Desde siempre
quise ser pintor, pero acabé estudiando medicina por tradición familiar. Aun
guardo las acuarelas que pinté, de niño, sentado en la arena de aquella playa,
desde la que se divisaba un islote que, según contaban los lugareños, encerraba
una triste historia, tan triste como antigua. Se decía que un pirata había tenido
retenida allí a una bellísima princesa como botín de uno de sus asaltos. Se
decía que esa joven de alta cuna vivió desde entonces recluida en un hermoso palacete
que el pirata hizo construir, donde la visitaba con cierta frecuencia para
agasajarla, esperando con ello que aceptara de buen grado su cautiverio.
También se decía que, aprovechando las ausencias de su raptor, la muchacha
encendía de noche una fogata para llamar la atención, de modo que alguien
pudiera acudir en su ayuda. A pesar de que la luz de las llamas era visible a
millas de distancia, jamás nadie se atrevió a contrariar al cruel pirata despojándole
de su preciado tesoro. Hasta que, un aciago día, la desesperada princesa,
viéndose de por vida en manos de su captor, acabó con su vida lanzándose al
vacío desde un risco. Su cuerpo fue hallado, desmadejado entre las rocas, por
el pirata a la vuelta de una de sus viles incursiones en alta mar. Como un acto
más de entre sus infamias, y como venganza por su orgullo dañado, el malvado
corsario lanzó el cadáver de la joven al mar. Desde entonces, algunos pescadores
aseguraban haber visto en lo alto del islote a una mujer que, vestida con
lujosos ropajes, les saludaba a su paso.
Aun
siendo probablemente una leyenda centenaria, la visión de aquel islote, conocido
por las gentes del lugar como la isla del pirata, me inspiraba mil y una
historias, que trasladaba a mi cuaderno y a mis lienzos. A mis doce años, yo era
un muchacho muy romántico e imaginativo que solía inventarse historias de amor
que escribía y guardaba a buen recaudo por temor a las burlas de mis dos hermanos,
que disfrutaban ridiculizándome desde que descubrieran mi afición. Por fortuna,
en la casa donde nos albergamos aquel verano, yo tenía mi propia habitación,
que cerraba con llave para evitar sus intrusiones, siempre dispuestos a meter
las narices ─y las manos─ en lo ajeno.
Así
las cosas, cada noche, al amparo de miradas indiscretas ─esos dos mastuerzos que
tenía como parientes consanguíneos hubieran hecho también burla de mis dibujos─,
sacaba las pinturas a la mortecina luz de un flexo, para recrearme con la
visión de aquellas acuarelas de las que me sentía tan orgulloso.
Una de
esas tardes en la playa, mis ensoñaciones me llevaron mar adentro, hasta la isla
del pirata y, viajando en el tiempo, me imaginé que rescataba a la dulce y
bella princesa cautiva y vivíamos un apasionado romance, para acabar convirtiéndose
en mi esposa. Me vi también buscándola, tras su trágica desaparición, y hallándola,
exánime, en el fondo del mar, para devolverla a la vida y convertirme así en su
héroe salvador. Solo con pensar que la historia que corría de boca en boca
pudiera haber sido cierta, me embargaba una terrible tristeza. Si realmente su
maltrecho cuerpo fue lanzado al mar, como carnaza para los peces, ¿qué había
sido de él? ¿Y si se conservaba intacto en alguna cueva submarina, esperando ser
encontrado para darle su merecida sepultura? ¿Y si lo que decían ver los
pescadores era realmente su espíritu, que vagaba, como alma en pena, por la
isla incapaz de hallar su camino hacia el más allá? ¡Qué ridículo me sonó todo
aquello cuando volví a recobrar la razón!
Sea
como fuere, mi innato romanticismo y mi inagotable fantasía me empujaron a
hacer algo puramente simbólico pero que, de pronto, sentí como un deber imperioso
en memoria de aquella joven que bien podría haber existido y fallecido tal como
me lo habían contado. Le escribí un poema, que luego metí en una botella que
lancé al mar. Desde entonces, todos los días, cuando acudía a la playa,
escudriñaba la orilla por si acaso mi botella había sido devuelta a tierra firme
por el ingrato oleaje, por si el mar hubiera rechazado hacer de mensajero o por
si alguna criatura marina quisiera darme a entender lo inútil e irracional de
mi acción. Pero nunca apareció.
Al
término de las vacaciones, cuando fui a despedirme de aquella playa y de aquel
mar que me habían acompañado tantas tardes, observé que en el islote había
movimiento humano, se veía gente subiendo y bajando de unas barcazas que
parecían cargadas de algo más que de personal. Cuando pregunté, me dijeron que alguien
había comprado el islote y que se disponía a construir allí un hotelito, pues
el interés turístico de la zona estaba en alza y tenía un futuro prometedor.
Ello me produjo una tristeza añadida a la de mi marcha, pues la isla del pirata
ya no volvería a ser la misma.
Al verano
siguiente no volví a aquel pueblo de la costa a pasar las vacaciones de verano,
ni al otro, ni en los sucesivos veinte años. Mis acuarelas, mis escritos y mis
recuerdos de aquel verano quedaron arrinconados en el fondo de mi memoria y de
mi armario durante toda mi adolescencia y solo emergían muy de tarde en tarde,
cuando mi recalcitrante nostalgia salía a flote, entre libros y libros de texto.
Pero el
azar o el destino hizo que dos décadas después, convertido en médico a la
fuerza, volviera a aquella franja de mar, transformada ya en un lugar muy
preciado por el turismo. Solo serían dos semanas, las que mis exiguas
vacaciones me permitían. Llevaba muchísimo tiempo queriendo volver, pero no
acababa de decidirme. Nunca segundas partes fueron buenas, dice el refrán. De
niño me había parecido un lugar de ensueño, pero tras el boom turístico, seguro
que todo su atractivo se había esfumado. Hasta que un día, navegando por
internet en busca de lugares con encanto donde pasar esas dos semanas de
descanso, reparé que entre las muchas ofertas para elegir había una que llevaba
por nombre “La isla del pirata”. No podía creerlo, esa era “mi isla del
pirata”, la fotografía no inducía a error, y ese pequeño hotel remodelado que
se anunciaba no podía ser otro que aquel hotelito del que me hablaran antes de
marcharme de allí.
Necesitaba
sosiego, abstraerme de todo y reencontrarme con aquel niño que fui, romántico,
imaginativo y, sobre todo, feliz. Después de tantos años de ausencia, volvería
al lugar que tantos gratos recuerdos me traía. Escribiría. Y pintaría. Seria
libre de hacer lo que se me antojara sin tener que dar explicaciones a nadie,
ni a mis padres, contrarios a todo lo que no fuera algo serio y de provecho, ni
a mis hermanos, que seguían siendo unos insensibles majaderos.
Una lancha
cubría el traslado entre el flamante puerto deportivo del pueblo y el islote,
que seguía siendo aquel promontorio a una milla escasa de tierra firme que yo
recordaba. Logré una habitación con vistas al pueblo y a la playa que me vio
escribir y pintar tantas tardes de un verano ya muy lejano.
Me
sentía inspirado. Escribía y pintaba sin apenas descanso. ¿Qué hacía yo
ejerciendo de médico si mi verdadera vocación me reclamaba tomar otros
derroteros? Pero no todos podemos elegir libremente nuestro futuro. A veces se
interponen obstáculos insalvables. El hombre propone y Dios dispone, dice otro
refrán. Y entonces recordé lo que, según la leyenda, había tenido lugar justo donde
me encontraba. También aquella joven princesa vio su felicidad truncada contra
su voluntad. Y de nuevo volví a ser aquel niño soñador de doce años y me
imaginé qué habría sido de mí si no hubiera accedido a las presiones familiares
y hubiera acabado siendo escritor, o pintor, o ambas cosas. Y volvió a mi mente
aquella botella lanzada al mar en busca de una destinataria anónima y tal vez inexistente.
Una
noche, tumbado en la cama, viendo el cielo estrellado a través de la ventana
abierta de par en par, me imaginé a una joven, princesa o no, viviendo en el
fondo del mar, cual sirena, encontrando mi botella y leyendo mi poético mensaje.
Y me imaginé que me respondía con otro. Un mensaje no de amor sino de ilusión y
de esperanza. Un mensaje que me dijera cómo ser feliz el resto de mi vida. Y
con este nuevo ensueño infantil caí profundamente dormido.
El día
siguiente amaneció con un color tan vivo y brillante que invitaba a tomar, sin
demora, mi caballete y sentarme a pintar junto a las rocas, con la espuma de
las olas rompientes salpicándome la cara. El mar estaba muy agitado. El viento
soplaba con fuerza, de ahí que las nubes hubieran emigrado a otras latitudes. Una
joven de largos y negros cabellos me advirtió del peligro que corría estando
tan cerca del mar embravecido, que más de uno se había precipitado y caído al agua
y su cuerpo nunca había sido hallado. Sonriendo, ante un consejo que me pareció
innecesario y casi maternal, se lo agradecí dándole a entender, cortésmente,
que sabía cuidar de mí y que tendría cuidado. Por toda respuesta, me recomendó
que, aun así, no dejara de mirar el mar y, tras devolverme una enigmática
sonrisa, como si supiera algo que no me había querido revelar, desapareció. ¿De
dónde había salido aquella muchacha? No la había visto en todos esos días de
estancia en el hotel, de lo contrario me acordaría de aquella cara, de esos
ojos tan azules y su larga cabellera azabache. Debía de haber llegado
recientemente y no había tenido ocasión de verla.
Desde
aquel preciso instante, me sentí turbado por las palabras de la joven y no podía
evitar, entre pincelada y pincelada, echar un vistazo al mar que parecía enfurecerse
por momentos. En una de esas ocasiones, vi cómo una ola rompía violentamente
contra las rocas y, al retirarse, dejaba recostaba sobre una de ellas lo que,
por su forma y brillo, me pareció una botella. No pude reprimir dar un brinco.
¡Una botella! Y estaba cerrada con un tapón de corcho, como la que yo había
lanzado de niño. Y parecía contener algo. ¿Un mensaje, quizás? ¿Y si fuera mi
botella y el mar me la devolvía? ¡Qué pensamiento más absurdo! ¡¿Cómo iba a
recuperarla después de veinte años?! Por ridículo que os parezca, me precipité
hacia las rocas, aprovechando que se habían retirado dándome una breve tregua, sin
atender a los gritos de advertencia de algunos huéspedes que estaban tomando el
sol. No hice caso ni de gritos ni de advertencias. Quería esa botella y quería ver
lo que contenía. Y una vez logrado mi arriesgado objetivo, comprobé que,
lógicamente, no era la mía. Todos los allí presentes debieron tomarme por loco
al comprobar que recogía mis bártulos y me marchaba raudo tras hacerme con un
frasco de vidrio que se había estrellado, sin romperse, contra las rocas.
Una
vez en mi habitación, con el corazón desbocado por la emoción del niño que cree
haber hallado un tesoro largo tiempo escondido, abrí, no sin cierto esfuerzo, el
misterioso recipiente. Contenía lo que parecía una lámina abarquillada. La
saqué y desenrollé con sumo cuidado, no fuera a desgarrarse. Lo que vieron mis
ojos me dejó boquiabierto. No lo podía creer. Era una especie de mensaje, o
mejor debería decir un regalo. Y era suyo, no había lugar a dudas. Y era muy
especial. Era una bellísima acuarela que solo ella podía haber hecho para mí.
Todavía
hoy, reconvertido en pintor, la conservo como oro en paño. La titulé, como no
podía ser de otro modo, “La isla del pirata”, aunque solo yo conozco el
significado. ¿Queréis verla? No se la enseño a nadie porque no deseo tener que
explicar de quién es, qué significa y cómo la conseguí, pero hoy haré una
excepción con vosotros. Aquí la tenéis. ¿A qué es maravillosa?
Pintura
a la acuarela, o garabata, como la define su autora, mi compañera de letras conocida
con el seudónimo “Te cuento de viajesCVT”, cuyo blog os animo encarecidamente a
visitar: https://tecuentodeviajes.wordpress.com/
Este
relato ha sido fruto de la invitación recibida de esta bloguera viajera y
artista, consistente en hallar la inspiración en una de sus bellísimas
pinturas. Si deseáis leer su última entrada, aquí tenéis el enlace: https://tecuentodeviajes.wordpress.com/2018/01/24/un-mar-sin-dudas/