sábado, 27 de febrero de 2021

Teodoro Montoro vuelve al ataque

Hoy vuelvo al género de humor romántico recuperando al desdichado protagonista de amores no correspondidos. Para quienes no lo recordéis o queráis refrescar la memoria, podéis encontrar la primera parte AQUÍ, la segunda AQUÍ, y la tercera AQUÍ.



Estamos en el 2021 y, a pesar de la pandemia, Teodoro hace un año que se licenció en Biología.

Su enamoramiento de Catalina, la profesora de matemáticas, y su posterior encuentro con su antiguo amor, Ana Quintana, quedan muy lejos. Por aquel entonces tenía dieciocho años y ahora acaba de cumplir los veinticuatro. Ya es todo un hombre y tiene a sus espaldas un expediente académico brillante, cosa que no es de extrañar, habida cuenta de que, una vez decidió olvidarse de las mujeres, todo el tiempo libre que tenía, que era todo el que no ocupaba sus necesidades fisiológicas básicas para subsistir —comer, dormir e ir al baño—, lo había dedicado al estudio. De todos modos, todas las chicas guapas de su curso tenían pareja y a Ana no volvió a verla.

Ahora está haciendo el doctorado en el departamento de Microbiología de la Facultad. Les ha explicado repetidamente a sus padres sobre qué versa su tesis, pero no entienden ni un carajo. 

En el departamento abundan las mujeres, pero no está dispuesto a ligar, aunque tampoco ve posibilidades de éxito.

Su vida ha discurrido de forma insulsa y anodina hasta que un día, paseando por la calle Pelayo, en dirección a El Corte Inglés de la plaza de Catalunya, se cruzó con ella. ¿Que con quién? Quién va a ser. ¡Con la mismísima Ana Quintana! A pesar de la mascarilla, la reconoció al instante. Cómo olvidar aquellos ojos que lo habían hipnotizado y esa cabellera rubia.

Iba sola y caminaba muy deprisa en sentido contrario. Como la calle, a pesar de las advertencias sanitarias, estaba repleta de viandantes, casi se dan de bruces. A Teo se le iluminó la cara, pero en cuestión de segundos se le oscureció, pues a su saludo con un alegre «¡hola!» ella le respondió con un seco «¡adiós!». ¿Tendría prisa o simplemente no quería perder ni un segundo con él?

Y entonces recordó aquel último trimestre del primer curso de Biología, cuando coincidió con ella en las clases de refuerzo de matemáticas. Recordó también que, si bien no se había mostrado muy habladora, por lo menos no lo evitaba y siempre le dedicaba una tímida sonrisa. Teo nunca le preguntó si seguía con “el manazas” y jamás la vio llegar a clase acompañada, como le había ocurrido anteriormente con la profesora. ¿Esperaba que fuera él quien diera el primer paso? Si ella le había dejado claro, en aquel pseudo quinteto que le dedicó en el instituto, que le gustaba otro, cómo podía esperar que él insistiera, con lo que le dolía que le dieran calabazas. Y si lo había dejado con ese tipo, bien podía ser ella quien se lo dijera, sabiendo los sentimientos que Teo albergaba.

El caso es que en ese efímero y ocasional encuentro callejero se vio a las claras que Ana no estaba por la labor.

Cuando Teo llegó a El Corte Inglés se fue directo a la sección de música y salió del establecimiento con un CD de Maroon 5. Lo compró por un impulso, porque recordaba que Ana le había dicho en una ocasión que le gustaba mucho ese grupo y, además, el título le resultaba sugerente: Girls like you (chicas como tú).

Desde entonces, cada vez que escucha ese disco, siente una gran melancolía, pues le viene a la memoria su amada Ana y el corte que le dio cuando se cruzaron en la calle Pelayo. Aun la ve alejarse a paso ligero sin volver la vista atrás, mientras él, parado como una estaca clavada en el suelo, comprendió que su oportunidad por recuperarla había volado definitivamente.

Pero la vida continúa —se dijo— y, por lo tanto, haciendo caso de la máxima que afirma que un clavo saca a otro clavo, se prometió olvidarse de aquella Ana Quintana que tantos desvelos le había provocado y dejar que el destino hiciera su trabajo.

 

Casualidad o no, a principios de año, entró a formar parte de la plantilla de doctorandos una chica que le recuerda muchísimo a Ana. Y como el subconsciente hace de las suyas, Teodoro no ha podido evitar quedarse prendado de ella. Pero a la sorpresa inicial por esa semejanza física, le siguió una mucho mayor: la nueva compañera también se llama Quintana, Cristina Quintana. Dos Quintanas que se parecen casi como dos gotas de agua no es normal, se dijo Teo. Así que le preguntó si tenía alguna pariente cercana que se llamara Ana y que había estudiado Químicas.

—Pues sí, tengo una prima hermana, un año menor que yo, que se llama Ana y que el año pasado se licenció en Químicas. ¿Por qué lo preguntas?

Resultó que Cristina era hija de una hermana gemela idéntica de la madre de Ana, de ahí el gran parecido.

Desde ese instante, Teo se ha debatido entre la atracción irresistible y el rechazo preventivo. Pero pensándolo bien, ¿qué tenía de malo enamorarse de una prima de Ana? No infringía ningún precepto moral. Y si algún día coincidían en una reunión familiar, no tenía de qué preocuparse, pues Ana no sentía ni había sentido nada por él.

—Pero las mujeres son muy especiales en estas cuestiones. Sé de casos en que dos chicas se han peleado porque una de ellas de había ennoviado con el ex de la otra —le confesó un día, ante una jarra de cerveza, a Julián, el único amigo que había hecho en el departamento.

—Sí que son muy miradas en estas cosas. Porque a ver, ¿qué más te da que tu ex se líe con un amigo tuyo si ya lo habéis dejado y ya no sentís nada el uno por el otro? —corroboró el amigo.

—Eso es lo que yo digo. Pero no sé…

—A ti te gusta Cristina, ¿no?

—Pues sí.

—Y a ella, ¿crees que le gustas?

—Pues no lo sé muy bien. Lo único que puedo decir es que parece que me mira con buenos ojos, pero yo soy experto en malinterpretar a las mujeres. Igual tan solo es simpatía lo que siente por mí.

—Oye, no seas tan mojigato y lánzate de una vez. El no ya lo tienes.

—Eso ya lo he oído muchas veces, pero me da apuro quedar como un tonto.

—Más vale quedar como un tonto que perder una gran oportunidad. No la conozco, pero creo que Cristina bien vale arriesgarse.

 

Y Teodoro se arriesgó. Y una tarde, cuando vio que su nueva enamorada recogía sus cosas y se preparaba para marcharse, la abordó.

—Esto… Cristina, ¿te apetecería tomar unas cañas en el bar de enfrente? Es que me gustaría hablar contigo de una cosa.

—¿Y no me lo puedes decir aquí y ahora? —Mal comienzo.

—Es que es muy personal y aquí me pueden oír —dicho lo cual los ojos de Cristina se entrecerraron, como si quisiera leerle la mente. El único rasgo que a Teo le dio cierta confianza fue que acompañó esa mirada escrutadora con una sonrisa maliciosa. ¿Adivinaba lo que le esperaba?

Una vez sentados en un rincón del bar, abarrotado de estudiantes, Teo se armó de valor y, poniendo toda la carne en el asador, se le declaró a la antigua usanza, aunque esta vez sin poemas de por medio.

—Mi prima ya me puso en antecedentes —fue lo primero que le dijo Cristina al término de la perorata que Teo le soltó sin apenas darse un respiro —. Cuando le conté que te había conocido, quién eras y lo que me habías preguntado, te recordó y me contó que coincidisteis en el instituto y luego en la Universidad, en una clase de repaso de…

—De matemáticas.

—Eso. Y también me contó lo de los poemas que le habías dedicado y todo lo demás —Teo no quiso preguntar qué era todo lo demás, pero se lo imaginaba. Vamos, que lo había ridiculizado.

—No pongas esa cara, hombre. A mí me pareció muy romántico. Hoy día ya no quedan hombres así. Me pareces un chico estupendo, y muy mono —¿muy mono? Y eso ¿qué quiere decir? Nada bueno, supuso Teo.

—¿Y también te contó el desplante que me hizo en plena calle cuando un día nos cruzamos?

—Ah, sí, eso también. Me dijo que no supo reaccionar. Verte después de tanto tiempo…

—Bueno, eso ya es agua pasada, ya está olvidado —afirmó Teo sin demasiado convencimiento—. Pero ¿qué opinas sobre lo que te acabo de decir?

—Cuando me has propuesto tomar unas cañas, ya me imaginaba lo que querías decirme, pero no he querido ser descortés y te he seguido el rollo —¿el rollo?, vaya forma de expresarlo, pensó Teodoro—. El caso es que me caes muy bien, pero no eres mi tipo y, además, tengo pareja. Lo siento.

 

Teo estuvo un tiempo pensando si no sería mejor meterse a monje de clausura. Pero lo del celibato seguía sin atraerle, y mucho menos lo del voto de castidad. Pero, a fin de cuentas, sin haber tomado ese voto, más casto no podía ser, maldita sea, aunque fuera contra su voluntad. Con lo que le gustaba el canto, de haber vivido en el siglo XVII, se habría presentado para Castrati.

Ahora tendría que soportar la tortura de ver a diario a Cristina Quintana e intentar disimular su nueva decepción amorosa. «Eres un inútil, un pringao, un don nadie», se repetía Teodoro. Has vuelto al ataque y has sido derrotado de nuevo.

A Teo no le quedó otro remedio que dedicarse en cuerpo y alma a su tesis. Parecía estar condenado al estudio eterno y sin recompensa. Moriría sin haber conocido el amor correspondido ni el placer de la carne. Y él no iría jamás a un prostíbulo. No era de ese tipo de hombres. Tenía sus principios morales, su dignidad. Jamás pagaría por tener sexo. Ya se las compondría solo, como siempre había hecho. Un sucedáneo como cualquier otro. Como tomar achicoria en lugar de café. Bueno, tanto como eso no. Ya se había acostumbrado.

Y en esas cavilaciones estaba, cuando, de repente, la voz de Cristina le sobresaltó.

—Teo, mi prima me ha dicho que, si quieres, podríais quedar un día. Le gustaría hablar contigo.

—¿Hablar conmigo? ¿De qué?

—Ay no sé, chico, no me lo ha dicho ni se lo he preguntado. ¿Quieres o no?

—Pues…, vale, sí, claro.

  

A las seis de la tarde del día siguiente, Teo aparece puntual en el Café Zúrich, de Plaza Catalunya, donde Ana le había citado. Solo le envió un escueto wasap diciendo “quiero verte” junto a un Emoji de una carita sonriente y un corazoncito. Está hecho un manojo de nervios. Está claro que todavía siente algo por esa chica que le dio calabazas. La busca entre las mesas de la terraza, pero no la ve. Está a punto de llamarla al móvil o enviarle un wasap, cuando un camarero se le acerca.

—¿Eres Teodoro Montoro? —le pregunta.

—Sí, soy yo,

—Pues una chica, muy guapa, dicho sea de paso y si me lo permites, me ha dado este sobre para que te lo entregue.

Teo abre el sobre, nervioso, como el que espera recibir una noticia que no sabe si será buena o mala, saca un papelito que hay dentro y lee:

Llegué a pensar que no te quería

Porque ignoraba mis sentimientos

No supe apreciar lo que tenía

Hasta darme cuenta de lo que perdía

Y no poder sacarte de mis pensamientos

P.D.- No es un quinteto para un sobresaliente, pero por lo menos es mucho mejor que el que te dediqué en el Instituto.

Al levantar la vista del papel, la ve, sentada a una mesa del fondo. Le saluda con la mano. Está guapísima.

A Teo le tiemblan las piernas, pero se lía la manta a la cabeza y decide echarse a la piscina. Solo espera que esté llena y no se lleve un buen porrazo. Llega a la altura de Ana, que le sonríe tímidamente. Esta se levanta y le da dos besos en sendas mejillas. Teo se sienta y respira hondo.

 

Si esto fuera una película, la cámara se alejaría lentamente sin dejar de encuadrar a la pareja de tortolitos, y al final, a lo lejos, se vería cómo ella le besa a él, dulcemente, en los labios.

 



domingo, 14 de febrero de 2021

Una pareja singular

 


Eulalio se casó con Berta por dinero. Chica rica y poco agraciada, siendo benévolos, y ocho años mayor que él. Los esponsales se celebraron en un tiempo récord. El suegro no regateó en gastos. Siendo conservador hasta la médula, lo único que no quiso conservar fue a su Bertita en casa. Aunque laboriosa y detallista, era un incordio, pues su mayor defecto era criticarlo todo. Nada le parecía bien, se quejaba sin parar. Haberla podido endosar a ese desaprensivo fue una gran suerte. ¿Que se casaba por su dinero? Que más daba. Por muy manirroto que fuera su futuro yerno, el dinero seguiría manando de sus arcas, que no paraban de llenarse gracias a sus negocios inconfesables.

Eulalio era un joven atractivo y ambicioso. Había tenido muchas novias a las que dejaba en cuanto veía que no podían mantener sus caprichos. Las desplumaba y se largaba con viento fresco. Si te he visto no me acuerdo. Y a pesar de su mala fama, no dejaba de provocar suspiros entre las jóvenes. A estas, sus padres les tenían prohibido acercarse a él, como el único antídoto contra la evidente decepción que les ocasionaría semejante individuo.

La unión entre Eulalio y Berta fue un éxito. Ella flotaba de alegría por haber cazado a un galán tan apuesto y él por haber pillado un mirlo blanco o, menos poéticamente, la gallina de los huevos de oro.

Todos los conocidos hacían apuestas para ver cuánto duraba ese matrimonio. Si bien, tras la boda, todo funcionaba, aparentemente, a la perfección, en la intimidad las cosas fluían de modo muy distinto.

—Estoy harta de que mires a todas las mujeres.

—Anda, no seas tonta, que sabes que es a ti a quien quiero.

—¿De verdad? Entonces ¿quién era esa pelirroja con la que te vi ayer por la tarde?

—¿Ayer por la tarde, dices? Mmm, ah, sí, era Milagros, una compañera de la oficina con la que me encontré casualmente. —¿Cómo iba a decirle que, en realidad, era “la milagros”, como así la conocían en el club de alterne que Eulalio solía frecuentar? No hace falta decir por qué de ese apodo. Menos podía decirle que ahora ya no era su cliente habitual sino su amante, que le había comprado un pisito en Barcelona capital y la había retirado de su antiguo oficio.

—¿Acaso me tomas por imbécil? No tenía pinta precisamente de oficinista —contraataca Berta.

—¿Y quién te ha dicho que es oficinista? Además, ese término ya no se usa, en todo caso administrativa. Se nota que no has trabajado en tu vida.

—No habré trabajado, pero no tengo un pelo de tonta. La gente habla, y hace tiempo que me huelo que me eres infiel.

—¿Infiel yo? Pero tú estás mal de la cabeza.

—Entonces por qué no me haces el amor desde…, desde ya ni me acuerdo, ¿eh? Ni me tratas con ternura, ni me dices cosas bonitas, como cuando éramos novios.

—Es por culpa del estrés, cariño. Tú no sabes lo que son estas cosas. Qué más quisiera yo que volver a ser el de antes.

Berta queda pensativa. Quizá tenga razón su marido y ha sido injusta con él. De hecho, pasa muchas horas fuera de casa, seguro que trabajando sin cesar. Incluso los fines de semana. No debe querer sentirse un mantenido. Pero no por ello quiere resignarse a una convivencia sin pasión, sin sexo. Recuerda aquellos consultorios radiofónicos de cuando era pequeña y los consejos que daban a las mujeres en estos casos. Pero será más atrevida que las mujeres de antaño. Mañana —piensa— irá a una tienda de lencería de Barcelona y se comprará la ropa interior más sexy que encuentre.

Al día siguiente, en Janine, una tienda barcelonesa de alta lencería, mientras Berta está intentando probarse un tanga, oye una voz meliflua en el probador de enfrente.

—Pichurri, ¿quieres ver cómo me queda?

—Pues claro, bomboncito.

Esa voz de hombre le resulta familiar, pero que muy familiar. Decide salir de dudas y abre de un tirón la cortina, sospechando y temiendo a la vez lo que va a encontrar al otro lado.

—¡¡Eulalio!!, ¿qué coño haces aquí? —pregunta retórica donde las haya, pues su marido está en medio del pasillo, ante una pelirroja prácticamente en cueros, con un amplio surtido de ropa interior en sus manos.

La tienda se convierte en un campo de batalla, donde sostenes, bragas y tangas vuelan por los aires, mientras una mujer morena, bajita y rellenita persigue a otra pelirroja y con un tipazo de aúpa, volcando los expositores que encuentran a su paso. La trifulca llega a su fin con la presencia de la policía municipal

Una vez en casa, por la noche, Eulalio intenta resolver el entuerto.

—La pobre es nueva en la ciudad, no tiene ninguna amiga que la acompañe de compras, sale con un chico y quería impresionarlo con un conjunto de ropa interior sexy. Pensó que mi experiencia le sería de utilidad y me pidió si podía aconsejarla. No podía negarle ese favor.

—¡¡Eulaliooooo!!. ¿Tú me has visto cara de gilipollas?

—Querida, sé compresiva. ¿No prometimos sernos fieles en las alegrías y en las penas, en la salud y en la enfermedad, todos los días de nuestra vida? Pues si yo soy feliz haciendo feliz a mis amigas, ¿por qué te pones así?

—Sí, hasta que la muerte nos separe, cosa que va a pasar ahora mismo.

 



viernes, 5 de febrero de 2021

Viaje al interior de una maleta

 

En esta ocasión abandono la temática trágica de mis dos últimos relatos para saltar alegramente al humor surrealista. Espero que os guste.



—Este tío debería comprarse un manual para aprender cómo se hace, porque es un perfecto inútil.

—Uf, se nota que eres nuevo aquí; yo ha estoy más que acostumbrado —afirma el que está más cerca de quien ha hablado.

—Lo peor de todo es que cada vez lo hace más a menudo —dice otro.

—¿Sabéis a qué se dedica? —pregunta el que primero habló.

—Pues no lo sé, pero el caso es que cada dos por tres nos mete aquí, apretujados y de cualquier modo.

—Pues yo no me he acabado de acostumbrar, y eso que hace unos cuantos años que viajo con él. Fui un regalo que le hizo su mujer por Navidad.

—¿Su mujer te regaló por Navidad? ¿Un paraguas plegable? Qué poca originalidad.

—Pues soy un artículo muy útil. ¿O acaso no te va bien que te cubra cuándo llueve? Una americana mojada queda hecha una piltrafa.

—Bueno, sí, claro, bien pensado…

—Su mujer sí que era apañada y sabía hacer una maleta como Dios manda, no como este chapucero —se mete en la conversación una corbata a rayas.

—Por lo menos que el viaje sea corto y nos saque de aquí lo antes posible —dicen al unísono un par de calzoncillos.

—¡Y tanto!, porque este olor a sudado del pijama no se puede aguantar.

—Eh, tía, ¿¡qué quieres que haga yo si solo me lava una vez al mes!? —responde el aludido—. Tú, como eres una camisa blanca, que se te ve a la legua, seguro que te lava a menudo. Pregúntale al traje cada cuando lo lleva a la tintorería.

—¿A la tintorería, dices? Ya no me acuerdo cuándo fue la última vez. Quizá hará dos o tres años, mira lo que te digo. Afortunadamente soy de un color gris muy sufrido y apenas se me notan las manchas. Peor lo debe llevar la corbata, a qué sí, chica.

—Sí, pero como tiene tantas, si me mancho me cambia por otra y Santas Pascuas. A la tintorería me lleva muy de vez en cuando. Y a mis compañeras igual.

 

De pronto se hace un silencio extraño en la maleta.

 

—Eh, tú, ese que no dice nada —exclama el traje gris.

—¿Quién?, ¿yo?

—Sí, tú.

—¿Qué pasa? ¿Qué quieres de mí?

—Que ¿quién eres?, nunca te había visto por aquí.

—Es que dentro de la maleta viajo por primera vez. Pero ese tipo y yo somos muy amigos, vamos juntos a todas partes. Hoy es un día especial. Quiere que me mantenga oculto hasta que llegue el momento.

—Vaya, qué interesante. Y para qué le sirves, si se puede saber —pregunta el paraguas.

—¿Lo preguntas de veras? ¿Acaso no has visto nunca uno como yo?

—Ahora que lo pienso, me parece que te he visto una o dos veces en uno de mis bolsillos —dice la americana.

—Pues nosotros no te habíamos visto nunca, la verdad —afirman los demás.

—Pues sí que es extraño. ¿Y decís que lleváis mucho tiempo con este hombre?

—Sí…, no…, hombre…, mucho tiempo quizás no…, según cómo se mire —contestan, uno a uno, los inquilinos de la maleta.

—Pero seguro que habéis oído hablar de mí. Soy muy conocido.

—Va, venga, no nos tengas intrigados. Para qué sirves —insiste ahora el pijama.

—Soy un revólver.

—¡¡¿Un revólver?!!, gritan todas y todos, como un coro de monaguillos aterrorizados.

—Creía que los revólveres hacíais olor a pólvora, que lo he oído decir —afirma un zapato—. Hace tan solo unas semanas que estalló un petardo muy cerca de mí y todavía tengo pegado ese olor nauseabundo.

—Y, según parece, es peor que el olor a sudor —subraya el pijama, mirando de reojo a la camisa.

—Todavía no huelo a nada. Mi jefe me mantiene siempre muy limpio. En todo caso puedo oler un poco a la grasa con la que me adecenta. Y es que todavía no ha llegado mi momento. Ya veréis a la vuelta, cuando haya hecho mi trabajo…


Este relato, traducción del original en catalán, ha permanecido un tiempo en un cajón esperando a ser rescatado, y pretende ceñirse a la consigna acordada en un taller de escritura al que asisto con regularidad. El relato debía versar sobre un viaje (espacial o temporal) y una maleta.