jueves, 21 de diciembre de 2023

Un cuento de pobres

Hoy os presento el cuarto y último cuento rescatado del baúl de los recuerdos y adaptado a la versión en castellano. Es, quizá, el más navideño del cuarteto. Espero que os guste. Y con ello, aprovecho para desearos unas muy felices fiestas. Los deseos para el próximo año son tantos que no caben en este reducido espacio, pero con toda seguridad son comunes y compartidos por todas las personas de buena voluntad.


Érase una vez un hombre muy pobre. Por no tener, no tenía ni una manta con la que abrigarse las noches de invierno. Dormía en la calle. En el barrio todos le conocían como Ramon el mendigo. Pero ¿qué otra cosa podía hacer el pobre Ramon para sobrevivir aparte de mendigar?

Ramon ya no era joven cuando perdió su trabajo. Nadie le ayudó. Lo perdió todo. Se quedó en la calle con cuatro trastos sin valor alguno, salvo el sentimental: el anillo de casado, el reloj que le regaló su mujer poco antes de morir, la foto familiar, aquella que se hicieron por Navidad, el viejo diario en el que había ido escribiendo aquellas historias que nunca llegó a publicar, algunas pertenencias de vestir, no muchas, y poca cosa más.

A pesar de que los días se le hacían muy largos, nunca se aburría. Leía. Leía los periódicos que encontraba en la calle, aunque fueran atrasados, y sobre todo sus viejos escritos, generalmente cuentos para niños, como los que nunca llegó a tener.

Un día, una niña de no más de ocho años se le acercó y le dijo:

—¿Por qué no tienes casa?

—Porque lo perdí todo —le contestó Ramon.

—¿Y no tienes familia o amigos? —insistió la niña.

—Pues no —fue todo lo que Ramon pudo decirle a la chiquilla. ¿Acaso habría podido entender, siendo tan pequeña, lo que había sido su vida en los últimos años?

Al llegar a casa, Jana, que así se llamaba la niña, les contó a sus padres su encuentro con Ramon, rogándoles que hicieran algo por él.

Y así, aquellas navidades, el hombre más pobre que una rata del barrio las pasó en casa de Jana, invitado por sus padres, que se compadecieron de él. Pasadas las fiestas, sin embargo, debería volver a la calle y todo continuaría como antes.

Cuando llegó el día de su marcha de la casa que le había acogido, Jana, plantada en el rellano, con los ojos húmedos, le besó en la mejilla, rasposa y agrietada por el frío, de tantas noches al raso, y le ofreció un regalo de despedida.

—Toma, lo he hecho para ti —le dijo dándole un dibujo en el que se veía a toda su familia alrededor de la mesa el día de Navidad, él incluido.

—Pues yo también tengo un obsequio que darte, para que no te olvides de mí —le dijo Ramon en voz baja—. Guárdatela y no la pierdas, es todo lo que me queda de valor.

Cuando la pequeña, curiosa, abrió el paquetito toscamente envuelto en papel de estraza, vio una libreta de un azul desvaído y gastada de tanto manosearla.

—¿Qué es lo que hay escrito? —le preguntó Jana.

—Historias —le contestó Ramon.

—¿Cuentos? —volvió a preguntar la pequeña.

—Pues sí —aceptó el hombre—. Espero que te gusten.

—¡Qué bien! —exclamó la niña—. Cuando sea mayor haré como tú —añadió después de pensárselo un poco.

—¿Cómo yo? ¿Qué quieres decir? —preguntó Ramon, intrigado.

—Pues que viviré en la calle y escribiré cuentos para los niños y niñas —afirmó con toda naturalidad.

Ramon bajó las escaleras contento y meditabundo a la vez. Mira por dónde, no había pensado en ello. Tan solo necesitaba otra libreta. A partir de ahora viviría para hacer feliz a los chiquillos del barrio.

Desde aquel día, Ramon se ganó la vida escribiendo, contando y vendiendo sus cuentos, que le daban lo justo para comer. Ya no era el mendigo del barrio. Todo el mundo le conocía ahora como Ramon el cuentista. Y era feliz.

Si no hubiera sido tan pobre quizá no habría hallado ningún motivo para ser útil a los demás —pensaba cada tarde, cuando la luz del día se apagaba y su imaginación se iluminaba.

 

No hay niño o niña en es el barrio que no conozca la historia de Ramon el cuentista, que un mal día de invierno apareció muerto con una libreta en las manos y una sonrisa en los labios.

 

Jana cumplió su deseo de seguir los pasos de Ramón, pero solo en lo referente a escribir cuentos para niños, pues su labor escritora tuvo tanto éxito que le permitió vivir holgadamente. Todavía hoy, a sus treinta años, conserva aquella libreta de un azul desvaído y todavía más gastada por el paso de los años. Para ella es un tesoro, un talismán que la convirtió en quien es, y da gracias a aquel viejo cuentista por haberle infundido la ilusión por la escritura.

 

Y es que siempre hay una segunda oportunidad para renacer de las cenizas y ser feliz, y no hay que perder jamás la ilusión para hacer realidad tus sueños.


jueves, 14 de diciembre de 2023

Un cuento de ricos

Hoy os presento el tercer cuento de la serie de cuatro que escribí hace tiempo y que, aun siendo antiguo, por su temática, no deja de tener actualidad. Esta vez les toca el turno a los ricos, Espero que os guste. 



Jofre, a sus cincuenta años, no había tenido que trabajar jamás en su vida. Hijo, nieto y bisnieto de millonarios, llevaba una vida regalada pero aburrida e insustancial. Solo levantarse, por la mañana, lo tenía todo preparado. No tenía que hacer nada por sí solo. Todo lo dejaba en manos del servicio. Se lo hacían absolutamente todo. No iba a ninguna parte si no era estrictamente necesario. Incluso su médico le iba a visitar a domicilio. Cocinera, mayordomo, camarera, chofer, y hasta un secretario personal velaban, día y noche, por su bienestar.

Un día, sin embargo, tuvo que salir de casa a pie. Su chofer había enfermado por primera vez en su vida y Jofre nunca había querido sacarse el carnet de conducir. Una obligación ineludible fue la culpable de este contratiempo: la reunión mensual del Consejo de Administración de la empresa que había heredado de sus antepasados. No habría sido apropiado ni práctico reunir a todos los miembros del Consejo en su casa. Afortunadamente, le sede de la empresa estaba tan solo a un cuarto de hora andando, como mucho.

Pero por el camino tuvo un encuentro inesperado: en la esquina de enfrente de la oficina a la que se dirigía, un hombre de mediana edad, sentado en una especie de taburete plegable, tocaba la guitarra y cantaba canciones de Serrat. Y lo hacía bastante bien. La funda abierta de la guitarra yacía a sus pies, donde recogía las monedas que los viandantes le arrojaban.

Jofre se lo quedó mirando fijamente. Aquella cara le resultaba familiar. De pronto la reconoció.

—¿Jaume? ¿Jaume Tresserras? —exclamó. —¿Qué haces aquí? —le preguntó tan pronto aquel terminó la canción.

—¡Hombre Jofre!, cuánto tiempo sin verte —exclamó a su vez el interpelado—. Pues ya lo ves, haciendo de músico callejero. Es una larga historia —añadió con cara de circunstancias y ganas de charlar.

—Ahora no puedo entretenerme, llego tarde a una reunión —le contestó Jofre—. Ven a verme a casa un día de estos y charlaremos de los viejos tiempos. —Y dicho esto desapareció entre el gentío que llenaba la zona a aquella hora.

—¡Vaya! De una buena me he librado —pensó Jofre mientras cruzaba la calle a paso ligero—. Quién me lo habría dicho, Tresseras pidiendo por las calles. ¡Con la fortuna que heredó de su padre! Aún era más rico que yo y mírale ahora. ¡Quién le ha visto y quién le ve! Por suerte, me lo he podido sacar de encima. Seguro que me habría pedido dinero. ¿Cómo puede venir a verme si no debe saber dónde vivo? Ni tan solo le he dado tiempo a preguntármelo —iba Jofre rumiando, aliviado.

A las cuatro y media de la tarde de ese mismo día, cuando Jofre se disponía a hacer la siesta, agobiado por el calor de un mes de julio extremadamente caluroso, sonó el timbre de la puerta. Al cabo de unos instantes, un mayordomo incómodo y atemorizado por haber molestado a su señor en uno de los momentos más gratificantes del día, le informaba de la presencia en el salón de un “viejo amigo”, tal como el visitante se había hecho anunciar.

Cuando Jofre se presentó ante el recién llegado, comprobó, asombrado, que quien le había venido a ver era Tresserras, quien, plantado en medio de la estancia, le miraba con una sonrisa pícara.

—¿Qué quieres? —le espetó Jofre sin ningún miramiento.

—¿Que qué quiero? Me has dicho esta mañana que viniera a verte —le respondió su visitante con toda naturalidad.

Y ante el enojoso silencio de su anfitrión, añadió:

—Creías que no te encontraría, ¿verdad? Pues aquí me tienes, para echarte una mano, que buena falta te hace.

—Pero ¿qué dices? ¿Echarme una mano a mí? A mí no me hace falta tu ayuda ni la de nadie —le replicó un Jofre airado.

—Tú estarás podrido de dinero, pero llevas una vida insípida y estás más solo que la una. Yo, en cambio, soy feliz viviendo como vivo.

—Eso no te lo crees ni tú. ¡Si vives en la calle y tienes que mendigar para vivir! Tú sí que debes estar solo y...

—No tengo familia, como tú, pero tengo muchos amigos, voy adonde quiero y hago lo que quiero sin depender de nadie. Te parecerá que estoy solo, pero no me siento solo —lo interrumpió Jaume Tresserras.

Jofre, enojado, contraatacó:

—Pues si vives tan bien, ¿qué haces aquí? ¿Qué quieres de mí? ¿Dinero?

—Ya te he dicho que he venido a echarte una mano —insistió Jaume.

—Y dale. ¿A qué te refieres con eso de echarme una mano, si se puede saber? ¿Acaso me enseñarás a tocar la guitarra? —le preguntó Jofre con sorna.

—No, haré que cambies de vida y que seas feliz. Cuando te he visto esta mañana, he mirado en tu interior y solo he visto un gran vacío y mucha tristeza.

Jofre, boquiabierto, se sentó. Mirando fijamente a aquel viejo compañero con quien estudió la carrera de Económicas para después tomar cada uno su propio camino, se sintió derrotado y comprendió que Jaume tenía razón. Nunca había sido feliz desde que tuvo que suceder a su padre al frente de la editorial. No le quedaba familia ni amigos, solo dinero a puñados, que no le había ayudado a encontrar la felicidad. Más bien al contrario, ya que eran muchos los que le envidiaban y no pocos los enemigos que esperaban que el negocio familiar se hundiera por la falta de interés del que hacía gala.

—¿Y cómo crees que me puedes ayudar a ser feliz? —acabó preguntándole.

—Pues, para empezar, durmiendo en el hotel de las mil estrellas —le dijo su viejo compañero de estudios.

—¿Durmiendo en el hotel de las mil estrellas? Pero ¿acaso te has vuelto loco o es que quieres tomarme el pelo?

—De ninguna de las maneras. Ven conmigo esta noche y lo verás.

 

No era precisamente un hotel al uso al que Jaume llevó a Jofre, pero a este no le decepcionó lo más mínimo. Hacía muchos años que no yacía sobre una alfombra de césped bajo un cielo estrellado. La noche era cálida y la sensación de aire renovado le invadía de los pies a la cabeza. La bóveda celestial relucía más que nunca. Jofre no habría sabido decir si eran miles o millones de estrellas las que veían sus ojos, pero aquella imagen le hizo reflexionar y tomar conciencia de qué y quién era. Verse tan pequeño ante el Universo no le hizo sentir insignificante, al contrario, se vio más grande que nunca, con ganas de luchar por su libertad, de afrontar su existencia con una nueva perspectiva, de saber, en definitiva, disfrutar de la vida.

La estancia en el hotel de las mil estrellas fue totalmente gratuita. Jofre vuelve a menudo, especialmente las noches en las que se siente abrumado por los inevitables quebraderos de cabeza provocados por la editorial. Por cierto, esta ha sufrido una profunda renovación. Nuevo personal la encabeza y un nuevo Consejo de Administración controla el negocio. También se ha incorporado un nuevo empleado, a media jornada, ya que tiene que compaginar su trabajo en la empresa con la de músico en la calle.

Ahora, Jofre dedica su tiempo libre a aprender a tocar la guitarra.

 

Y es que el saber no ocupa lugar y nunca es tarde si la dicha es buena.


jueves, 7 de diciembre de 2023

Un cuento de oficinistas

Hoy os presento el segundo cuento, de la serie de cuatro, que, como os anuncié la semana pasada, he recuperado después de varios años durmienso el sueño de los justos en otro blog fenecido hace tiempo por falta de visitantes. Espero que os guste.



Había una vez un viejo oficinista que llevaba la friolera de sesenta y cuatro años trabajando en la misma empresa. Se quería jubilar, pero no le dejaban. Decían que era indispensable en el puesto que ocupaba. Pero él sabía la verdad: su salario era tan magro que no hallarían a nadie más dispuesto a trabajar por aquella miseria. Todo el personal de la empresa era muy mayor, por idéntico motivo, pero Juan Currante, que así se llamaba nuestro protagonista, era, con creces, el más viejo y el más antiguo.

Pero Juan también sabía que la pensión por jubilación todavía sería más esmirriada y todo por haberse dejado embaucar con un «pero si aun eres muy joven, ya te daremos de alta a la Seguridad Social más adelante, cuando seas mayor, que las cosas, como puedes ver, no marchan muy bien ahora mismo». Y así durante cincuenta largos años.

Entró a trabajar en Industrias Miserias, nombre con el que se conocía en el pueblo la fábrica de tractores, cuando tenía tan solo quince años y el señor Negrero, el dueño, cuarenta. Ahora él iba camino de los ochenta y aquel hacía ya un montón de años que criaba malvas, y ahora eran su único hijo y el socio de este, Julián Explotador, los que llevaban el negocio.

Nunca había estado enfermo, jamás había faltado al trabajo. Entraba el primero y salía el último. Y así cada día laborable, de siete en punto de la mañana a siete y pico de la tarde. Orgulloso de su trabajo en Negrero e Hijo, S.L. primero y Negrero & Explotador, S.L. después, declaró en muchas ocasiones que pensaba morirse al pie del cañón. En lo que no pensó cuando esto dijo fue que ese cañón fuera tan pesado, resistiera tanto tiempo y que a su edad todavía le tendría que sacar lustre.

El día de su ochenta cumpleaños fue el primer día de su vida laboral que pidió poder ausentarse del trabajo. Nunca antes había hecho tal cosa, ni siquiera cuando nació Ignacio, su hijo. Pero ahora tenía un motivo lo suficientemente importante: le habían llamado del hospital. Ignacio había sufrido un accidente con la motocicleta y acababa de entrar en el quirófano. Parecía grave.

A Luisa, su mujer, no le diría nada, tampoco lo entendería. Solo se lo contó a Mercedes, su cuidadora, un miembro más de la familia y, claro, al señor Negrero hijo.

—¿Qué puede hacer usted en el hospital? Solo molestar. ¿No se da cuenta de que no podrá ver a su hijo, hombre de Dios? Vaya al terminar sus quehaceres, que ya habrá salido de la operación —le dijo, señalándole con la mirada la puerta del despacho para que regresara a su lugar de trabajo.

Pero al ver que Juan no aceptaba su consejo y que tomaba su abrigo, la bufanda y la bolsa de mano dispuesto a marcharse, le espetó:

—Señor... esto..., da igual; mire que si se va antes de terminar su jornada laboral le tendremos que descontar las horas perdidas y con la que está cayendo no está usted para perder dinero así como así.

 

Al día siguiente, Juan llegó tarde a la oficina, un hecho extraordinario que no pasó desapercibido por nadie. Todo el mundo se imaginaba lo peor. «Pobre hombre, una mujer mentalmente discapacitada y ahora un hijo vaya usted a saber en qué situación, eso si es que está vivo» —pensaron.

Pero a las diez y diez, Juan entró en la oficina con paso decidido y cara de felicidad, y antes de que el señor Honorato Facha, el jefe de personal, pudiera reprenderlo, dijo en voz alta:

—He venido a recoger mis pocas pertenencias. Mucho gusto y que lo pasen ustedes bien —iba a decir «y que os den por culo», pero se contuvo.

Y dirigiéndose al señor Facha, que le observaba boquiabierto, añadió:

—Ya me dirá cuando puedo pasar a firmar el finiquito. ¡Adiós! —gritó a la vez que agitaba un papelito como quien voltea una banderita como señal de bienvenida a un mandatario extranjero. Y dando media vuelta, salió por la puerta grande a toda prisa, como si tuviera miedo de que le atraparan y no pudiese salir de allí nunca más.

—¿Qué llevaba el señor... esto..., bueno da igual, ¿qué llevaba ese en la mano? —preguntó el socio de Negrero, conocido por todos, sin excepción, con el mote de señor tocacojones, que también estaba presente.

—Pues no estoy seguro señor toca..., quiero decir señor Explotador, pero parecía un billete de lotería.

 

Aquella misma mañana, muy temprano, cuando Ignacio se despertó, tras la operación, y vio a su padre sentado a los pies de su cama, puso unos ojos como platos, y mirándolo con cara de loco empezó a agitar los brazos escayolados, que más bien parecía un pájaro despavorido. «La cartera, la cartera», gritaba mirando a su alrededor como quien ha perdido algo muy valioso. Y es que la suerte llega cuando uno menos la espera. Ignacio, pobre chico, iba conduciendo ofuscado y apresurado porque le había tocado el primer premio de la lotería, un montón de millones y no vio que el semáforo se había puesto en rojo y, claro, pasa lo que pasa.

—Padre, vaya al banco, deprisa, e ingrese este billete. ¡Somos millonarios! —le dijo. casi a gritos.

—Ahora mismo, hijo mío —contestó Juan, dirigiéndose raudo hacia la puerta de la habitación.

Pero antes de salir, se paró, y después de pensárselo unos segundos, se giró y añadió:

—Pero antes tengo que pasar por la oficina, pues tengo que terminar una tarea pendiente.

 

 Y es que no hay que dejar para mañana lo que se pueda hacer hoy.