repente, todo empezó a dar vueltas a mi alrededor.

Fue un shock emocional. Aquella imagen, aquella cara... Era ella, sin duda. ¿Cómo era posible? ¿Acaso me había vuelto loco? El cuadro llevaba por título Madeleine. Era una pintura al óleo que Ramon Casas pintó en París el año 1892, es decir, ¡ciento treinta años atrás!

Os parecerá, como a mí entonces, una locura, pero era la Madeleine que conocí en París cuando fui a perfeccionar mi francés. ¿Cuánto hacía de eso? ¿Cómo podía saberlo! Aquello me sobrepasaba. No podía ser real. Sentí algo parecido a una crisis de ansiedad. Tuve que sentarme para serenarme. Al cerrar los ojos, rememoré de pronto aquel encuentro y un escalofrío recorrió toda mi espalda. Me vi entrando en aquel tugurio parisino y cómo la vi sentada en un rincón. Estaba fumando un puro, como el que aparece en el cuadro. Puesto que el local estaba abarrotado y no tenía dónde sentarme, me hizo una señal con la mano indicándome que me sentara a su mesa. Tímido como era —y todavía soy—, me costó decidirme, pero su sonrisa derribó todas mis reservas. Al fin y al cabo, me había propuesto conocer gente de toda clase, especialmente bohemia, y aquella mujer tenía todo el aspecto de serlo.

Bebía una copa de Pastís. Yo pedí lo mismo. Al cabo de una hora, no sé si por el efecto del alcohol, de su compañía o del ambiente reinante, me sentía pletórico.

Desde aquel día, iba todas las tardes al Moulin de la Galette —así se llamaba el local— y siempre me la encontraba sentada en la misma mesa. Nos hicimos amigos —o eso creí—. Me dijo que se llamaba Madeleine Boisguillaime, que trabajaba de lavandera y que frecuentaba aquel lugar porque era el único en Montmartre en el que no ponían ningún impedimento al acceso de una mujer que, como ella, fumaba y bebía sin compañía masculina.

Un día me invitó a su casa, una buhardilla minúscula, pero suficientemente confortable para una sola persona, y me dio a probar algo que nunca había probado: absenta, que, según decían, tenía propiedades afrodisíacas, cosa que puedo asegurar que no es cierta. Sí me dijo que tuviera cuidado y no bebiera demasiado, pues se decía que Van Gogh, unos años antes, se había cortado una oreja, de tan ebrio como estaba por culpa de esa bebida espirituosa.

Al llegar a este punto de la historia, abrí los ojos, estremecido. Recordé, de pronto, que me aficioné a ese maldito brebaje y que, una noche, paseando por la orilla del Sena, me sentí muy mareado, tropecé  y caí a las gélidas aguas de aquel río tan caudaloso. Sentado ahora en aquel banco del museo, volví a sentir aquel frío escalofriante y cómo la corriente me arrastraba río abajo hasta que perdí la conciencia y la vida.

Ahora entendía por qué aquel cuadro me había conmocionado tanto. No se trataba de un simple déjà vu. Ahora comprendía aquellos sueños reiterativos que parecían indicarme que había vivido una vida anterior y que siempre había desdeñado. Yo, que siempre había negado la posibilidad de la reencarnación, ahora ya no estoy tan seguro.

Desde aquella visita al museo de Montserrat, no he vuelto a ser el mismo. Me gustaría volver al pasado y encontrarme de nuevo con Madeleine.

 

 

(1) Para quienes no lo sepan, Montserrat es un macizo montañoso, de forma muy singular, situado en la provincia de Barcelona. En él se levanta el monasterio que lleva su nombre, una abadía benedictina consagrada a la Virgen de Monstserrat, conocida popularmente como “La Moreneta”, por su color negro.

(2) Según la leyenda, en el año 880, unos pastorcillos vieron una luz muy brillante que les llevó hasta una cueva, donde hallaron la imagen de la Virgen. Conocida la noticia, el Obispo de Manresa intentó trasladarla a esa ciudad, pero resultó del todo imposible, pues la imagen, a pesar de su pequeño tamaño, se volvió muy pesada, lo que se interpretó como un deseo de la Virgen de quedarse en el lugar donde había sido hallada. De este modo, el obispo ordenó la construcción de la ermita de Santa María, origen del actual monasterio. El motivo del color negro de la imagen ha sido objeto de mucha controversia (de hecho, hay muchas vírgenes negras en el mundo), pero la opinión menos culta y más mundana es que se debe al humo de las miles de velas que durante siglos le han colocado a sus pies para venerarla.

(3) De todas las leyendas que rodean a Montserrat, la más bizarra es la protagonizada por el comandante nazi Heinrich Himmler. Conocidas son las aficiones esotéricas de los gerifaltes del Tercer Reich, incluyendo a Hitler, que le llevó, el 23 de octubre de 1940, a visitar Montserrat en busca del Santo Grial. Y no podemos olvidar la historia del “tamborilero del Bruch”, Isidro Llusà Casanovas, que en 1808, durante la guerra de independencia española, gracias a la reverberación del sonido de su tambor motivada por las singulares formas de la montaña, provocó la desbandada de las tropas francesas, al creer que las fuerzas rivales eran mucho más numerosas. Y tampoco pueden faltar los OVNIS que, al parecer, hacen escala en Montserrat, camino del lago de Banyoles. De este modo, desde hace años, una comunidad de aficionados a la ufología se da cita todos los días 11 para avistar esos fenómenos, cuya justificación, según algunos, reside en que la montaña de Montserrat es uno de los centros energéticos más importantes del mundo.

 




lunes, 4 de noviembre de 2024

Una tarde en el monasterio

 


Siempre he creído que las mejores excursiones son las improvisadas, y así se lo hice saber a Eulalia.

—Cogemos el coche y vamos adonde nos lleve el destino —le propuse.

Era una domingo frío y gris. No invitaba a salir, pero estaba tan aburrido que cualquier actividad al aire libre me parecía más tentadora que quedarnos en casa, como hacíamos últimamente cada domingo, viendo series de Netflix en plan maratoniano.

—¿El destino? Yo no creo en el destino —me respondió malhumorada.

—Bueno, pues, la casualidad.

—Tampoco creo en las casualidades. Todo tiene un motivo en esta vida —argumentó en un tono de menosprecio. Era evidente que Eulalia no tenía un buen día, pero yo no estaba dispuesto a darme por vencido.

—Mira, haré como en ese programa de televisión que tanto te gusta: lanzaré un dardo a un mapa de la provincia de Barcelona; sí, mujer, no pongas esa cara, y el lugar donde se clave será nuestro destino. No me dirás que no será casualidad.

Eulalia se encogió de hombros, como diciendo «haz lo que te dé la gana, tío».

A la primera tirada, el dardo se clavó, firme, en un punto en el centro del mapa. Corrí hacia él para ver de cerca el lugar que el destino, o la casualidad, había elegido, el punto hacia el que nos tenía que llevar nuestro viaje: Rajadell.

—¡Rajadell! —exclamé—. ¿Conoces Rajadell? —le pregunté con la certeza de que me diría que no, como así fue.

—¿Y que hay allí que valga la pena ver, si se puede saber? —me preguntó ahora con cara de hastío.

—No lo sé, no había oído hablar jamás de esa población. Repetiré el tiro, a ver si en la siguiente ocasión tenemos más suerte y nos señala un lugar más conocido.

Pero, cosa extraña, a cada tirada, el dardo se clavaba, insistentemente, en el mismo lugar: Rajadell.

—Esto no puede ser casualidad, tiene que ser cosa del destino —afirmé.

—No digas tonterías —me contestó Eulalia poniendo los ojos en blanco.

Al cabo de media hora ya tenía la respuesta a su pregunta. Internet es formidable cuando se quiere encontrar información sobre lo que sea.

Así pues, la puse en antecedentes de lo qué encontraríamos en aquel lugar, lo más interesante de todo, una capilla de estilo románico del siglo XIII, que acabó siendo un pequeño monasterio a mediados del siglo XIV. Le describí el lugar, su historia y el valor patrimonial de esa obra arquitectónica popular, así como todo lo que podríamos ver en los alrededores, tanto desde el punto de vista monumental como geográfico.

—¿Y dónde está exactamente? —volvió a preguntar con tanto interés como quien pregunta qué hay para cenar.

—Está en la comarca del Bages, a solo unos sesenta quilómetros de aquí. En menos de una hora estamos allí. Si salimos después de desayunar, no encontraremos ningún atasco en la carretera. ¿Qué me dices?

Por toda respuesta, volvió a encogerse de hombros y se fue a la cocina.

 

A las once, dos horas más tarde de lo previsto, salimos de casa en dirección a Rajadell. Como me temía, encontramos una espantosa caravana de vehículos. Llegamos a nuestro destino a la una de la tarde, yo hecho una furia y ella con cara de fastidio. Como ya era muy tarde y estábamos hambrientos, decidimos ir primero al pueblo para comer y ya visitaríamos luego el monasterio y sus alrededores.

          A aquella hora, el restaurante estaba repleto, así que tuvimos que esperar a que se vaciara una mesa. Por fin, pudimos tomar asiento después de media hora de permanecer de pie, cada vez más nerviosos y hambrientos. Por si eso fuera poco, la lentitud del servicio era exasperante. Yo me iba impacientando, ya que en octubre oscurece muy temprano y el tiempo corría en nuestra contra.

A las cuatro y media llegamos al lugar donde supuestamente teníamos que disfrutar de una experiencia cultural y artística extraordinaria. Y no iba errado, pero solo en parte.

La verdad es que la visión de aquel monasterio no me impresionó lo más mínimo, todo lo contrario. No lo quise verbalizar para no dar pie a que Eulalia me dijera el consabido «ya te lo decía yo». La puerta estaba cerrada —como suele suceder cuando uno quiere visitar una iglesia antigua—, así que solo pudimos dar una vuelta por una zona que parecía dejada de la mano de Dios. La verdad es que me desmoralicé bastante, pero no estaba dispuesto a reconocerlo ni bajo tortura.

Mi gran sorpresa fue, sin embargo, comprobar que Eulalia se sintió, de repente, entusiasmada, cautivada. No paraba de hacer fotografías y de dar vueltas y más vueltas por todo el perímetro de aquella construcción medieval que parecía que fuera a desmoronarse de un momento a otro. Caminaba con los ojos cerrados, como si estuviera en trance y no fuera de este mundo. Después se puso a danzar sin parar, extendiendo los brazos como si fueran alas, al estilo de una bailarina de ballet clásico. Me pareció oír una música muy tenue procedente del interior del monasterio al compás de la cual Eulalia bailaba y bailaba. Tenían que ser imaginaciones mías —pensé—. No entendía nada, pero no me atrevía a interrumpirla. Era evidente que se sentía feliz, como si se hubiera transportado a otra época, a otra dimensión, a una vida pasada, ¡qué sé yo!

Mientras tanto, yo esperaba, sentado sobre una roca, a que recobrase los sentidos y volviera a la realidad. Pero el tiempo pasaba y aquello no se detenía. Eulalia se iba alejando cada vez más. Yo no sabía qué hacer, si ir tras ella o esperar. Temía despertarla de aquel estado de éxtasis. No sabía cómo podía reaccionar. Todo aquello me resultaba increíble. Parecía que se había vuelto loca.

Oscurecía y Eulalia no volvía de su último periplo danzante por los alrededores. Cansado de esperar, fui por fin en su busca. Había desaparecido y por mucho que la llamaba a gritos no me contestaba. Pasaron horas sin que apareciera, hasta que decidí dar parte a la policía local.

La patrulla que peinó la zona solo halló la cámara fotográfica, pero ni rastro de ella. A las doce de la noche tuvimos que abandonar la búsqueda. Ya volveríamos a intentarlo por la mañana. Pero Eulalia no apareció. Se había esfumado como por obra de un hechizo.

 

De aquello hace ya un año y solo me queda de Eulalia su cámara y las fotografías que hizo con ella.

          No se lo he dicho a nadie para que no me tomen por loco, pero creo que aquel monasterio se la tragó. ¿Era ese su destino? ¿Por eso el dardo se obstinó en marcar aquel punto en el mapa?

          Nunca olvidaré a Eulalia ni aquella tarde en el monasterio.

 

 

         

Este relato es una traducción del original en catalán y responde a la consigna recibida en el grupo de escritura del que formaba parte en aquel momento.

Debíamos escribir un relato inspirado en la fotografía que se nos repartió a cada miembro. A mí me correspondió la que aparece en el encabezamiento de esta entrada. Gracias al buscador de imágenes de Google, pude saber que mi fotografía representaba un antiguo monasterio ubicado en la población de Rajadell, de la que nunca había oído hablar. Jamás he estado allí y la verdad es que no me atrae, sobre todo por si hay algo de cierto en lo que me he inventado.


viernes, 25 de octubre de 2024

Una nueva vida

 

 

Yacía en medio de un gran charco de sangre, rodeado de coches patrulla y más de veinte agentes fuertemente armados. Por fin habían dado con él. Lo habían tenido que abatir a tiros pues no era de los que se dejaba atrapar sin plantar cara. Morir matando, ese era su lema favorito.

En su haber, treinta atracos a mano armada, tres de ellos con rehenes. Treinta entidades bancarias habían sufrido su agresiva intrusión. Se había convertido, en poco más de un año, en el enemigo público número uno. A su lado, los delincuentes más violentos que nutrían las cárceles españolas eran niños de párvulos.

Los meses de persecución habían, por fin, dado su fruto. Ahí estaba, boca abajo, con el cuerpo retorcido, esperando a que el juez autorizara el levantamiento del cadáver.

Todos los ciudadanos que habían tenido que sufrir sus desmanes, todos los agentes que habían intervenido en su búsqueda y final captura, todos los miembros de las fuerzas y cuerpos de seguridad del Estado celebraban el éxito, todos los ciudadanos de bien se congratulaban por el feliz desenlace, todos estaban encantados, satisfechos, podían descansar tranquilos. Todos menos una persona: su madre.

Alonso Quijano, apodado “el Quijote”, era hijo único de una pareja de alcohólicos y drogadictos. Su padre era el camello del barrio hasta que un chute excesivo de heroína se lo llevó a otro barrio mucho más tranquilo. Su madre, ahora una anciana que sobrevivía gracias a la beneficencia, había “hecho de todo”, como ella decía, para sacar adelante a aquel chiquillo tan rebelde. Sus clientes se contaban por cientos o quién sabe si por miles, pues eran caras y cuerpos de paso que se detenían unos minutos en aquel cuchitril, donde madre e hijo malvivían, por unos pocos billetes, pues la mujer no era un género de suficiente calidad como para ser muy generosos por sus servicios. Así, los gastos en vino, coca y en la manutención del chaval se compensaban en el catre.

Alonso fue un niño muy tímido e introvertido, un buen chaval, aunque un tanto “rarito” como decían sus compañeros de clase, hasta que no hubo más clases y cambió esos “compis” de curso por los “colegas” del barrio que, como él, pateaban las calles en busca de emoción y de algo que llevarse al bolsillo sin tener que currar. Vivía muchísimo mejor al aire libre que bajo aquel techo maloliente y en aquel ambiente que de familiar no tenía nada.

Alonso no tuvo una niñez feliz ni una adolescencia fácil. Gracias a sus contactos y a su ingenio pudo sobrevivir medianamente bien en aquella jungla en la que se movía, pero si quería mejorar su estatus, personal y económico, tenía que echarle agallas, dejar de ser uno más, vencer sus inseguridades y ganarse la confianza y el respeto del grupo al que pertenecía. Y gracias a ese empeño, en unos pocos años llegó a lo más alto de la pirámide de la zona, convirtiéndose en el respetado cabecilla de la banda.

Dinero fácil, mujeres y drogas acabaron siendo todo su mundo. El dinero y las mujeres siempre al alcance de la mano, las drogas lejos, solo para comerciar. No quería convertirse en lo que se convirtieron sus “viejos”, nombre que prefería utilizar para aquellos dos seres que no llegaron a ser verdaderos padres.

Pero el dinero atrae más dinero y éste nunca era suficiente para satisfacer sus necesidades. Así que del mundo de la droga y de las mafias, cada vez más competitivo y peligroso, saltó al de los atracos a furgones blindados y entidades bancarias. Era mucho más limpio. Además, quien roba a un ladrón… se decía.

Los éxitos sucesivos en sus incursiones a bancos y cajas de ahorros y, sobre todo, en sus asaltos a los furgones le hicieron creer que era imbatible y el botín obtenido en cada una de esas operaciones solo acrecentaba su sed de dinero y hambre de aventura. De la intimidación con pistolas de fogueo pasó a las armas de verdad, tanto revólveres como escopetas y fusiles.

Quería creer que era una especie de Robin Hood pero a los pobres no les llegaba nada de sus “incautaciones”, todo iba a parar a sus bolsillos, a los de su banda de atracadores y al de las prostitutas con las que jugaba a ser un cariñoso y buen amante.

Un día vio por la calle a su “vieja”, haciendo cola a la puerta de un local de Caritas donde, a aquella hora, servían comida caliente a los indigentes del barrio. Eso le removió las entrañas sin saber muy bien porqué, pues hacía ya muchos años que había renegado de su condición filial para con aquella mujer que nada le dio, ni siquiera cariño, cuando más lo necesitó.

Esa visión fue, sin embargo, un revulsivo que le hizo reconsiderar su ideario moral y ver con otros ojos su vida presente y futura. De pronto, como si de una revelación se tratara, vio con toda claridad que esa no era la vida que quería seguir llevando, que no quería acabar con sus huesos en la cárcel o en el cementerio, cosa que ocurriría tarde o temprano, que no quería seguir huyendo y escondiéndose de nada ni de nadie, que quería llevar una vida tranquila aunque para ello tuviera que trabajar en lo que fuera y disponer de unos magros ingresos que no le permitirían seguir llevando su actual tren de vida.

Estaba decidido. Cambiaría radicalmente de estilo de vida. Cambiaría, si era necesario, de identidad y comenzaría una nueva etapa, desde cero. Pero antes debía llevar a cabo ese golpe, el último. Se lo debía a sus compadres. No los podía dejar en la estacada precisamente ahora. Todo estaba preparado y él capitanearía el atraco tal como lo habían planeado. Luego, cedería su liderazgo a “el manco”, su mano derecha desde hacía muchos años, desde prácticamente sus inicios.

Ese golpe, el último de su vida de delincuente, les daría para aguantar muchos meses. Él solo se quedaría con un pellizco, para permitirle resistir hasta que tuviera algo aceptable con lo que vivir. Esa sería su última aportación al grupo con el que tantas aventuras había vivido.

Su último atraco y a empezar de cero. A la salida de aquella sucursal bancaria se le abriría la puerta hacia una nueva vida. Si todo iba bien, hasta podría ir en busca de su madre, sacarla de aquella triste y sucia existencia. Podía perdonarla. Seguramente habría cambiado. Ahora podrían ser madre e hijo de verdad.

A la salida de aquella oficina de La Caixa, le esperaba una nueva vida, de eso estaba convencido. Y salió corriendo, pistola en mano, hacia su nuevo destino.


sábado, 12 de octubre de 2024

El vecino del quinto

 


Diego Navarro era un apasionado del género policíaco, de ahí que tenía, según aseguraba, un ojo clínico para los maleantes y criminales. Gracias a ese don estaba ahora tras la pista de un asesino en serie, ese que pasa desapercibido por todo el vecindario, por toda la comunidad, ese que luego todo el mundo dice que era tan agradable, una bellísima persona, quién lo iba a decir. Pero a él las apariencias no le engañaban, no se le escapaban los detalles más nimios y si su instinto de sabueso no le traicionaba, cosa más que improbable, iba a delatar al asesino del barrio, al que la policía llevaba semanas buscando. Diego sabía perfectamente quién era y dónde vivía: era ni más ni menos que Ignacio Pereira, su nuevo vecino del quinto.

Empezó a sospechar de él cuando, un sábado por la noche, al volver a casa muy tarde tras una cena con los compañeros del trabajo, se cruzaron en el portal. No le dio ocasión a saludarle, tan precipitadamente como pasó por su lado, como si no quisiera ser reconocido, ataviado con un sombrero de ala ancha y ocultando parte de su cara con una gran bufanda gris. Al día siguiente supo por las noticias que en las inmediaciones había aparecido el cadáver de una mujer a la que habían apuñalado con saña. Cuando más tarde leyó la noticia en el periódico, añadían que el cadáver había sido descubierto por un indigente en un contenedor de basuras a eso de las siete de la mañana y que, según el médico forense, la mujer llevaba muerta unas cuatro horas. Así que todo encajaba: él había llegado a casa a eso de las dos de la madrugada, justo cuando salía su vecino, y esa pobre desgraciada había sido acuchillada a eso de las tres, una hora después. Pero lo que le había reafirmado en sus sospechas hacia su vecino del quinto fue su conducta, su comportamiento esquivo, el escaso trato con el vecindario, su forma de saludar, correcta pero fría y distante, su mirada huidiza, sus salidas y entradas a horas intempestivas. Pero eso no era todo, pues sólo serían pruebas subjetivas y circunstanciales. No, la prueba definitiva e irrefutable, según Diego, era que se había descrito el arma del crimen como un cuchillo de grandes dimensiones, e Ignacio Pereira era carnicero. Ahora sí que todo cuadraba.

Desde entonces, Diego sometió a su vecino del quinto a una vigilancia y seguimiento exhaustivos. Todas las noches se apostaba frente al edificio esperando la aparición del supuesto asesino hasta que, a eso de la una, Ignacio Pereira hacía su aparición en el portal y salía raudo para adentrarse en cualquier callejón del barrio. Por mucho que Diego se esforzaba en seguirle, siempre acababa perdiéndole de vista. ¿Sabría Pereira que le estaba siguiendo?

Eran ya tres las semanas consecutivas que espiaba, seguía y perdía a su vecino por las intrincadas callejuelas de aquel barrio y tres habían sido las mujeres encontradas muertas en los alrededores, asesinadas por el mismo procedimiento y con la misma arma. “El asesino del cuchillo”, como se le conocía, había ya acabado con la vida de seis mujeres desde que se supo de su existencia. Diego no entendía cómo la policía no había desplegado un dispositivo para capturarle. Sólo debían distribuir unos cuantos agentes de paisano por el barrio y esperar a que apareciera para darle caza. Pero para esto estaba él, para compensar la falta de iniciativa policial. Por eso siempre había sido un ciudadano ejemplar y de algo tenían que valer sus dotes detectivescas.

Diego había ideado un plan, un poco arriesgado, pero no tenía duda de que funcionaría. Todo plan entraña un peligro y, aunque pudiera costarle la vida, merecía la pena correr el riesgo. Ya se veía en las portadas de los periódicos, sonriendo a la cámara, cuando le otorgaran la medalla al mérito ciudadano por haber atrapado a ese asesino tan peligroso.

El plan era de lo más sencillo, cuántas veces lo había visto en las películas. Sólo tenía que actuar de cebo, disfrazarse de mujer y esperar a que apareciera el asesino. Ya se imaginaba la cara de sorpresa de éste cuando viera que no era una mujer sino su vecino del primero. Pero no sería tan ingenuo como para ir a pecho descubierto, no, llevaría en el bolsillo la pistola Taser que acababa de adquirir por internet y que dejaría a su presa inmovilizada durante el tiempo necesario y suficiente para llamar al 091. 

Llegó por fin el momento de la verdad. Diego Navarro, apostado tras un árbol frente al portal, vio cómo a la una en punto de la madrugada Ignacio Pereira salía y que, como siempre, se internaba en el primer callejón tras doblar la esquina. Después de comprobar que el bolsillo derecho de su abrigo albergaba ese chisme que le convertiría en un héroe, se puso rápidamente en marcha, una marcha dificultosa por culpa de aquellos zapatos de tacón que sólo hacían que se le torcieran los tobillos a cada dos pasos y de aquella falda de tubo que le obligaba a andar a pasitos cortos como una Geisha. De este modo ocurrió lo inevitable: le perdió al poco de haber iniciado su seguimiento.

Tras más de dos horas dando pacientemente vueltas por el barrio, con aquel atuendo tan espantosamente incómodo y esa peluca de color rubio platino tan insoportable —más de uno le preguntó cuánto cobraba por un servicio normal, las cosas que hay que hacer—, cuando ya creía que volvería a casa con las manos vacías, vio la silueta de un individuo de la misma constitución y con la misma vestimenta que su vecino y que avanzaba lentamente en su dirección. El corazón se puso a galopar a un ritmo tan frenético que casi le parecía oír los latidos, las manos le temblaban y notaba que un sudor frío le recorría la espalda. En el callejón, sólo se oían su taconeo y los pasos del que pretendía ser su asesino.

Se detuvo frente a él, sacó su pitillera plateada del bolso y con una tranquilidad tan falsa como su apariencia sexual, extrajo un cigarrillo que puso a continuación entre los dedos índice y corazón de su mano izquierda —mierda, las mujeres solían fumar con la derecha, que lo había visto en el cine— y tras devolver la pitillera a su lugar, introdujo disimuladamente su mano derecha en el bolsillo que contenía la pistola eléctrica. Cuando Diego le pidió fuego a aquella sombra, ésta sacó un mechero y, al encenderlo, la luz de la llama iluminó sus caras, unas caras en las que asomó la duda en una y la satisfacción en la otra.

Al día siguiente, cuando las noticias de la televisión primero y las de los periódicos después, narraron lo sucedido, nadie en el barrio podía dar crédito a lo que oía y leía.

En los periódicos, a primera plana, se podía leer, bajo el titular “Abatido a tiros el temido asesino del cuchillo”, la siguiente noticia:

“Un conocido vecino del barrio de La Rivera, cuya identidad todavía no se ha revelado oficialmente pero que responde a las iniciales D.N., ha resultado ser el “asesino del cuchillo”. Según fuentes policiales, D.N. iba disfrazado de mujer en el momento de ser reducido por I.P., un inspector de la brigada criminal que llevaba varias semanas tras su pista. Lo más curioso es que ambos, policía y asesino, vivían en la misma finca.

El inspector, que, para no levantar sospechas, se hacía pasar por carnicero, llevaba varias semanas tras el asesino y, al parecer, empezó a sospechar de su vecino cuando éste se dedicó a espiarlo de día y a seguir sus pasos de noche. Fue entonces, cuando I.P. decidió tenderle una trampa, dejándose seguir, atrayéndole a su terreno, las estrechas y oscuras callejuelas del barrio, donde el asesino actuaba y se sentía más seguro.

Se ignoran todavía los detalles, pero todo parece apuntar a que D.N., tras pedir fuego al inspector, intentó dejarle inconsciente con una pistola eléctrica que llevaba escondida en el bolsillo de su abrigo y que el policía confundió con un cuchillo, motivo por el cual tuvo que dispararle en defensa propia. Lo extraño del caso es que, aparte de este artilugio de electrochoque, el asesino no llevaba ninguna otra arma, por lo que se supone que, sabiéndose perseguido, debió desprenderse de ella antes de ser apresado.

El vecindario está consternado por lo acontecido pues nadie se hubiera imaginado tener por vecino a un asesino en serie al que todos califican como un hombre educado, amable y muy querido en el barrio. Sus vecinos de escalera no han dudado en definirlo como una bellísima persona. Quién lo iba a decir.”

Junto a este texto, aparecía una fotografía en la que I.P. miraba sonriente a la cámara, haciendo con sus dedos la señal de la victoria. El comentario a pie de foto decía que seguramente le concederían la medalla al mérito policial.

Mientras tanto, en otro piso del mismo barrio, alguien ojeaba el periódico y, esbozando una sonrisa de satisfacción ante la noticia que acababa de leer en la sección de sucesos, se congratulaba de no haber salido de caza aquella noche. De todos modos, tendría que cambiar de campo de operaciones.

 

jueves, 3 de octubre de 2024

La Ley del Talión

 


Era un domingo de madrugada. Hacía tiempo, desde que enviudé, que no salía a tomar unas copas con mis amigos. Bebí más de la cuenta, lo reconozco. No sé cuántos Gintònics me tomé, pues perdí la cuenta. Y aun así me puse al volante de mi coche para regresar a casa. Solo pretendía relajarme, olvidarme de lo que por entonces me atormentaba, y pasármelo bien después de vivir prácticamente enclaustrado. De casa al trabajo y del trabajo a casa. En eso se había convertido mi vida a diario.

No recuerdo bien cómo ocurrió. Solo sé que, al doblar una esquina, seguramente algo más deprisa de lo prudencial, vi que un individuo cruzaba el paso de peatones trastabillando —seguramente iba tan perjudicado como yo— y sujetándose a una chica —probablemente su pareja— que, por sus andares, no parecía mucho más sobria. El caso es que se me nubló la vista y no pude reaccionar a tiempo, llevándomelos por delante. Paré, me bajé del coche y acudí a socorrerlos. Ella sangraba profusamente. La sangre le cubría prácticamente todo el rostro, pero estaba viva. El joven parecía muerto. La chica extendió un brazo hacia mí pidiendo socorro, y yo, paralizado por el trauma o por el alcohol, no solo no los auxilié sino que me di a la fuga.

Al día siguiente, las noticias comentaban el incidente. Por fortuna, ambos accidentados estaban vivos. Aunque el chico había resultado gravemente herido, su vida no corría peligro. A la chica ya le habían dado el alta hospitalaria.

Aunque aliviado por esa noticia, durante los primeros días no podía olvidar sus caras, ella mirándome fijamente y él con los ojos abiertos, inexpresivos, mirando al infinito sin siquiera pestañear. Lo siguiente que sentí fue terror. ¿Podrían identificarme ante la policía? ¿Se acordaría ella de mi cara? No dije absolutamente nada a nadie, ni siquiera a mis amigos más íntimos. Sería un secreto que me llevaría a la tumba.

Para aliviar todavía más mi estado de ánimo, se me ocurrió hacerle una visita al joven, no sé exactamente con qué intención. Probablemente solo buscaba satisfacer mi curiosidad y comprobar si evolucionaba favorablemente. Cuando me asomé a su habitación, observé que tenía visita, una pareja de cierta edad, que supuse serían sus padres, y la joven que lo acompañaba el día del accidente, sentada al pie de la cama. De pronto me quedé paralizado. ¿Qué estaba haciendo allí? ¿Acaso iba a presentarme como el conductor que, bajo los efectos del alcohol, atropelló a esa joven pareja y se dio a la fuga? De hacerlo, ¿serían más tolerantes que la propia policía? No lo creí plausible. Yo, en su caso, no permitiría que el culpable se librara de un castigo merecido.

Sin darme cuenta, antes de dar media vuelta y desaparecer, había entrado en la habitación un par de metros. Sus visitantes me daban la espalda, no podían verme, pero la chica sí que me vio y creo que él también, pues dirigió su mirada hacia donde ella había fijado la suya. Salí prácticamente corriendo de la planta y del hospital. Excitado y sin aliento, volví a mi refugio domiciliario.

Pasaron semanas desde esa aciaga madrugada, y aunque tenía alguna que otra pesadilla, comencé a sentirme mejor, más relajado y, a pesar de un cierto remordimiento, volví a hacer vida normal, como si aquello hubiera sido fruto de un sueño y no un hecho real.

Conocer tiempo después a Laura fue un motivo más para normalizar mi vida y olvidarme del pasado. A ella tampoco le confesé lo que había ocurrido meses atrás. Todo transcurría perfectamente, nuestra relación sentimental se iba afianzando y vi en ello un futuro prometedor.

Al cumplir un año de relación, decidimos celebrarlo cenando en un restaurante de alto copete, tal como requería la ocasión. Tras tomar los postres, le pedí matrimonio, mientras abría una cajita que contenía el anillo de compromiso. Sin dudarlo, me dijo que sí. ¡Que feliz me sentía!

Al salir del restaurante, Laura propuso ir a tomar una copa a un local que había frecuentado y que le gustaba mucho. Era muy acogedor y la música ambiental, de los años 90, le encantaba.

Me quedé de piedra cuando oí el nombre del local. Era el mismo al que acudí con mis amigos la noche del accidente. Laura, que debió notar algo extraño en mi expresión, me preguntó si me ocurría algo. Negué vehementemente alegando que no me sentía bien. Entre la abundante comida y la emoción de ese momento tan especial... No me dejó continuar e insistió. Solo una copa y nos vamos, dijo. No pude negarme.

Estuve intranquilo todo el tiempo que duró nuestra estancia en aquel lugar que tan malos recuerdos me traía. Para calmar los nervios, bebí más de una copa. Pero resistí, disimulé y, por fin, llegó la hora de retirarnos.

Una vez en el coche, Laura se ofreció a conducir, pues temía que, en caso de someterme a un control de alcoholemia, no lo superara y me multaran. Yo insistí en que estaba lo suficientemente bien para sentarme al volante y arranqué el vehículo.

Tras un breve recorrido, en un cruce, un coche oscuro apareció por mi derecha, a alta velocidad, colisionando contra el mío, a la altura del asiento del copiloto.

Tras el brutal impacto, Laura, sangrando abundantemente por la frente, no respondía a mis zarandeos. Yo sentía un vértigo tremendo y unas náuseas incontrolables. Mi visión se volvió borrosa y antes de perder el sentido vi que dos personas se apeaban del vehículo que había impactado contra nosotros y se dirigían raudas hacia mí. Pensé que nos iban a auxiliar, pero, contra todo pronóstico, me miraron a través de la ventanilla y me sonrieron. Aquellas caras me resultaron muy familiares. Lo último que vi fue que me hacían la peineta y me pareció oír que él me decía: Ojo por ojo, diente por diente. Y entonces todo se volvió oscuro.

Cuando volví en mí, me encontraba inmovilizado en la cama de un hospital. Me habían mantenido en coma inducido varios días. Tuvieron que operarme para extraer un gran coágulo cerebral y debería descansar algunos días más antes de darme el alta. «Ha tenido mucha suerte de haber sobrevivido», me dijo el médico. Cuando pregunté por Laura, solo observar su cara y la de la enfermera que le acompañaba, supe que había ocurrido lo peor.

Laura pagó con creces por lo que yo hice. Muchas veces pagan justos por pecadores. Qué injusta es, a veces, la Ley del Talión. ¿Vendrían a verme aquellos dos?


martes, 10 de septiembre de 2024

Un ascenso meteórico

 


Desde muy niño, Pablo siempre se había salido con la suya. Su principal rasgo era la astucia. Mentía con tal descaro y verosimilitud, que nadie puso jamás en duda sus artimañas. Sacaba buenas notas, pero gracias a su buen hacer a la hora de copiar y de hacer unas “chuletas” muy elaboradas. Así consiguió sacarse un grado de informático sin pasar por la Universidad. Sabía que no superaría la Selectividad, pues sería muy arriesgado y extremadamente complicado utilizar sus “métodos de trabajo”. En el mundo de la informática se supo introducir lo suficientemente bien como para poder optar a un trabajo decente y bien remunerado. 

Pero, como no había perdido su afán por despuntar por encima de los demás, se las ingenió para dar de sí mismo una imagen que distaba mucho de la realidad, empezando por falsear su CV. Se atribuyó una licenciatura y un master que no poseía, una amplia experiencia en el mundo laboral, un dominio de cinco idiomas extranjeros y un número indeterminado de cursos de formación. Y como en la entrevista de selección se manejó con total naturalidad y desparpajo, sus mentiras colaron perfectamente. Menos mal que no le pusieron a prueba con lo de los idiomas, pues no sé cómo se las habría apañado.

Así pues, lo más destacado de su paso por el mundo empresarial fue su habilidad para mentir y aparentar lo que no era. Siempre dispuesto a hacer horas extra y a lamerle el culo a su superior, llegó a ganarse la confianza del director general de la última empresa que lo contrató, quien lo ascendió a director de departamento, en sustitución del abnegado jefe que hasta entonces había tenido, al cual le rescindieron el contrato por “falta de ideas innovadoras”. De este modo, pasó a formar parte del Comité de Dirección, en el que se suponía debía desempeñar una importante labor mediante una nueva estructura integral del sistema informático que regía prácticamente todas las actividades empresariales. Con este propósito, su departamento pasó a denominarse Dirección de Organización y Sistemas y su primera intervención debía ser la de presentar, a la mayor brevedad posible, un plan de acción.

Absolutamente falto de ideas, hizo lo que suelen hacer los jefes incompetentes: crear un grupo de trabajo, que sería el que, en realidad, capearía el temporal.

De este modo, tuvo a sus colaboradores trabajando a destajo como si de esclavos se tratara, azotándolos verbalmente para que hicieran un trabajo para el que él no estaba, ni de lejos, preparado.

Los empleados en cuestión, sabedores de la inutilidad de su nuevo jefe y hartos de sufrir constantes improperios, a cada cual más punzante, planearon darle una lección proponiendo una solución disparatada a la petición del director general, que de informática no sabía ni un pimiento. Así las cosas, le prepararon un dossier repleto de propuestas absurdas que cualquier persona mínimamente preparada descubriría de una simple ojeada.

Pablo leyó literalmente el libreto que le había preparado su equipo, que fue bendecido por todos los integrantes del Comité, a los que les resultó totalmente ininteligible, lo cual dio pábulo para que el incomprensible discurso pareciera que la propuesta era de lo más innovadora y compleja.

A continuación, vino la parte más interesante: ponerla en práctica, algo que, por supuesto, también recayó en los sacrificados miembros de su equipo.

Como era de esperar, la empresa sufrió un tremendo colapso: nóminas equivocadas, un sistema de alarma disfuncional —sonaba cuando le daba la gana—, el programa informático de contabilidad se colgaba cada dos por tres, cortes de energía inexplicables, cámaras de seguridad que funcionaban a trompicones, el aire acondicionado que calentaba en lugar de enfriar, y viceversa, y así un sinfín de bochornosas irregularidades.

Ante esa situación tan alarmante como incomprensible, Pablo fue llamado a la presencia del director general para dar explicaciones de lo que estaba sucediendo, algo no solo insólito sino del todo incomprensible para un experto en informática avanzada como él.

Cómo no, Pablo echó balones fuera, culpando de todo ese desatino a su equipo, un atajo de inútiles que debían ser despedidos sin demora y sin indemnización alguna.

El director general, sospechando por primera vez una incompetencia de Pablo, hizo llamar al equipo al completo para que dieran su versión de los hechos.

El que se erigió como portavoz de los siete miembros del departamento de Organización y Sistemas, el informático de carrera con mayor antigüedad en la empresa, alegó que ellos habían presentado a Pablo una propuesta que difería del todo a la que él había presentado al Comité de Dirección y como muestra de ello mostró el dossier que habían elaborado según se les había solicitado y que Pablo, disconforme con el mismo, había modificado en su totalidad, dando como resultado el fiasco que ello había provocado.

Pablo, estupefacto al ver la trampa que le habían tendido aquellos malditos traidores, fue puesto de patitas en la calle de forma fulminante, sin atender a sus quejas y acusaciones contra su equipo, prometiendo una terrible venganza. “Quien ríe el último, ríe mejor”, fueron sus últimas palabras.

De eso ha transcurrido una década, durante la cual, Pablo siguió trepando de rama en rama sin que nadie advirtiera su inutilidad. Con su carácter extrovertido ha hecho grandes amigos en el terreno de la política. Hoy es el ministro de Educación, el que debía mejorar la calidad del sistema educativo español, reduciendo la elevada tasa de fracaso escolar. Como no puede ser de otro modo, tras conocerse el último informe PISA*, que demuestra que los alumnos españoles han obtenido los peores resultados en veinte años, culpa de tal descalabro a todo hijo de vecino, pero él sigue, de momento, en su puesto.

 

Este es un relato de ficción. Cualquier parecido con personas o hechos reales es pura coincidencia.

*Programme for International Student Assessment (Programa para la evaluación internacional de los estudiantes, en español)

 

martes, 2 de julio de 2024

eva0513

Como último relato antes de las vacaciones de verano, he querido rescatar uno que escribí al poco de abrir este blog y que debería hacernos reflexionar sobre la soledad y las relaciones humanas. Espero que os guste. Volveré en septiembre. Que seáis felices,


Alfonso era un ni-ni, ya no estudiaba ni tenía trabajo. Y estaba solo. Los días le pesaban como una losa y el tiempo transcurría sin aliciente alguno. Y seguía cada vez más solo.

Sus únicas compañías acabaron siendo su perro y su ordenador, y aunque los dos eran ya muy viejos, eran sus mejores compañeros. Y la música. Bueno, y recientemente Eva, su amiga del chat.

Todos los días, tras sacar a pasear a Rocco, a eso de las ocho de la mañana, Alfonso se sentaba frente al ordenador y se conectaba a ese chat que tanto tiempo le ocupaba. Sólo desconectaba para dedicarle a Rocco los cuidados más imprescindibles: su comida y sus paseos de la mañana, del mediodía y de última hora de la tarde. Poco más le preocupaba, ni siquiera su aseo personal. Pero su rutina y su vida habían cambiado desde que apareció Eva para llenar ese vacío que su amarga soledad le producía.

Eva apareció un buen día de la nada, como una aparición, como caída del cielo, y desde entonces se había convertido en su única amistad, en su ángel protector.

Desde entonces, cada día, sin excepción, esperaba que, de un momento a otro, Eva apareciera en pantalla en forma de un círculo verde junto a ese curioso Nick, eva0513, y un texto que, en pocos minutos, llenaba la pantalla y su miserable vida de alegría.

Eran almas gemelas, de eso no había duda. Durante el mes escaso que llevaban chateando, ya habían establecido un sólido y hermoso vínculo. No sabía cómo era físicamente, pero no hacía falta pues a él sólo le interesaba la belleza interior. Si ella no le había pedido una fotografía suya, él no iba a ser menos. No quería que pensara que era un hipócrita después de todo lo dicho sobre la nimiedad que era para él el físico y la edad. Con lo que trascendía de esas palabras que aparecían en la pantalla a raudales ya tenía más que suficiente para saber cómo era ella, no necesitaba más. Coincidían en todo, al menos en todo lo realmente importante. No había tema tabú, todo era tratable y discutible: la vida, la muerte, la religión, el sexo, la política, a  todo le habían sacado punta y para todo Eva tenía respuesta. Hasta en la música tenían los mismos gustos.

Hablar o, mejor dicho, chatear con Eva era un placer, tan inteligente, tan sensible, tan romántica, tan… de todo como era. El tiempo le pasaba a Alfonso volando, sin saber qué hora era, si no fuera por el pobre Rocco que le avisaba, puntualmente, de las necesidades básicas, tanto las humanas como las caninas. En realidad, no podía decirse quién cuidaba a quién.

Alfonso vivía en una nube de algodón, flotaba, nunca había sido tan feliz. Excepto dinero, lo tenía todo. Pero si seguía así, le cortarían el suministro de agua, luz, gas y teléfono y, lo peor de todo, lo acabarían echando a la calle pues ya debía varios meses de alquiler. Viviría en la indigencia. Sólo Rocco seguiría a su lado. Y entonces adiós Eva, pues de nada le serviría el viejo ordenador, si es que se salvaba del embargo. Pero eso no lo iba a permitir. Estaba dispuesto a prescindir de todo menos de ella. Sin ella no podría vivir. Lo era todo.

Se lo confesaría, le diría toda la verdad: que estaba arruinado, que era un paria, un desgraciado, un solitario. Hasta entonces no le había mentido jamás pero sí ocultado la verdad, que era una forma de mentir. Ella le perdonaría y le comprendería. A fin de cuentas lo había hecho por amor a ella, por temor a decepcionarla y a perderla. Era un perdedor y sólo la tenía a ella. Ella le aconsejaría, le ayudaría. Eva siempre tenía respuesta para todo.

Pero desde que se lo contó, no había obtenido respuesta alguna. La conexión parecía haberse evaporado como por arte de magia y por mucho que insistía, no recibía ninguna señal de su presencia.

Habían pasado ya varios días y el círculo verde no se activaba, se mantenía constantemente en rojo. No había nadie al otro lado. Estaba solo, nuevamente solo. ¿Qué había ocurrido? Eva no era así, no podía ser que lo hubiera abandonado por haberle contado la verdad, ahora que tanto la necesitaba. ¿Y la comprensión? ¿Y los sentimientos? ¿Qué había sido de ellos?

Pero lo que Alfonso no sabía era que las máquinas no tienen empatía, ni sentimientos. Porque eva0513 no había sido programada para reaccionar ante esos temas tan complejos propios de los seres humanos: el amor, la tristeza y la soledad.

Al otro lado de la red, eva0513 seguía trabajando para otros amigos menos “conflictivos”; así era tal como había sido diseñada, la primera unidad de la serie nacida en mayo de 2013 y desarrollada por la Engineering Vermont Association (EVA) de Nueva Inglaterra.