jueves, 26 de noviembre de 2020

Que alguien me ayude (y III)

Tercera y última entrega del microrrelato participante en el reto de El Tintero de Oro. Quien todavía no lo ha hecho, puede leer la primera parte AQUÍ  y la segunda AQUÍ.


No pude reconocerme en ese grito agónico que salió de mi garganta; resonó como el aullido de un lobo solitario. Quedé sin resuello. Mi corazón latía como una locomotora en plena carrera. ¿Y ahora qué?, me dije. Que sea lo que Dios quiera, me respondí mentalmente.

Los pasos que había oído se detuvieron, pero al instante volvieron a sonar, primero muy lentos y luego más apresurados. Esta vez pude notar que se trataba de dos personas. Cuando su movimiento se hubo detenido, escuché unos susurros. Me erguí todo lo que pude y distinguí dos siluetas que, paradas a corta distancia, no correspondían, por su indumentaria, a ningún soldado. Esas dos personas debían estar observándome sin saber qué hacer. Dudaban. Decidí dar el paso.

—Por favor, ayúdenme. Estoy herido y apenas puedo moverme —dije, consumiendo las pocas fuerzas que me quedaban.

Entonces la figura más menuda, se acercó apresuradamente, pero con mucho sigilo. Se inclinó hacia mí y, girándose hacia su acompañante, le dijo:

—Ven, corre, Armando, es un soldado herido. —Era una mujer.

—Pero ¿es de los nuestros? —le respondió quien debía ser su marido.

—¿Y que más da? El caso es que está herido y necesita ayuda —le espetó en un tono agrio. Si fuera nuestro hijo querrías que alguien le auxiliara. ¿O no?

Entonces el hombre se acercó, pero noté en él un cierto recelo por su modo de escrutarme.

Los dos tiraron de mí para intentar ponerme en pie, pero vista la dificultad y mis quejidos, abandonaron la tentativa.

—Será mejor que vayamos a por la parihuela que dejaron por el camino aquellos camilleros. No te muevas, volvemos enseguida —me dijo el hombre, en voz baja.

—Y ¿dónde quieres que vaya, el pobre, estando como está —le interpeló la mujer—. Tranquilo, hijo, te llevaremos a casa, solo tardaremos unos minutos —añadió.

Y, cómo no, esos pocos minutos se me hicieron eternos. Pero aquellos buenos samaritanos cumplieron con su palabra y volvieron a por mí.

 

Su único hijo había desaparecido en combate, luchando también en el bando republicano. Lo último que supieron de él es que estuvo combatiendo, como yo, en la batalla del Ebro y que, desde entonces, nadie supo darles noticias de él. Y esos padres salían todas las noches buscando por los alrededores a su hijo, vivo o muerto. Y hasta ahora sin resultado. Cuando me oyeron, llegaron a creer, o a esperar, que yo fuera él.

—¿Le has visto? ¿Le conoces? —me preguntó la mujer mostrándome, con mano temblorosa, una fotografía de su hijo.

—No, lo siento, señora. No le conozco. Éramos tantos…

—Claro, claro, hijo —respondió, secándose las lágrimas.

 

Me cuidaron como a un hijo, como el hijo ausente, y con la intervención del médico del pueblo, ya casi un anciano, me fui restableciendo poco a poco. Estuve varias semanas encamado, con las dos piernas escayoladas y con un fuerte vendaje en el tórax para inmovilizarme. Tenía dos costillas rotas, que me habían provocado un neumotórax, de ahí el dolor agudo que sentía al respirar. También había perdido bastante sangre. Por lo demás, no tenía nada que pusiera en peligro mi vida. Amelia, la mujer de Armando, se empeñaba en hacerme beber mucho vino. «El vino hace sangre», afirmaba convencida. No sé si ello funcionaba, pero, por lo menos, el vino me mantenía en un estado entre alegre y somnoliento la mayor parte del día. Y por las noches dormía de un tirón.

La guerra llegó a su fin al cabo de unos meses. En una vieja radio oímos al proclamado Generalísimo decir, con su voz aflautada, aquello de que: «En el día de hoy, cautivo y desarmado el Ejército Rojo, han alcanzado las tropas nacionales sus últimos objetivos militares. La guerra ha terminado». Era el 1 de abril de 1939. Había pasado casi cinco meses con aquella familia de acogida.

Al oír esa noticia, los tres nos miramos con una mezcla de alivio y desconsuelo. La guerra había terminado, pero no el sufrimiento de quienes la habían perdido y, sobre todo, de aquellos supervivientes, del bando que fuera, que habían perdido a sus maridos, a sus padres, hermanos o hijos, como en el caso de mis dos salvadores, que nunca llegaron a saber dónde yacía el cuerpo de su único hijo.

*****

Ahora estoy en casa, con mis padres y mis dos hermanos pequeños. Cuando me vieron aparecer creyeron estar viendo a un fantasma. Me habían dado por muerto. Les dijeron que cuando fueron a por mí no hallaron ni rastro de mi cuerpo, por lo que supusieron que había sido devorado por las alimañas, pues en el estado en el que debía encontrarme era imposible que hubiera sobrevivido tanto tiempo. No se dignaron a buscar ni a preguntar en las masías de alrededor. Había tantos desaparecidos y no todos eran lo suficientemente importantes como para derrochar tiempo en su búsqueda. Si estaba vivo, ya aparecería, y si no, pues qué más daba dónde estuviera mi cuerpo.

Un muerto ya no puede servir a la Patria, pero un vivo sí, pues al cabo de unos meses de estar en casa de mis padres, en el pueblo, se presentó un Guardia Civil preguntando por mí. Debía presentarme sin falta en la Comandancia. ¿El motivo? Debía cumplir con la Ley. Tras una guerra, ahora debía volver al ejército durante dos años para hacer el servicio militar obligatorio.

Nunca me habría imaginado que celebraría tanto haber pasado por aquel horrible trance tras haber saltado por los aires en plena batalla. Mi cojera permanente sirvió para que me declararan inútil para empuñar otra vez un arma. De haber sido socorrido de inmediato por los sanitarios en el lugar de los hechos, quizá ahora me encontraría de nuevo vistiendo el uniforme militar, pero en esta ocasión el del bando de los vencedores.

 FIN


Ilustración: Jóvenes pertenecientes a la "quinta del biberón". Muchos de ellos participaron en la batalla del Ebro. Imagen obtenida de Internet.


jueves, 19 de noviembre de 2020

Que alguien me ayude (II)

Este relato es la continuación que algunos de mis lectores me han pedido del que, con el mismo título, participó en el microrreto de este mes de El Tintero de Oro. Para quienes no lo leyeron o deseen refrescar su memoria, pueden pinchar AQUÍ.



Antes de verle la cara y oír su voz, me hice una pregunta que luego se me antojó infantil: ¿Serán de los buenos o de los malos? Pero no estaba jugando a soldaditos de plomo con mi amigo Joaquín, el vecino del cuarto primera. Estaba en una guerra de verdad, en la que ya me resultaba difícil distinguir entre buenos y malos en el campo de batalla. Y en ese minúsculo instante de incertidumbre me vino a la memoria, como si fuera lo último que fuera a recordar antes de morir, mi despedida de la familia para emprender este viaje al infierno. ¿Les volvería a ver?

La luz de una linterna solo me permitía ver un cegador resplandor cuyo centro ocupaba la cara del individuo que, zarandeándome suavemente, me dijo:

—¿Estás bien, chaval? ¿Cómo te llamas?

El tono en el que habló denotaba que era alguien con mando.

—Soy el cabo Alfonso Caballero, de la 22ª Compañía, de la 11ª División, dirigida por el General Líster.

—Eso ya lo sé. ¿A qué otra División podrías pertenecer estando aquí y ahora?  —oí unas risitas a mi espalda—. ¿Crees que podrás andar? Debemos darnos prisa antes de que los nacionales nos den alcance.

—Me temo que no, mi…

—Sargento, soy el sargento Ramírez.  

—Pues creo, mi sargento, que debí pisar una mina o quizá fue un mortero el que me lanzó por los aires. Solo puedo decir que no puedo moverme —respondí con un hilo de voz, pero con la esperanza de que en breve estaría a salvo.

—Pues lo tienes jodido, chico, los sanitarios están muy lejos de aquí y nosotros cuatro no podemos transportarte. Puedes tener lesiones internas graves y solo empeoraríamos tu estado.

—¿Entonces? —mi pregunta quedó apagada por un gran estruendo. Un obús acababa de impactar muy cerca, con lo cual mis supuestos salvadores se marcharon a todo correr, dejándome allí tirado. Solo el sargento Ramírez se detuvo un momento y girándose, me miró, afligido.

—No te muevas, mantente quieto. Así podrás pasar desapercibido. En cuanto lleguemos a nuestro puesto de mando, daré aviso para que, cuando todo este follón se haya calmado, vengan a por ti. ¡Toma! —dijo lanzándome una cantimplora. Al menos no me moriría de sed. Pero si me encontraban los soldados marroquíes, estaría perdido. Esos no tendrían misericordia de un soldado republicano herido

*****

No sé cuánto tiempo debió pasar desde que aquellos tres soldados y el sargento me dejaron abandonado a mi suerte, pues perdí el conocimiento, no sé si por la debilidad provocada por la pérdida de sangre, por la falta de alimento o por ambas cosas.

Afortunadamente, antes de que eso ocurriera, tuve la precaución de cubrirme como pude con la abundante hojarasca que había a mi alrededor. Una forma de camuflaje que funcionó.

Solo sé que cuando volví en mí, clareaba y hacia un frío espantoso. Ese final de otoño estaba siendo anormalmente gélido.

Entonces volví a temer por mi vida. Me sentía desfallecer. Si nada ni nadie lo remediaba, no tardaría mucho en reunirme con mis compañeros caídos en la reciente batalla, la del Ebro. ¡Cuánta sangre derramada!

El silencio hacía presagiar que nuestro ejército estaba ya muy lejos y que el nacional había pasado seguramente de largo. No debía quedar nadie que pudiera venir en mi ayuda. No sentía los dedos de las manos ni de los pies. Tiritaba en forma de violentos espasmos. Pensé en gritar sin importarme si quien me encontraba era de los nuestros o no. Pero ¿quién podría estar merodeando por un campo que hasta hacía poco había sido pasto de las bombas?

Cuando volvió a oscurecer ya perdí definitivamente toda esperanza de ser rescatado. Ese sería mi final y ese campo mi lecho de muerte. Lo que más lamentaba era que mi familia no supiera nada de mí hasta mucho después de acabada la guerra, cuando mi cuerpo solo fuera un montón de huesos cubiertos por un uniforme andrajoso. Lo único que me identificaría sería mi cartilla militar.

El cielo estaba estrellado. Nunca había visto tantas estrellas y tan resplandecientes. Quizá se había acabado la guerra y lo estaban celebrando. Pero esa maravillosa visión no tardó en quedar nublada por mis lágrimas. Aquello era el fin. Decidí, pues, dejarme llevar. Que todo acabara de una vez.

Pero en ese preciso instante oí un ruido. No parecía de un animal. Eran unos pasos. Alguien andaba por allí, no muy lejos de donde yo yacía.

Y entonces grité.

 

Continuará…

sábado, 14 de noviembre de 2020

Que alguien me ayude

 


Mi visión es borrosa y solo puedo oír zumbidos ensordecedores. Debe ser fruto de la conmoción. También siento un terrible dolor al respirar, que se agudiza al moverme. Debo tener algunas costillas rotas. Las piernas no me responden. No puedo incorporarme. Recuerdo haber saltado por los aires. Debí pisar una mina. Pero al menos estoy vivo.

Me parece oír un ruido de motores. Serán los camiones, que avanzan hacia las líneas enemigas.  

Llueve. Me siento muy débil. No quiero ser uno más de los cuerpos sin vida que recogen los camilleros después de la batalla.

Todo está en calma, pero nadie viene a auxiliarme. Cuando me encuentren quizá ya sea demasiado tarde.


No sé cuántas horas han transcurrido. Está oscureciendo y la temperatura está bajando mucho. Podría morir de frío. Dicen que es una muerte muy dulce, pero sería una putada morir ahora, que la guerra está a punto de terminar.

Sigo sin ver bien, pero los acúfenos han desaparecido. Continúo sin poder moverme.  Estoy a expensas del enemigo. Y de las alimañas. Oigo explosiones. Suenan cada vez más cercanas. La línea de fuego se está acercando. Significa que retrocedemos. Espero que den conmigo.

Oigo pasos. Quiero pedir auxilio, pero no sé si son amigos. Se acercan. Oigo su respiración entrecortada. Se detienen junto a mí. Alzo la cabeza todo lo que puedo para poder verlos, pero solo distingo unas siluetas en la oscuridad. Son soldados. Uno de ellos se agacha y me observa. No puedo identificar el uniforme.       

 Continuará…



sábado, 7 de noviembre de 2020

La araña

 ¿Creíais que con la historia de la mosca (Ver aquí) todo había terminado? Yo también lo creía, pero no. Tuvo que pasar un año para que mi vida diera un nuevo vuelco.



Desde que publiqué mi segunda novela, La mosca, la gente me paraba por la calle para preguntarme qué había de cierto en esa historia tan increíble. La misma pregunta me la hicieron decenas de veces durante la firma de libros y en las entrevistas que me hicieron en la radio y en la televisión. Y siempre respondía con evasivas, dejando un halo de misterio. Era como un juego, pues en el fondo nadie podía creer que mi novela tuviera siquiera un indicio de realismo.

Así pues, durante ese tiempo de bonanza, mi vida volvió a fluir con normalidad. Incluso llegué a sentirme lo suficientemente animado como para intentar escribir una nueva novela. Solo perturbaba, de vez en cuando, esa tranquilidad una pesadilla recurrente. En ella aparecía la mosca que maté accidentalmente. Venía a visitarme y me reprochaba haberla aplastado sin contemplaciones después de todo lo que había hecho por mí. Yo intentaba disculparme, pero no atendía a razones y cada vez se volvía más agresiva. De pronto aparecía de la nada una enorme araña que, con sus no menos enormes quelíceros, la atrapaba y, sin que yo pudiera evitarlo, la engullía. Yo gritaba y gritaba. Y en ese preciso instante me despertaba empapado en sudor.

Supuse que todo era fruto de mi remordimiento, por haber sido tan descuidado. Con el tiempo y algún que otro somnífero, logré descansar por las noches y acabé por quitarme de encima el sentimiento de culpabilidad que todavía me invadía. Pero la paz no duró mucho, pues del mismo modo que después de la tormenta viene la calma, también puede ocurrir lo contrario. Esa calma en la que vivía solo fue un paréntesis, porque un día todo volvió a cambiar.

Ese fatídico día, cuando me disponía a salir al jardín para tomarme una taza de café, descubrí que, en el mismo rincón del comedor donde tiempo atrás apareció aquella araña que acabé exterminando, había una nueva telaraña en cuyo centro descansaba su tejedora. No pertenecía a la misma especie que la anterior. Solo habría faltado que se tratara de una revancha por lo que le hice a su congénere. Con la escoba en alto, dudé por unos segundos si acabar con ella o dejarla vivir. ¿Acaso no había sentido remordimientos por lo que en su día consideré una hazaña injusta? En ello estaba reflexionando, cuando mi nuevo huésped arácnido aprovechó mi indecisión y se dio a la fuga con una agilidad pasmosa, yendo a refugiarse detrás del aparador. De vez en cuando, se asomaba, pero al verme al acecho, volvía a esconderse. Parecía ser tan lista como mi querida mosca, pero más astuta.

En esta ocasión la Wikipedia me informó de que la nueva inquilina era una Loxosceles rufescens, conocida también como la araña violinista mediterránea, y la definía como la más venenosa de la península ibérica. Como estuviera urdiendo una venganza, lo tenía crudo.

Decidí que, de ser necesario, me pasaría todo el día de guardia, sin perder de vista los cuatro puntos cardinales del mueble que le había servido de refugio. Estaba preocupado y enfurecido a la vez por mi mala suerte. Estaba dispuesto a quemar ese mueble si así me libraba de ella.

Después de más de doce horas de hacer de centinela tuve que rendirme. Ya buscaría el modo de deshacerme de aquel ejemplar. Total, era un animal diminuto en comparación con un ser humano. Pero precisamente su tamaño le profería la capacidad de escabullirse e introducirse dónde le diera la real gana, y, por otra parte, siendo, como había leído, de hábitos nocturnos, podía colarse en mi dormitorio mientras dormía. Eso sí que no. Ante tal posibilidad, decidí cerrar herméticamente la puerta y las ventanas de la habitación para no dejar ningún resquicio por el que pudiera entrar.

Estuve toda la noche sin apenas dormir, abriendo y cerrando la luz y dándole vueltas al asunto que ahora me traía de cabeza. Si a la mañana siguiente seguía sin dar con la araña o se me volvía a escapar, siempre me quedaba el recurso de la fumigación. Pero volvieron a asaltarme las dudas. ¿Y si le daba un voto de confianza? Total, solo había hecho lo que haría cualquier ser vivo que se sintiera acorralado: huir y esconderse. ¿Por qué iba a morderme si la dejaba en paz? Sería como un pacto tácito de no agresión mutua.

De este modo, pasaron los días sin ningún tipo de sobresalto por mi parte ni de actitud desafiante por la suya. De lo que también pude dar fe es de que nunca la casa había estado tan limpia de insectos, pues todos caían presos en su tela. No sé cómo se las arreglaba para atraerlos a su rincón. Aunque aquella visión me repelía, asumí que, por otra parte, era muy práctico. Ahora podía dejar la puerta del jardín abierta para que pasara el aire sin temor a que la casa fuera invadida por cualquier espécimen de insecto y demás calaña artropomórfica (sí, lector, ya sé que este término no existe, pero ya nos entendemos, ¿verdad?).

 

Pero esta nueva situación, a la que acabé acostumbrándome, duró poco. Duró exactamente lo que tardó en aparecer, como debía de haber supuesto, un macho de su especie en busca de pareja, sin duda atraído por las feromonas femeninas de esa Loxosceles rufescens. Su intrusión me pasó totalmente desapercibida porque, tal como me revelaron mis fuentes, los machos son de menor tamaño y porque un macho en celo se las apaña como sea para conseguir su objetivo. 

Ello se hizo patente cuando, al cabo de unas semanas desde la aparición de “mi araña”, cientos de pequeños retoños pululaban por la casa. Acabar con ellos habría sido un genocidio arañil que no podía permitir ni quería repetir. ¿Qué hacer ante tal despropósito? Pues lo que se suele hacer cuando no se sabe qué hacer. Me quedé de brazos cruzados, dejando que los acontecimientos siguieran su curso natural. Ahora me doy cuenta de mi insensatez.

Tenía todos los rincones de la casa ocupados por telarañas. Casi no podía desplazarme de un lugar a otro sin quedar atrapado por esos pegajosos filamentos que cada vez eran de mayor tamaño. Como no distinguía a la araña primigenia del resto, no podía acudir en su ayuda. Quizá ya había muerto y todas las que ocupaban mi residencia eran sus descendientes o las descendientes de sus descendientes. Cría cuervos… o arañas, que da lo mismo. No me atrevía a salir al jardín ni a la calle por temor a que me atacaran, pues cada vez que adivinaban mis intenciones se me acercaban en actitud intimidatoria. Una sola picadura podría ser inocua, pero la de cientos de individuos me podía provocar un shock anafiláctico que acabase conmigo. Si por una picadura de abeja ya tuve que tomar una buena dosis de antihistamínico…

 

Ante esa situación, me parapeté en mi despacho, el único refugio en el que me sentía a salvo. Aun así, decidí, tras pensármelo mucho, pedir ayuda a mi mujer. Le dejé un montón de mensajes de voz en su teléfono y por WhastsApp, pero no recibí respuesta alguna. Lo mismo me ocurrió con mis hijos y mis amigos. Me debieron creer loco de atar. Y mientras tanto, yo confinado entre estas cuatro paredes. Además, con las prisas, me olvidé el cargador del teléfono móvil en alguna parte de la casa. Me he quedado sin batería. No puedo pedir auxilio a nadie. No se me ocurre ninguna escapatoria.

 

Después de dos días sin comer ni beber, y sin apenas dormir, estoy tan débil que me cuesta escribir. Me tiemblan las manos y las letras se vuelven borrosas. Estoy haciendo un gran esfuerzo para dejar constancia de todo lo ocurrido.

Se acercan, oigo ese chirriar tan desagradable que producen cuando se enfurecen. Están detrás de la puerta. El sonido que producen sus patas al desplazarse por la madera me provoca escalofríos. Deben ya ser miles los ejemplares ansiosos por devorarme. Aunque he sellado la puerta por sus cuatro costados, sé que lograrán entrar.

La única esperanza que me queda es que mi mujer o mis hijos encuentren este diario y acaben publicándolo. Sería mi obra póstuma.

 Han logrado entrar. Es mi fin y el de esta historia.