Hoy os presento el cuarto y último cuento rescatado del baúl de los recuerdos y adaptado a la versión en castellano. Es, quizá, el más navideño del cuarteto. Espero que os guste. Y con ello, aprovecho para desearos unas muy felices fiestas. Los deseos para el próximo año son tantos que no caben en este reducido espacio, pero con toda seguridad son comunes y compartidos por todas las personas de buena voluntad.
Érase una vez un hombre muy pobre. Por no
tener, no tenía ni una manta con la que abrigarse las noches de invierno.
Dormía en la calle. En el barrio todos le conocían como Ramon el mendigo. Pero
¿qué otra cosa podía hacer el pobre Ramon para sobrevivir aparte de mendigar?
Ramon ya no era joven
cuando perdió su trabajo. Nadie le ayudó. Lo perdió todo. Se quedó en la calle
con cuatro trastos sin valor alguno, salvo el sentimental: el anillo de casado,
el reloj que le regaló su mujer poco antes de morir, la foto familiar, aquella
que se hicieron por Navidad, el viejo diario en el que había ido escribiendo
aquellas historias que nunca llegó a publicar, algunas pertenencias de vestir,
no muchas, y poca cosa más.
A pesar de que los días
se le hacían muy largos, nunca se aburría. Leía. Leía los periódicos que
encontraba en la calle, aunque fueran atrasados, y sobre todo sus viejos
escritos, generalmente cuentos para niños, como los que nunca llegó a tener.
Un día, una niña de no
más de ocho años se le acercó y le dijo:
—¿Por qué no tienes
casa?
—Porque lo perdí todo
—le contestó Ramon.
—¿Y no tienes familia o
amigos? —insistió la niña.
—Pues no —fue todo lo
que Ramon pudo decirle a la chiquilla. ¿Acaso habría podido entender, siendo
tan pequeña, lo que había sido su vida en los últimos años?
Al llegar a casa, Jana,
que así se llamaba la niña, les contó a sus padres su encuentro con Ramon,
rogándoles que hicieran algo por él.
Y así, aquellas
navidades, el hombre más pobre que una rata del barrio las pasó en casa de Jana,
invitado por sus padres, que se compadecieron de él. Pasadas las fiestas, sin
embargo, debería volver a la calle y todo continuaría como antes.
Cuando llegó el día de
su marcha de la casa que le había acogido, Jana, plantada en el rellano, con
los ojos húmedos, le besó en la mejilla, rasposa y agrietada por el frío, de
tantas noches al raso, y le ofreció un regalo de despedida.
—Toma, lo he hecho para
ti —le dijo dándole un dibujo en el que se veía a toda su familia alrededor de
la mesa el día de Navidad, él incluido.
—Pues yo también tengo
un obsequio que darte, para que no te olvides de mí —le dijo Ramon en voz
baja—. Guárdatela y no la pierdas, es todo lo que me queda de valor.
Cuando la pequeña,
curiosa, abrió el paquetito toscamente envuelto en papel de estraza, vio una
libreta de un azul desvaído y gastada de tanto manosearla.
—¿Qué es lo que hay
escrito? —le preguntó Jana.
—Historias —le contestó
Ramon.
—¿Cuentos? —volvió a
preguntar la pequeña.
—Pues sí —aceptó el
hombre—. Espero que te gusten.
—¡Qué bien! —exclamó la
niña—. Cuando sea mayor haré como tú —añadió después de pensárselo un poco.
—¿Cómo yo? ¿Qué quieres
decir? —preguntó Ramon, intrigado.
—Pues que viviré en la
calle y escribiré cuentos para los niños y niñas —afirmó con toda naturalidad.
Ramon bajó las
escaleras contento y meditabundo a la vez. Mira por dónde, no había pensado en
ello. Tan solo necesitaba otra libreta. A partir de ahora viviría para hacer
feliz a los chiquillos del barrio.
Desde aquel día, Ramon
se ganó la vida escribiendo, contando y vendiendo sus cuentos, que le daban lo
justo para comer. Ya no era el mendigo del barrio. Todo el mundo le conocía
ahora como Ramon el cuentista. Y era feliz.
Si no hubiera sido tan
pobre quizá no habría hallado ningún motivo para ser útil a los demás —pensaba
cada tarde, cuando la luz del día se apagaba y su imaginación se iluminaba.
No hay niño o niña en es el barrio que no
conozca la historia de Ramon el cuentista, que un mal día de invierno apareció
muerto con una libreta en las manos y una sonrisa en los labios.
Jana cumplió su deseo de seguir los pasos de
Ramón, pero solo en lo referente a escribir cuentos para niños, pues su labor
escritora tuvo tanto éxito que le permitió vivir holgadamente. Todavía hoy, a
sus treinta años, conserva aquella libreta de un azul desvaído y todavía más
gastada por el paso de los años. Para ella es un tesoro, un talismán que la
convirtió en quien es, y da gracias a aquel viejo cuentista por haberle
infundido la ilusión por la escritura.
Y es que siempre hay una segunda oportunidad para renacer de las cenizas y ser feliz, y no hay que perder jamás la ilusión para hacer realidad tus sueños.