No llegaré a cumplir los cincuenta. Esta
enfermedad acabará conmigo en pocos meses. Llevo ya tres años entrando y
saliendo del hospital. Mi aventura parisina tuvo la culpa, pero aun así no me
arrepiento de nada.
—Eric, ¿con quién
hablas, cariño?
La voz de Sonia me saca
de mis cavilaciones.
—Con nadie, querida.
Hablaba conmigo mismo.
Cada vez lo hago con
más frecuencia. Es un hábito que adquirí durante mi convalecencia en Marruecos,
postrado en la cama con un agujero en el cuello, y que ahora he vuelto a
recuperar. Repaso las distintas etapas de mi vida. Y aunque, como he dicho, no
me arrepiento de mis actos, reconozco que mi carácter aventurero me llevó a
vivir situaciones muy difíciles y arriesgadas.
En general, no puedo
quejarme. He sido lo que se llama un hombre de mundo. He vivido dos guerras y, como
premio a mi audacia, recibí una herida de bala que aún perdura, como perduran los
recuerdos.
Cuando contaba con dos años
de edad, mi madre, mi hermana Marjorie y yo abandonamos Motihari para ir a
Inglaterra, la tierra natal de mi padre, a quien no volví a ver hasta dos años
más tarde. Fue por un brevísimo periodo de tiempo, pero suficiente para dejar a
mi madre encinta de la pequeña Avril. Ya no le volvería a ver hasta muchos años
más tarde. De él y de aquella colonia británica que me vio nacer poco puedo
decir. De esa época apenas me queda una nebulosa de recuerdos. Inglaterra pasó
a ser nuestra patria de acogida.
Durante mi adolescencia,
viví cinco años en Birmania sirviendo en la Policía Imperial, tras los cuales
retorné a Inglaterra con la pretensión de ganarme la vida como periodista y
escritor.
Más tarde vendría mi aventura
parisina. Mi alma inquieta e inconformista me llevó a la ciudad de la luz en
busca de una vida nueva y más estimulante. Mi vida bohemia acabó cuando mis escasos
recursos económicos me llevaron a vivir en la indigencia. Pero era joven e
idealista, y esos ideales me empujaron a luchar contra la injusticia social y
el totalitarismo, y a combatir el fascismo sobre el terreno.
Ello me llevó hasta España,
en plena guerra civil, luchando en el bando republicano, una experiencia que me
causó desesperanza y frustración ante las falacias del comunismo, y el amargo
recuerdo de una contienda que acabaron ganando los rebeldes. ¡Qué paradójico! Fui
a matar fascistas y acabé tiroteado por los comunistas. Desde entonces, el
totalitarismo ha inspirado mucho de lo que he escrito.
Tras vivir seis meses
en Marruecos, hasta estar totalmente recuperado, regresé nuevamente a Londres. Muchos
lugares y en ninguno eché raíces.
Debía tener unos treinta
años cuando escribí mi primera novela. Por aquel entonces salía con Eileen, con
la que me casé tres años después. Nuestra relación se deterioró cuando vio que
no podíamos tener hijos. La adopción del pequeño Richard debía haber sido la
solución, pero no fue así. Hace tiempo que no le veo, desde que me volví a casar
con Sonia.
Sin duda, el mejor
recuerdo que guardo es mi estancia en Escocia, hace de eso unos cinco años. Necesitaba
un retiro espiritual, como suele decirse. Eileen y yo acabábamos de adoptar a
Richard y me sentía agobiado. Quise poner distancia para reflexionar sobre
nuestro futuro como pareja y el mío como escritor. Así que me trasladé a
Aberdeen, donde alquilé una casita a las afueras. Transcurrían las semanas y no
había forma de arrancar la que sería mi quinta novela. Quería escribir una
sátira sobre la revolución marxista, pero no acababa de cuajar. Pero una noche
se hizo la luz.
Estaba intentando
conciliar el sueño cuando desde la granja de mi vecino se oyó una tremenda
algarabía. Pero nadie hacía acto de presencia. Un zorro o un gato montés debía haber
entrado en el establo donde Alistair Henderson, el propietario, mantenía a sus
animales a buen recaudo. Se oían relinchos, balidos, gruñidos y mugidos. Me asomé
a la ventana. Solo pude ver al Border collie del señor Henderson ladrando
frente a la puerta del establo.
De pronto volví a
sentirme miembro de la Home Guard británica, tomé mi fusil Mannlicher
M1895, que por fortuna había traído conmigo, y salí en plena noche a plantarle
cara a quien fuera que se había colado en el establo. Quizá no fuera un animal
sino un ladrón que pretendía hacerse con la pareja de Clydesdale, los más cotizados
caballos de tiro británicos, según me había dicho Alistair cuando un día le vi
sacándolos de la cuadra.
Mientras me dirigía raudo
y armado hacia la granja, pensé que yo no era quién para meterme en ese
berenjenal, que quizá debería alertar al bueno de Alistair, pero, por otro lado,
el hombre ya era muy mayor para hacer frente a unos ladrones que, a bien
seguro, también irían armados. Y aunque trajera consigo su vieja carabina, lo
más probable es que saliera mal parado del encontronazo. Así pues, confiando en
mi inmejorable puntería, me dispuse a hacer frente al culpable o culpables de
aquel alboroto.
Una vez frente al
establo, di una fuerte patada a la puerta. Pero no se abrió. Si alguien la
había cerrado por dentro es que el intruso era un humano, pero de pronto
recordé que se abría hacia fuera. Sin duda los nervios me traicionaron. El caso
es que de pronto se hizo el más absoluto de los silencios. Parecía que los
animales habían enmudecido, solo pude oír algunos balidos y un bufido equino.
Abrí, entonces, la puerta con cautela, esta vez en el sentido correcto, sin
dejar de apuntar hacia el interior que, sorprendentemente, estaba a oscuras
cuando hacía tan solo unos segundos había luz en su interior. Supuse que el
intruso, solo o acompañado, la había apagado tras mi estruendosa patada y se
mantenía agazapado en algún rincón. Esa situación me recordó mi lamentable experiencia
cuando, en el 37, recibí el disparo en el cuello en una noche sin luna. Solo
tenía dos opciones: dar media vuelta y alertar al propietario, y que a su vez
llamara a la policía, o tener arrestos suficientes para echar a los intrusos.
—¡Salgan con los brazos
en alto! ¡Voy armado! —grité.
Solo unos cuantos
tímidos berridos rompieron el silencio.
—Si se van por las
buenas, les prometo que no los denunciaré —mentí.
Ninguna reacción, salvo
unos pateos y bufidos. Los caballos debían estar nerviosos. Algo tenía que
hacer, no podía seguir así toda la noche. Entonces recordé donde estaba el
interruptor, lo había visto cuando Henderson me enseñó el establo por primera
vez. No lo pensé dos veces, corrí agachado hacia donde estaba situada la
palanca y la accioné. Temí que una ráfaga de disparos acabara conmigo tan pronto
como se hiciera la luz. Pero no ocurrió nada. Al darme la vuelta vi que todos
los animales me estaban observando como si vieran una aparición. Parecía que me
miraban con malos ojos por haber interrumpido algo muy importante. Me sentí tan
violento, que de mi boca salió un “perdón, es que…”. ¿Perdón? ¡Por Dios! ¿Acaso
me había vuelto loco? Pero cuando, tras cerciorarme de que allí no había nadie
más que yo, me dirigía hacia la puerta, oí un vozarrón.
—Ni se te ocurra
contárselo al amo. Esto debe quedar entre nosotros. De lo contrario, te
arrepentirás —era uno de los cerdos quien así habló. Y a continuación una de
las vacas lecheras tomó la palabra.
—Vosotros los humanos
os creéis con derecho a esclavizarnos. Hasta ahora hemos sido muy
complacientes, os hemos ayudado en el campo, ¿verdad chicos? —dijo mirando a
los dos Clydesdale, quienes balancearon la cabeza en señal de aprobación—, os
hemos alimentado a costa de nuestra lecha e incluso nuestra propia vida —eso,
eso, gritaron los cerdos y las ovejas—, por no hablar de la mejor lana Shetland
—voceó un carnero con cara de malas pulgas—. Y ya estamos hartos del maltrato
al que estamos sometidos. ¡Viva la revolución! ¡¡Viva!! Corearon todos.
Me sentí mareado. ¿Me
estaba volviendo loco? No podía ser el efecto de la altitud, Aberdeen solo está
a unos veinte metros sobre el nivel del mar. Me quedé paralizado. Viendo que no
me movía, el carnero se cabreó y quiso embestirme. El resto de animales lo
imitaron.
Corrí tan veloz como
mis piernas me lo permitieron, hasta que tropecé, perdí el arma y me vi en el
suelo totalmente indefenso. Cuando creía que iba a ser pateado y despedazado,
un fuerte estruendo me sobresaltó.
Me desperté empapado.
Mi corazón latía desbocado y sentía un doloroso martilleo en las sienes. Al
cabo de unos segundos comprendí qué me había pasado. La contraventana golpeaba
con furia el ventanal. Eso fue lo que me despertó de esa maldita pesadilla. Aun
así, me levanté de la cama y me asomé al exterior. La granja y el establo
estaban totalmente a oscuras. El único sonido audible era el del viento
huracanado. Atranqué bien la contraventana y volví a acostarme, pero ya no pude
conciliar el sueño. Una idea empezó a rondarme. Ya tenía un argumento para mi
novela.
A la mañana siguiente,
tras el desayuno, me puse a escribir. Nunca suelo poner título a mis obras
antes de introducirme en la historia que quiero contar, pero en este caso hice
una excepción. Lo tenía muy claro. La titularía “Rebelión en la granja”.
Este relato es una adaptación libre de la vida
y figura de Eric Arthur Blair, más conocido literariamente como George Orwell (Junio
1903 - Enero 1950), fallecido a causa de una tuberculosis.