Los medios de comunicación se hicieron eco de forma inmediata. La noticia corrió como la pólvora en el barrio. El hecho era, en sí mismo, execrable, pero que lo hubiera perpetrado aquel vecino añadía perplejidad al suceso.
Los periódicos lo identificaban por las siglas JMP y en la radio y la televisión, lo mencionaban como un vecino del barrio de La Trinidad, electricista de profesión, de unos cuarenta años y con antecedentes de violencia doméstica.
Jorge Montañés Pozo tenía fama de bebedor y maltratador. En dos ocasiones, su mujer había presentado denuncia contra él por maltratos físicos, que había retirado a las pocas horas diciendo que había sido sin querer, que, en el fondo, su marido era buena persona pero que la bebida y los problemas económicos por los que atravesaban, convertían su fuerte temperamento en un volcán pero que, tras dormir la borrachera, se apagaba como se apaga el fuego con la lluvia.
Lo ocurrido hizo pensar en Jorge como el autor material de los horribles hechos acontecidos la noche del día anterior, cuando dijo que iba al bar de la esquina y no volvió hasta la madrugada, en evidente estado de embriaguez.
Su única hija, a punto de cumplir los quince años, había sido hallada, por la mañana, cadáver y con signos de violación, en un parque cercano.
En estos casos, es bien sabido que el cerco policial se estrecha en torno al círculo familiar y de amistades de la víctima, así que las investigaciones tomaron esa dirección. Pero todos los interrogados tenían coartada excepto Jorge, pues las horas que dijo haber estado en el bar no coincidieron con la versión del dueño del local. Según el forense, la chica había sido asesinada entre las diez y las once de la noche, cuando su madre ya estaba hecha un manojo de nervios por el inexplicable retraso de la joven. Mientras que el dueño del bar afirmó que el sospechoso hizo su aparición a eso de las once, Jorge dijo que estaba allí desde poco más de las nueve. Su mujer corroboró que, efectivamente, a eso de las nueve, su marido se marchó de casa diciendo que iba a tomar unas copas. Un desfase de casi dos horas entre las dos versiones era más que suficiente para sospechar de Jorge, tiempo de sobra para cometer ese horrendo crimen, dada la cercanía del lugar de los hechos.
¿Móvil? Ninguno a primera vista, pero las suposiciones se dispararon, las versiones se multiplicaron, abarcando un amplio abanico de posibilidades: desde un arrebato pasional, la explosión de una pederastia largo tiempo contenida, celos malsanos por la incipiente relación de la joven con un chico del instituto, un desequilibrio mental, el efecto del alcohol y, quizás, de las drogas. En todo caso, aquel acto incestuoso y horrendo solo podía ser obra de un monstruo. ¿Era Jorge un monstruo? Todo el mundo recordaba ahora y sacaba a relucir su comportamiento chulesco, pendenciero, incluso agresivo, su mal humor, sus miradas y ademanes provocativos, sus malas palabras. Quienes habían sido hasta entonces sus amigos, ahora parecían descubrir en él retazos de conducta sociópata, pervertida. Todos ellos, sin apenas excepción, comentaban las miradas lascivas que dirigía a las adolescentes del barrio y los comentarios soeces que profería a sus espaldas. Sí, tenía que ser él ese monstruo capaz de violar y asesinar a su propia hija. Todo el mundo le condenó y muchos fueron quienes le desearon la muerte o, por lo menos, la castración.
Su mujer fue la primera en pensar en él como el artífice de tamaña monstruosidad. No había tenido suficiente con maltratarla a ella sino que había tenido que verter toda su maldad y degeneración sobre su única hija. Ahora no solo era una mujer a la que le había despojado de su dignidad sino también de lo que más quería en este mundo.
En más de una ocasión, los vecinos habían sido testigos de los acalorados enfrentamientos entre padre e hija, pues ésta, había que admitirlo, era bastante ingobernable. Una chica malcriada que no respetaba la autoridad paterna, eso sí, pero de ahí a hacer lo que le hizo… Quizá habían vuelto a discutir, por lo del chico ese, vaya perla, ya solo faltaba un gamberro como aquel en la familia. Y en la discusión, se le fue la mano y con lo bestia que es ese Jorge pues ya se sabe… Pero lo de la violación no tiene explicación, a no ser que lo hiciera para despistar a la policía, quién iba a pensar en su padre. Sin embargo, las pruebas de ADN no habían arrojado nada concluyente pues el violador había usado preservativo y, según el forense, la violación tuvo lugar post mortem, por lo que no hubo resistencia ni signos de lucha; el golpe en la cabeza, solo uno, fue mortal, el asesino la golpeó por detrás, seguramente cuando la víctima intentaba huir del agresor.
Las pocas pruebas, sin embargo, apuntaban a Jorge como el agresor: en su taller encontraron herramientas que bien podían haber sido el arma del crimen, y que debió haber limpiado concienzudamente; la estatura del agresor, por el ángulo en el que había sido golpeado el cráneo, encajaba perfectamente con los 1,80 metros de estatura de Jorge, frente a los 1,60 metros de la joven; y, por si fuera poco, el sospechoso tenía dos arañazos en el cuello que, aunque ya secos, se veían recientes. Que hubieran sido hechos por la chica en el transcurso de su última discusión violenta, dos días antes del día de autos, como los justificó un Jorge fuera de sí, no convenció a los investigadores. Aquel hombre destilaba odio por los cuatro costados, eso era más que evidente, y su actitud delataba una clara culpabilidad. Esos indicios y la falta de una coartada convincente que justificara el lapso transcurrido desde las veintiuna horas, momento en que el sospechoso dijo haber ido al bar, y las veintitrés horas, momento en que fue visto en dicho local por su propietario, eran pruebas más que suficientes para detenerlo por asesinato.
Tras recitarle, que no leerle, sus derechos, fue detenido y conducido ante el juez quien, en menos de veinticuatro horas, decretó su prisión incondicional, por peligro de fuga y por la alarma social que aquel caso había suscitado.
El abogado de oficio, un joven sin demasiada experiencia en causas de esa índole, propuso a Jorge que confesara pues, de ese modo, el juez sería magnánimo y el atenuante de confesión voluntaria y arrepentimiento le rebajaría sustancialmente la pena. Como mucho, pasaría entre rejas diez años. Alegarían enajenación mental, alcoholismo, adicción a las drogas y lo que hiciera falta. A los tres años, con buena conducta, podría disfrutar del tercer grado. De lo contrario, podrían caerle más de veinte años. ¿Qué le parecía?
La rabia, el odio, los arrebatos agresivos de Jorge fueron remitiendo a medida que veía que todas las pruebas, aunque fueran escasas, le inculpaban, que todo el mundo, incluso su mujer, le había juzgado y condenado, que la opinión pública le tachaba de monstruo merecedor de ser colgado por los genitales. Todo el odio que hasta entonces él había vertido sobre la sociedad, ahora le volvía como si de un boomerang se tratara.
Por mucho que intentó, en la soledad de su celda, reconstruir los hechos, no veía el modo de contradecir la versión de aquel hombre, con cara de pocos amigos, como él, con el que nunca había simpatizado, y que llevaba regentando ese mugriento bar desde hacía un año escaso. En esas dos horas estaba el quid de la cuestión. Era su palabra contra la de aquel expendedor de vinos y licores. Llegó, incluso, a dudar de su memoria. ¿Qué hizo desde que abandonó su hogar hasta que llegó al bar de la esquina? El chute de cocaína que había esnifado antes de salir no justificaba esa pérdida de memoria. Solo debieron transcurrir cinco minutos desde que salí del portal hasta que entré en aquel antro. ¿Cómo es que nadie más reparó en mí? El local estaba a tope, como todos los sábados por la noche. ¿Tanta inquina me tienen como para que nadie quiera interceder por mí? Ya sé que he sido un borde con casi todos ellos pero de ahí a que me quieran ver así, hay un trecho –pensaba Jorge, día y noche, temiendo volverse loco. Había sido un mal marido, seguramente también un mal padre, de eso sí era culpable, pero ¿era un asesino? Quizá hacía tiempo que había enloquecido y no se había dado cuenta. ¿Y si había sido él quien le hizo aquello a su hija y no lo recordaba? ¿Y si era realmente un monstruo y se lo tenía merecido?
Para evitar pudrirse en la cárcel, había acabado aceptando la propuesta del abogado y reconoció su autoría aunque dijo haber estado bajo los efectos del alcohol y las drogas, por lo que no recordaba con exactitud lo que había ocurrido, y tal como el joven letrado le vaticinó, le cayeron diez años y un día, un escándalo, una gran injusticia según los que querían verle muerto o castrado.
Hasta que no le concedieron el tercer grado, su vida carcelaria fue un infierno. Aquel hombre fuerte, bravucón y pendenciero, se tornó un débil y temeroso reo que pasaba casi todo el tiempo en un rincón de su celda, contando los días y temiendo por su integridad física, tantos eran los presos que muy gustosamente le harían un favor quitándole de en medio como él había hecho con su pobre hija.
El aislamiento, el rechazo y la soledad, hicieron de Jorge una piltrafa humana y eso que solo fueron tres años de reclusión total. Ahora solo tenía que ir a dormir a la cárcel, era libre el resto del día. Pero ¿cómo y dónde iba a disfrutar de esa libertad? Lo había perdido todo y ya no tenía a nadie a quien acudir ni dónde caerse muerto.
A las pocas horas de pisar la calle, se encontraba deambulando por su barrio, temeroso de ser reconocido. Pero no pudo evitar la tentación de volver al lugar de los hechos, pero no como el asesino que se recrea viendo la escena del crimen, sino como el que siente añoranza del lugar donde, ahora se daba cuenta, había hecho tan infelices a sus seres queridos. Y, aunque pareciera algo morboso, tampoco pudo sustraerse a la tentación de entrar en aquel bar que, de alguna forma, había sido el motivo de su desgracia.
Aquel hombretón (nunca había sabido su nombre) ya no estaba detrás de la barra del bar, seguramente era demasiado temprano para ello. Preguntó por él a un joven camarero que debía ser nuevo, pues nunca antes le había visto. Según éste le refirió, el señor Fernando, así se llamaba el anterior dueño, dejó el negocio hacía unos tres años, según le habían dicho, para trasladarse a otra población cercana, el chico no recordaba el nombre, para abrir allí otro bar pues en ese barrio el negocio había ido a menos.
Lástima -pensó Jorge-, me hubiera gustado tener unas palabras con él, las que no me permitieron tener tras mi detención. Me hubiera gustado oír de su boca su versión de los hechos y quizá descubrir la verdad.
Mientras tanto, en una población vecina, ya de noche, un hombretón de casi 1,90 metros de estatura, limpiaba los vasos tras la barra de su bar y miraba el reloj de la pared esperando a que fuera la hora oportuna. La joven estaría a punto de pasar por delante de su establecimiento, sola, como cada noche, camino de su encuentro con su nuevo novio, el tercero en poco tiempo, la muy zorra. Pero él estaría esperándola. En menos de dos horas estaría de vuelta. Daría la escusa de siempre y nadie sospecharía de él. Una enorme llave inglesa asomaba por debajo del cajón de los cubiertos, la que siempre había utilizado. Ya eran tres las víctimas en tres años y a nadie se le había ocurrido pensar en su autoría. Siempre sospechaban del entorno familiar. De todos modos, tendría que cambiar el modus operandi, pues se estaba arriesgando demasiado y la policía era tonta, pero no tanto, y tampoco era cuestión de ir cambiando de población cada dos por tres.