Nadia. Qué nombre tan bello, nombre de diosa, nombre
del Este, nombre de hada, nombre probablemente falso, porque estas chicas
siempre utilizan nombres que resulten sensuales a sus clientes.
Nadia. Cuando te vi por
primera vez, sentí deseos de sacarte de allí. ¿Qué hacía una chica como tú
entre tanta inmundicia y tanto canalla? ¿Pero y yo? ¿Acaso no había acudido
para hacer lo que muchos otros? ¿Acaso no estaba dispuesto a pagar por tus
servicios? Y pagué. Pero solo hablamos. Y volví, semana tras semana, solo para
estar contigo, oír tu voz y escuchar tu historia.
Un gélido mes de febrero, a orillas del
Moscova, del brazo de tu novio, Alexei, os dirigíais, presurosos, hacia un
restaurante donde creías que te iba a pedir en matrimonio. Ya te imaginabas la
escena: él, de rodillas, con una cajita de terciopelo conteniendo un anillo con
un brillante, eso sí, pequeño, porque Alexei era cualquier cosa, menos rico. No
sabias a qué se dedicaba ni qué eran esos negocios que siempre decía tener
entre manos. Era atento y cariñoso, y eso era lo que contaba.
Nunca pudiste imaginar
que esa cena que se prometía tan romántica terminaría de ese modo. Aquel
tugurio no era el restaurante que esperabas, ni la clientela, muy escasa, era
de la clase que suponías. Te dejó sola con la excusa de ir al baño. Mientras
esperabas, las miradas que te dirigían aquellos hombres desde la barra, alguno
con muchas copas de más, no auguraban nada bueno. Alguna sonrisa burlona te
enfureció. ¿Acaso pensaban que eras una furcia a quien le pagaban la cena a
cambio de sus servicios? Estabas a punto de plantarles cara cuando, de repente,
aparecieron tres hombres que, sin mediar palabra, se te llevaron en volandas
hacia un patio trasero. Por el camino, mientras gritabas, aterrada, viste a tu
querido Alexei en un rincón. Contaba, ávido, un montón de billetes. Cuando
levantó la cabeza y vuestras miradas se encontraron, la tuya suplicante, la de
él sonriente, solo se encogió de hombros.
«Lo siento, nena, el negocio es el negocio».
¡Cuántas lágrimas
derramaste desde aquella aciaga noche! Durante días apenas viste la luz del
sol. Te transportaron, como un fardo, de un vehículo a otro, y siempre con la
cabeza cubierta por una capucha maloliente. ¿A cuántas mujeres les habrán
puesto aquella misma capucha inmunda?
Los primeros raptores
hablaban ruso, pero luego te pareció oír hablar serbio. ¿O era búlgaro? No lo
sabes. Qué más da. El caso es que habías caído en manos de unos traficantes de
personas. ¿Qué sería de ti? Qué iba a ser, sino ejercer la prostitución.
Acababas de cumplir los dieciocho. Tus padres te estarían buscando angustiados.
Alexei les diría que os habíais peleado y no sabía nada de ti.
El único consuelo, si
puede llamarse así, era que no estuviste sola. Otras seis jóvenes, aproximadamente
de tu misma edad, formaban parte del “lote”. Y todas ellas habían sido
“reclutadas” con engaños. A dos de ellas les habían ofrecido un trabajo bien
remunerado en una discoteca frecuentada por rusos, motivo por el cual las
preferían de su misma nacionalidad. Al resto las había traicionado, como a ti,
un supuesto amigo.
Cuando, por fin, llegasteis
a vuestro destino os llevaron a un piso franco donde os aleccionaron. Si no
cumplíais con el mandato, que no era otro que satisfacer a los clientes, sabían
el paradero de vuestras familias y serían ellas quienes pagarían vuestra
transgresión. Más os valía no intentar escapar porque la represalia les saldría
muy cara. Siempre debíais pensar en vuestra familia. Si os portabais bien,
algún día os dejarían volver a casa. Pero antes debíais sacar provecho de vuestros
atributos físicos y rentabilizar el negocio. Habían invertido mucho en
vosotras. Los favores y los sobornos salen muy caros.
¿Cuántos años pasarías
en aquel antro al que te habían destinado?, te preguntabas. ¿Diez, veinte? ¿Hasta
que perdieras tu atractivo? ¿Cuándo hubieras dejado de ser rentable?
Llevaba dos años ejerciendo la prostitución
cuando conocí a Roberto. Tenía, según me dijo, veinticinco años y nunca había
tenido novia. Su minusvalía —la típica secuela de la poliomielitis en su pierna
derecha— le había impedido tener una relación con las chicas de su edad y por
ello se refugiaba en los “brazos de alquiler”, como lo llamó.
Todavía recuerdo
nuestro primer encuentro. Era un sábado por la noche. Lo primero que hizo fue
preguntarme mi nombre, cosa que raramente hacen los clientes habituales. Y
recuerdo su expresión al decirle que me llamaba Nadia, un nombre inventado, por
supuesto, como me habían aleccionado mis carceleros.
Y recuerdo que mi
primer servicio con él consistió en charlar. Ni se atrevió a tocarme. Estuvimos
una hora hablando de nosotros. Él me contó su vida y yo le conté la mía. Tan pronto
abandonó la habitación me arrepentí. Había sido una imprudente. ¿Y si todo
había sido una trampa para poner a prueba mi discreción? ¿Y si se lo contaba a
Erik y luego la emprendía conmigo como hizo en aquella ocasión en la que me
resistí a “recibir” a aquel bruto maltratador que disfrutaba pegándonos una
paliza para ponerse a tono?
Pasaron los días y nada
ocurrió fuera de lo normal. Hasta que llegó el sábado siguiente y volvimos a
vernos. Pidió por mí, según me comentaron. Solo quería estar conmigo. Y aunque
le dijeron que estaba ocupada, insistió en esperar lo que fuera necesario. Le
cobraron el doble por ello. No me lo contó, pero sé que esa es la costumbre
cuando un cliente exige estar con una chica en concreto. Desde entonces, todos
los sábados por la noche le tenía en mi cuarto. Hacíamos el amor como si
fuéramos amantes. Y nos despedíamos como si fuéramos pareja.
Llegué a sentir cariño
por él. Era tan dulce… Esperaba que pasara la semana para volverle a ver.
Incluso pensaba en él cuando lo hacía con cualquier otro. Dentro de lo horrible
de mi situación, él era como un bálsamo que aliviaba mis heridas. Su ternura y
su forma de hablarme me hacía sentir importante, una mujer amada, no solo
deseada.
Un día, mientras me
abrazaba, se le escapó una palabra que me hizo estremecer. «Te quiero».
Le salió de muy adentro, quizá del alma. No supe qué decir. Me quedé
paralizada. Debió notar mi azoramiento o pensó en las posibles consecuencias de
aquellas palabras, porque se vistió apresuradamente y se marchó sin volver la
vista atrás. Una vez hubo cerrado la puerta, con el sigilo de siempre, me eché
a llorar. ¿Y ahora qué?, pensé.
Me había enamorado de Nadia o cómo se llamase
de verdad. Eso era obvio. Pero, a la vez, me pareció irreal. ¿Qué futuro me
esperaba con ella? En primer lugar, no sabía qué sentía por mí. Por el modo con
que reaccionó a mis dos palabras, no podía albergar muchas esperanzas. Me
apreciaba, eso sí, pero de ahí a sentir algo parecido al amor, hay un trecho. ¿Y
si solo sentía pena por mi minusvalía? Pero, aunque me correspondiera, ¿cómo
iba a sacarla de aquel lugar sin pagar un duro peaje? ¿Podría comprar su
libertad? Estaba dispuesto a todo con tal de que me amara. La próxima vez no me
iría sin saber si sentía algo por mí. Había sido un cobarde. El miedo al
fracaso y a la humillación me habían traicionado. ¿Qué esperaba? Quizá sí que
me quería, pero no se atrevía a confesarlo.
—Nadia, te quiero. Ven
conmigo, te sacaré de aquí.
—Estás loco, Roberto.
¿Cómo crees que puedo marcharme contigo sin que Erik lo impida?
—Le pagaré lo que dice
que le debes.
—¿Acaso tienes
doscientos mil euros?
—¿Dos cientos mil
euros? ¡¿Está loco?!
—¡Claro que está loco!
—¡Pues recurriré a la
policía! ¡Os liberarán a todas!
—¡Ni se te ocurra!
Pondrías a nuestras familias en un grave peligro. Serían capaces de cualquier
atrocidad con tal de vengarse. ¡No sabes las conexiones que tienen en toda
Europa! Déjalo, te lo ruego.
Pero yo no pude dejar
de pensar en un futuro en común y a salvo de aquellos traficantes. Urdí un plan
sin que Nadia lo supiera. En más de una ocasión me había pedido que enviara una
carta a sus padres que había escrito clandestinamente. Conocía, pues, donde
vivían. Con el pretexto de un viaje por trabajo, me ausenté durante dos
semanas. Fui a Moscú para dar con ellos, que vivían con los dos hermanos
pequeños de Nadia, y buscarles un paradero seguro donde nadie pudiera encontrarlos.
Más adelante, cuando todo estuviera resuelto, Nadia fuera libre y ellos a
salvo, ya podrían volver a su hogar y reencontrarse con su hija.
Con el dinero ahorrado
tendría más que suficiente para mi propósito. Y así fue. Al principio me costó
convencerles, no se fiaban de mí, a pesar de que les enseñé un selfie que
nos habíamos hecho Nadia y yo unas semanas atrás, los dos sentados en la cama,
cogidos por la cintura y con una sonrisa forzada, intentando aparentar una
normalidad inexistente. Con la ayuda de un amigo de su padre pude encontrarles
alojamiento en una pequeña y vieja casa de campo deshabitada. Aun así, tenían
que tomar todas las precauciones posibles para no dejarse ver y solo salir de
casa para ir al trabajo y a la compra. Lo ideal hubiera sido mantenerse ocultos
durante el tiempo que yo necesitaba para poner en práctica mi plan. Pero eso no
era posible. Los niños pudieron evitar acudir a la escuela, argumentando haber
caído enfermos de gripe. Estando las vacaciones de Navidad a la vuelta de la
esquina, podían, incluso, quedarse en casa hasta Año Nuevo.
De vuelta, no hacía
otra cosa que pensar en cómo sería ese nuevo año para todos. Si todo salía como
era de esperar, Nadia y yo podríamos casarnos y pasar la luna de miel en Moscú.
Aunque su verdadero nombre era Irina, para mí siempre sería Nadia.
Tan pronto como denuncié los hechos a la
policía, llevaron a cabo una redada relámpago. Solo pudieron detener a tres secuaces
de Erik, el cual no estaba en el lugar de los hechos en aquel momento. Liberaron
a ocho jóvenes de varias nacionalidades. Como testigo, pidieron mi colaboración
para identificarlos a todos y a todas. No debía temer nada, pues lo haría a
través de un cristal que no permitiría ver mi imagen. Accedí gustoso, sabiendo
que, de este modo, podría liberar a Nadia y que la dejarían en libertad tan
pronto como hubiera reconocido a aquellos hombres como sus captores.
Desapareceríamos durante un tiempo hasta que el temporal hubiera amainado y
Erik hubiera sido atrapado y puesto entre rejas o desaparecido para siempre.
Todavía
siento las palpitaciones que me asaltaron cuando, al identificar a las chicas, no vi
entre ellas a Nadia. Y nadie supo dar noticia de su paradero. La última vez que
la vieron estaba con Erik.
Colgué
su fotografía por toda la ciudad y por las redes sociales, ofreciendo una
recompensa a quien pudiera aportar alguna información que llevara a su
hallazgo. Después de tres meses de su desaparición nadie había facilitado una
pista fiable. Escribí a su familia, interesándome por ellos y sin desvelar lo
ocurrido. No quería alarmarlos innecesariamente. Al no recibir respuesta, tomé
el primer vuelo a Moscú. ¿Acaso también se habían esfumado?
En la casa donde los había
dejado a buen recaudo no contestó nadie. Pregunté en las casas aledañas, pero no
supieron o quisieron decirme nada. Acabé forzando la vieja y endeble puerta. La
casa estaba vacía, pero se notaba que había estado habitada hasta hacía muy
poco. Todavía olía a seres humanos. ¿Qué había sido de ellos?
Si algún sicario de
Erik había dado con aquel escondrijo y había acabado con cuatro inocentes, podría
ser yo la próxima víctima. Aun así, decidí quedarme allí por un tiempo. ¿A
quién se le ocurriría buscarme en aquel lugar? Pero ¿hasta cuándo?
Estaba tan nervioso y
exhausto que no me di cuenta hasta que volví a la casa, ya de noche, tras ir a
por provisiones. En un rincón del comedor una gran mancha de color carmín teñía
el suelo y parte de la pared. Allí habían asesinado a alguien de un disparo. En
la pared había quedado una bala incrustada.
Ello indicaba que solo habían ejecutado a una persona. ¿Y los demás?
Aquella noche no pude
conciliar el sueño. A la mañana siguiente, mientras mordisqueaba un pedazo de
pan con queso, vi un papel clavado detrás de la puerta de entrada, que la oscuridad reinante hasta entonces no me había permitido descubrir. Corrí a
leerlo. Era una nota manuscrita. Estaba escrita atropelladamente, pero reconocí su letra por las cartas que había escrito a su familia desde su encierro forzoso. Nadia me indicaba, en
castellano, una dirección. Debió suponer que quien les pudiera estar buscando no
tendría conocimientos de este idioma. Me urgía a reunirme con ella.
De aquello hace ya dos
años. No queda nadie vivo del grupo de traficantes. Nadia acabó con el último
superviviente, Erik, con quien había viajado a la fuerza hasta su Moscú natal y
quien la amenazó con acabar con toda su familia si rehusaba ser su esclava
sexual. No le resultó difícil dar con ellos. El amigo del padre de Nadia los vendió
por una bonita cantidad de rublos. Aquella sangre en la pared era la de Erik. Nadie quiso decirme quién fue la mano ejecutora, ni lo quise saber. Su
cuerpo quedó sumergido para siempre en el Moscova, muy cerca del restaurante
donde Alexei invitó a cenar a una ingenua Nadia. De ese cerdo me ocupé yo. Fue
fácil. Nadia sirvió de cebo. Ella me dio la pistola de Erik.
Cumplimos nuestro
sueño. Irina, o Nadia, y yo nos casamos en Moscú y regresamos a España, el país
que nos unió, aunque fuera de una forma tan dramática. Sus padres se mudaron a San
Petersburgo. Del amigo traidor nadie conoce su paradero. La pistola de Erik
todavía la conservo, por si acaso.
Con este relato doy por terminado el curso académico, que reanudaré, si el tiempo y las autoridades lo permiten, en septiembre. ¡Felices vacaciones!