Siempre he creído que las mejores excursiones
son las improvisadas, y así se lo hice saber a Eulalia.
—Cogemos el coche y
vamos adonde nos lleve el destino —le propuse.
Era una domingo frío y
gris. No invitaba a salir, pero estaba tan aburrido que cualquier actividad al
aire libre me parecía más tentadora que quedarnos en casa, como hacíamos
últimamente cada domingo, viendo series de Netflix en plan maratoniano.
—¿El destino? Yo no
creo en el destino —me respondió malhumorada.
—Bueno, pues, la
casualidad.
—Tampoco creo en las
casualidades. Todo tiene un motivo en esta vida —argumentó en un tono de
menosprecio. Era evidente que Eulalia no tenía un buen día, pero yo no estaba
dispuesto a darme por vencido.
—Mira, haré como en ese
programa de televisión que tanto te gusta: lanzaré un dardo a un mapa de la
provincia de Barcelona; sí, mujer, no pongas esa cara, y el lugar donde se
clave será nuestro destino. No me dirás que no será casualidad.
Eulalia se encogió de
hombros, como diciendo «haz lo que te dé la gana, tío».
A la primera tirada, el
dardo se clavó, firme, en un punto en el centro del mapa. Corrí hacia él para
ver de cerca el lugar que el destino, o la casualidad, había elegido, el punto
hacia el que nos tenía que llevar nuestro viaje: Rajadell.
—¡Rajadell! —exclamé—.
¿Conoces Rajadell? —le pregunté con la certeza de que me diría que no, como así
fue.
—¿Y que hay allí que
valga la pena ver, si se puede saber? —me preguntó ahora con cara de hastío.
—No lo sé, no había
oído hablar jamás de esa población. Repetiré el tiro, a ver si en la siguiente
ocasión tenemos más suerte y nos señala un lugar más conocido.
Pero, cosa extraña, a
cada tirada, el dardo se clavaba, insistentemente, en el mismo lugar: Rajadell.
—Esto no puede ser
casualidad, tiene que ser cosa del destino —afirmé.
—No digas tonterías —me
contestó Eulalia poniendo los ojos en blanco.
Al cabo de media hora
ya tenía la respuesta a su pregunta. Internet es formidable cuando se quiere
encontrar información sobre lo que sea.
Así pues, la puse en
antecedentes de lo qué encontraríamos en aquel lugar, lo más interesante de
todo, una capilla de estilo románico del siglo XIII, que acabó siendo un
pequeño monasterio a mediados del siglo XIV. Le describí el lugar, su historia
y el valor patrimonial de esa obra arquitectónica popular, así como todo lo que
podríamos ver en los alrededores, tanto desde el punto de vista monumental como
geográfico.
—¿Y dónde está
exactamente? —volvió a preguntar con tanto interés como quien pregunta qué hay
para cenar.
—Está en la comarca del
Bages, a solo unos sesenta quilómetros de aquí. En menos de una hora estamos
allí. Si salimos después de desayunar, no encontraremos ningún atasco en la
carretera. ¿Qué me dices?
Por toda respuesta,
volvió a encogerse de hombros y se fue a la cocina.
A las once, dos horas más tarde de lo previsto,
salimos de casa en dirección a Rajadell. Como me temía, encontramos una
espantosa caravana de vehículos. Llegamos a nuestro destino a la una de la
tarde, yo hecho una furia y ella con cara de fastidio. Como ya era muy tarde y
estábamos hambrientos, decidimos ir primero al pueblo para comer y ya
visitaríamos luego el monasterio y sus alrededores.
A
aquella hora, el restaurante estaba repleto, así que tuvimos que esperar a que
se vaciara una mesa. Por fin, pudimos tomar asiento después de media hora de
permanecer de pie, cada vez más nerviosos y hambrientos. Por si eso fuera poco,
la lentitud del servicio era exasperante. Yo me iba impacientando, ya que en
octubre oscurece muy temprano y el tiempo corría en nuestra contra.
A las cuatro y media
llegamos al lugar donde supuestamente teníamos que disfrutar de una experiencia
cultural y artística extraordinaria. Y no iba errado, pero solo en parte.
La verdad es que la
visión de aquel monasterio no me impresionó lo más mínimo, todo lo contrario.
No lo quise verbalizar para no dar pie a que Eulalia me dijera el consabido «ya
te lo decía yo». La puerta estaba cerrada —como suele suceder cuando uno
quiere visitar una iglesia antigua—, así que solo pudimos dar una vuelta por
una zona que parecía dejada de la mano de Dios. La verdad es que me desmoralicé
bastante, pero no estaba dispuesto a reconocerlo ni bajo tortura.
Mi gran sorpresa fue,
sin embargo, comprobar que Eulalia se sintió, de repente, entusiasmada,
cautivada. No paraba de hacer fotografías y de dar vueltas y más vueltas por todo
el perímetro de aquella construcción medieval que parecía que fuera a
desmoronarse de un momento a otro. Caminaba con los ojos cerrados, como si
estuviera en trance y no fuera de este mundo. Después se puso a danzar sin
parar, extendiendo los brazos como si fueran alas, al estilo de una bailarina de ballet clásico. Me pareció oír una música muy tenue procedente del interior del
monasterio al compás de la cual Eulalia bailaba y bailaba. Tenían que ser
imaginaciones mías —pensé—. No entendía nada, pero no me atrevía a
interrumpirla. Era evidente que se sentía feliz, como si se hubiera
transportado a otra época, a otra dimensión, a una vida pasada, ¡qué sé yo!
Mientras tanto, yo
esperaba, sentado sobre una roca, a que recobrase los sentidos y volviera a la
realidad. Pero el tiempo pasaba y aquello no se detenía. Eulalia se iba
alejando cada vez más. Yo no sabía qué hacer, si ir tras ella o esperar. Temía
despertarla de aquel estado de éxtasis. No sabía cómo podía reaccionar. Todo
aquello me resultaba increíble. Parecía que se había vuelto loca.
Oscurecía y Eulalia no
volvía de su último periplo danzante por los alrededores. Cansado de esperar,
fui por fin en su busca. Había desaparecido y por mucho que la llamaba a gritos
no me contestaba. Pasaron horas sin que apareciera, hasta que decidí dar parte
a la policía local.
La patrulla que peinó
la zona solo halló la cámara fotográfica, pero ni rastro de ella. A las doce de
la noche tuvimos que abandonar la búsqueda. Ya volveríamos a intentarlo por la
mañana. Pero Eulalia no apareció. Se había esfumado como por obra de un
hechizo.
De aquello hace ya un año y solo me queda de
Eulalia su cámara y las fotografías que hizo con ella.
No
se lo he dicho a nadie para que no me tomen por loco, pero creo que aquel
monasterio se la tragó. ¿Era ese su destino? ¿Por eso el dardo se obstinó en
marcar aquel punto en el mapa?
Nunca
olvidaré a Eulalia ni aquella tarde en el monasterio.
Este relato es una traducción del original en
catalán y responde a la consigna recibida en el grupo de escritura del que
formaba parte en aquel momento.
Debíamos escribir un relato inspirado en la
fotografía que se nos repartió a cada miembro. A mí me correspondió la que
aparece en el encabezamiento de esta entrada. Gracias al buscador de imágenes
de Google, pude saber que mi fotografía representaba un antiguo monasterio
ubicado en la población de Rajadell, de la que nunca había oído hablar. Jamás
he estado allí y la verdad es que no me atrae, sobre todo por si hay algo de
cierto en lo que me he inventado.
Los avatares de la Diosa Fortuna y la serendipia hicieron desaparecer a Eulalia. Quizás sea más feliz integrada en el monasterio, que en su vida junto a su pareja.
ResponderEliminar—Cogemos el coche y vamos adonde nos lleve el destino, je, je.
Un fuerte abrazo, Josep.
Ese dardo obstinado es lo que más miedo me dio de la historia. Ni loca hubiera ido al lugar que marcaba. Que varias veces caiga en el mismo lugar no puede ser obra de la casualidad, y creo que era evidente que algo malo pasaría (y no me refiero sólo a la atención lenta en el restaurante, jeje).
ResponderEliminarAl menos Eulalia parecía feliz en el momento en que desapareció. Ojalá a donde haya ido haya mantenido esa euforia y alegría.
Buen relato, Josep
Un abrazo