Día 1
Hace dos días que un lobo
ronda mi cabaña. Cada noche noto su presencia y cuando salgo, armado con una
escopeta de caza, veo cómo se esconde entre los árboles y la maleza, aunque,
por su color, resulta muy difícil distinguirlo de la nieve. Es un lobo albino.
Ayer por la noche le oí aullar. Debo reconocer que su aullido me atemoriza,
como cuando, de pequeño, veía aquellas películas de serie B sobre el hombre-lobo.
No soy una persona
especialmente miedosa, pero en mi defensa diré que no es lo mismo estar
acompañado que solo en medio de un bosque ártico y alejado de la población más
cercana.
Estoy a unos 20 kilómetros de
Kaktovik, en el noreste de Alaska, una zona perfecta para ver osos polares. Soy
zoólogo y estoy estudiando la fauna de este país ártico en vías de extinción, como
el oso polar. Estoy solo e incomunicado, y ello se debe a que los dos miembros
de una ONG local que trabaja en la preservación de esa especie, y a la que me he
unido temporalmente, tuvieron que ir a por provisiones. Llevan fuera los mismos
días que yo llevo aquí en soledad. Debido a la tormenta que lleva azotando esta
zona desde que partieron, se han interrumpido las conexiones. Así pues, no hay
forma de comunicarme con ellos.
Día 2
Ese maldito lobo lleva
acosándome desde que me quedé solo, disponiendo, eso sí, de una vieja escopeta
para defenderme del ataque de cualquier animal salvaje. Jamás he disparado un
arma y odio la caza, pero si tengo que hacer uso de esta para salvar el
pellejo, lo haré sin dudarlo ni un segundo.
Esta noche colocaré una
videocámara en la puerta de la cabaña para ver si el lobo se acerca y qué hace.
Día 3
Acabo de visionar las imágenes
captadas la noche pasada. Le he visto. Claramente. Debo reconocer que el animal
es muy hermoso, tan blanco como la nieve inmaculada. En principio no sería
capaz de hacerle ningún daño si él no me lo hace a mí. Solo le dispararía en
defensa propia.
Lo más curioso es que tengo
entendido que el lobo se desplaza en manadas y que, en principio, no es
peligroso para el hombre, pues huye cuando se encuentra con él cara a cara.
¿Qué querrá, pues, este lobo solitario, que no deja de merodear la cabaña?
Debería oler a ser humano y alejarse lo más posible del que podría ser su
depredador.
Pero no me queda más remedio
que esperar a mis compañeros y ver si de este modo desaparece de una vez y me
deja en paz.
Día 4
Ya solo me quedan provisiones
para un día. La tormenta no amaina y las comunicaciones siguen cortadas. Solo
salgo de la cabaña de día y armado, por si acaso. De momento, solo he visto
algún zorro y varias marmotas, y hoy me ha parecido atisbar un alce. Así pues,
si mis compañeros no regresan pronto con víveres, dudo que sea capaz de cazar
alguno de esos animales para alimentarme. Y los frutos de los abundantes pinos
que hay en este bosque no son comestibles, sus piñas no son como las de nuestro
apreciado Pinus pinea.
Día 5
Estoy pensando en abandonar la
cabaña y marchar hacia al pueblo al que se dirigieron mis compañeros para reunirme
con ellos, mas no entiendo por qué no han vuelto. Cierto que la tormenta aun no
ha amainado, pero, según me dijeron, se conocen esta zona como la palma de la
mano. Algo les ha debido suceder, pero ¿qué? Si voy a su encuentro, temo
extraviarme, nunca he sido muy bueno a la hora de orientarme, a pesar de disponer
de un mapa. Pero lo intentaré. Quizá a medida que me acerque a mi destino, logre
tener cobertura y pueda contactar con ellos por el móvil.
Día 6
Llevo tres horas andando y no
percibo ninguna señal que me indique que voy por el buen camino. Con los
prismáticos, ni siquiera veo una triste cabaña. Creo haber seguido fielmente
las indicaciones del mapa. Lo malo es que, si se hace de noche y todavía estoy
en camino, tendré que pernoctar al aire libre y la temperatura nocturna puede alcanzar,
según me han dicho, los cincuenta grados bajo cero. Ahora pienso que ha sido
una locura venir a este país en pleno invierno. Pero ahora no es momento de
lamentarse. Ya no hay vuelta atrás.
Día 7
Lo que me ocurrió anoche nadie
lo va a creer. Tal como temía, tuve que pasar la noche al raso, solo abrigado
por mi saco de dormir. Al poco, mis dientes castañeaban de tal modo que temía
morderme los labios y la lengua, y los temblores se volvieron tan intensos que
era incapaz de usar las manos de una forma coordinada. Por un momento, creí que
allí acabaría mi aventura, que ya no lo contaría y que nadie encontraría mi
cadáver congelado.
Pero de pronto, me pareció oír
unos pasos. Alguien merodeaba sigilosamente mi improvisado y exiguo campamento.
Podía ser un animal peligroso, una alimaña en busca de alimento. Como pude,
venciendo mis temores y los cada vez más violentos temblores, me incorporé y
empecé a gritar agitando mis brazos como si fueran aspas, pues dicen que es la mejor
forma para ahuyentar a un oso o a cualquier otro animal salvaje.
Quien fuera o lo que fuera que
estuviera allí, se aproximaba poco a poco. Tomé la escopeta con la intención de
disparar tan pronto asomara la bestia. Pero cuando vi de qué se trataba, me
quedé petrificado. Era el lobo, “mi lobo albino”, que, parado ante mí, no
dejaba de mirarme fijamente a los ojos. No mostraba ningún signo de amenaza.
Aun así, apunté hacia él, esperando su ataque de un momento a otro, pero todo
lo que hizo fue acercarse dócilmente y tumbarse a mis pies, como si buscara compañía
y refugio. Curiosa y extrañamente, a su lado sentí paz y tranquilidad. Ni
siquiera notaba el frío intenso, como si el animal fuera una intensa fuente de
calor. A pesar de ello, no creí que pudiera pegar ojo, pero el cansancio se
apoderó de mí y caí en un sueño profundo
Día 8
Cuando desperté, ya de día, el
lobo seguía allí, acurrucado a mi lado. Al notar mi movimiento, alzó la cabeza
y me observó. Nos miramos como si fuéramos amigos que han emprendido una
aventura juntos. ¿Y ahora qué?, me dije,
o más bien le pregunté. Y entonces el animal se puso en pie y pareció que
quería indicarme algo. Y lo que me indicó fue el camino a seguir, pues a las
pocas horas de haber emprendido la marcha tras él vislumbré una cortina de humo
que, pensé, procedería de chimeneas o de alguna hoguera. Pero era un humo
espeso y muy oscuro. Eso me alertó.
Tras recorrer unos pocos
kilómetros, mi curiosidad se vio satisfecha, aunque habría preferido una
explicación mucho más grata. El poblado, pues no llegaba a la categoría de
pueblo, había sido arrasado por el fuego y solo quedaban los rescoldos de un
pavoroso incendio, ya apagado.
Vi gente que corría de un lado
a otro, seguramente en busca de supervivientes o para socorrer a los heridos.
Cuando me acerqué lo suficiente, distinguí entre el gentío dos caras conocidas,
las de mis compañeros, a los que daba por desaparecidos.
Día 9
Pasamos todo el día en un
hospital de campaña, donde habían trasladado a los heridos por el incendio.
Excepto mis compañeros, casi todos presentaban quemaduras de segundo y tercer
grado. Ellos, por fortuna, solo tenían quemaduras de primer grado, producidas
al prestar su ayuda.
Me contaron que, al poco de
haberse marchado de la cabaña, se extraviaron, algo extraño en ellos, y que
tuvieron que pernoctar en el bosque dos noches seguidas. Y que, cuando se daban
por vencidos, se les apareció un lobo blanco como la nieve, que,
sorprendentemente, les indicó el camino a seguir, llegando a ese poblado un día
después de este fortuito y aventurado encuentro. Entonces caí en la cuenta de
que me había olvidado de él. ¿Dónde se había metido “mi lobo”? Con la
precipitación por querer saber qué había ocurrido, me olvidé de él.
Probablemente, se alejó de los humanos y volvió al lugar donde le vi aparecer
por primera vez.
Día 11
De nuevo en la cabaña, con
víveres, y una vez amainada la tormenta, decidí contar a mis compañeros lo que
me había ocurrido, el encuentro con el lobo albino, probablemente el mismo con
el que ellos se tropezaron y cómo me guio hasta el poblado.
Intrigados, esa misma noche,
nos dispusimos a buscar al lobo albino. Al cabo de unos días sin haber obtenido
ningún resultado satisfactorio, desistieron y abandonaron la búsqueda. Ya
aparecería cuando quisiera, dijeron. Pero yo, disconforme con esa decisión,
seguí saliendo noche tras noche en su busca. En cierto modo, le debía la vida.
Día 30
Terminada mi estancia allí, me
dispuse a volver a casa un tanto descorazonado por mi infructuosa búsqueda.
Cuando, horas después, tomé el autocar que debía llevarme a la capital para
tomar mi vuelo, tras haber recorrido unos pocos kilómetros, vislumbré, desde mi
asiento, algo que me llamó poderosamente la atención. Entre los árboles del
bosque que atravesábamos, había un lobo, un lobo albino que, al verme empezó a
aullar hasta perderlo de vista. ¿Sería él? ¿Se estaría despidiendo de mí?
Día 40
No he podido quitarme de la
cabeza al lobo albino. Hay momentos que me parece haber vivido un sueño y que
todo había sido una especie de alucinación. Pero mis compañeros también lo
habían visto.
Decidí, entonces, consultar a
un amigo zoólogo, especializado en lobos, revelándole mi experiencia. Me miró, condescendientemente,
como si me tomara por un chiflado, y al cabo de unos segundos de indecisión, me
dijo, sonriendo: «Lo único que te puedo decir es que hay quien afirma que el
lobo blanco simboliza la paz, el amor, la compasión y la esperanza, mientras
que el lobo negro simboliza el miedo, el odio, la envidia y la ira. Y que estos
dos lobos luchan por dominar nuestros pensamientos, acciones y emociones. Pero
todo eso son supersticiones propias del folklore popular».
Al oír eso, asentí, pensativo,
y desvié inmediatamente el tema de conversación hacia otros derroteros. No
quería que pusiera en duda mi cordura.
Desde entonces, nunca más he
sacado a colación esta historia, ni siquiera con mis colegas, pero he querido
dejar constancia de ello en este diario, en el que he pegado la foto que obtuve
de la imagen grabada aquella noche ante mi cabaña. ¿Qué habrá sido de aquel
lobo blanco? ¿Habrá otros muchos como él? Lo dudo, pues, por desgracia, está en
vías de extinción. Quizá sea este el motivo de que cada vez haya menos paz,
amor, compasión y esperanza en el mundo.