miércoles, 30 de septiembre de 2020

No está en venta

 

Acabo de cumplir setenta y nueve años y llevo dos viviendo una guerra sin cuartel. Estoy ya muy cansado de batallar, pero todavía me quedan fuerzas para seguir resistiendo.

Esta pequeña ciudad ha sufrido una transformación que me resulta devastadora. Casi no la reconozco. Acepto la modernidad como algo inevitable, pero no la inhumanidad. Sé que las grandes capitales han experimentado este mismo cambio desde mucho antes y también sé que otros, antes que yo, han vivido el mismo conflicto y acabaron claudicando. Pero eso no es óbice para que yo quiera mantenerme firme como una roca.

—Señor Aguilar, sea realista. No tiene nada que hacer. El plan de remodelación del barrio hace años que fue aprobado por el Ayuntamiento y es imparable. Siga el ejemplo de sus vecinos y acepte nuestra más que generosa oferta, de lo contrario tendremos que tomar medidas drásticas, cosa que a ninguna de las dos partes nos conviene. Nadie en el vecindario dudó ni por asomo. Con lo que obtuvieron han cambiado a un lugar muchísimo mejor.

—Por cuarta o quinta vez, ya he perdido la cuenta: ¡Váyanse a la mierda!

De esa conversación, si así puede llamarse, hace dos semanas. Desde entonces, el ruido ensordecedor de las máquinas me vuelve loco de día y la imagen de lo que van dejando tras de sí no me deja pegar ojo por la noche. Es un suplicio, pero esos mentecatos no me conocen bien.

 

—Ramón, por el amor de Dios, mira cómo te has puesto. Venga, sube a lavarte, que tu padre está a punto de llegar y ya sabes que quiere cenar pronto.

—Ya voy, mamá, una última tirada y subo.

—Joder, tío, tu madre es un sargento, y de tu padre ya no digo nada.

 

¡Qué equivocado estaba Juanito! Mi madre era la mejor madre que un niño como yo, malcriado y avieso, podía tener. Siempre me decía que era un diablillo. Aunque yo le quitaría el diminutivo. Y mi padre… ¿qué decir de él? Un hombre muy recto y autoritario, eso sí, pero noble. Trabajador como pocos y pluriempleado como muchos. Solo le veía un par de horas al día, al volver de su trabajo vespertino. Estaba con él lo que duraba la cena y durante un breve descanso en su sillón orejero, leyendo el periódico del día anterior, que muy gentilmente le guardaba el señor Ramón, el vecino del piso de arriba. Luego se acostaba, pues tenía que madrugar para ir a la fábrica. Nos daba un par de besos a mi madre ya mí, y hasta el día siguiente.

Ese viejo sillón de cuero, ya entonces bastante ajado, es lo único que conservo de él, aparte de los recuerdos, que son muchos. Se lo compraron sus compañeros de trabajo como regalo de bodas. De eso debe de hacer… En fin, qué más da. El caso es que estos días está siendo mi mejor compañero de piso. Me paso horas sentado en él mientras observo lo que va quedando del barrio.

Llevo varias semanas enclaustrado voluntariamente. No pongo los pies en la calle para que no me atosiguen los periodistas, y mucho menos esos buitres de la inmobiliaria. Pero lo que peor soportaba cuando todavía llevaba una vida hasta cierto punto normal, era el modo en que me observaban los obreros. En sus rostros advertía una mirada lastimera, al pensar —supongo yo— que este viejo chocho acabará, lo quiera o no, en la calle, o bien un rictus de incomprensión del que piensa que se tiene que estar loco para no aceptar marcharse de este cochambroso lugar, cuyos únicos vecinos que aún quedan son las ratas y algún que otro perro callejero.

—A su edad y viviendo solo, para qué quiere un piso tan grande que, además, se cae a pedazos. Con lo que le ofrecemos puede comprar un piso mucho más acogedor y prácticamente nuevo. Nosotros mismos le podemos buscar uno que esté cerca de aquí, si tanto apego le tiene a este barrio —fue la última intentona de aquel mequetrefe, que decía ser abogado de la empresa.

—Aquí nací y aquí moriré. Solo me sacarán con los pies por delante —fue mi última respuesta.

Cuando se marchó, con evidentes señales de enfado, antes de cerrar la puerta, me observó como si viera un insecto asqueroso y, balanceando la cabeza, suspiró a la par que salía al rellano dando un portazo. 

 

—Papá, papá, ¿jugamos al escondite?

—Vale, Alberto, pero solo un ratito, que luego no hay quien te pare. Anda, que cuento hasta diez.

—Jo, cuenta hasta veinte, que no me da tiempo a esconderme.

—Mamá, ¿me ayudas a hacer los problemas de matemáticas?

—Pídeselo a tu padre, cariño, que de eso sabe más que yo.

Y Amalia venía rauda hacia mí con la libreta y el bolígrafo en las manos, mientras Juani se metía en la cocina para preparar la cena y, de paso, mi bocadillo para el día siguiente.

 

¡Tantos recuerdos encierra este lugar! El día de la boda de Amalia. Parecía una princesa vestida de blanco, saliendo de su habitación junto a su emocionada madre. ¡Cuántas lagrimas derramó mi Juani cuando su “niña” dejó el hogar familiar! Se suponía que debía ser yo quien más se emocionara. El padre que ve partir a la niña de sus ojos. Pero me negué a que aflorara mi pena en un día en el que solo cabía la alegría.

Con Alberto, en cambo, fue muy distinto. Se me hizo un nudo en la garganta al verle allí, de pie, esperando a la novia. No pude contener alguna que otra lágrima descarriada. Creo que fue porque me vi a mí mismo cuando, nervioso y emocionado, vi entrar por la puerta de la iglesia, del brazo de su padre, a mi Juani, la que ha sido una madraza tan paciente y abnegada como lo fue la mía. Las estrecheces económicas del principio, las letras que pagar, los dos partos con dolor, las noches prácticamente en vela por culpa de unos cólicos o de unas fiebres catarrales, porque yo tenía que levantarme de madrugada, como hizo mi padre durante más de cuarenta años. Tantos desvelos y tanta felicidad en común truncada por un cáncer de pulmón, ella que nunca fumó.

Los jóvenes no entienden el valor que para un viejo tiene el hogar que le vio nacer, donde creció y donde formó una familia. Y los empresarios solo saben ver un buen negocio. Para ellos, esos recuerdos representan un problema para sus planes, que no pueden ser obstaculizados por un viejo testarudo como yo. Pisos nuevos, edificios nuevos, barrios nuevos. Todo nuevo, menos la vida. Porque mi vida en otra parte no sería nueva. No me rejuvenecería, al contrario, me moriría de añoranza. Todos mis recuerdos están aquí, entre estas cuatro paredes. Ni siquiera mis hijos lo comprenden, a pesar de que también vieron la luz por primera vez en este lugar.  

 

—Pero, papá, si hasta huele a rancio —me dijo Amalia, arrugando la nariz.

—Y las paredes tienen más grietas que tú arrugas en la cara —añadió Alberto, siempre tan guasón.

—Además, ¿acaso no recuerdas que mamá ya te dijo en vida que preferiría vivir en un piso más moderno? —añadió mi hija.

—Lo decía porque no tenemos ascensor y cada vez le costaba más subir las escaleras —repliqué—, pero desde que nos dejó, eso ya no es un inconveniente. Todavía me siento con fuerzas para subir los tres pisos a pie.

 

La verdad es que no es del todo cierto. La artrosis cada vez me limita más el movimiento y los huesos me crujen como si se quejaran del maltrato al que les tengo sometidos. Pero como ya no salgo a la calle, tema solucionado, al menos mientras Pedro, ese joven tan amable del supermercado, siga haciéndome el favor de traerme la compra. El pobre llega resoplando y eso que solo debe de tener veintitantos años.

El único precio que debo pagar por mi cabezonería es la propina que le doy a ese chico. Y solo es una vez a la semana.

Durante todo este tiempo he llegado a la conclusión de que la soledad será a partir de ahora mi mejor amiga. No necesito a nadie. Estoy acostumbrado a vivir solo desde que mi Juani nos dejó. ¡La echo tanto de menos! Y también siento añoranza por mis antiguos amigos del trabajo, de los que me he ido distanciando. Ni tan solo sé si todos siguen vivos. 


—Papá, no puedes seguir así, vente a vivir conmigo. Marta está de acuerdo, sabes que te quiere como a un padre. Tenemos espacio de sobra, pero si lo prefieres, podrías ir alternando, una temporada con nosotros y otra con Amalia y Jorge. Ya lo hemos hablado. —me dijo Alberto en una ocasión.

Por toda respuesta le dije que muchas gracias, pero que prefería seguir viviendo solo, que a mi edad los cambios no son buenos y nos volvemos un estorbo para los jóvenes. Una excusa como otra cualquiera. Prefiero estar aquí, sin apenas moverme, que estar haciendo la maleta cada treinta días. Me sentiría como un bulto que va de aquí para allá. Ni hablar.

Acabo de encontrar una nota que alguien me ha pasado por debajo de la puerta. Me dan cuarenta y ocho horas para desalojar el piso. De lo contrario, la Policía Municipal ya tiene orden para echarme a la fuerza si es necesario. Nadie se ha movilizado en mi defensa. ¡Mira que ha habido protestas por situaciones idénticas a la mía! Pero ya no quedan vecinos que puedan movilizarse a mi favor. Si todos aceptaron marchase, ¿cómo van a oponerse a mi desalojo?


Hoy vence el plazo que me han dado. Nunca creí que tuviera que utilizar el plan B, como se suele llamar. Pero no tengo otra opción. No me queda otro remedio que aceptar lo inaceptable.

Los espero sentado en mi viejo sillón. Si mi padre levantara la cabeza… Solo lo siento por si alguien paga las consecuencias de mi acto.

Jamás hubiera imaginado que algún día mi experiencia como técnico en explosivos me sirviera para esto.

Ya oigo el barullo en la calle. Ha llegado el momento. Los agentes de policía están subiendo por la escalera. Ya no hay otra salida. La cuenta atrás ha empezado.

—Diez, nueve, ocho, siete… —ya están en el rellano—, seis, cinco, cuatro —están aporreando la puerta para echarla abajo—. tres, dos, uno…


martes, 15 de septiembre de 2020

El profesor chiflado

 


Acogiéndome a las reglas de este reto, el argumento que me ha tocado en suerte (por decir algo) es el siguiente:

"Un profesor de literatura al que le gusta regalar lo que lleva a los demás y un diseñador de moda aficionado a cantar en karaokes, se contagiarán de una extraña enfermedad, pero todo será diferente con la presencia de una maquilladora de cadáveres, donde el terror a lo desconocido y la importancia de la amistad estarán presentes en una historia de amor"

Para resumir en 250 palabras un argumento como este, me he permitido seleccionar, tal como indican las normas del reto, los personajes a mi antojo. Y esto es lo que ha quedado:

El profesor chiflado

A Manuel Argüelles sus alumnos le tenían por un chiflado porque los obsequiaba con todo tipo de objetos.

Un día le tocó el turno a Luisa, una estudiante que guardaba un secreto: se ganaba un dinerillo como maquilladora de cadáveres.

El objeto con el que la obsequió fue un pintalabios de color rojo sangre.

Una noche, Manuel estaba tomando unas copas en un karaoke que solía frecuentar cuando la casualidad hizo que allí estuviera también Luisa. Acabaron compartiendo mesa y charla. Tras unas copas de más, ella le confesó a qué se dedicaba en su tiempo libre. Movido por la curiosidad, él quiso conocer su lugar de trabajo. Los muertos le provocaban un cierto morbo.

A pesar de las reticencias de la joven, acabaron en el local donde ella acudía al salir de clase.

Luisa le mostró su último trabajo, una mujer a la que solo faltaba pintarle los labios. Sin pensárselo dos veces, sacó de su bolso el pintalabios que Manuel le había regalado. Rojo sobre blanco. Acto seguido, ante la sorpresa de la joven, él se lo arrebató para retocar los de ella. Luego, empujado por un impulso irracional, la besó apasionadamente. Cuando se retiró, vio cómo Luisa lo contemplaba atónita. Los labios de Manuel estaban inexplicablemente contraídos en un rictus de dolor. Los de la finada, en cambio, parecían sonreír.

Al día siguiente, ambos estaban en el Instituto Anatómico-Forense. Habían caído fulminados por una extraña enfermedad. Nunca se supo la naturaleza ni el origen de la misma.



miércoles, 9 de septiembre de 2020

El beso

 


Todo empezó un mes de octubre de hace dos años. Estaba en Viena por motivos de trabajo. Dos semanas de estancia me permitirían emplear mi tiempo libre para hacer turismo, pensé. Solo llevaba una semana en la capital del Danubio cuando fui al museo Belvedere. Quería contemplar El beso, o Der Kuss, en alemán, el famoso cuadro de Gustav Klimt. Desde que vi la película “La dama de oro”, en la cual aparece otra célebre obra de este mismo autor, El retrato de Adele Bloch Bauer, actualmente expuesto en la Neue Galerie de Nueva York, no podía dejar pasar la oportunidad de disfrutar de una maravilla equivalente y más cercana.

A las diez de la mañana del primer domingo de mi estancia vienesa, tan pronto como abrieron las puertas del museo, me encaminé, presuroso, hacia la sala donde se expone esta obra pictórica, cuyos reflejos dorados parecen querer salir de la tela. Quedé extasiado.

Pero lo que nunca olvidaré de aquella visita no es la obra del insigne pintor alemán, sino la voz que oí a mis espaldas y, sobre todo, la imagen que la acompañó cuando, al girarme, la vi.

Parecía salida del cuadro que estaba contemplando. Alta, esbelta, cabellos cobrizos, piel rosada, labios rojos, y una sonrisa misteriosa. Parada a pocos centímetros de mí, casi rozándome, me miraba fijamente.

 —¿Te gusta? —me dijo casi al oído.

—¡Y tanto! —fue todo lo que supe contestar, turbado como estaba por la inesperada visión de aquella diosa hecha mujer.

—¿De dónde eres? —volvió a preguntar.

—De Barcelona —dije, tragando saliva.

—¿Y qué haces por estas tierras lejanas? —dijo sonriendo abiertamente y con una mirada deslumbrante.

—Trabajo para una empresa austríaca y tendré que estar unos cuantos días en Viena. Así pues, aprovecho mi tiempo libre para hacer turismo cultural —ahora fui yo quien sonrió, ya más distendido.

—Pues, si quieres, puedo hacerte de guía por la ciudad. Conozco Viena como la palma de mi mano.

—¿Acaso no eres de aquí? —quise saber. Por toda respuesta, otra sonrisa intrigante.

Desde aquel momento y hasta que tuve que regresar a casa, solo nos separamos el tiempo justo y necesario para atender mis obligaciones profesionales. Éramos inseparables. No nos conocíamos de nada, pero no importaba, nos compenetrábamos estupendamente bien, como una pareja de enamorados. Bien, yo era, en todo caso, el enamorado. Ella no lo sé, no supe en todo ese tiempo que pasamos juntos qué sentía por mí. Lo que sí puedo asegurar es que el primer beso que nos dimos, una noche, junto al teatro de la ópera, ha sido la experiencia más inolvidable de mi vida. Si alguien nos hubiera hecho una fotografía, seguro que habría parecido una réplica del famoso cuadro.

El momento del adiós fue como me lo imaginaba, triste para ella y doloroso para mí. No pude reprimir decirle lo que hacía días quería, pero temía por miedo al rechazo, al ridículo: «te quiero». Su respuesta fue, de nuevo, aquella sonrisa misteriosa que la caracterizaba. Un beso selló nuestra despedida, una despedida que esperaba fuera transitoria. «Volveré pronto», le dije. «No me olvides», contestó.

Tan pronto como llegué a casa, quise escribirle, pero me di cuenta de que no conocía su dirección. Nunca quiso que fuéramos a su casa; siempre nos citábamos en mi hotel o en cualquier otro lugar de su elección. ¿Cómo no había reparado en ello? Tampoco tenía su número de teléfono. A ella sí le había dado el mío, pero nunca me había tenido que llamar. ¿Acaso no quería que supiera el suyo? Estaba hecho un lío. De pronto, la imagen deslumbrante de aquella chica que me había robado el corazón se enturbió en mi mente. La venda caía de mis ojos mientras la decepción más profunda se apoderaba de mí. Todo había sido un juego, pensé.

 

Al cabo de un tiempo volví a Viena. Por todas partes me parecía verla: en los restaurantes, en la calle, en el hall del hotel… Pero solo eran fantasmas del pasado o como un espejismo en medio del desierto. Fui de nuevo al museo para rememorar aquel encuentro. Cuando llevaba un buen rato delante del cuadro que nos dio a conocer, noté un soplo frío en la nuca y un susurro que me hizo estremecer. «¿Te gusta?», me pareció oír. ¡Era su voz! ¡Era ella! Pero al darme la vuelta comprobé que no había nadie en la sala, a excepción de un vigilante.

 

Cuando se lo conté a un buen amigo, solo supo decirme: «No te obsesiones. Te lo pasaste de puta madre y sin compromiso alguno. ¿Qué más quieres, tío? Ya encontrarás a otra»

Decididamente, mi amigo no sabe lo que es estar enamorado. Ahora solo me pregunto si aquella chica alta, esbelta, de cabellos cobrizos, piel rosada, labios rojos y sonrisa misteriosa llegó a existir o todo fue una alucinación. El caso es que la añoro y no puedo pensar en Viena ni ver ningún retrato de Gustav Klimt sin revivir aquella breve, pero bella y misteriosa historia de amor.