domingo, 25 de febrero de 2024

El lobo blanco

 


Día 1

Hace dos días que un lobo ronda mi cabaña. Cada noche noto su presencia y cuando salgo, armado con una escopeta de caza, veo cómo se esconde entre los árboles y la maleza, aunque, por su color, resulta muy difícil distinguirlo de la nieve. Es un lobo albino. Ayer por la noche le oí aullar. Debo reconocer que su aullido me atemoriza, como cuando, de pequeño, veía aquellas películas de serie B sobre el hombre-lobo.

No soy una persona especialmente miedosa, pero en mi defensa diré que no es lo mismo estar acompañado que solo en medio de un bosque ártico y alejado de la población más cercana.

Estoy a unos 20 kilómetros de Kaktovik, en el noreste de Alaska, una zona perfecta para ver osos polares. Soy zoólogo y estoy estudiando la fauna de este país ártico en vías de extinción, como el oso polar. Estoy solo e incomunicado, y ello se debe a que los dos miembros de una ONG local que trabaja en la preservación de esa especie, y a la que me he unido temporalmente, tuvieron que ir a por provisiones. Llevan fuera los mismos días que yo llevo aquí en soledad. Debido a la tormenta que lleva azotando esta zona desde que partieron, se han interrumpido las conexiones. Así pues, no hay forma de comunicarme con ellos.

Día 2

Ese maldito lobo lleva acosándome desde que me quedé solo, disponiendo, eso sí, de una vieja escopeta para defenderme del ataque de cualquier animal salvaje. Jamás he disparado un arma y odio la caza, pero si tengo que hacer uso de esta para salvar el pellejo, lo haré sin dudarlo ni un segundo.

Esta noche colocaré una videocámara en la puerta de la cabaña para ver si el lobo se acerca y qué hace.

Día 3

Acabo de visionar las imágenes captadas la noche pasada. Le he visto. Claramente. Debo reconocer que el animal es muy hermoso, tan blanco como la nieve inmaculada. En principio no sería capaz de hacerle ningún daño si él no me lo hace a mí. Solo le dispararía en defensa propia.

Lo más curioso es que tengo entendido que el lobo se desplaza en manadas y que, en principio, no es peligroso para el hombre, pues huye cuando se encuentra con él cara a cara. ¿Qué querrá, pues, este lobo solitario, que no deja de merodear la cabaña? Debería oler a ser humano y alejarse lo más posible del que podría ser su depredador.

Pero no me queda más remedio que esperar a mis compañeros y ver si de este modo desaparece de una vez y me deja en paz.

Día 4

Ya solo me quedan provisiones para un día. La tormenta no amaina y las comunicaciones siguen cortadas. Solo salgo de la cabaña de día y armado, por si acaso. De momento, solo he visto algún zorro y varias marmotas, y hoy me ha parecido atisbar un alce. Así pues, si mis compañeros no regresan pronto con víveres, dudo que sea capaz de cazar alguno de esos animales para alimentarme. Y los frutos de los abundantes pinos que hay en este bosque no son comestibles, sus piñas no son como las de nuestro apreciado Pinus pinea.

Día 5

Estoy pensando en abandonar la cabaña y marchar hacia al pueblo al que se dirigieron mis compañeros para reunirme con ellos, mas no entiendo por qué no han vuelto. Cierto que la tormenta aun no ha amainado, pero, según me dijeron, se conocen esta zona como la palma de la mano. Algo les ha debido suceder, pero ¿qué? Si voy a su encuentro, temo extraviarme, nunca he sido muy bueno a la hora de orientarme, a pesar de disponer de un mapa. Pero lo intentaré. Quizá a medida que me acerque a mi destino, logre tener cobertura y pueda contactar con ellos por el móvil.

Día 6

Llevo tres horas andando y no percibo ninguna señal que me indique que voy por el buen camino. Con los prismáticos, ni siquiera veo una triste cabaña. Creo haber seguido fielmente las indicaciones del mapa. Lo malo es que, si se hace de noche y todavía estoy en camino, tendré que pernoctar al aire libre y la temperatura nocturna puede alcanzar, según me han dicho, los cincuenta grados bajo cero. Ahora pienso que ha sido una locura venir a este país en pleno invierno. Pero ahora no es momento de lamentarse. Ya no hay vuelta atrás.

Día 7

Lo que me ocurrió anoche nadie lo va a creer. Tal como temía, tuve que pasar la noche al raso, solo abrigado por mi saco de dormir. Al poco, mis dientes castañeaban de tal modo que temía morderme los labios y la lengua, y los temblores se volvieron tan intensos que era incapaz de usar las manos de una forma coordinada. Por un momento, creí que allí acabaría mi aventura, que ya no lo contaría y que nadie encontraría mi cadáver congelado.

Pero de pronto, me pareció oír unos pasos. Alguien merodeaba sigilosamente mi improvisado y exiguo campamento. Podía ser un animal peligroso, una alimaña en busca de alimento. Como pude, venciendo mis temores y los cada vez más violentos temblores, me incorporé y empecé a gritar agitando mis brazos como si fueran aspas, pues dicen que es la mejor forma para ahuyentar a un oso o a cualquier otro animal salvaje.

Quien fuera o lo que fuera que estuviera allí, se aproximaba poco a poco. Tomé la escopeta con la intención de disparar tan pronto asomara la bestia. Pero cuando vi de qué se trataba, me quedé petrificado. Era el lobo, “mi lobo albino”, que, parado ante mí, no dejaba de mirarme fijamente a los ojos. No mostraba ningún signo de amenaza. Aun así, apunté hacia él, esperando su ataque de un momento a otro, pero todo lo que hizo fue acercarse dócilmente y tumbarse a mis pies, como si buscara compañía y refugio. Curiosa y extrañamente, a su lado sentí paz y tranquilidad. Ni siquiera notaba el frío intenso, como si el animal fuera una intensa fuente de calor. A pesar de ello, no creí que pudiera pegar ojo, pero el cansancio se apoderó de mí y caí en un sueño profundo

Día 8

Cuando desperté, ya de día, el lobo seguía allí, acurrucado a mi lado. Al notar mi movimiento, alzó la cabeza y me observó. Nos miramos como si fuéramos amigos que han emprendido una aventura juntos.  ¿Y ahora qué?, me dije, o más bien le pregunté. Y entonces el animal se puso en pie y pareció que quería indicarme algo. Y lo que me indicó fue el camino a seguir, pues a las pocas horas de haber emprendido la marcha tras él vislumbré una cortina de humo que, pensé, procedería de chimeneas o de alguna hoguera. Pero era un humo espeso y muy oscuro. Eso me alertó.

Tras recorrer unos pocos kilómetros, mi curiosidad se vio satisfecha, aunque habría preferido una explicación mucho más grata. El poblado, pues no llegaba a la categoría de pueblo, había sido arrasado por el fuego y solo quedaban los rescoldos de un pavoroso incendio, ya apagado.

Vi gente que corría de un lado a otro, seguramente en busca de supervivientes o para socorrer a los heridos. Cuando me acerqué lo suficiente, distinguí entre el gentío dos caras conocidas, las de mis compañeros, a los que daba por desaparecidos.

Día 9

Pasamos todo el día en un hospital de campaña, donde habían trasladado a los heridos por el incendio. Excepto mis compañeros, casi todos presentaban quemaduras de segundo y tercer grado. Ellos, por fortuna, solo tenían quemaduras de primer grado, producidas al prestar su ayuda.

Me contaron que, al poco de haberse marchado de la cabaña, se extraviaron, algo extraño en ellos, y que tuvieron que pernoctar en el bosque dos noches seguidas. Y que, cuando se daban por vencidos, se les apareció un lobo blanco como la nieve, que, sorprendentemente, les indicó el camino a seguir, llegando a ese poblado un día después de este fortuito y aventurado encuentro. Entonces caí en la cuenta de que me había olvidado de él. ¿Dónde se había metido “mi lobo”? Con la precipitación por querer saber qué había ocurrido, me olvidé de él. Probablemente, se alejó de los humanos y volvió al lugar donde le vi aparecer por primera vez.

Día 11

De nuevo en la cabaña, con víveres, y una vez amainada la tormenta, decidí contar a mis compañeros lo que me había ocurrido, el encuentro con el lobo albino, probablemente el mismo con el que ellos se tropezaron y cómo me guio hasta el poblado.

Intrigados, esa misma noche, nos dispusimos a buscar al lobo albino. Al cabo de unos días sin haber obtenido ningún resultado satisfactorio, desistieron y abandonaron la búsqueda. Ya aparecería cuando quisiera, dijeron. Pero yo, disconforme con esa decisión, seguí saliendo noche tras noche en su busca. En cierto modo, le debía la vida.

Día 30

Terminada mi estancia allí, me dispuse a volver a casa un tanto descorazonado por mi infructuosa búsqueda. Cuando, horas después, tomé el autocar que debía llevarme a la capital para tomar mi vuelo, tras haber recorrido unos pocos kilómetros, vislumbré, desde mi asiento, algo que me llamó poderosamente la atención. Entre los árboles del bosque que atravesábamos, había un lobo, un lobo albino que, al verme empezó a aullar hasta perderlo de vista. ¿Sería él? ¿Se estaría despidiendo de mí?

Día 40

No he podido quitarme de la cabeza al lobo albino. Hay momentos que me parece haber vivido un sueño y que todo había sido una especie de alucinación. Pero mis compañeros también lo habían visto.

Decidí, entonces, consultar a un amigo zoólogo, especializado en lobos, revelándole mi experiencia. Me miró, condescendientemente, como si me tomara por un chiflado, y al cabo de unos segundos de indecisión, me dijo, sonriendo: «Lo único que te puedo decir es que hay quien afirma que el lobo blanco simboliza la paz, el amor, la compasión y la esperanza, mientras que el lobo negro simboliza el miedo, el odio, la envidia y la ira. Y que estos dos lobos luchan por dominar nuestros pensamientos, acciones y emociones. Pero todo eso son supersticiones propias del folklore popular».

Al oír eso, asentí, pensativo, y desvié inmediatamente el tema de conversación hacia otros derroteros. No quería que pusiera en duda mi cordura.

 

Desde entonces, nunca más he sacado a colación esta historia, ni siquiera con mis colegas, pero he querido dejar constancia de ello en este diario, en el que he pegado la foto que obtuve de la imagen grabada aquella noche ante mi cabaña. ¿Qué habrá sido de aquel lobo blanco? ¿Habrá otros muchos como él? Lo dudo, pues, por desgracia, está en vías de extinción. Quizá sea este el motivo de que cada vez haya menos paz, amor, compasión y esperanza en el mundo.

 

sábado, 10 de febrero de 2024

El extraño caso del Dr. Jekyll y Mr. Hyde

 


Parece mentira que una lectura sea capaz de evocar unos recuerdos que habíamos eliminado de nuestra mente, como si despertáramos de una letargia o de un sueño placentero para darnos de bruces con una angustiosa realidad.

Aunque he visto alguna película y serie televisiva basadas en la novela de Robert Louis Stevenson, titulada El extraño caso del doctor Jekyll y míster Hyde, nunca había tenido la oportunidad de leerla y si lo he hecho ahora ha sido porque me la regaló mi hermano estas pasadas navidades.

Al principio era reacio a hacerlo, pues la trama me era muy conocida, pero como las novelas suelen ser mejores que las películas a las que dan lugar, me dije que bien valía la pena destinar unas horas a su lectura para comprobarlo.

Pero algo extraño obró en mí. A medida que avanzaba en la lectura, me vi cada vez más inmerso en los acontecimientos que se narran, sintiéndome inevitablemente atraído por ese doctor que de día es un hombre respetable y de noche una bestia salvaje. Lo más curioso es que, al margen de la fantasía, veía en esa historia un atisbo de realidad, una realidad que me resultaba muy familiar. De algún modo, me vi reflejado en las andanzas de ese personaje de dos caras.

De pronto, como si de una revelación se tratara, recordé que de niño tenía un comportamiento que alarmó a mis padres y que un especialista diagnosticó como un trastorno bipolar. Ello les alivió relativamente. «Existe un tratamiento muy eficaz para esta afección. Su hijo podrá llevar una vida totalmente normal», afirmó el médico. Y digo relativamente porque mi querida madre, que se preocupa en exceso por todo, y mi padre, que es de naturaleza pesimista, no dejaron, desde entonces, de controlar mis movimientos y me observaban constantemente como si fuera un loco peligroso del que tenían que protegerse. Solo mi hermano, inmune a cualquier espanto, me trataba con aparente normalidad, aunque creo que, en el fondo, también me consideraba un bicho raro.

Para los que no lo sepáis, la bipolaridad se manifiesta por cambios repentinos e intensos del estado de ánimo, pasando de una actitud eufórica a una irritable o depresiva. Tuve que asumir, por lo tanto, que tenía una enfermedad mental que requería un tratamiento farmacológico constante, que no debía abandonar bajo ningún concepto. Consciente de la preocupación de mis progenitores, me esforcé en controlar algunos impulsos de tipo maníaco que les habría alarmado.

Creo que esa represión férrea que me autoimponía de día, hizo que, por la noche, con el ánimo más relajado, los arrebatos me asaltaran de una forma mucho más agresiva, desarrollando así una dualidad de comportamiento: de día aparentaba ser una persona normal y por la noche me convertía en un ente fuera de todo control. Esa agresividad nocturna, imposible de detener, me obligó a escabullirme de casa para que mis padres no se percataran de lo que pasaba, pues temía que pudiera destrozar todo a mi alrededor y quién sabe si hacerles a ellos un daño físico. En el primer arrebato que tuve de este tipo, solo llegué a destrozar mi ordenador, porque mis padres, alertados por el ruido, acudieron raudos a mi habitación. No sé qué excusa les di porque apenas me acuerdo de lo ocurrido. Sí sé que estos episodios iban siempre precedidos de un aviso, como dicen que les ocurre a los epilépticos. Así pues, tan pronto notaba que se iba a producir uno de ellos, sin saber cuán agresivo sería, salía de casa y merodeaba por los alrededores, pensando que el aire fresco y el cambio de ambiente me calmarían. No obstante, a veces me despertaba tumbado sobre un banco o en mi cama sin recordar nada de lo sucedido durante esos lapsus mentales. Por suerte, siempre había podido volver a casa sin despertar a nadie.

La cosa empezó a preocuparme cuando aparecieron en el vecindario gatos y perros con los huesos quebrados y, en alguna ocasión, abiertos en canal. Enseguida corrió la voz de que había un perturbado sádico que atacaba a esos pobres animales como lo haría una alimaña, alertando de ello a todos los propietarios de un animal de compañía.

Al conocer esa horrible noticia, instintivamente la relacioné con mis salidas y ausencias mentales nocturnas. Me horroricé ante la posibilidad de que yo fuera el autor de esas muertes, que mi trastorno mental me hubiera convertido en un monstruo peligroso para la sociedad, pues ¿quién me decía a mí que una noche no la emprendería del mismo modo con un sintecho o un transeúnte cualquiera? ¿Qué podía hacer para evitarlo? ¿Atarme a la cama? Yo solo no podía hacerlo, necesitaría ayuda. Y entonces decidí confesárselo todo a mi hermano, pues de haberlo sabido mis padres, seguramente me habrían internado en un centro psiquiátrico.

De este modo, todas las noches, sin excepción, mi hermano me ataba de pies y manos a la cama, y a la mañana siguiente, muy temprano, me soltaba. Para él todo eso le resultaba divertido, como si de un juego se tratara; por ello, seguramente, nunca puso ningún impedimento. Pero esa situación no podía alargarse indefinidamente. Mi hermano empezó a cansarse de todo ese ajetreo y yo tampoco soportaba mis ataduras. No podía vivir así de por vida. Por lo tanto, decidí visitar al psiquiatra que me había instaurado el tratamiento, argumentando que este ya no hacía el efecto deseado y temía que mi enfermedad se agravara. Aquel decidió, pues, cambiarme la medicación por otra más reciente y probablemente más eficaz, como así resultó ser, pues mis episodios se redujeron sustancialmente hasta desaparecer.

Y fueron pasando los años, hasta que llegó el día en que decidí empezar una nueva vida fuera del cobijo familiar. Cuando terminé mis estudios superiores, con mi primer sueldo, alquilé un piso no muy alejado de la vivienda paterna. Nunca se sabe cuándo uno puede necesitar la ayuda de la familia. Ya no necesitaba que nadie me atara a la cama y aunque llevaba tiempo exento de síntomas, corría el riesgo de que mis delirios asesinos reaparecieran.  Pero, para mi tranquilidad, nada anormal ocurrió. Reinaba la calma y aquellos episodios tan desagradables pasaron a la historia, olvidándolos por completo. Hasta hoy.

Este mediodía, después de diez años de mi emancipación, me ha asaltado una terrible duda. En el Telenoticias han informado que se han descubierto cuatro cadáveres enterrados en un solar en obras del barrio, que han sido hallados por unos operarios al remover la tierra con una excavadora. Según el forense, aunque todos ellos presentaban múltiples cuchilladas, la muerte les sobrevino por un fuerte golpe en la cabeza, con hundimiento del cráneo y pérdida de masa encefálica. El arma del crimen tuvo que ser un objeto pesado y con el extremo romo.

Según han hecho saber las autoridades, los cuatro sujetos llevaban muertos una o dos semanas. La autopsia lo acabará de confirmar. Un portavoz de la policía ha afirmado que, con toda probabilidad, los hechos ocurrieron de madrugada, pues la zona suele estar muy concurrida hasta altas horas de la noche y no ha habido testigos oculares. Como no se ha encontrado ningún documento que pueda identificar a las víctimas, la policía está revisando todas las denuncias de desapariciones recientes.

De pronto he sentido un fuerte mareo y me he desvanecido. Al volver en mí, he intentado sosegarme infructuosamente. Todavía no era la hora de tomarme la medicación, pero lo he hecho, por si acaso tenía una recaída. Mi nerviosismo sobrepasaba con creces la calma que reclamaba mi cuerpo y mi mente. ¿Podía ser yo el autor de esos asesinatos como lo fui presuntamente, años atrás, de aquellos pobres animales? Reconozco que, con la lectura de esa maldita novela, mi mente ha volado, en más de una ocasión, por un sendero maligno, imaginándome actuando como ese Míster Hyde. Incluso, en una ocasión, recordando alguno de los pasajes más violentos, he sentido una malsana excitación. Pero una cosa es la imaginación y otra la realidad. Yo no podía ser el asesino de esos cuatro desgraciados. ¿Acaso esa novela me había trastornado tanto como para adoptar, sin darme cuenta, la doble personalidad de su protagonista? Tenía que ser casual que esas cuatro muertes se produjeran justamente durante los días que invertí en la lectura de la misma.

De todos modos, conociendo mis antecedentes, muy a pesar mío y solo para eliminar toda sospecha sobre mi más que dudosa autoría, he puesto el apartamento patas arriba para comprobar que no existe prueba alguna en mi contra.

La búsqueda se ha prolongado más de una hora, tras la cual solo quedaba por revisar el altillo de mi armario trastero. Allí guardo recuerdos de mi infancia, olvidados en una vieja caja de zapatos. La he abierto con manos temblorosas con solo pensar que podía contener alguna prueba incriminatoria. Pero ¿qué prueba podía haber en una pequeña caja de cartón?

A simple vista no había nada extraño, pero bajo mis colecciones de cromos, un montón de viejas fotografías y dos medallas de natación de mi época escolar, he hallado cuatro carteras que nunca había visto. ¿Pertenecerían a los cuatro hombres asesinados? Aun intuyendo que así era, no he querido abrirlas, me las he guardado en mi mochila y he salido raudo a la calle. Tras haber andado un par de kilómetros y cerciorarme de que nadie me veía, las he sacado, las he limpiado con un pañuelo para no dejar huellas y las he arrojado a un contenedor.

Lo único que puedo hacer ahora es seguir atentamente las noticias, aunque no sé muy bien porqué. ¿Por morbo, como haría un asesino en serie? La novela de Stevenson también la echaré en el primer contenedor que encuentre, aunque es absurdo. Dudo mucho que pudiera ser considerada una prueba que justificara mi comportamiento, pues no soy sospechoso de nada. O quizá se la devuelva a mi hermano. Pero cuando he vuelto a casa, no ha habido forma de encontrar el maldito libro. Mejor así.

Consternado por lo que acababa de descubrir, pues imaginaba que mi bipolaridad agresiva estaba perfectamente controlada y que aquellos episodios que tanto me habían perturbado ya eran cosa del pasado, me he tumbado en el sofá, sin saber qué rumbo tomar.

 

Llaman a la puerta. ¿Será mi hermano? Últimamente frecuenta cada vez más mi apartamento, del que, poco a poco, está tomando posesión. Dice que también quiere independizarse, pero que no tiene dinero suficiente. Empezó quedándose a dormir cuando pillaba una cogorza de aúpa y no quería que nuestros padres lo vieran en ese lamentable estado. Luego, sus estancias se han ido prolongando, dice que es para hacerme compañía. Encima, está utilizando el poco espacio libre que me queda para embutir en él ropa, enseres personales y algunos trastos, el último ha sido su bicicleta y el bate de cuando jugaba a beisbol y al que le tiene mucho cariño. Pero ahora que lo pienso, no lo he visto por ninguna parte durante mi inspección ocular de esta tarde.

Miro por la mirilla y es, efectivamente, mi hermano. Lleva una bolsa de deporte en la mano. Es la que usa para ir al gimnasio. Me dice que hoy también se quedará a dormir, pues ha quedado con unos amigos y seguramente volverá de madrugada y no sabe en qué estado. Se ha ido a duchar, pues, con las restricciones de agua, las duchas del gimnasio están inutilizables. Mientras está en el baño no puedo dejar de mirar la bolsa de deporte que ha dejado en el suelo. Por las dimensiones, bien podría contener un bate de beisbol. ¿Habrá sido mi hermano quien se ha quedado con la novela? No, si ahora resultará que, además de bipolar, soy un paranoico.