Tercera y última entrega del microrrelato participante en el reto de El Tintero de Oro. Quien todavía no lo ha hecho, puede leer la primera parte AQUÍ y la segunda AQUÍ.
No pude reconocerme en ese grito agónico que salió de mi garganta; resonó como el aullido de un lobo solitario. Quedé sin resuello. Mi corazón latía como una locomotora en plena carrera. ¿Y ahora qué?, me dije. Que sea lo que Dios quiera, me respondí mentalmente.
Los pasos que había
oído se detuvieron, pero al instante volvieron a sonar, primero muy lentos y luego
más apresurados. Esta vez pude notar que se trataba de dos personas. Cuando su
movimiento se hubo detenido, escuché unos susurros. Me erguí todo lo que pude y
distinguí dos siluetas que, paradas a corta distancia, no correspondían, por su
indumentaria, a ningún soldado. Esas dos personas debían estar observándome sin
saber qué hacer. Dudaban. Decidí dar el paso.
—Por favor, ayúdenme.
Estoy herido y apenas puedo moverme —dije, consumiendo las pocas fuerzas que me
quedaban.
Entonces la figura más menuda,
se acercó apresuradamente, pero con mucho sigilo. Se inclinó hacia mí y,
girándose hacia su acompañante, le dijo:
—Ven, corre, Armando,
es un soldado herido. —Era una mujer.
—Pero ¿es de los
nuestros? —le respondió quien debía ser su marido.
—¿Y que más da? El caso es que está herido y necesita ayuda —le espetó en un tono agrio—. Si fuera nuestro hijo querrías que alguien le auxiliara. ¿O no?
Entonces el hombre se
acercó, pero noté en él un cierto recelo por su modo de escrutarme.
Los dos tiraron de mí
para intentar ponerme en pie, pero vista la dificultad y mis quejidos,
abandonaron la tentativa.
—Será mejor que vayamos
a por la parihuela que dejaron por el camino aquellos camilleros. No te muevas,
volvemos enseguida —me dijo el hombre, en voz baja.
—Y ¿dónde quieres que
vaya, el pobre, estando como está —le interpeló la mujer—. Tranquilo, hijo, te
llevaremos a casa, solo tardaremos unos minutos —añadió.
Y, cómo no, esos pocos
minutos se me hicieron eternos. Pero aquellos buenos samaritanos cumplieron con
su palabra y volvieron a por mí.
Su único hijo había desaparecido en combate,
luchando también en el bando republicano. Lo último que supieron de él es que
estuvo combatiendo, como yo, en la batalla del Ebro y que, desde entonces,
nadie supo darles noticias de él. Y esos padres salían todas las noches
buscando por los alrededores a su hijo, vivo o muerto. Y hasta ahora sin
resultado. Cuando me oyeron, llegaron a creer, o a esperar, que yo fuera él.
—¿Le has visto? ¿Le
conoces? —me preguntó la mujer mostrándome, con mano temblorosa, una fotografía
de su hijo.
—No, lo siento, señora.
No le conozco. Éramos tantos…
—Claro, claro, hijo
—respondió, secándose las lágrimas.
Me cuidaron como a un hijo, como el hijo
ausente, y con la intervención del médico del pueblo, ya casi un anciano, me
fui restableciendo poco a poco. Estuve varias semanas encamado, con las dos
piernas escayoladas y con un fuerte vendaje en el tórax para inmovilizarme.
Tenía dos costillas rotas, que me habían provocado un neumotórax, de ahí el
dolor agudo que sentía al respirar. También había perdido bastante sangre. Por
lo demás, no tenía nada que pusiera en peligro mi vida. Amelia, la mujer de
Armando, se empeñaba en hacerme beber mucho vino. «El vino hace sangre»,
afirmaba convencida. No sé si ello funcionaba, pero, por lo menos, el vino me
mantenía en un estado entre alegre y somnoliento la mayor parte del día. Y por
las noches dormía de un tirón.
La guerra llegó a su
fin al cabo de unos meses. En una vieja radio oímos al proclamado Generalísimo
decir, con su voz aflautada, aquello de que: «En el día de hoy, cautivo y
desarmado el Ejército Rojo, han alcanzado las tropas nacionales sus últimos
objetivos militares. La guerra ha terminado».
Era el
1 de abril de 1939. Había pasado casi cinco meses con aquella familia de
acogida.
Al oír esa noticia, los tres nos miramos con una mezcla de alivio y desconsuelo. La guerra había terminado, pero no el sufrimiento de quienes la habían perdido y, sobre todo, de aquellos supervivientes, del bando que fuera, que habían perdido a sus maridos, a sus padres, hermanos o hijos, como en el caso de mis dos salvadores, que nunca llegaron a saber dónde yacía el cuerpo de su único hijo.
*****
Ahora estoy en casa, con mis padres y mis dos hermanos pequeños. Cuando me vieron aparecer creyeron estar viendo a un fantasma. Me habían dado por muerto. Les dijeron que cuando fueron a por mí no hallaron ni rastro de mi cuerpo, por lo que supusieron que había sido devorado por las alimañas, pues en el estado en el que debía encontrarme era imposible que hubiera sobrevivido tanto tiempo. No se dignaron a buscar ni a preguntar en las masías de alrededor. Había tantos desaparecidos y no todos eran lo suficientemente importantes como para derrochar tiempo en su búsqueda. Si estaba vivo, ya aparecería, y si no, pues qué más daba dónde estuviera mi cuerpo.
Un muerto ya no puede
servir a la Patria, pero un vivo sí, pues al cabo de unos meses de estar en
casa de mis padres, en el pueblo, se presentó un Guardia Civil preguntando por
mí. Debía presentarme sin falta en la Comandancia. ¿El motivo? Debía cumplir
con la Ley. Tras una guerra, ahora debía volver al ejército durante dos años
para hacer el servicio militar obligatorio.
Nunca me habría
imaginado que celebraría tanto haber pasado por aquel horrible trance tras
haber saltado por los aires en plena batalla. Mi cojera permanente sirvió para
que me declararan inútil para empuñar otra vez un arma. De haber sido socorrido
de inmediato por los sanitarios en el lugar de los hechos, quizá ahora me
encontraría de nuevo vistiendo el uniforme militar, pero en esta ocasión el del
bando de los vencedores.