Una
sorpresa amorosa
Teodoro, Teo para los amigos,
es un joven singular y este calificativo le viene de lejos. De niño poseía dos
cualidades irreconciliables que le hicieron sufrir lo indecible: era
tremendamente enamoradizo y extremadamente tímido. ¿Cómo conjugar ambas cosas y
no ser desgraciado?
Su
primera experiencia amatoria tuvo lugar cuando contaba doce años de edad, un
amor de primero de ESO, al que no llegó a conocer hasta que el curso hubo
acabado. Y es que ese amor misterioso, anónimo, surgió de la nada después de unas
vacaciones de Semana Santa, con lo cual Teo solo tuvo un trimestre para llevar
a cabo sus averiguaciones y tratar de descubrir su identidad, tiempo este que le resultó
insuficiente. Teo tampoco era, pues, un lince.
Todo
empezó una tarde de finales de abril, cuando, justo antes de iniciar la clase
de literatura, encontró, al abrir su pupitre, una nota manuscrita en una
octavilla convenientemente doblada. Con una letra pulcra y delicada, alguien
había escrito:
Teodoro Montoro
No sabes cuánto te adoro
Y ello
seguido por un corazón pintado en rojo, con una flecha atravesándolo de lado a
lado. Todo un clásico.
─Pero ¿qué
es esto? ─dijo para sí el muchacho, asombrado y mirando a su alrededor.
─¿Dice
usted algo, señor Montoro? Si tiene algo que decir, hágalo en voz alta y así
todos nos enteramos.
─¿Qué?
¿Cómo? Ah, no, no, señorita Pitarque. Buscaba mi libreta de apuntes.
─Pues
dese prisa y cierre de una vez el pupitre que la clase ya ha empezado y usted
está en Babia, como siempre.
La
clase de literatura pasó sin que el aturdido Teo se enterara de casi nada de lo
que allí se decía. Solo iba rumiando quién sería la autora de ese poema con
aquella letra tan bonita y tan femenina.
─Aunque
no es muy original. Es un simple pareado ─volvió a verbalizar sin darse cuenta.
─Pues
no. ¿Cómo va a ser un pareado? ─bramó la profesora desde la tarima, mirándole
con ojos asesinos mientras señalaba la pizarra con furia─. ¡Es un cuarteto! ¿No
ve que hay cuatro versos y el primero rima con el cuarto y el segundo con el
tercero? ¡Pero si esto ya lo vimos el curso pasado! En fin, sigamos.
Pero
lo que siguió hasta finalizar la clase fue la tarea mental de Teo para lograr
adivinar quién le adoraba hasta el punto de escribirle esa nota versada. Por
mucho que miró a su alrededor, no observó ninguna cara mínimamente sospechosa.
Ningún rubor, ninguna sonrisa ni mirada cómplice. Nada de nada.
La
siguiente clase, la de religión, fue mucho peor. El padre Arrufat, que seguía
sin soportar la presencia de niñas en clase, volvió a tratar sobre el pecado
original. Era su tema predilecto, hablando de la expulsión de nuestros primeros
padres del Paraíso por culpa de la tentación sufrida por el pobre Adán y el
modo en que sucumbió a causa de una simple manzana que le ofreció Eva, la
tentación hecha mujer.
─Porque,
claro, ya sois mayorcitos como para saber que la manzana simboliza otra cosa,
no hace falta que os lo diga ¿verdad? ─Y barría con su mirada lasciva toda la
clase, mientras Teo, un poco avergonzado, abría la mano, que todavía cobijaba
aquel regalo inesperado, y veía cómo el papelito arrugado se transmutaba en una
sabrosa manzana que le decía “cómeme”.
Desde
aquel día, Teo no dejaba de espiar a sus compañeras de clase. En el patio, en el
aula, en los pasillos, hasta en la calle, a la salida, no dejaba de observar
sus movimientos. Su mirada las seguía a todas partes, excepto a los lavabos,
claro.
Pasó
una semana sin novedad en el frente. Hasta que volvió a ocurrir, pues otra nota
apareció, por arte de magia, en su pupitre. Sin duda la autora aprovechó un
momento de distracción de Teo o, mejor dicho, de aprieto, pues fue al volver
del servicio, aliviado de un sorpresivo apretón, cuando al abrir su pupitre la
vio. Esta vez, sin embargo, era un papelito rosa y ligeramente perfumado. Lo
tomó rápidamente y lo escondió en uno de sus bolsillos antes de que el profesor
de matemáticas lo advirtiera. Sólo faltaría que se lo hiciera leer en voz alta.
Pero
la fortuna no le sonrió y, al levantarse de su asiento a requerimiento del
profesor, que le llamaba al entarimado para que intentara resolver una ecuación
de segundo grado, se le cayó el papelito por el camino. Aunque Teo reaccionó
rápidamente, un compañero sentado en la primera fila, junto al pasillo, se le
adelantó y, visto y no visto, lo agarró al vuelo. A Teo le temblaron las
piernas y de su boca salió un lamento estertóreo, a la vez que el señor
Herrero, el profesor, exigió que se lo entregaran de inmediato. Pero ya era
tarde para el atribulado Teo. El alumno recoge-papeles ya lo había abierto y leído,
soltando una sonora carcajada.
El maestro,
por una vez en su vida académica se mostró discreto y sin inmutarse y, tras
leer la olorosa misiva, se la entregó a su propietario, quien, todavía sonrojado,
se la volvió a guardar. Ya la leería después. Pero no hizo falta esperar mucho,
pues al término de la clase, tan pronto como el profesor abandonó el aula, quien
se había hecho con la misiva voladora antes de tocar el suelo, quiso hacer
pública la dedicatoria.
─No os
vais a creer qué pone en ese papelito ─dijo en tono de burla─. Léelo, anda, que
se enteren todos.
Y
viéndose acorralado y que, de no hacerlo, se le avecinaba una sarta de
guantazos, el abochornado Teo no tuvo más remedio que acceder y con voz trémula leyó:
Teodoro Montoro,
No sabes cuánto deseo
Que acaricies mis rizos de oro
─Vaya
terceto más ridículo y, además, con una métrica de mierda ja, ja, ja.
Y toda
la clase coreó la gracia. Risas y pitos resonaron por doquier. Pero Teo resistió
como pudo el temporal. Solo quiso ver, entre todas las caras, cuál no se
burlaba de él. Pero, aunque vio alguna que solo esbozaba una ligera sonrisa
─¿quizá para disimular?─, no pudo sacar nada en claro.
De
camino a casa iba pensando en el modo de desenmascarar a la poetisa en ciernes.
Al menos iba mejorando, de un triste pareado se había atrevido con un terceto. Seguía
sin ser gran cosa, pero... ¡Rizos de oro! ¿Quién, entre todas las chicas de la
clase, era rubia y con el pelo ensortijado? Solo podían ser dos: Adela Candela
o Sonsoles Musoles. Lo bueno era que ya solo tenía un margen de error del
cincuenta por ciento, pues la lista de sospechosas se había reducido a solo
dos. Lo malo era que se trataba de las dos más feas de la clase.
Así
pues, haciendo caso a su escasa intuición, decidió no arriesgarse y olvidarse
del tema. Fuera quien fuese la que suspiraba por su amor, no le apetecía ser la
burla de la clase por bailar con la más fea.
De
este modo, pasaron los días con absoluta normalidad, hasta que otro poema hizo
aparición en el mismo lugar de siempre. En esta ocasión se trataba de un
cuarteto y, aunque más elaborado, no tenía muy buena pinta. Decía así:
Teodoro, no me seas timorato
Sígueme buscando con mucho más tesón
Solo conmigo conocerás la emoción
A menos que quieras pasar un mal rato
¡Ahora
resultaba que se ponía agresiva! ¿Qué significaba lo de pasar un mal rato? ¿Era
una amenaza? ¿Sería una acosadora?
Los
últimos días de curso, el pobre Teodoro pasó no solo uno sino muchos malos
ratos escudriñando a las dos rubias con pelo rizado de la clase, intentando ver
un atisbo de malicia en sus ojos, sorprendiendo a alguna de las dos dirigiéndole
una mirada perversa o una sonrisa irónica, cualquier cosa que sugiriera que era
su peculiar hostigadora. Quizá lo mejor habría sido ir de frente y preguntarles
a la cara quién de las dos le escribía aquellos mensajes. Pero si esa primera
parte ya le resultaba violenta, mucho peor sería tener de rechazar a su
pretendienta. Además, las dos eran unas chicas más altas y robustas que él, lo
cual aumentaba aún más su extrañeza. ¿Cómo podía, quien fuera su enamorada,
haberse fijado en él? Un bofetón de cualquiera de esas Valquirias podría hacerle
morder el polvo y despojarle de la poca seguridad que tenía.
El
curso llegó a su fin y con él también terminaron las cuitas de Teodoro. El
curso que viene ya se habrá olvidado de mí, se dijo. Al cabo de pocos días
marcharía de vacaciones al pueblo donde vivían sus abuelos. Hasta primeros de
septiembre. Así pues, aquí paz y después gloria.
Pero al
poco de haberse instalado en el pueblo llegó una carta. Era para él. El sobre y
el papel eran de color rosa y ambos desprendían un aroma empalagoso que Teo recordó
de inmediato. Subió corriendo a su habitación para leer, en la intimidad, lo
que en ella ponía. Volvía a ser un simple pareado escrito con la misma letra
primorosa que en las otras tres ocasiones.
Ya que mi identidad no has adivinado
Ahora seré yo quien corra a tu lado
Esta vez el poema llevaba firma. Solo ver de quién
se trataba, en oso Polar se convirtió, blanco por fuera y frío por dentro, y comprendió
que aquellas vacaciones no serían tan pacíficas y gloriosas como esperaba. No
se lo podía creer. En una semana, a lo sumo, estaría allí. Con él. Y no tendría
escapatoria.
Teodoro
nunca tuvo el don de la adivinación ni la cualidad de observador. Y por lo
visto, la memoria tampoco era precisamente su punto fuerte. Esos tres defectos
le habían llevado a cometer un grave, aunque comprensible, error de cálculo.
Nunca habría imaginado la identidad de quien había escrito todos esos poemas
que ahora se le antojaban ridículos y embarazosos. Nunca pensó en tal
posibilidad. En ese mismo pueblo también solía veranear el nieto del aguacil,
Arnaldo Montalvo, el alumno más gamberro y bravucón de la clase. Era alto, muy
corpulento y su cabello era muy rubio y rizado.
Una
súbita y aguda gastroenteritis hizo mella en el delicado cuerpo de Teo. Unos
terribles vómitos y una imparable diarrea obligaron a sus padres a llevarlo de
inmediato a un hospital, donde estuvo unos días ingresado, y, de allí, de
vuelta al hogar paterno, donde tuvo que hacer reposo y seguir una dieta muy
estricta. Nadie se explicó lo ocurrido. Nadie más en la familia ni en el pueblo
enfermó ni sintió unas mínimas molestias estomacales o abdominales. Aquel
verano se le hizo a Teodoro eterno, contando los días que faltaban para
reanudar las clases. Por fortuna no recibió ninguna carta más. Pero, ¿qué le
depararía el próximo curso? Solo con imaginarlo le volvían los retortijones.