martes, 18 de septiembre de 2018

La casa del terror



¿A qué niño no le encanta ir a un parque de atracciones? Yo disfrutaba como un enano, especialmente porque no era muy frecuente que mis padres accedieran a llevarme y eso que en mi ciudad teníamos dos instalados a perpetuidad, es decir de los que no son ferias ambulantes sino recintos construidos para durar lo que la afluencia de público demande. Ambos parques estaban ubicados en lo alto de cada una de las montañas que abrazan la ciudad mirando al mar. Ahora, por mi culpa, solo queda uno.

De muy niño, mis atracciones favoritas eran los caballitos, lo que llaman carrusel en según qué lugares, y la noria. En cambio, ahora no puedo siquiera asomarme a la ventana de un tercer piso sin que note un cosquilleo en la entrepierna.

A medida que crecía, mis gustos fueron variando hacia atracciones más impetuosas: los auto-choque, la montaña rusa, las sillas volantes y cosas por el estilo. Pero el plato fuerte, la joya de la corona, era, sin duda, la casa del terror. Siempre me han gustado las películas de miedo, aunque nunca he experimentado un miedo auténtico viendo esas escenas a todas luces artificiosas. Mientras la mayoría de espectadores ─sobre todo espectadoras─ gritaban como posesos, yo me mantenía inalterable. Incluso en más de una ocasión solté una carcajada ante una escena supuestamente horripilante y asquerosa, como cuando la niña del exorcista le vomita a este una papilla verde en toda la cara, gafas incluidas. ¡Qué risa me dio! Aun recuerdo las caras de censura e incomprensión de mis acompañantes y de algún espectador que se giró para ver quién era ese individuo capaz de reír ante una situación tan repulsiva y espeluznante.

Lo que siempre me ha atraído de la casa del terror no es el montaje, la ambientación ─más bien ridícula─ o la interpretación ─más ridícula aún─ de los actores de poca monta apostados en oscuros vericuetos para sorprender a los ingenuos visitantes a lo largo del recorrido, sino la conducta pueril de estos. Jóvenes desfilando por una interminable ruta plagada de trucos infantiloides, agarrados los unos a los otros como si temieran perderse o ser engullidos por el mismísimo diablo, que aparecerá de la nada y los arrastrará hasta el averno. Yo solía ponerme al final de la cola solo para contemplar mejor esos numeritos que montaban las niñas con sus gritos infundados. En fin, que de terror nada de nada, solo sustos ante la aparición súbita e inesperada de un esqueleto, unos muertos vivientes de pacotilla, un Conde Drácula que aparece confundiéndose con las cortinas del mismo color que su capa, un Freddy Krueger persiguiendo a los aterrorizados visitantes a lo largo de un trecho protegido por unos barrotes contra los cuales restriega sus afiladas cuchillas dactilares, por no hablar de los aullidos, risas demoníacas y sonidos de ultratumba que ponen los pelos de punta a la concurrencia que se abalanza, pisándose los talones, hacia la esperada y salvadora salida. ¡Qué horror tan horrible! ¡Qué ridiculez más ridícula! ¡Qué montaje más teatral e inverosímil! ¿Cómo alguien, con dos dedos de frente, puede disfrutar de esa calamitosa impostura?

Cuanto más visitaba los túneles o casas del terror, más ridículo y anodino encontraba ese montaje. El problema era yo, desde luego, por ser tan frío y cerebral, incapaz de dejarme llevar por la fantasía. Lo veía con otros ojos, los de la realidad. Reconozco que era una contradicción: me gustaba el terror como espectáculo y en cambio lo encontraba ridículo por irreal. Pero ¿cómo lograr un efecto realmente terrorífico incluso para los más exigentes como yo? No me llevó demasiado tiempo encontrar la respuesta: convirtiendo la fantasía en realidad.

Probé mi idea en una ocasión y funcionó, de modo que acabé haciéndolo cada vez con más frecuencia. Era algo adictivo. Y comprobar que, transcurridos varios meses desde que puse en práctica mi sistema, todavía no habían descubierto el “truco”, me animó a seguir adelante. La casa del terror casi se convirtió en mi segundo hogar. Ni los propios actores conocen la cantidad de recovecos que existen en esas viejas construcciones. Incluso creé algunos escondrijos nuevos, detrás de las paredes de madera. La parte del espectáculo que más me gustaba era ver el revuelo que se armaba cuando, a la salida, echaban en falta a alguien del grupo y no lograban encontrarlo. La fama de “mi casa del terror” acabó trascendiendo más allá de las fronteras. Aunque nadie creía la versión de los que afirmaban haber perdido a uno de sus acompañantes, la policía llegó a registrar todos los rincones y, no hallando ninguna pista sospechosa, acabó archivando las denuncias. Pero tras el hallazgo de varios cadáveres en distintos contenedores y vertederos de la ciudad y su posterior identificación por parte de los denunciantes, se acabó montando una vigilancia policial a la entrada y a la salida de la atracción. Lógicamente ese día tuve que contenerme. Era demasiado arriesgado. Si faltaba alguien, nos someterían a todos a un interrogatorio y no podía permitir exponerme de ese modo. Se me da muy mal el disimulo y los nervios me habrían traicionado. Podrían haber echado la casa abajo y hallar pruebas incriminatorias, huellas dactilares incluidas, pues, a pesar de todo, no había sido lo suficientemente meticuloso.

Tuve que dejar pasar un tiempo para que las cosas se calmaran antes de volver al ataque, nunca mejor dicho. Pero el tiempo jugó en mi contra, pues los visitantes, temerosos, dejaron de frecuentar la casa del terror y, a modo de efecto dominó, el resto de atracciones fue víctima de la falta de interés del público y finalmente del abandono. Cuando, por fin, me acerqué para comprobar si los rumores de cierre eran ciertos, me encontré con una valla que impedía el paso y con maquinaria pesada que procedía al desmantelamiento del que había sido durante tantos años un centro de ocio y mi particular lugar de recreo y desahogo.

Ante este contratiempo, tuve que cambiar de escenario. Trasladé mis actividades al otro parque de atracciones de la ciudad, donde hay un pasaje del terror mucho más antiguo y ahora más visitado, pues la gente, en su inocencia, cree que allí estará a salvo. No hay, de momento, vigilantes ni cámaras que controlen al personal, pero, aun así, he decidido quedarme a vivir en su interior. Tengo preparado un lugar secreto por donde puedo colarme de noche sin que nadie me vea. Solo saldré para avituallarme. Lo único que no tengo resuelto es el tema de los residuos. Cuando el número de cadáveres almacenados en el subsuelo empiece a ser numeroso, el olor puede delatar su presencia.

Lo único que lamentaría sería que, por culpa de mi inevitable afición, acabaran cerrando también este parque y me viera obligado a emigrar.



martes, 4 de septiembre de 2018

Siempre de luto




Nadie, excepto mi ex mujer, conocía mi pasatiempo favorito, si puede llamarse así. De saber a qué dedico mi tiempo libre, muchos no lo entenderían. La labor social no siempre está justamente valorada. Muchas veces hay que nadar a contracorriente. Lo que hago, lo hago solo pensando en dar consuelo, aunque reconozco que ello no solo me produce satisfacción sino también placer. Al principio, mi ex me calificaba de morboso, para finalmente considerarme un enfermo. Ahí se acabó nuestra relación y desde que ella no está para meterse en mis asuntos me siento mucho mejor y totalmente libre para expresar mi altruismo.

Todo empezó cuando tuve que redactar la esquela de mi suegro. Nunca antes había hecho tal cosa, pero mi suegra y mi mujer, hija única, se sintieron incapaces de encargarse de los desagradables trámites que rodean a una defunción. Cuando llamé al periódico, ya tenía el texto preparado. No me gusta dejar nada a la improvisación. Me había leído todas las esquelas de un número atrasado para tomar ejemplo, pero todas me parecieron de lo más estereotipado, sin alma, sin emoción. La mía, o mejor dicho la de mi malogrado suegro, fue una de las mejores que jamás se han publicado en la página de necrológicas.

El caso es que, a pesar de lo anodinos y repetitivos que resultaban todos aquellos textos, su lectura me transportó al seno de cada una de esas familias dolientes y me imaginé la tristeza que les debía embargar la pérdida de su ser querido. Desde el fallecimiento de mis abuelos, siendo todavía un niño, no había estado en un velatorio, en una estancia con un féretro en el que yacía un ser exánime que hasta hacía muy poco era una parte importante de nuestra vida. En el tanatorio donde quedaron expuestos los restos mortales del padre de mi mujer, descubrí la faceta actual de un velatorio. Ya no se trataba del ambiente lúgubre que rodea al finado cuando este reposa sobre la cama del que había sido su dormitorio en vida, llenándose tus fosas nasales de esa mezcla de ambientador floral viciado por el olor a cera derretida y a cadáver. No se trataba de un comedor o salita repleta de sillas ocupadas por parientes, amigos y vecinos a los que hay que obsequiar con café y algo sólido que llevarse a la boca como agradecimiento a su gesto de condolencia y acompañamiento de la viuda o viudo en cuestión. Ahora todo es menos fúnebre. La tristeza y el dolor seguirán presentes, pero el lugar y la concurrencia de un público tan dispar y menos atribulado ─muchos son conocidos circunstanciales, empleados o simples compañeros de trabajo con los que el fallecido no llegó a entablar una verdadera amistad, y otros que asisten más por obligación que por devoción─ convierten la situación en algo aparentemente más llevadero y menos dramático. Pero entre toda esa barahúnda de allegados y no allegados, quien más compañía y consuelo necesita es precisamente quien más solo está ante la desgracia. La impresión que me causó ver a mi suegra en tal situación fue la que disparó mi interés por suplir esa omisión o deficiencia. Desde entonces, no me he perdido ni una sola necrológica y, de acuerdo con mis posibilidades de desplazamiento y disponibilidad de horario, elijo el tanatorio y el velatorio al que acudir para mostrar el mayor de los respetos, empezando por lucir el luto más riguroso, fiel reflejo del dolor tras la muerte de un ser querido ─una costumbre que desgraciadamente se ha ido perdiendo─ y una forma de mimetizarse con el dolor de la viuda que, esa sí, suele vestir de negro.

Reconozco que lo que hago es como colarse en una boda sin haber sido invitado, pero con la ventaja de que en un velatorio no se exige invitación y uno no tiene que demostrar qué tipo de relación le une al finado. Siempre elijo a las viudas, pues siempre he creído que son las más vulnerables emocionalmente ante una muerte, pero sobre todo porque son muchísimo más agradecidas. Nunca preguntan “¿y de qué conocía usted a mi marido?” Se limitan a darte las gracias, a enjugarse las lágrimas y a asentir a todo lo que les dices. “Era una persona magnífica, cuánto le extrañaremos, quién lo iba a decir, con lo joven que era (solo si no supera los sesenta años), no somos nada, hoy estamos aquí y mañana…” y cosas por el estilo. Pero ojo, no soy una especie de actor insensible al dolor ajeno o una plañidera moderna y gratuita que disfruta moviéndose entre suspiros de resignación y rostros afligidos. No. Mi función es la de dar verdadero consuelo a quien está pasando por un mal trago, aunque el tiempo lo cure todo.

Por desgracia, son pocos los asistentes a un velatorio, entierro o funeral que sienten sinceramente la marcha del amigo o conocido, a menos de que se trate de un fallecimiento inesperado, una muerte súbita y a una muy temprana edad. De lo contrario, los corrillos que se forman en un tanatorio parecen más propios de un encuentro de antiguos amigos. Y, entretanto, la viuda, sola, sentada lo más cerca posible del féretro, recibiendo el pésame de forma repetitiva y automática. Así que mi papel consiste en ofrecer compañía y expresar compasión a quien más la necesita.

Mi indumentaria, de negro riguroso, ha llamado la atención en más de una ocasión. Las miradas se han clavado sobre mí como dardos. Todos se preguntan quién será ese. Incluso me han dado el pésame a mí, creyendo que era un pariente muy cercano, el hijo, el hermano o el cuñado del fallecido, según la edad de este. Unas veces ejerzo de amigo de la infancia, cuyos avatares de la vida nos separaron durante muchos años, otras un cliente o proveedor con el que recientemente el difunto había trabado amistad, o un alumno que guardará siempre un grato recuerdo de quien tanto y tan bien le enseñó. Lógicamente hay que ir bien informado, aunque la propia esquela puede ofrecer información suficiente sobre la profesión del difunto. En la gran mayoría de las ocasiones mi poder de improvisación y persuasión anula cualquier atisbo de duda. Una vez hechas las presentaciones ─y solo si se hacen imprescindibles─ viene la parte más meritoria y emotiva: la del consuelo. Y en eso soy todo un experto. Y debo insistir en que lo hago con el mayor de los respetos y cariño. Solo me mueve mi deseo de hacer el bien, y ¿qué mejor que dedicar unos minutos al halago del marido fallecido y al consuelo de su viuda con las mejores palabras que un alma sensible como yo puede concebir?

Y así llevaba yo más de diez años de generosa entrega, sin más contratiempos que algún que otro interrogatorio meticuloso y abrumador ─del que, sin embargo, siempre salí airoso─, cuando se produjo mi primer patinazo. ¡Vaya chasco que me llevé! De eso hace ya un mes.

Andaba yo intentando identificar a la viuda dentro de la sala de velatorio, que es donde esperaba encontrarla sumida en la normal congoja, pero no había forma de localizarla. El difunto había fallecido a los cuarenta años, así que su viuda tenía que ser muy joven, más o menos de mi edad. En la sala, con un ambiente irrespirable, solo había gente mayor. Caras de circunstancia. La mujer que parecía más desconsolada rondaría los setenta años, así que deduje que sería su madre. A su lado, un hombre algo mayor que ella la intentaba consolar. No podía ser otro que su marido y padre del difunto. Lógicamente, me apresuré a darles el pésame siguiendo la fórmula y actuación habitual en mí. Llegué a emocionarme de verdad. Con solo imaginar el drama que debía estar viviendo esa familia, esos padres, habiendo perdido a un hijo, algo contra natura, se me hizo un nudo en la garganta. Casi me saltan las lágrimas. Me imaginé, por un momento, que yo era la víctima, que la Parca me había arrebatado la vida tan joven, y pensé en la viuda, que debía estar desesperada. ¿Tendrían hijos? No veía a ningún niño o adolescente por los alrededores con la faz demudada por haber perdido a su progenitor cuando más falta le hace.

Una vez saludados todos los presentes, salí a la gran sala exterior donde una cincuentena de personas se había congregado para asistir al sepelio, momento en que oí a mis espaldas una voz de mujer que me resultó familiar. “¿Demetrio? ¿Qué haces aquí? ¿Cómo te has enterado? Ah, claro, sigues leyendo las necrológicas. Pues qué casualidad”.

Era Alicia, mi ex. Hacía ocho años que no sabía nada de ella, desde que nos divorciamos. Lo último que me llegó, por unos amigos comunes, fue que se había ido a vivir a Lisboa con un directivo a quien habían destinado temporalmente allí. No sabía que se había casado ni, mucho menos, que acababa de enviudar. Obviamente, por la información de la esquela era del todo imposible adivinar de quién se trataba, pues nunca llegué a saber el nombre de mi sustituto en la vida de Alicia.

En esta ocasión, la desconsolada viuda, no estaba desconsolada ni vestía de luto. Quien nos hubiera visto ahí, plantados uno frente al otro, habría pensado que era ella la que venía a darme el pésame. Y entonces vino lo peor. Alicia empezó a reír de tal modo que llamó la atención de todos los presentes. Un montón de cabezas se asomaron por la puerta para ver a qué se debía aquella explosión de hilaridad. Debieron pensar en un trastorno nervioso provocado por la dramática pérdida de su joven esposo, cosa que no descartaría. Cuando, por fin, secándose las lágrimas ─la primera vez que veía a una viuda enjugándose unas lágrimas de risa y no de dolor─, pudo serenarse y articular unas palabras, miró a todos los presentes y me presentó a la concurrencia con las siguientes palabras: “Este es Demetrio, mi ex marido, y ha venido a darme el pésame, como veis, de luto riguroso, por lo tremendamente apenado que está por la muerte de quien ocupó mi corazón y con quien rehíce mi vida cuando le dejé a él por su insoportable trastorno obsesivo-compulsivo. Y es que siente una irrefrenable atracción por los velatorios, disfruta dando las condolencias a extraños que han perdido a un ser querido. Pero que lo han perdido para siempre. Más aun, que lo han perdido para siempre porque ha muerto. A mí, en cambio, me perdió para siempre y nunca sintió la más mínima lástima. Hoy, sin saberlo, no solo ha venido a despedirse de mi difunto marido, al que jamás conoció, sino de mí. Y eso me ha hecho reír, aunque os parezca una locura, porque ha tenido que fallecer un extraño para él para encontrarnos de nuevo, cara a cara, y ser yo quien le de mi más sentido pésame por su irreparable pérdida. Querría decirte ─ahora se dirigía a mí─ que te acompaño en el sentimiento, pero no es posible, porque tú no tienes sentimientos, por lo menos hacia los vivos”. Después de esa diatriba, me marché de allí confuso, aturullado, abochornado y dolido. Aun así, sigo sin poder prescindir de mis “visitas de consuelo”.

Solo ahora, después de un mes de haber recibido aquel varapalo verbal, me doy cuenta de que lo mío puede no ser normal. Por eso hoy estoy aquí. ¿Qué opina usted? ¿Qué es lo que me pasa? ¿Estoy realmente enfermo, como afirma mi ex mujer? ¿Tengo curación? Bueno, entiendo que este no es el lugar ni el momento más adecuado para hablar del tema, teniendo ahí a su marido en cuerpo presente. Pero es que leí en la esquela que ambos formaban una pareja de reconocidos psiquiatras y… Si me hiciera el favor de darme su tarjeta, acudiría a su consulta, una vez esté usted repuesta del disgusto, claro está. Bueno, bueno, no se me enfade. Ya me voy, que llevo aquí más de lo debido y me he acabado enrollando como una persiana contándole mi vida. No quiero robarle más tiempo. Ya conseguiré su dirección y teléfono por internet. La dejo, pues, que hay muchos que quieren darle también el pésame. Ah, y le reitero mis más sentidas condolencias.