¿A qué
niño no le encanta ir a un parque de atracciones? Yo disfrutaba como un enano,
especialmente porque no era muy frecuente que mis padres accedieran a llevarme
y eso que en mi ciudad teníamos dos instalados a perpetuidad, es decir de los
que no son ferias ambulantes sino recintos construidos para durar lo que la
afluencia de público demande. Ambos parques estaban ubicados en lo alto de cada
una de las montañas que abrazan la ciudad mirando al mar. Ahora, por mi culpa, solo
queda uno.
De muy
niño, mis atracciones favoritas eran los caballitos, lo que llaman carrusel en
según qué lugares, y la noria. En cambio, ahora no puedo siquiera asomarme a la
ventana de un tercer piso sin que note un cosquilleo en la entrepierna.
A
medida que crecía, mis gustos fueron variando hacia atracciones más impetuosas:
los auto-choque, la montaña rusa, las sillas volantes y cosas por el estilo.
Pero el plato fuerte, la joya de la corona, era, sin duda, la casa del terror.
Siempre me han gustado las películas de miedo, aunque nunca he experimentado un
miedo auténtico viendo esas escenas a todas luces artificiosas. Mientras la
mayoría de espectadores ─sobre todo espectadoras─ gritaban como posesos, yo me
mantenía inalterable. Incluso en más de una ocasión solté una carcajada ante
una escena supuestamente horripilante y asquerosa, como cuando la niña del
exorcista le vomita a este una papilla verde en toda la cara, gafas incluidas. ¡Qué
risa me dio! Aun recuerdo las caras de censura e incomprensión de mis
acompañantes y de algún espectador que se giró para ver quién era ese individuo
capaz de reír ante una situación tan repulsiva y espeluznante.
Lo que
siempre me ha atraído de la casa del terror no es el montaje, la ambientación
─más bien ridícula─ o la interpretación ─más ridícula aún─ de los actores de poca
monta apostados en oscuros vericuetos para sorprender a los ingenuos visitantes
a lo largo del recorrido, sino la conducta pueril de estos. Jóvenes
desfilando por una interminable ruta plagada de trucos
infantiloides, agarrados los unos a los otros como si temieran perderse o ser
engullidos por el mismísimo diablo, que aparecerá de la nada y los arrastrará
hasta el averno. Yo solía ponerme al final de la cola solo para contemplar mejor
esos numeritos que montaban las niñas con sus gritos infundados. En fin, que de
terror nada de nada, solo sustos ante la aparición súbita e inesperada de un
esqueleto, unos muertos vivientes de pacotilla, un Conde Drácula que aparece
confundiéndose con las cortinas del mismo color que su capa, un Freddy Krueger
persiguiendo a los aterrorizados visitantes a lo largo de un trecho protegido
por unos barrotes contra los cuales restriega sus afiladas cuchillas
dactilares, por no hablar de los aullidos, risas demoníacas y sonidos de
ultratumba que ponen los pelos de punta a la concurrencia que se abalanza,
pisándose los talones, hacia la esperada y salvadora salida. ¡Qué horror tan
horrible! ¡Qué ridiculez más ridícula! ¡Qué montaje más teatral e inverosímil!
¿Cómo alguien, con dos dedos de frente, puede disfrutar de esa calamitosa
impostura?
Cuanto
más visitaba los túneles o casas del terror, más ridículo y anodino encontraba
ese montaje. El problema era yo, desde luego, por ser tan frío y cerebral,
incapaz de dejarme llevar por la fantasía. Lo veía con otros ojos, los de la
realidad. Reconozco que era una contradicción: me gustaba el terror como
espectáculo y en cambio lo encontraba ridículo por irreal. Pero ¿cómo lograr un
efecto realmente terrorífico incluso para los más exigentes como yo? No me
llevó demasiado tiempo encontrar la respuesta: convirtiendo la fantasía en
realidad.
Probé
mi idea en una ocasión y funcionó, de modo que acabé haciéndolo cada vez con
más frecuencia. Era algo adictivo. Y comprobar que, transcurridos varios meses
desde que puse en práctica mi sistema, todavía no habían descubierto el
“truco”, me animó a seguir adelante. La casa del terror casi se convirtió en mi
segundo hogar. Ni los propios actores conocen la cantidad de recovecos que
existen en esas viejas construcciones. Incluso creé algunos escondrijos nuevos,
detrás de las paredes de madera. La parte del espectáculo que más me gustaba era
ver el revuelo que se armaba cuando, a la salida, echaban en falta a alguien
del grupo y no lograban encontrarlo. La fama de “mi casa del terror” acabó
trascendiendo más allá de las fronteras. Aunque nadie creía la versión de los
que afirmaban haber perdido a uno de sus acompañantes, la policía llegó a registrar
todos los rincones y, no hallando ninguna pista sospechosa, acabó archivando
las denuncias. Pero tras el hallazgo de varios cadáveres en distintos
contenedores y vertederos de la ciudad y su posterior identificación por parte
de los denunciantes, se acabó montando una vigilancia policial a la entrada y a
la salida de la atracción. Lógicamente ese día tuve que contenerme. Era
demasiado arriesgado. Si faltaba alguien, nos someterían a todos a un
interrogatorio y no podía permitir exponerme de ese modo. Se me da muy mal el
disimulo y los nervios me habrían traicionado. Podrían haber echado la casa
abajo y hallar pruebas incriminatorias, huellas dactilares incluidas, pues, a
pesar de todo, no había sido lo suficientemente meticuloso.
Tuve
que dejar pasar un tiempo para que las cosas se calmaran antes de volver al
ataque, nunca mejor dicho. Pero el tiempo jugó en mi contra, pues los
visitantes, temerosos, dejaron de frecuentar la casa del terror y, a modo de
efecto dominó, el resto de atracciones fue víctima de la falta de interés del
público y finalmente del abandono. Cuando, por fin, me acerqué para comprobar
si los rumores de cierre eran ciertos, me encontré con una valla que impedía el
paso y con maquinaria pesada que procedía al desmantelamiento del que había
sido durante tantos años un centro de ocio y mi particular lugar de recreo y
desahogo.
Ante
este contratiempo, tuve que cambiar de escenario. Trasladé mis actividades al
otro parque de atracciones de la ciudad, donde hay un pasaje del terror mucho
más antiguo y ahora más visitado, pues la gente, en su inocencia, cree que allí
estará a salvo. No hay, de momento, vigilantes ni cámaras que controlen al
personal, pero, aun así, he decidido quedarme a vivir en su interior. Tengo preparado
un lugar secreto por donde puedo colarme de noche sin que nadie me vea. Solo
saldré para avituallarme. Lo único que no tengo resuelto es el tema de los
residuos. Cuando el número de cadáveres almacenados en el subsuelo empiece a
ser numeroso, el olor puede delatar su presencia.
Lo
único que lamentaría sería que, por culpa de mi inevitable afición, acabaran
cerrando también este parque y me viera obligado a emigrar.