lunes, 17 de junio de 2019

Voces ocultas



Ya he perdido la cuenta del tiempo que llevo sin apenas ver la luz del sol. Ya nadie se digna a descorrer las cortinas. Creía que me habituaría al olvido, a la soledad, pero cada vez me siento más triste e inútil.

─Pues yo llevo el mismo tiempo que tú y me siento igual que cuando entré por primera vez en esta casa.
─Perdona, pero quién te ha dado vela en este entierro. ¿Acaso hablaba contigo?
─Uy, perdone, su señoría, pero sepa usted que aquí también estoy yo. Creí que hablabas conmigo.
─Pensaba en voz alta. Eso era lo que hacía.
─Oye, oye, qué es eso de que también estás tú. ¿Y yo qué? ¿Acaso yo no soy nadie?
─Ay, sí, perdona, pero es que ya no me acordaba de ti. Como pasas tan desapercibido y no haces nada, es como si no existieras.
─¿Cómo que no hago nada?
─A ver ¿qué haces exactamente, si se puede saber?
─Que ahora mismo no sea de mucha utilidad, no significa que no sirva para nada. En mis tiempos, prestaba un buen servicio.
─Ya lo dices bien, en tus tiempos.
─Bueno, ya vale, ¿no? ¿A qué estáis jugando?, ¿a ver quién es más importante? ¿No os da vergüenza?
─Yo solo reivindicaba mi utilidad, los servicios prestados durante largo tiempo. He hablado por alusiones. ¿Qué culpa tengo yo de que el amo prescinda de mí? Y también de vosotros, puestos a hablar. A fin de cuentas, tú, que has sido el primero en quejarte, acabas de decir que te sientes inútil.
─De acuerdo, pero una cosa es sentirse inútil y otra menospreciado por el amo, simplemente pretendía expresar mi malestar porque mi vida ha cambiado mucho últimamente y no me siento realizado.
─Ay, qué tiempos aquellos, cuando éramos requeridos constantemente, cuando el amo venía a diario, mientras que ahora apenas le vemos ni se preocupa por nosotros.
─A ver, a ver, aclaremos una cuestión. A quienes venía a ver era a nosotros. Vosotros solo erais un adorno, por decirlo de un modo suave.
─¡Vaya, el que faltaba! Y a ti ¿qué mosca te ha picado? ¿A qué viene eso? Además, ¿quién eres tú para opinar? Estabas mejor calladito.
─Por ser el más viejo, mis compañeros me han pedido que hable en nombre de todos nosotros. Hasta ahora hemos permanecido callados, pero en vista de vuestro evidente menosprecio hacia nosotros, que somos los realmente importantes aquí, no nos ha quedado más remedio que expresar nuestra opinión. Vosotros solo sois un soporte, algo útil pero auxiliar. El amo venía aquí por nosotros. Era a NOSOTROS a quienes quería de verdad.
─Vaya, mira con qué sale este ahora. Tendréis el valor que queráis, pero qué seríais sin nosotros ¿eh?, un montón de antiguallas sin orden ni concierto. Siempre fuimos de gran utilidad para el amo. Muestra de ello es cómo se preocupaban en esta casa por nuestro estado.
─No os equivoquéis. De quienes más se preocupaba el amo era de nosotros. Nos trataba con una delicadeza exquisita. De quien deberíais estar agradecidos es de la señora, que Dios la tenga en su gloria, que fue quien os trajo para que le prestarais un servicio a su marido. En realidad, era ella la que procuraba que estuvierais presentables.
─Cierto, pero ha pasado tanto tiempo desde entonces… Desde que murió la señora, él ya no es el mismo, ya no viene por aquí. Y cuando lo hace, solo permanece unos pocos minutos y no cesa de murmurar. Apenas nos mira, y cuando lo hace, de soslayo, parece como si quisiera fulminarnos con la mirada. ¿No os habéis percatado?
─Ya lo creo que nos hemos percatado. ¿Y a nosotros qué? ¿Acaso no veis en qué estado nos tiene? Estamos prácticamente los unos sobre los otros. Eso antes habría sido impensable. Así que no os quejéis tanto. Si a vosotros os ignora, a nosotros nos maltrata.
─Algo grave le debe ocurrir.
─Echa en falta a la señora, eso es lo que le ocurre.
─Si fuera eso, querría estar en nuestra compañía; le traeríamos gratos recuerdos. Con lo que la quería...
─Yo no estaría tan seguro. ¿Ya no os acordáis de los gritos y las constantes discusiones que tenían últimamente?
─Sí que nos acordamos. Luego venía a refugiarse aquí. Así que no veo por qué ahora no hace lo mismo. Nosotros siempre le distrajimos y le dimos consuelo.
─Sois unos engreídos. ¿Acaso nosotros no?
─Yo sigo pensando que su conducta tiene algo que ver con aquellas discusiones. Quizá lo que le ocurre es que, ahora que la señora ya no está entre nosotros, se arrepiente de aquellas disputas de las que vete tú a saber los motivos.
─Yo me atrevería a decir que era por celos. Y os lo dice alguien que está muy versado en este tema, gracias a Shakespeare.
 ─Pues yo más bien creo que discutían por dinero. No hace mucho oí de boca de ese empleado que siempre está con él, que está arruinado.
─Quizá también sea la edad. ¿Cuántos años debe tener ya?
─Pues no sé, a mí se me da muy mal eso de adivinar la edad. Además, los años pesan más para ellos. Nosotros podríamos vivir siglos y estar prácticamente como el primer día. A vosotros, y perdona que te lo recuerde, el tiempo también os trata muy mal. Si hasta se os tiene que tocar con guantes para que no os deterioréis todavía más.
─Tampoco hay que exagerar. Se nos protege de la contaminación y se nos trata con el mimo que merecemos, dado nuestro valor.
─Sea como sea, en esta casa ya nadie se toma la molestia de preocuparse por ninguno de nosotros.
─Algún día tendremos un disgusto, os lo digo yo.
─¿Qué quieres decir? No me asustes.
─Callad, callad. Oigo pasos.
─Me parece oír su voz.
─Shhh, ¡silencio!

*****

─Álvaro, hágame el favor de llamar a ese chico que vino el mes pasado, el que estaba tan interesado por mis antigüedades. ¿Cómo se llamaba?
─¿Se refiere usted a Gustavo Alonso Almeida, el que al final le compró el jarrón chino y el cuadro de Ramón Casas?
─Ese, ese.
─Bueno, pues eso de “chico” será un decir, porque ya debe rondar los sesenta años, tirando por lo bajo.
─Para mí todavía es un chico, qué caramba. Ay, ustedes los jóvenes creen que todos los hombres maduros somos unos carcamales. Bueno, el caso es que ¿no dijo ese tal Gustavo que, si algún día quería deshacerme de algunos de mis libros, me los compraría a buen precio?
─Sí, recuerdo que eso fue lo que dijo cuando entró en su despacho.
─Pues llámele y que venga a tasar toda mi biblioteca.
─¿Toda su biblioteca? ¿Está usted seguro?
─Totalmente. Ya no hago uso de ella, ni me apetece. Además, la venta me reportará un buen dinero, que buena falta me hace. Así que será mejor que todos estos libros los disfrute alguien que sepa apreciarlos.
─Lo más seguro es que le dé por ellos una miseria en comparación con lo que realmente valen.
─Si me ofrece una miseria, como usted dice, antes de malvenderlos a un particular estoy dispuesto a vendérselos a la Biblioteca Nacional. Esos libros tienen un valor incalculable y seguro que me hacen una oferta razonable.
─Será muy triste ver su despacho con los muebles tan vacíos.
─Creo que también los venderé. El armario empotrado ya no lo uso como archivador desde hace mucho tiempo, la mesa-escritorio todavía la utilizaba para escribir alguna que otra carta, pero ahora ya ni eso, y las estanterías quedarán sin utilidad alguna. A lo mejor ese tal Gustavo pueda estar interesado en comprarme todo el lote, libros y mobiliario. O sepa de alguien.
─No creo que pueda estar interesado por los muebles. Son de muy buena calidad, pero no lo suficientemente antiguos. Y eso de buscar a un posible comprador, hoy en día casi nadie compra muebles de segunda mano.
─Pues tendré que pensar en algo. No quiero conservarlos.
─Pues si quiere deshacerse de ellos, tendrá que llevarlos a un vertedero municipal o a un punto de recogida. Si lo desea, puedo llamar al Ayuntamiento para que los pasen a recoger. Pero alguien deberá desmontarlos primero. No obstante, si me lo permite, ¿qué problema hay en que se queden dónde están? No se ofenda por lo que le voy a decir, pero algún día, que espero tarde mucho en llegar, cuando usted falte, esta casa se pondrá a la venta. ¿No es así? Pues entonces ya se encargará el nuevo propietario de hacer lo que quiera con ellos. ¿No le parece?
─No sé, no sé. Fue mi difunta mujer quien me los regaló por nuestro primer aniversario de bodas. Ya entonces no sabía dónde poner tanto libro. Una vez me haya deshecho de los libros, no tiene ningún sentido conservar el mobiliario. Además, solo será un mal recuerdo. Solo con verlo pensaré en ella y en lo que, después de tantos años de vida en común, me hizo sufrir esa ingrata, esa pécora, esa… 
─Pero ¿qué culpa tienen unos muebles de que su esposa le fuera infiel? Y disculpe mi atrevimiento.
─Mire, Álvaro, yo sé lo que me digo. A usted le parecerá una majadería, pero para mí no lo es. ¿Acaso no le molestaría ver constantemente un objeto en su casa que le recordara a una persona a la que acabó odiando? ¿No se deshace uno del anillo de matrimonio después del divorcio? Y, si tanta pena le dan, quédeselos usted, caramba.
─¿Yo? No, No. No sabría dónde ponerlos. Pero, ahora que lo pienso. ¿Por qué no contacta con quien los fabricó? ¿No me dijo usted en una ocasión que era un famoso ebanista amigo de la familia? A lo mejor se los recompra.
─¡A ese desgraciado ni mentarlo, Álvaro! ¡Haga el favor! A ese malnacido hace ya mucho tiempo que no le dirijo la palabra. No quiero saber nada de él. Nunca le perdonaré lo que me hizo.
─Pero qué le...
─¡Ni una palabra más!
─De acuerdo, de acuerdo, no se altere. Entonces, ¿qué hacemos con los muebles?
─¿Sabe que le digo?
─¿Qué?
─Dentro de unos días será la verbena de San Juan.
─Pues sí. No querrá decir que…
─Pues sí quiero decir. ¡A la hoguera con todos ellos!


*****

─¡¡¡Nooooo!!!
─Os lo dije, os lo dije.
─Nunca habría maginado que ese viejo chocho hiciera esto con nosotros. ¡Desagradecido!
─¡Asesino!
─Ojalá se muera antes de que lleve a cabo esta terrible fechoría.
─¿Veis ahora como nosotros somos más importantes? Por lo menos iremos a parar a otras manos, que volverán a cuidarnos, incluso a tratarnos mejor. Pero vosotros acabaréis pasto de las llamas ─Miles de risas resonaron por toda la estancia.
─¡Malnacidos! He estado soportando vuestro peso durante tantos años y ahora me lo pagáis así.
─A mí, siendo un simple armario archivador empotrado, quizá me perdone la vida.
─Y yo puedo seguir siendo una mesa de utilidad en cualquier parte de la casa.
─Ni lo soñéis. No tendrá compasión con ninguno de vosotros. ¿No veis que se ha trastornado? Si es capaz de desprenderse de nosotros, sus preciados libros, ¿qué no hará con unos simples muebles?


*****

─Álvaro, ¿no ha oído usted unos susurros detrás de la puerta de mi despacho?
─No señor, no he oído nada.
─¡Qué raro!, me había parecido… Pero vaya, vaya a llamar a ese chico. Y vaya pensando en quién podría desguazar esos viejos muebles.
─Como usted mande.


*****

─El viejo eres tú, carcamal de mierda. ¡Así ardas en el infierno! ─gritaron unas voces ocultas detrás de la puerta.



viernes, 7 de junio de 2019

El fantasma de Don Filiberto



Si en vida, Don Filiberto fue un hombre avaro, egoísta y gruñón, una vez abandonado este mundo cruel, se convirtió en un fantasma de lo más insoportable. Si cuando estaba entre los vivos, tenía muy pocos amigos, ahora se encontraba más sólo que la una, pues nadie le tragaba.

No soportaba el sonido de los relojes al dar las horas; decía que esas sonoras campanadas le alteraban los nervios y no le dejaban pegar ojo, ni el de las cadenas que sus congéneres se empeñaban en arrastrar para mayor pavor de los visitantes del lugar, por no mencionar el graznido de los cuervos y menos aún el griterío de los murciélagos cuando, a medianoche, salían de lo alto de la torre para ir de cacería insectívora.

Cuando sus compañeros le reprochaban su conducta insociable y nada propia de un fantasma que se precie, se pasaba todo el día enfurruñado, profiriendo una sarta de imprecaciones contra todo aquel con el que se cruzaba.

Hasta que un día, sus hastiados colegas decidieron, en asamblea, expulsarlo del castillo. Maldito el día en que la Secretaría de Recursos Inhumanos decidió destinarlo allí. Y desde entonces vagó, como alma en pena, alejado de la que debía haber sido su morada eterna.

Solo y abatido, el fantasma de Don Filiberto se sumió en un estado depresivo del que no creía poder salir, hasta que vino a hacerle compañía el fantasma de Don Olegario.

Don Olegario también tenía muy mal carácter, motivo por el cual había sido igualmente desterrado de la mansión donde su espíritu había habitado durante más de un siglo. Así pues, también había estado largo tiempo vagando en busca de un refugio.

Reunidos de este modo en el más ingrato ostracismo, los dos entablaron una buena amistad, la primera y única desde que abandonaran sus cuerpos materiales. Y juntos trataron de elaborar un plan de supervivencia.

Pero pasaba el tiempo y cada vez se sentían más desamparados. La paz de los bosques que frecuentaban ya no les atraía y, poco a poco, sintieron añoranza de la compañía de sus semejantes y del calor del hogar, aunque fuera un frío hogar de difuntos.

Por ello, acabaron tomando una decisión, dura pero práctica: debían reciclarse, asumir las reglas de los fantasmas normales y, como tales, adoptar sus hábitos y su mentalidad. Debían volver con los suyos, hacer un acto de contrición, pedir perdón humildemente por su mal comportamiento y solicitar su reingreso en la hermandad de buenos espíritus. Mejor eso que vagar eternamente sin rumbo y exponerse a ser abducidos por la oposición, que cada vez era más maligna y poderosa.

Tras pensarlo detenidamente, decidieron ir a la que había sido la morada de Don Filiberto, mucho más confortable que la de Don Olegario. Si tenían que pasar allí la eternidad, mejor pasarla con todas las comodidades. Además, juntos aunarían esfuerzos para convencer a la comunidad de ser aceptados en su seno. Si les veían realmente arrepentidos, ya moverían los hilos para que la Secretaría de Recursos Inhumanos retirara las acusaciones de mala conducta de sus expedientes.

Pero, cuando ya estaban cerca de su destino, oyeron unos alaridos de ultratumba. Cautos, se ocultaron bajo la hojarasca para no ser vistos, hasta que atisbaron una pléyade de fantasmas que se les acercaba y que, despavoridos, huían de algo. Fue entonces cuando Don Filiberto distinguió entre esa turba descontrolada a sus antiguos compañeros.

Sin pensárselo dos veces, Don Filiberto se enfrentó a aquella caterva de espíritus enloquecidos para darles el alto y requerirles el motivo de tanto barullo, pero, impotente, vio cómo pasaban de largo sin prestarle la mínima atención. Sólo el último del grupo, ese niño fantasma que tanto le había dado la lata en el castillo, pareció reconocerle y se giró en el último instante para decirle, a voz en cuello, que el castillo había sido invadido por un espíritu extremadamente violento que andaba buscando a otro a quien quería ajustarle las cuentas. Tal era su agresividad y poder maléfico, que les había amenazado con arrojarlos al averno si no le indicaban el paradero del objeto de su ira, pues llevaba largo tiempo buscándole y se le había agotado la paciencia.

El fantasma de Don Filiberto, viendo así truncadas sus esperanzas y temiendo lo peor, le requirió a gritos si sabía el nombre de ese espíritu y si, por casualidad, sabía a quién buscaba exactamente.

El pequeño fantasma, exhausto y atemorizado, volando agarrado a una pierna de su predecesor, le dijo que lo único que sabía era que se trataba de una fantasma que se hacía llamar Doña Gertrudis pero que no sabía el nombre del desafortunado de quien quería vengarse.

Don Filiberto, más blanco que la sábana que solían usar para espantar a los visitantes del castillo, se detuvo en seco y agarrando el brazo incorpóreo de Don Olegario le dijo, terriblemente espantado: vayámonos raudos de aquí, pues ha sucedido lo que llevo mucho tiempo temiendo. Y ante la expresión de incredulidad de aquel, añadió: al parecer mi esposa ha fallecido y anda buscándome para ajustar cuentas.

Y desde entonces, una cada vez mayor cantidad de fantasmas andan vagando sin rumbo, buscando refugio y la paz eterna hasta que ese espíritu colérico no haya logrado llevar a cabo lo que considera un acto de justicia: que su difunto esposo pague por no haberle dejado, al fallecer, nada en herencia.