Siempre quiso pasar desapercibido y no le había
ido mal. Solía jactarse de que durante el servicio militar no tuvo que pringar
gracias a que su invisibilidad, como le gustaba llamarla, le había sido muy
útil. Como nadie reparaba en él, no sufrió las típicas novatadas por parte de
la tropa ni los engorrosos encargos por parte de los mandos. Por supuesto,
jamás se presentó voluntario para nada, ni siquiera como método para ganarse la
complacencia de sus superiores. En la Universidad hacía lo propio. Nunca
levantaba la mano a cualquier pregunta que lanzaba el profesor al auditorio,
aun conociendo la respuesta. No quería sobresalir en público. Claro que esa
invisibilidad entre el alumnado le pasó factura, pues las compañeras de clase,
entre las que se encontraba Laura, le ignoraban por completo, pues no sabían
quién era ese joven larguirucho y desaliñado que entraba en el aula o en los
laboratorios de prácticas. Y a falta de un nombre, el delegado de clase, un tal
Cifuentes, un tipo con ínfulas de líder, en un alarde de originalidad y de
guasa, le bautizó con una serie de apodos, a cual más ridículo y bochornoso,
que corrieron como la pólvora hasta llegar a oídos de Laura, quien, desde
entonces le miró con una sonrisa burlona. En ese caso habría preferido mil
veces la indiferencia, a la que ya estaba acostumbrado, que el desdén por parte
de la única persona por la que sentía atracción.
El momento más
humillante, que jamás olvidaría, fue cuando, intentando un tímido acercamiento
a Laura, pasó junto a él el tal Cifuentes y le espetó,
sin ton ni son, «Chico desaliñado, ignorante e ignorado», soltando a continuación
una sonora carcajada.
El caso es que ese chico invisible a ojos de
los demás terminó la carrera con sobresalientes y no le costó mucho encontrar
trabajo en el laboratorio de control de calidad de una empresa conservera.
Félix Arroyo, como así
se llama el protagonista de esta historia, es, lógicamente, un tipo
introvertido y muy reservado. Cualquiera le calificaría de insociable. Pero,
contra todo pronóstico, no lo es, solo es extremadamente discreto. Siempre ha rehuido
la competitividad. Se ciñe a cumplir escrupulosamente sus labores y nada más.
Tampoco se queda en el puesto de trabajo más tiempo de lo necesario y
reglamentariamente exigido. Cumple con su obligación sin excesos. Si ello le
supone no beneficiarse de un ascenso o de un aumento de sueldo por una
dedicación extra, le trae sin cuidado. En resumen, es una persona que
simplemente quiere conservar su trabajo sin tener que sobresalir en nada. Hay
quien lo consideraría un individuo gris, pero él se las da de prudente. Pero lo
que no tenía previsto era que esa discreción que le caracteriza le llevaría a
lo que le llevó.
—Oye, Félix, mañana
vendrá un inspector de Sanidad y tendrás que recibirle, acompañarle durante
toda la visita de inspección y satisfacerle en todo lo que necesite, ¿de
acuerdo? —le indicó, un día, el director técnico de la fábrica conservera.
—Pero siempre lo ha
hecho Inma, que tiene mucha más experiencia que yo en esto —Inmaculada, o Inma,
era la química del departamento, que llevaba más de diez años en la Empresa.
—Sí, pero mañana no
vendrá, se toma un día libre para asuntos familiares. Y, además, ya va
siendo hora que vayas adquiriendo experiencia en este quehacer. Más vale tener
a dos personas avezadas en inspección sanitaria, por si algún día, como es el
caso, uno falta al trabajo.
Al día siguiente, a las nueve en punto de la
mañana, desde la recepción le comunicaron que un tal doctor Cifuentes
preguntaba por él.
Mientras bajaba las
escaleras iba rumiando: Cifuentes…, Cifuentes, me resulta familiar este
apellido, pero nada que ver con la ex presidenta de la Comunidad de Madrid, por
supuesto. No es un apellido muy habitual, pero ¿de qué me suena? Y cuando ya
desechaba a cualquier conocido y pensaba que se trataba de una de sus manías,
se dio prácticamente de bruces con un tipo trajeado y con cara de malas pulgas
que no hacía otra cosa que mirar su reloj de pulsera. Cuando se vieron las
caras, la sorpresa de ambos fue mayúscula y entonces Félix recuperó la
memoria.
—Vaya, vaya, pero qué
casualidad. Así que tú eres —leyendo una hoja que tenía el inspector en sus
manos— Félix Arroyo, el que me va a acompañar durante mi inspección. ¡Cuánto
tiempo sin verte!
Quien así habló era, ni
más ni menos, el antiguo compañero de clase que le impuso aquellos motes que
tanto le fastidiaron.
—Y tú eres…
—Antonio Cifuentes —le
cortó el interpelado.
—Eso ya lo sé. Además, lo
he visto en el documento que me han pasado. Quería decir que eres, o mejor
dicho fuiste, el delegado de clase.
Dicho eso, a Félix le
vino un gusto amargo a la boca, como si una bocanada de bilis le invadiera la
garganta, al recordar el bullying al que, por culpa de ese individuo, le
sometieron algunos alumnos y que tanto le había marcado durante su época universitaria.
Por su culpa, pasó de ser invisible a risible para una pequeña parte del
alumnado, entre la que se encontraba la única persona que le atraía de verdad:
Laura.
—Veo que tienes buena
memoria.
—¿Cómo podía olvidarte?
—Ya. Y me temo que
debes guardarme rencor.
—¿Rencor? ¿Por qué?
—Bueno…, pues porque no
fui precisamente muy amable contigo.
—Bah, aquello ya está
olvidado. La juventud a veces hace cosas sin pensar.
—Cierto. Me alegro que
pienses así.
Terminada la visita de inspección, vino el
correspondiente almuerzo de cortesía con el que la Empresa siempre obsequiaba a
sus visitantes y Félix no reparó en gastos. Justificaría el dispendio aduciendo
el resultado favorable de la inspección, sin saber si ello fue debido al
perfecto estado de revista de las instalaciones, del personal y de la
metodología de trabajo o a una reparación moral con la que el inspector quiso compensarle
y, de paso, apagar su mala conciencia.
—Una
comida excelente, sí señor —alabó Antonio Cifuentes al término de la misma—.
Hacía mucho tiempo que no degustaba unas ostras tan exquisitas. Muchas gracias,
Félix.
—De
nada. Ha sido un placer. Solemos traer a nuestros invitados “especiales” —enfatizó
con unas comillas marcadas en el aire con los dedos índice y medio de cada
mano— a esta marisquería, pues es de lo mejor y, por si fuera poco, está a un
tiro de piedra de la Empresa. Además, uno no siempre tiene la oportunidad de
encontrarse con un antiguo compañero de estudios.
La verdad es que ahora
quien tiene mala conciencia es Félix. Sabe que lo que le espera a su invitado
no será precisamente un plato de buen gusto, nunca mejor dicho, pero más lo lamenta
por el riesgo que, sin saberlo, corre el dueño del restaurante. Si Antonio Cifuentes
así lo quisiera, podría hacerle una inspección, pero nunca descubriría cómo se
produjo la contaminación con salmonella de aquella docena de ostras tan
sabrosas y que tan vehementemente le recomendó. Nadie se percató de cómo se
ausentaba durante la inspección ni cómo entró en el laboratorio de
microbiología y salió de él con un tubo de ensayo en la mano, mientras el
inspector era atendido por una de las auxiliares. La cocina del restaurante era
como su casa, no en vano la Empresa conservera era uno de sus suministradores
principales y él un asiduo del local. Y es que no hay nada mejor que saber
pasar desapercibido. Una vez más, su invisibilidad le resultó rentable. A
Antonio Cifuentes, de momento, no le ha vuelto a ver.