martes, 30 de enero de 2024

Un cuento de enanos

De entre los cuentos que escribí y publiqué hace años en mi desaparecido blog en catalán, había este, un cuento de enanos. El temor a que el término enano se tomara como algo peyorativo, especialmente hoy día, que debemos ir con mucho tiento a la hora de usar ciertos calificativos ya desfasados, hizo que no me atreviera a publicar su versión en castellano. Sin embargo, considero que la historia que se narra en este cuento, tiene mucho de reivindicativa a favor de las personas que sufren una discapacidad física que les supone una lacra personal y les segrega del resto de la sociedad. Así pues, he conservado el término enano para describir a las personas con acondroplasia y que han tenido que sufrir la burla por parte de mayores y niños a lo largo de los años. Dicho esto, espero que el cuento os guste.



Miguelito, a sus seis años, no había visto nunca un enano, salvo los que actuaban en el circo que venía, una vez al año, al pueblo, y que tanto le hacían reír. Saltaban, bailaban y hacían ridículas muecas, mientras corrían por la pista, peleándose entre sí como si se hubieran vuelto locos.

—Son hombrecitos, hombres pequeños —le dijo Juan, su padre, ante la mirada incrédula del niño, porque este creía que eran personas de algún país en el que todos eran así de pequeños, como los pitufos, que vivían en un lugar apartado de la vista de la gente normal.

Un día, cuando Miguelito volvía a casa, al salir de la escuela, se encontró de pronto con uno de aquellos hombrecillos. El circo hacía días que se había marchado. ¿Cómo era, pues, posible que uno de los enanos estuviera todavía en el pueblo? La curiosidad hizo que le siguiera, viendo que entraba en el bar de la plaza. Miguelito prestó, desde la calle, atención a lo que sucedía allí dentro.

—Necesito trabajar. ¿No necesitaréis acaso ayuda en el bar? —oyó que le preguntaba al señor Jaime, el propietario.

—Pero ¿cómo quieres que te contrate como camarero si apenas llegas a la mesa? —le contestó aquel con una carcajada.

El enano dio media vuelta y, sin decir esta boca es mía, salió a la calle. Parado en medio de la plaza, encendió un cigarrillo y se sentó en un banco, bajo un frondoso plátano, triste y apesadumbrado.

Miguelito corrió a sentarse a su lado.

—Hola —dijo al cabo de un rato—. Me llamo Miguel, pero todos me llaman Miguelito. ¿Y tú, cómo te llamas?

—Me llamo Pedro, pero tengo otros nombres. En mi pueblo todo el mundo me conocía como Pedrito paticorto. En el circo era Champiñón. —y ante la cara de extrañeza del niño, continuó—. Todos los enanos del circo teníamos nombres de setas, debido a nuestra corta estatura: Níscalo, Boletus, Rebozuelo y Colmenilla.

—Y ¿por qué esos nombres? —quiso saber Miguelito.

—Pues porque así lo quiso el dueño del circo. Decía que le recordábamos a las setas.

—Y a ti, ¿por qué te llamó Champiñón?

—Pues, según me dijo, por mi cuerpo achaparrado y mi piel tan blanca—. Y tras unos segundos de mutismo, Miguelito reemprendió la conversación, pues quería saber más cosas de ese desconocido tan especial.

—Yo te he visto en el circo haciendo volteretas y muchas más cosas graciosas. Era muy divertido.

—Sí, sí, muy divertido para el público, pero si no fuéramos enanos nadie se reiría de las tonterías que hacemos. Yo ya hace mucho tiempo que quiero dejar esta profesión. Me gustaría llevar una vida como el resto de la gente, como la que tu tendrás cuando seas mayor.

—¿Cuántos años tienes? —le preguntó Miguelito.

—Acabo de cumplir veinticinco. Y llevo más de diez años trabajando en el circo.

—Y ¿en qué país naciste? No pareces extranjero.

—Porque no soy extranjero. Nací en la Pobla de Segur, aquí al lado, como quien dice.

Y entre calada y calada, Pedro le contó que el enanismo es una enfermedad que no deja crecer a las personas; que sus padres eran “normales” —entrecomillando esta palabra con sus dedos pequeños y gordezuelos—; cómo fue su vida en el pueblo hasta que decidió unirse a un grupo de payasos que organizaban fiestas para los niños de buena familia: cumpleaños y celebraciones varias. Hasta que terminó trabajando en el Gran Circo Price, en el que Miguelito lo vio por primera vez.

Pedro añadió que, habiendo decidido abandonar la vida circense, necesitaba encontrar un trabajo digno y serio por una vez en su vida. Estaba harto de hacer reír a la gente.

—Pero el primer lugar donde he preguntado, en ese bar de la esquina, me han mandado a paseo. Al parecer no tengo la talla suficiente para servir mesas. ¿Te lo puedes creer? Supongo que la gente se reiría de mí y el dueño del bar prefiere no tener problemas con la clientela. Tendré que ir de puerta en puerta, a ver si alguien me da un trabajo.

Miguelito, después de pensárselo unos minutos, le miró con unos ojos iluminados y le dijo:

—¿Te gustaría trabajar en la vendimia? Mi padre tiene unas viñas. La uva está a punto para ser recogida, las cepas son bajitas, más o menos de tu altura. Te resultaría fácil y nada cansado, pues no tendrías que agacharte como los demás, la gente más alta. Claro que, de momento, solo tendrías trabajo para un mes, pero puedo hablar con mi padre y quizá te pueda encontrar un trabajo para el resto del año.

—Hombre, yo no tengo experiencia en eso de recoger uva, pero lo he visto hacer y puedo aprender. Lo que sí se me da bien es la cata de vino —añadió, Pedrito paticorto, guiñándole un ojo.

Y así fue. Después de trabajar duro durante la vendimia, el padre de Miguelito le contrató como ayudante en las bodegas, en la elaboración del vino. Bregando entre botas, con el tiempo, Pedro demostró ser un buen trabajador y un catador de vinos excelente. Hoy es un famoso sumiller en el restaurante más popular de la comarca, Casa Pedro Botero, del que son propietarios Pedro y Juan. Miguel —ya no quiere que le llamen Miguelito— es uno de los ayudantes de cocina. Tiene muy buena mano con los fogones. Algún día será el Chef.

 

Y esta es la historia de cómo un enano, un hombre de corta talla, incapaz, según algunos, de servir mesas, se convirtió en un gran experto en vinos y, sobre todo, en un gran hombre. Su próximo proyecto consiste en abrir un nuevo restaurante en el que solo trabajará gente pequeña. Ya ha elegido el nombre: La casa del Champiñón. Por supuesto, en la carta habrá un gran surtido de setas.


viernes, 19 de enero de 2024

Maldita rutina

 


Juan había sido siempre un hombre perfeccionista y de costumbres fijas. Desde que se levantaba por la mañana hasta que salía a la calle todo lo que hacía era una retahíla de actos rutinarios realizados siempre en el mismo orden. Eso, decía, tenía una ventaja: que nunca se podía olvidar de nada, ya que, al ser una actividad automática en cadena, no había lugar para el despiste.

Tanto en su trabajo como en su vida privada, Juan no dejaba nada a la improvisación, debía tenerlo todo controlado, pero eso, lejos de tranquilizarlo, le estresaba, pues le obligaba a ir constantemente con mucho tiento y controlar lo que hacía el personal a su cargo.

Consciente de que el estrés constante que sufría era peligroso para su salud, física y mental, intentaba apaciguar la desazón que le producía el trabajo, incluso los fines de semana, ocupando su tiempo libre con actividades agradables, como la lectura, la música y el cine, que le distraían puntualmente de los problemas cotidianos. Sin embargo, consideraba que con ello solo sustituía una rutina, la del trabajo, por otra, en absoluto pesada, claro está, pero que acababa siendo igualmente monótona. Para Juan, toda su vida era pura rutina y la dividía, como solía decir, en rutina de días laborables y de fin de semana, y esta última en rutina de verano y de invierno. Cambiaba el escenario, el continente, pero no el contenido.

Juan se quejaba, cada vez más, de la insoportable vida rutinaria que llevaba, haciendo siempre las mismas cosas. Si todo era rutinario en su vida hogareña, en el trabajo ya era el summum: todo programado hasta el último detalle, toda una serie de actividades inamovibles, con guías y normativas para cualquier tarea, y todo eso con un horario irracional. En definitiva, siempre las mismas tareas y las mismas obligaciones, pesadas y aburridas, una tras otra, día a día, hasta las tantas de la tarde.

Al final, Juan se hartó de llevar una vida laboral más propia de un esclavo que de un profesional preparado y responsable, y se propuso, como fuera, cambiarla por otra mucho menos programada, más divertida, en la que la iniciativa, el criterio y la libertad de movimientos llenaran una jornada que, de este modo, pasaría volando sin apenas darse cuenta. Ya se sabe: cuando se hacen las cosas con gusto y ganas el tiempo no cuenta.

Al poco de habérselo planteado, gracias a la suerte y a un amigo de toda la vida, muy bien relacionado con el mundo del cine, a Juan se le presentó la oportunidad de cambiar su aburrido trabajo de tantos años, como jefe de contabilidad de aquella gran y monolítica empresa multinacional, por uno totalmente distinto, mucho más dinámico y estimulante como ayudante de producción en unos estudios de doblaje muy importantes de Barcelona, en los que se doblaba casi el ochenta por ciento de las películas proyectadas en nuestro país.

La esposa de Juan entró en pánico tan pronto se lo hizo saber.

 

—¿Te has vuelto loco? A quién se le ocurre abandonar un trabajo de tantos años, como el tuyo, con un cargo importante y un buen salario, para hacer vete tú a saber qué —le espetó, furiosa.

—Cualquier cosa me irá bien para empezar, ya iré escalando puestos poco a poco. Sabes que aprendo fácilmente y que el trabajo no me asusta. Necesito cambiar de actividad y de ambiente como el aire que respiro y salir de este pozo en el que me hallo si no quiero volverme loco —le respondió Juan con una vehemencia nunca vista en él.

Viendo, pues, que no había marcha atrás y creyendo, como Juan le aseguraba, que aquel nuevo trabajo sería un bálsamo para su insatisfacción crónica y el remedio para su constante ansiedad, su mujer acabó claudicando; amaba a su marido y quería lo mejor para él. Si él era feliz, ella también lo sería. De esta manera se habrían acabado los quebraderos de cabeza. Que sea lo que Dios quiera, pensó, resignada.

Y así, Juan cambió la rutina diaria revisando hojas y hojas de gastos, facturas y más facturas, comprobando extractos bancarios, redactando informes y más informes, cuadrando cuentas y balances, haciendo los reportes semanales, mensuales y anuales, preparando los presupuestos trienales y quinquenales, en fin, todo ese trabajo tedioso e ingrato, por la de servir cafés y bollos a los dobladores, visitantes y personal técnico, abrir la puerta cada vez que alguien llamaba, que era cada dos por tres, atender al teléfono, tomar nota de los mensajes que muchos dejaban para transmitírselos a los interesados y, lo más interesante de todo, archivar en cajas las grabaciones dobladas, clasificadas por título, fecha de producción y nombre de la distribuidora. Bien, y cualquier cosa que el director le pidiera a toda prisa. Y, por supuesto, como había mucho trabajo, no tenía una hora fija para marcharse a casa; era el primero en llegar para poder encender las luces, poner en marcha el aire acondicionado, la fotocopiadora, la máquina de café y revisar que las señoras de la limpieza hubieran limpiado bien las salas de doblaje y vaciado las papeleras. Para no olvidarse de nada, le dijeron, sería mucho mejor que lo hiciera todo en ese orden.

 

Ya hace cinco años que Juan cambió de trabajo y no se atreve a reclamar lo que le prometieron. Ya se sabe, la crisis es horrible, tanto que le han tenido que reducir un quince por ciento su salario. Eso o iba a la calle. Y con las indemnizaciones de hoy día y que ya tiene una edad...

 

lunes, 8 de enero de 2024

El fantasma de Don Filiberto

Terminé el año 2023 con un cuento navideño, de modo que he pensado iniciar el actual con uno de fantasmas, pero, eso sí, de los que no dan miedo, sino más bien risa. Y es así, con una sonrisa, con la que deseo estrenar este nuevo año bloguero, para contrarrestar tantas penurias que acechan desde el exterior.

En este caso, también se trata de un cuento recuperado, que acaba de cumplir diez años. Si alguno/as de mis lectore/as tiene tanta memoria como para recordarlo, espero que, aun así, le guste su relectura.


Si, en vida, Don Filiberto ya fue un hombre avaro, egoísta, ingrato, maniático, gruñón y extremadamente quisquilloso, una vez abandonado el mundo de los vivos, se convirtió en un fantasma de lo más insoportable. Si cuando vivía en el más allá, o en el más acá, según quien lo mire, tenía, por culpa de su mal carácter, muy pocos amigos, ahora estaba más sólo que la una pues nadie le tragaba.

No soportaba el sonido de los relojes al dar las horas, pues decía que esas sonoras campanadas le alteraban los nervios y no le dejaban pegar ojo, ni el ruido de las cadenas que sus congéneres se empeñaban, según él, en arrastrar para mayor pavor de los visitantes del lugar, por no mencionar el graznido de los cuervos y menos aún el griterío de los murciélagos  cuando, a medianoche, salían de lo alto de la torre para ir de cacería insectívora. Y así, un sinfín de manías.

Cuando sus compañeros y compañeras del inframundo, como les gusta llamarlo, le reprochaban su conducta insociable y nada propia de un fantasma que se precie, se paseaba todo el día y toda la noche enfurruñado, profiriendo mil y una imprecaciones contra todo aquel y aquella que se le cruzaba por los pasillos y se empeñaba en hacerles la vida todavía más imposible.

Hasta que un día, sus más que hastiados colegas decidieron, tras una asamblea plenaria, expulsarlo del castillo. Maldito el día en que la Secretaría de Recursos Inhumanos decidió destinarlo allí.

Y desde aquel día, el fantasma de Don Filiberto vagó, como alma en pena, por los alrededores de la que debía haber sido su morada eterna.

Solo y abatido, el fantasma de Don Filiberto se sumió en una depresión que lo mantuvo un tiempo incontable en estado vegetativo del que no creía poder salir, hasta que vino a hacerle compañía el fantasma de Don Olegario.

El fantasma de Don Olegario, al igual que el de Don Filiberto, tenía muy mal carácter, motivo por el cual también había sido desterrado de la mansión donde había habitado durante más de un siglo, desde que dejara el mundo material. El fantasma de Don Olegario también había estado vagando, desde entonces, en busca de un refugio, sin que un maldito castillo, mansión o caserón se cruzara con él.

Reunidos así en el más ingrato ostracismo, los dos fantasmas se hicieron amigos, los primeros amigos que habían hecho desde que abandonaran sus cuerpos materiales. Y juntos, trataron de elaborar un plan de supervivencia.

Pasaron los años y cada vez se sentían más desamparados y aburridos. La paz y tranquilidad de los bosques que ahora frecuentaban ya no les atraía y, poco a poco, sintieron añoranza de la compañía de sus semejantes y del calor del hogar, aunque fuera un hogar de difuntos.

Y así, un buen día, tomaron una decisión, dura pero práctica: debían reciclarse, debían asumir las reglas de los fantasmas normales y, como tales, debían adoptar sus hábitos y su mentalidad, debían volver con los suyos, hacer un acto de contrición, pedir perdón humildemente por su mal comportamiento y solicitar su reingreso a la Hermandad de las Almas Buenas. Mejor eso que vagar eternamente sin rumbo y ser abducidos por los malos espíritus, que cada vez eran más, y más agresivos.

Tras pensarlo detenidamente, decidieron ir juntos al castillo donde había morado Don Filiberto, mucho más confortable que la mansión de Don Olegario, pues ya que tenían que pasar allí la eternidad, mejor pasarla con todas las comodidades a su alcance. Además, yendo juntos podrían aunar esfuerzos para convencer a la comunidad de espectros de ser aceptados nuevamente en su seno. Si éstos les veían realmente arrepentidos, ya moverían los hilos para que la Secretaría de Recursos Inhumanos retirara las acusaciones de mala conducta de sus expedientes.

Pero cuando estaban en camino, a pocos kilómetros del castillo, oyeron unos gritos de ultratumba frente a ellos. Cautos, se escondieron bajo la hojarasca para no ser vistos, hasta que atisbaron una pléyade de fantasmas que se dirigían hacia donde estaban y que, despavoridos, parecían huir de algo. Fue entonces cuando el fantasma de Don Filiberto distinguió en ese batiburrillo de fantasmas de toda edad, sexo, creencia y condición a sus viejos compañeros.

Púsose el fantasma de Don Filiberto frente aquella caterva de espíritus enloquecidos para darles el alto y requerirles el motivo de tanto barullo, pero, impotente, vio cómo pasaron a su través sin tan siquiera reconocerle ni prestarle atención. Sólo el último de esa barahúnda de enloquecidos fantasmas, ese niño-fantasma que tanto le había dado la lata en el castillo, pareció reconocerle y se giró en el último instante para decirle, a voz en cuello, que no se acercara al castillo, pues había sido invadido por un espíritu extremadamente violento que, al parecer, estaba buscando a otro a quien quería ajustarle las cuentas. Tal era su mal carácter y su poder maléfico que les había amenazado con entregarlos a los malos espíritus, con los que mantenía muy buena relación, si no le indicaban el paradero del objeto de su ira y de su venganza personal, pues andaba largo tiempo buscándole y se le había terminado la paciencia.

El fantasma de Don Filiberto, viendo así truncadas sus esperanzas y temiendo lo peor, voló frenéticamente tras el niño-fantasma de buen corazón, para requerirle si sabía el nombre de ese espíritu tan peligroso y si, por casualidad, sabía a quién buscaba exactamente.

El pequeño fantasma, exhausto y atemorizado, volando agarrado a la cola de su predecesor, sólo le pudo decir que lo único que sabía era que se trataba de UNA fantasma que se hacía llamar Doña Gertrudis, pero que no sabía el nombre del desafortunado en quien quería descargar toda su ira.

El fantasma de Don Filiberto, más blanco que la sábana que solían usar para espantar a los ingenuos visitantes del castillo, se detuvo en seco y agarrando el brazo incorpóreo de Don Olegario le dijo, con voz trémula y entrecortada: Vayámonos raudos de aquí, Don Olegario, pues ha sucedido lo que llevo mucho tiempo temiendo. Y ante la expresión de incredulidad de éste, añadió: Al parecer, mi señora esposa ha fallecido y su fantasma anda buscándome para ajustar cuentas.

Y desde entonces, una cada vez mayor cantidad de fantasmas andan vagando sin rumbo, como almas atormentadas, buscando refugio y la paz eterna, y que no descansarán hasta que ese espíritu colérico no haya encontrado su propia paz llevando a cabo lo que considera un acto de justicia: que su difunto esposo pague por no haberle dejado, al fallecer, ni un solo euro en herencia.