De entre los cuentos que escribí y publiqué hace años en mi desaparecido blog en catalán, había este, un cuento de enanos. El temor a que el término enano se tomara como algo peyorativo, especialmente hoy día, que debemos ir con mucho tiento a la hora de usar ciertos calificativos ya desfasados, hizo que no me atreviera a publicar su versión en castellano. Sin embargo, considero que la historia que se narra en este cuento, tiene mucho de reivindicativa a favor de las personas que sufren una discapacidad física que les supone una lacra personal y les segrega del resto de la sociedad. Así pues, he conservado el término enano para describir a las personas con acondroplasia y que han tenido que sufrir la burla por parte de mayores y niños a lo largo de los años. Dicho esto, espero que el cuento os guste.
Miguelito, a sus seis años, no había visto
nunca un enano, salvo los que actuaban en el circo que venía, una vez al año,
al pueblo, y que tanto le hacían reír. Saltaban, bailaban y hacían ridículas
muecas, mientras corrían por la pista, peleándose entre sí como si se hubieran
vuelto locos.
—Son hombrecitos,
hombres pequeños —le dijo Juan, su padre, ante la mirada incrédula del niño,
porque este creía que eran personas de algún país en el que todos eran así de
pequeños, como los pitufos, que vivían en un lugar apartado de la vista de la
gente normal.
Un día, cuando
Miguelito volvía a casa, al salir de la escuela, se encontró de pronto con uno
de aquellos hombrecillos. El circo hacía días que se había marchado. ¿Cómo era,
pues, posible que uno de los enanos estuviera todavía en el pueblo? La
curiosidad hizo que le siguiera, viendo que entraba en el bar de la plaza.
Miguelito prestó, desde la calle, atención a lo que sucedía allí dentro.
—Necesito trabajar. ¿No
necesitaréis acaso ayuda en el bar? —oyó que le preguntaba al señor Jaime, el
propietario.
—Pero ¿cómo quieres que
te contrate como camarero si apenas llegas a la mesa? —le contestó aquel con
una carcajada.
El enano dio media
vuelta y, sin decir esta boca es mía, salió a la calle. Parado en medio de la
plaza, encendió un cigarrillo y se sentó en un banco, bajo un frondoso plátano,
triste y apesadumbrado.
Miguelito corrió a
sentarse a su lado.
—Hola —dijo al cabo de
un rato—. Me llamo Miguel, pero todos me llaman Miguelito. ¿Y tú, cómo te llamas?
—Me llamo Pedro, pero
tengo otros nombres. En mi pueblo todo el mundo me conocía como Pedrito paticorto.
En el circo era Champiñón. —y ante la cara de extrañeza del niño, continuó—.
Todos los enanos del circo teníamos nombres de setas, debido a nuestra corta
estatura: Níscalo, Boletus, Rebozuelo y Colmenilla.
—Y ¿por qué esos
nombres? —quiso saber Miguelito.
—Pues porque así lo
quiso el dueño del circo. Decía que le recordábamos a las setas.
—Y a ti, ¿por qué te
llamó Champiñón?
—Pues, según me dijo,
por mi cuerpo achaparrado y mi piel tan blanca—. Y tras unos segundos de
mutismo, Miguelito reemprendió la conversación, pues quería saber más cosas de
ese desconocido tan especial.
—Yo te he visto en el
circo haciendo volteretas y muchas más cosas graciosas. Era muy divertido.
—Sí, sí, muy divertido
para el público, pero si no fuéramos enanos nadie se reiría de las tonterías
que hacemos. Yo ya hace mucho tiempo que quiero dejar esta profesión. Me
gustaría llevar una vida como el resto de la gente, como la que tu tendrás
cuando seas mayor.
—¿Cuántos años tienes?
—le preguntó Miguelito.
—Acabo de cumplir
veinticinco. Y llevo más de diez años trabajando en el circo.
—Y ¿en qué país
naciste? No pareces extranjero.
—Porque no soy
extranjero. Nací en la Pobla de Segur, aquí al lado, como quien dice.
Y entre calada y
calada, Pedro le contó que el enanismo es una enfermedad que no deja crecer a
las personas; que sus padres eran “normales” —entrecomillando esta palabra con
sus dedos pequeños y gordezuelos—; cómo fue su vida en el pueblo hasta que
decidió unirse a un grupo de payasos que organizaban fiestas para los niños de
buena familia: cumpleaños y celebraciones varias. Hasta que terminó trabajando
en el Gran Circo Price, en el que Miguelito lo vio por primera vez.
Pedro añadió que,
habiendo decidido abandonar la vida circense, necesitaba encontrar un trabajo
digno y serio por una vez en su vida. Estaba harto de hacer reír a la gente.
—Pero el primer lugar
donde he preguntado, en ese bar de la esquina, me han mandado a paseo. Al
parecer no tengo la talla suficiente para servir mesas. ¿Te lo puedes creer? Supongo
que la gente se reiría de mí y el dueño del bar prefiere no tener problemas con
la clientela. Tendré que ir de puerta en puerta, a ver si alguien me da un
trabajo.
Miguelito, después de
pensárselo unos minutos, le miró con unos ojos iluminados y le dijo:
—¿Te gustaría trabajar
en la vendimia? Mi padre tiene unas viñas. La uva está a punto para ser
recogida, las cepas son bajitas, más o menos de tu altura. Te resultaría fácil
y nada cansado, pues no tendrías que agacharte como los demás, la gente más
alta. Claro que, de momento, solo tendrías trabajo para un mes, pero puedo
hablar con mi padre y quizá te pueda encontrar un trabajo para el resto del
año.
—Hombre, yo no tengo
experiencia en eso de recoger uva, pero lo he visto hacer y puedo aprender. Lo
que sí se me da bien es la cata de vino —añadió, Pedrito paticorto, guiñándole
un ojo.
Y así fue. Después de
trabajar duro durante la vendimia, el padre de Miguelito le contrató como
ayudante en las bodegas, en la elaboración del vino. Bregando entre botas, con
el tiempo, Pedro demostró ser un buen trabajador y un catador de vinos excelente.
Hoy es un famoso sumiller en el restaurante más popular de la comarca, Casa
Pedro Botero, del que son propietarios Pedro y Juan. Miguel —ya no quiere que
le llamen Miguelito— es uno de los ayudantes de cocina. Tiene muy buena mano
con los fogones. Algún día será el Chef.
Y esta es la historia de cómo un enano, un
hombre de corta talla, incapaz, según algunos, de servir mesas, se convirtió en
un gran experto en vinos y, sobre todo, en un gran hombre. Su próximo proyecto
consiste en abrir un nuevo restaurante en el que solo trabajará gente pequeña.
Ya ha elegido el nombre: La casa del Champiñón. Por supuesto, en la carta habrá
un gran surtido de setas.