A Manuel parece que la suerte por fin le ha
sonreído. Cuán lejos queda aquella época en la que, recién licenciado, buscaba
desesperadamente un trabajo. No había forma de que alguien le contratara a
pesar del magnífico expediente académico. Había enviado su CV a decenas de
empresas, pero muy pocas habían contestado dándole las gracias y muchas menos
citándole para una entrevista. Y todo para nada.
El problema residía,
cómo no, en la falta de experiencia. Con veinticuatro años, ¿qué experiencia
podía ofrecer a sus potenciales empleadores? Cuando creía que la entrevista de
trabajo había sido un éxito, el entrevistador siempre acababa diciéndole que era
un joven muy prometedor, pero que necesitaban a alguien con experiencia. Entonces,
¿por qué le habían citado? Con ello solo conseguían hacerle perder el tiempo y
desmoralizarle todavía más.
Ante esa situación
desesperante, decidió finalmente aceptar un puesto muy mal remunerado, pero,
según le dijeron, con muchas posibilidades de promoción si se ceñía a lo que se
esperaba de él. Se trataba de una empresa de transportes y el puesto de
becario. Le ofrecieron 600 euros mensuales por cuarenta horas semanales y,
probablemente, alguna que otra hora extra no remunerada.
Siendo hijo único y sin
apenas amigos, su madre era su gran apoyo y mejor confidente, por lo que le
pidió consejo.
—Mira, hijo, de algún
modo se empieza. Ahí tienes a tu padre, que empezó de mozo de almacén y acabó
siendo director de...
—De logística, mamá.
—Eso. Pues quién te
dice a ti que no acabarás siendo el director general de esa Empresa.
—No seas exagerada,
mamá. Pero lo que más me indigna es que, habiéndome licenciado en Económicas
tenga que trabajar de administrativo en el departamento de facturación y...
—Pues eso suena bien.
Departamento de facturación. Ya te digo que...
—No me has dejado
terminar. ¡Archivando facturas!
—Pues paciencia, hijo.
Ya verás como, a la larga, te servirá de mucho.
—Eso espero, mamá, pero
si veo que me están explorando por un trabajo de mierda, me largo.
—Manuel, no hables así.
Si te oyera tu padre, que en paz descanse...
Y así, Manuel, empezó a
trabajar un glorioso 18 de julio en Gutiérrez e hijos, que poseía una flota de
más de cincuenta camiones que transportaban todo tipo de mercancías.
Estrenarme laboralmente
un día que recuerda una sublevación militar no creo que sea un buen augurio, se
dijo Manuel al entrar por la puerta del que sería su minúsculo despacho que,
además, tendría que compartir con un viejo amargado —como comprobaría al poco
de tratarlo— que llevaba tantos años en la Empresa como su fundador.
—El señor Olmos será tu
formador, de él aprenderás todo lo que debes saber. Y si eres aplicado, muy
pronto podrás ascender a un puesto mejor, en todos los sentidos —le dijo, con
una sonrisa forzada, el jefe de personal, un hombre enjuto con cara de pocos
amigos.
Transcurridos seis meses, los conocimientos de
Manuel solo le sirvieron para comprobar que la Empresa emitía facturas falsas y que probablemente blanqueaba dinero del narcotráfico. Sus camiones no solo transportaban muebles
y enseres de todo tipo, también llevaban, escondidos en el fondo de la caja del
remolque, una gran cantidad de paquetes que distribuían por toda la geografía
española y cuya identidad no aparecía en ningún documento que pasaba por sus
manos. Era evidente que se trataba de algo ilegal, pero no tenía constancia de
lo que contenían esos bultos. Hasta que un día que tuvo que quedarse más tarde
de lo habitual cazó al vuelo una conversación entre el chofer de uno de los camiones
y el señor Olmos que, por lo visto, supervisaba la operación de estibado.
Había salido a fumar en
el patio contiguo al muelle de carga y allí obtuvo la respuesta a sus
sospechas.
—Espero que esta vez
nadie se chive y la Guardia Civil no me vuelva a revisar el cargamento. No
quiero que me enchironen por vuestra culpa, porque detrás de mí iríais todos
vosotros —dijo el camionero, enojado.
—Pero no ocurrió nada,
¿verdad? —argumentó Olmos—. Todo formaba parte del montaje. Los picoletos
tienen que justificar su trabajo. Y todos contentos.
—Bueno, mientras los sigáis
untando bien...
—No te preocupes, todo
está controlado.
Cuando Manuel llegó a
casa, su madre le notó tan agitado que creyó que lo habían despedido. A pesar
de su negativa inicial a revelarle lo que había descubierto, la mujer era tan
persuasiva que Manuel acabó contándoselo todo.
—¿Qué puedo hacer,
mamá? —le preguntó angustiado.
—¿Sabes que haría tu
padre en tu lugar?
Manuel se encogió de
hombros, sin saber qué responder.
—Pues yo te lo diré: intentaría
reunir pruebas suficientes para denunciarlos y no le temblaría el pulso.
—Papá tenía muchos
arrestos, pero yo...
—Tú igual, hijo. Solo
tienes que proponértelo. Si eres concienzudo y cauteloso, estoy segura de que
lo conseguirás. Además, de todo esto puedes salir ganando.
—¿Ganando?, ¿cómo?
—Pues, bien fácil.
Cuando todo salga a la luz y se sepa que has sido tú quien ha levantado la
liebre y no te ha temblado el pulso a la hora de denunciar a esos delincuentes,
te lloverán ofertas de trabajo. Las Empresas como Dios manda quieren empleados
rectos y meticulosos.
—Y fieles —añadió
Manuel, dubitativo.
El joven becario pasó varias noches en vela imaginándose el desarrollo de los acontecimientos si seguía el consejo de su madre, que siempre había sido un ejemplo de moralidad. Pero después de meditarlo bien, ideó un plan alternativo.
Han pasado tres meses desde que, tras reunir el valor suficiente, fue a hablar con el jefe de personal —el dueño siempre estaba muy ocupado o de viaje— para contarle lo que había descubierto y lo que tenía pensado hacer. Por fin se sentía con arrestos suficientes. Como su padre.
Ahora ocupa el puesto
de director de logística, también como su padre, y el dueño del negocio le ha prometido
que, si sigue así, muy pronto le nombrará director financiero, mucho más acorde
con su formación.
Manuel no sabría decir
si su progenitor estaría orgulloso de él. Su madre no, desde luego. Lo ha
echado de casa y ahora vive solo en un piso de más de seiscientos mil euros. Y
todavía es muy joven, por lo que no pierde la esperanza de llegar mucho más
arriba en el negocio.
La única persona de la
que tiene que protegerse es de Olmos, que no soporta que un niñato como él haya
podido pasarle por encima y llegar a ocupar el cargo al que siempre había
aspirado y creía merecer después de tantos años de entrega.
Su madre tuvo razón cuando
le dijo que algún día le lloverían ofertas de trabajo, pero él está muy bien
donde está y no quiere cambiar de Empresa, pues prevé en esta un futuro muy
prometedor. Y quién sabe si su querida madre también tendrá razón en lo de que acabará
siendo director general.