martes, 23 de abril de 2019

María y Armando



María está acodada en el alféizar de la ventana anhelando ver a su enamorado. Como cada día, a la misma hora, le espera con el corazón en un puño. Desde hace unos días, sin embargo, Armando, el amor de su vida, no le regala los oídos con esas galanterías que a ella le erizan el vello de pura emoción. De hecho, no le dice nada, pasa sin siquiera mirarla y sigue su camino sin detenerse. ¿Acaso ya no la ama?

Hoy, cuando pase junto a su ventana, será ella la que le lance un requiebro. Lo ha leído en un librito de poemas y se lo ha aprendido de memoria. Aun así, teme que los nervios la traicionen, por lo que no deja de ojear ese corto pero precioso texto que lleva escrito en un pedacito de papel que sujeta con sus temblorosas manos.

Se hace tarde y Armando no aparece. Desde su ventana, María puede ver toda la calle hasta la plazoleta, esa en la que se conocieron. No le ve. Oscurece. Son ya pocos los viandantes a aquellas horas. Y total solo son las ocho.

“Las ocho. ¿Las ocho? A ver, a ver, piensa María. ¿Es a las ocho de la mañana o de la tarde cuando pasa Amando por delante de mi ventana? Claro, ¡qué tonta! Me he equivocado de hora. Es por la mañana cuando pasa por aquí, cuando va hacia el trabajo. ¡¿Cómo he podido equivocarme de ese modo?! Llevo unos días haciendo la siesta y cuando me levanto pierdo la noción del tiempo y a veces no sé si es mañana o tarde. Ahora entiendo que pasara de largo. No era él. Sería algún buen mozo que se le parece. Si llevara puestos mis anteojos eso no hubiera sucedido. Qué le vamos a hacer, ¡soy tan presumida! Debo llevar varios días asomándome a las ocho de la tarde creyendo que son las ocho de la mañana. ¿Qué habrá pensado mi querido Armando cuando, al pasar junto a mi ventana, no me ha visto esperándole? Se habrá llevado una gran decepción, el pobre. Y yo que empezaba a pensar que se había olvidado de mí. ¡Podría haberme llamado para interesarse, digo yo! Pero, claro, es tan tímido... Aunque conmigo no lo es. ¡Las cosas que me dice! No sé de dónde las saca. Hasta me hace ruborizar y mira que no soy precisamente una mojigata. Es un desvergonzado, pero me encanta que lo sea cuando estamos a solas. Para eso somos novios. Porque somos novios, ¿no? Ay, ay, ay, ahora no sé si somos novios o solo es un pretendiente. Cuando le vea, se lo preguntaré.”

―María, ¿otra vez asomada a la ventana? Vas a pillar un resfriado. Además, te he dicho mil veces que no molestes al vecindario, que luego se quejan. Y ven al comedor, que la cena ya está servida y se enfriará.
―Pero mamá, si no hago nada malo. Solo miro por la ventana por si veo pasar a Armando. Sí, sí, ya sé que son casi las nueve de la noche. Me he equivocado de hora, qué quieres que te diga. Y no pongas esa cara, que equivocarse es de humanos, digo yo.
―¿Armando? ¿Qué Armando, querida?
―Cómo que qué Armando. Pues Armando, mi novio. ¿Quién va a ser? Bueno ahora mismo no sé si es mi novio o solo es uno de mis pretendientes.
―María, cariño, que tú no tienes novio ni pretendiente alguno. Y deja de llamarme mamá, por favor.
―Pero ¿por qué no voy a llamarte mamá? ¿Es que ya no te gusta?
―No es que no me guste, es que no soy ni podría ser tu madre.
―Pero ¿por qué dices eso? No me asustes.
―Ay querida, pues porque, entre otras cosas, si lo fuera tendría ahora mismo más de ciento veinte años.

Y María, suspirando porque se cree incomprendida, cierra la ventana y se dirige al comedor. Después de cenar volverá a leer, como cada noche, el diario en el que, a lo largo de los años, ha ido anotando, día a día, sus aventuras amorosas. Buscará entre sus notas a Armando y así sabrá qué hay de verdad entre ellos.

En la cocina, su cuidadora también suspira deseando que, si llega a la edad de María, conserve la lucidez hasta el último momento de su vida.


 *Imagen: Stara, pintura de Escha Van Den Bogerd

jueves, 11 de abril de 2019

Un acuerdo verbal



Querida Elena,

Durante todo el tiempo que llevo en este estercolero humano, he estado dudando si escribirte o seguir callado. Pero, por fin, he decidido revelarte la verdad. Seguramente tampoco tu comprenderás mis razones, como hicieran quienes me juzgaron. Aun así, necesito contarte lo que ocurrió y por qué ocurrió.

Cuán lejos queda esa época en la que el honor era el pilar de la sociedad y faltar a la palabra dada era la peor de las vergüenzas, el descrédito moral y una falta merecedora de un castigo ejemplar, como el que yo infligí a quien no supo cumplir nuestro acuerdo.

Reconozco que soy como un caballero andante, perteneciente a un mundo muy distinto al actual, pues lo que hice fue simplemente vengar una mentira, una falta deshonrosa. Perpetré un crimen por el que me han condenado a un largo e injusto encierro, pero no me arrepiento. Lo que se ha dicho de mí solo se basa en las apariencias, pues nunca quise revelar el verdadero motivo de mi acto. Aquellos insensatos no merecían conocer algo tan íntimo. Sus afirmaciones contra mí fueron execrables. Nadie en su sano juicio mata a un amigo por una mujer, dijeron. ¡Ignorantes!

Quizá hubiera tenido que llevarme este secreto a la tumba, pero mi honor no me permite guardar silencio ni un día más, porque lo que hice, lo hice por ti. Aún recuerdo tu cara de espanto y de recriminación. Tus lágrimas me torturaban y me siguen torturando, pero callé y acepté mi castigo, por muy inmerecido que fuera. Y aunque mi acto te parezca algo horrible, confío que con el tiempo acabes entendiéndolo. De ahí que haya decidido escribir esta confesión. No espero, pues, tu perdón, pero sí tu comprensión.

Todo comenzó con un acuerdo verbal, un pacto entre caballeros. Yo cumplí con mi parte del trato, pero él no. Me mintió, me traicionó. Y tu fuiste el motivo de nuestro ajuste de cuentas.

Tu marido tuvo la desfachatez de jugar con mis sentimientos. Sabiendo que siempre he estado enamorado de ti, me tentó con una oferta difícil de rechazar. Había perdido mucho dinero en una de esas timbas ilegales que organizaba. Seguro que nunca te lo contó. Su vida corría un grave peligro si no liquidaba pronto lo que debía. Me ofreció tu cuerpo a cambio de esa gran suma de dinero. Me pareció un trueque moralmente repugnante, pero me aseguró que estabas de acuerdo y no pude resistirme. Así que accedí. Una noche contigo bien valía ese trato. Una vez hubo saldado la deuda gracias a mí, me dio las llaves de vuestro apartamento, asegurándome que me esperabas. Tembloroso por la emoción e inquieto por esa infidelidad consentida, me dirigí, sin pérdida de tiempo, en tu busca, esperando yacer entre tus brazos en la que, sin duda, sería la noche más maravillosa de mi pobre existencia. Y en lugar de eso, me encontré con una vivienda vacía y a mis espaldas unos matones que exigían el pago de una deuda de juego. Me confundieron con tu marido y querían el dinero que yo ya le había entregado a cambio de su tentadora oferta.

Afortunadamente, siempre he sido un hombre de recursos y gracias a ello logré salir indemne, salvo por unas costillas rotas y la cara hecha un pingajo. Vosotros dos habíais volado. Creo que no llegaste a descubrir cómo se desarrollaron los hechos. Prefiero creerlo así, que estuviste totalmente al margen. Por un lado, me complació saber que Anselmo fue lo suficientemente honesto como para no entregarte a mí a cambio de unos billetes, pero por otro, comprobar que había faltado a su palabra me rebeló hasta el punto de desear su muerte.

No sé qué explicación te daría al ser descubierto y detenido con tal cantidad de billetes falsos en su poder. Supongo que, llegado a este punto, ya habrás adivinado quién le dio esos billetes y luego le denunció. Dirás que yo también actué maliciosamente, pero tenía que asegurarme. También he sido siempre una persona precavida. No podía darle el dinero sin tener la certeza de que cumpliría su palabra. Te aseguro que, de haberlo hecho, le habría confesado la verdad y habría recibido lo prometido. Pero él me engañó primero, así que tuve que mantener el engaño hasta sus últimas consecuencias. Yo no te tuve y él no obtuvo lo pactado. Estábamos en paz. Pero con lo que yo no contaba era que me devolvería el golpe, corregido y aumentado. Me denunció por blanqueo de dinero. Bien conocía él la procedencia del dinero que me pidió para salvarle el culo y al que no le hacía ascos. Y, de este modo, me traicionó por segunda vez.

Ponte en mi lugar. Los sicarios que envió el tipo a quien tu querido marido le debía tanto dinero, creyéndome él, me dieron una paliza de la que todavía no sé cómo salí medianamente ileso. Supongo que saben lo que se hacen y me querían vivo. Cuando les conté la verdad, no me creyeron y me llevaron a rastras ante su jefe. Ese sí que me creyó, pero me hizo responsable subsidiario. “Si no recibo lo antes posible lo que se me debe, pagarás con tu vida”. Eso fue lo que dijo, ¿Te imaginas? Tuve que acabar liquidando la deuda que contrajo el cabrón de tu marido ludópata, mientras os dabais la gran vida en el país vecino. Tuve que denunciarle por falsificación. Yo también tengo mis contactos, pero de mejor talante que los de él. A un amigo mío no le resultó difícil seguir vuestro rastro. En la policía también hay alguna que otra oveja descarriada, a la que tuve que dar de comer un sabroso bocado. Y esa misma oveja hambrienta fue la que me salvó el culo cuando tu apuesto galán me devolvió el golpe. Eso me costó una mordida todavía mayor.

Llegado a este punto creerás que le maté por haberme puesto en el punto de mira de la policía. No es así. Ya te he dicho que soy un hombre de recursos, y esta no iba a ser una excepción. Se me da bien mover los hilos y así lo hice. Si acabé con él, me creas o no, fue por haber faltado a su palabra. Los acuerdos entre caballeros no pueden romperse.

No sé cuánto tiempo me queda por seguir encerrado, no me lo quieren decir, pero intuyo que pronto me dejarán en libertad. Tengo mis contactos y han prometido echarme una mano. Son gente poderosa. No puedo decir más. Espero que hayas comprendido qué tipo de marido tenías y que, como dije antes, todo lo hice por ti. También espero que podamos vernos y reanudar el acuerdo que él no llegó a cumplir. Solo tendrás que acceder a lo que se comprometió en vida y tuyo será el dinero. Sé que lo estás pasando mal económicamente y que los acreedores te amenazan con embargar los pocos bienes que te dejó aquel desgraciado. Incluso podríamos ser felices. Intenta olvidar el pasado y piensa en el futuro. Ya sé que dirás que el dinero no hace la felicidad, pero contribuye a ella, te lo aseguro. Sigo siendo rico y lo tengo todo a buen recaudo, esperando el gran día.

Piénsalo bien. Estaré esperando ansiosamente tu respuesta. Pero no me la envíes por correo. Aquí lo intervienen todo. Mejor ven a verme, te lo ruego. Ya sabes dónde encontrarme. Y avisa antes, que a lo mejor me pillas en la sesión de rehabilitación, como aquí la llaman. Estos loqueros no tienen remedio. Les cuentas la verdad y ya piensan que uno no anda bien de la azotea.

Siempre tuyo,

Enrique

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Creía que no lo haría, pues habían pasado varias semanas desde que le escribí, pero hoy ha venido a verme, como le pedí. No quiero que nadie hurgue en mi correspondencia.

Estaba bellísima. Parece como si el tiempo transcurrido y haberse librado de aquel sinvergüenza le hubieran favorecido. He llegado incluso a pensar que se había acicalado especialmente para mí. Sigo siendo un ingenuo.

Al principio parecía retraída, indecisa. Al cabo de unos interminables segundos, ha entreabierto su boca para decir algo. Yo no he podido desviar mi mirada de esos labios carnosos que pedían a gritos ser besados, pero de ellos no salía nada, solo un ligero temblor que he interpretado de emoción. Hasta que, por fin, se ha atrevido a hablar.

Mirándome fijamente ─Dios, qué ojos, qué mirada, ahora era yo quien temblaba de emoción─, me ha dicho:

─He estado a punto de no venir e ignorar las barbaridades que escribiste en tu odiosa carta, pero he decidido que lo mejor, para zanjar este asunto, era acudir a este lugar, donde espero que te pudras, y darte mi versión de los hechos, la única versión real, a ver si, por lo menos, te das cuenta de lo enfermo que estás.

Y como ─según me ha dicho─ lo que tenía que decirme era excesivamente largo para el poco tiempo que le habían otorgado, ha preferido ponerlo también todo por escrito para que lo leyera en la intimidad de mi celda. Y sin darme tiempo a reaccionar, a pedirle que se quedara unos minutos más, se ha levantado, me ha entregado esta carta, que no puedo dejar de leer una y otra vez, y se ha ido sin siquiera despedirse, la muy ingrata. No sabe que, como yo la amo, no la amará nadie mientras viva.

No he podido esperar a tener un momento de paz y sosiego para conocer el contenido de su misiva. Necesitaba saber cuanto antes lo que Elena me decía en ella, aunque no auguraba nada bueno por cómo se había expresado y por su actitud tan arisca. Tan pronto he llegado a mi celda, me he tumbado en la cama, he abierto su carta y he dedicado los siguientes cinco minutos a leerla con la máxima atención. Hasta su letra me ha parecido preciosa.

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Enrique:

Reconozco que Anselmo era un jugador empedernido. Pero yo le quería y él a mí, y nunca me habría entregado a ti, por muy desesperado que estuviera y por muy amigos que fuerais. Estaba enterada, aunque debo reconocer que no con el detalle suficiente ─nunca quise inmiscuirme en sus negocios─ de que tenía entre manos asuntos turbios de los que quería deshacerse en cuanto superara el bache por el que estaba pasando. Los problemas económicos le acuciaban y esperaba ─ingenuo e irresponsable─ que el juego le salvaría de la ruina.

Debes de estar muy mal de la cabeza o ser un embaucador compulsivo para cambiar de tal modo lo que realmente sucedió, para no admitir que a quien Anselmo debía una gran cantidad de dinero por culpa del juego era a ti y que fuiste tú quien le propuso saldar la deuda lanzándome a tus brazos. ¿Realmente creías que mi marido aceptaría ese asqueroso acuerdo? Al parecer sí.

Y no solo insististe, sino que, además, le chantajeaste amenazándole con que, si no aceptaba el trato, le contarías a la policía ─supongo que a ese amigo corrupto tuyo─ las irregularidades fiscales de sus negocios. Anselmo me lo contó todo, entre asqueado y atribulado. Y entonces planeamos una solución: hacerte creer que aceptaba tu propuesta y marcharnos a París, donde conservaba un pequeño negocio, esperando poder salir a flote. Por eso te facilitó las llaves de nuestro piso, un apartamento que al cabo de una semana iba a ser expropiado.

La historia de los sicarios que se presentaron en nuestro domicilio buscando a Anselmo y confundiéndote con él, y el posterior encuentro con su supuesto jefe, es pura invención u obra de tu mente enferma, seguramente al verte burlado. No existieron billetes falsificados ni nada por el estilo. Todo es pura patraña. Lo único cierto es que alguien ─seguramente el poli a quien hiciste creer toda esta historia inventada─ le denunció por falsificación y que fue detenido por ello. Evidentemente lo soltaron a los pocos días por falta de pruebas. Realmente no sé qué pretendías con ello. Supongo que solo asustarle y putearle. No veo otra explicación. Pero ya conoces ─o conocías─ a Anselmo. Era un trozo de pan hasta que le tocaban los cojones. Perdona mi lenguaje, pero no creo que, dadas las circunstancias, tenga que ir con sutilezas y buenos modales. El caso es que, furioso como estaba, decidió vengarse de ti, devolviéndote el golpe y denunciándote por tus negocios sucios y el blanqueo de dinero, algo que no habría hecho jamás por la amistad que os unía. Entonces vimos claro que no estabas en tus cabales, pues ¿quién, teniendo tanto por ocultar, se expone de ese modo? Y no me digas que lo hiciste por mí, malnacido, porque lo que le hiciste a él me lo hiciste a mí.

Aún recuerdo aquel aciago día. Tardaba más de la cuenta y no solía retrasarse tanto del trabajo. Lo supe por la policía: dos individuos le habían disparado en plena calle. Murió en el acto. Eso me dijeron y quiero creer. Pero hubo testigos. La policía se entregó a fondo y lograron detenerlos. Los dos sicarios acabaron confesando. Los habías contratado tú, supongo que por mediación de tu amigo.

Aunque los expertos así lo constataron, no sé hasta qué punto estás loco o eres un sádico, pero sí sé que este es el mejor lugar donde puedes estar y ojalá te mantengan encerrado hasta el fin de tus días.

No sé si serás capaz de poner tu mente en orden. Yo, por lo menos, espero rehacer mi vida. Lo único que se me atraganta es que a ello contribuirá la indemnización millonaria que obtuve por el vil asesinato de mi marido. Además, acabo de conocer a un buen hombre con el que pienso marcharme muy lejos y tratar de borrarte de mis pensamientos. Estaré mucho más tranquila y segura con él. Da la casualidad de que es un ex policía. Sabrá cuidar de mí.

Ojalá te pudras en el infierno.

Elena.

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Vaya, vaya, con Elenita. Así que rehará su vida con un buen hombre que, mira por dónde, es un ex policía. No me imaginaba que mi buen amigo fuera tan listo. Si la tuviera todavía ante mí, si me hubiera contado todo esto a la cara, le habría preguntado si ese hombre que la protegerá del mal es alto, moreno y tiene una cicatriz junto a la comisura de los labios.


martes, 2 de abril de 2019

La azarosa vida amorosa de Teodoro Montoro



Una sorpresa amorosa

Teodoro, Teo para los amigos, es un joven singular y este calificativo le viene de lejos. De niño poseía dos cualidades irreconciliables que le hicieron sufrir lo indecible: era tremendamente enamoradizo y extremadamente tímido. ¿Cómo conjugar ambas cosas y no ser desgraciado?

Su primera experiencia amatoria tuvo lugar cuando contaba doce años de edad, un amor de primero de ESO, al que no llegó a conocer hasta que el curso hubo acabado. Y es que ese amor misterioso, anónimo, surgió de la nada después de unas vacaciones de Semana Santa, con lo cual Teo solo tuvo un trimestre para llevar a cabo sus averiguaciones y tratar de descubrir su identidad, tiempo este que le resultó insuficiente. Teo tampoco era, pues, un lince.

Todo empezó una tarde de finales de abril, cuando, justo antes de iniciar la clase de literatura, encontró, al abrir su pupitre, una nota manuscrita en una octavilla convenientemente doblada. Con una letra pulcra y delicada, alguien había escrito:

Teodoro Montoro
No sabes cuánto te adoro

Y ello seguido por un corazón pintado en rojo, con una flecha atravesándolo de lado a lado. Todo un clásico.

─Pero ¿qué es esto? ─dijo para sí el muchacho, asombrado y mirando a su alrededor.
─¿Dice usted algo, señor Montoro? Si tiene algo que decir, hágalo en voz alta y así todos nos enteramos.
─¿Qué? ¿Cómo? Ah, no, no, señorita Pitarque. Buscaba mi libreta de apuntes.
─Pues dese prisa y cierre de una vez el pupitre que la clase ya ha empezado y usted está en Babia, como siempre.

La clase de literatura pasó sin que el aturdido Teo se enterara de casi nada de lo que allí se decía. Solo iba rumiando quién sería la autora de ese poema con aquella letra tan bonita y tan femenina.

─Aunque no es muy original. Es un simple pareado ─volvió a verbalizar sin darse cuenta.
─Pues no. ¿Cómo va a ser un pareado? ─bramó la profesora desde la tarima, mirándole con ojos asesinos mientras señalaba la pizarra con furia─. ¡Es un cuarteto! ¿No ve que hay cuatro versos y el primero rima con el cuarto y el segundo con el tercero? ¡Pero si esto ya lo vimos el curso pasado! En fin, sigamos.

Pero lo que siguió hasta finalizar la clase fue la tarea mental de Teo para lograr adivinar quién le adoraba hasta el punto de escribirle esa nota versada. Por mucho que miró a su alrededor, no observó ninguna cara mínimamente sospechosa. Ningún rubor, ninguna sonrisa ni mirada cómplice. Nada de nada.

La siguiente clase, la de religión, fue mucho peor. El padre Arrufat, que seguía sin soportar la presencia de niñas en clase, volvió a tratar sobre el pecado original. Era su tema predilecto, hablando de la expulsión de nuestros primeros padres del Paraíso por culpa de la tentación sufrida por el pobre Adán y el modo en que sucumbió a causa de una simple manzana que le ofreció Eva, la tentación hecha mujer.

─Porque, claro, ya sois mayorcitos como para saber que la manzana simboliza otra cosa, no hace falta que os lo diga ¿verdad? ─Y barría con su mirada lasciva toda la clase, mientras Teo, un poco avergonzado, abría la mano, que todavía cobijaba aquel regalo inesperado, y veía cómo el papelito arrugado se transmutaba en una sabrosa manzana que le decía “cómeme”.

Desde aquel día, Teo no dejaba de espiar a sus compañeras de clase. En el patio, en el aula, en los pasillos, hasta en la calle, a la salida, no dejaba de observar sus movimientos. Su mirada las seguía a todas partes, excepto a los lavabos, claro.

Pasó una semana sin novedad en el frente. Hasta que volvió a ocurrir, pues otra nota apareció, por arte de magia, en su pupitre. Sin duda la autora aprovechó un momento de distracción de Teo o, mejor dicho, de aprieto, pues fue al volver del servicio, aliviado de un sorpresivo apretón, cuando al abrir su pupitre la vio. Esta vez, sin embargo, era un papelito rosa y ligeramente perfumado. Lo tomó rápidamente y lo escondió en uno de sus bolsillos antes de que el profesor de matemáticas lo advirtiera. Sólo faltaría que se lo hiciera leer en voz alta.

Pero la fortuna no le sonrió y, al levantarse de su asiento a requerimiento del profesor, que le llamaba al entarimado para que intentara resolver una ecuación de segundo grado, se le cayó el papelito por el camino. Aunque Teo reaccionó rápidamente, un compañero sentado en la primera fila, junto al pasillo, se le adelantó y, visto y no visto, lo agarró al vuelo. A Teo le temblaron las piernas y de su boca salió un lamento estertóreo, a la vez que el señor Herrero, el profesor, exigió que se lo entregaran de inmediato. Pero ya era tarde para el atribulado Teo. El alumno recoge-papeles ya lo había abierto y leído, soltando una sonora carcajada.

El maestro, por una vez en su vida académica se mostró discreto y sin inmutarse y, tras leer la olorosa misiva, se la entregó a su propietario, quien, todavía sonrojado, se la volvió a guardar. Ya la leería después. Pero no hizo falta esperar mucho, pues al término de la clase, tan pronto como el profesor abandonó el aula, quien se había hecho con la misiva voladora antes de tocar el suelo, quiso hacer pública la dedicatoria.

─No os vais a creer qué pone en ese papelito ─dijo en tono de burla─. Léelo, anda, que se enteren todos.

Y viéndose acorralado y que, de no hacerlo, se le avecinaba una sarta de guantazos, el abochornado Teo no tuvo más remedio que acceder y con voz trémula leyó:

Teodoro Montoro,
No sabes cuánto deseo
Que acaricies mis rizos de oro

─Vaya terceto más ridículo y, además, con una métrica de mierda ja, ja, ja.

Y toda la clase coreó la gracia. Risas y pitos resonaron por doquier. Pero Teo resistió como pudo el temporal. Solo quiso ver, entre todas las caras, cuál no se burlaba de él. Pero, aunque vio alguna que solo esbozaba una ligera sonrisa ─¿quizá para disimular?─, no pudo sacar nada en claro.

De camino a casa iba pensando en el modo de desenmascarar a la poetisa en ciernes. Al menos iba mejorando, de un triste pareado se había atrevido con un terceto. Seguía sin ser gran cosa, pero... ¡Rizos de oro! ¿Quién, entre todas las chicas de la clase, era rubia y con el pelo ensortijado? Solo podían ser dos: Adela Candela o Sonsoles Musoles. Lo bueno era que ya solo tenía un margen de error del cincuenta por ciento, pues la lista de sospechosas se había reducido a solo dos. Lo malo era que se trataba de las dos más feas de la clase.

Así pues, haciendo caso a su escasa intuición, decidió no arriesgarse y olvidarse del tema. Fuera quien fuese la que suspiraba por su amor, no le apetecía ser la burla de la clase por bailar con la más fea.

De este modo, pasaron los días con absoluta normalidad, hasta que otro poema hizo aparición en el mismo lugar de siempre. En esta ocasión se trataba de un cuarteto y, aunque más elaborado, no tenía muy buena pinta. Decía así:

Teodoro, no me seas timorato
Sígueme buscando con mucho más tesón
Solo conmigo conocerás la emoción
A menos que quieras pasar un mal rato

¡Ahora resultaba que se ponía agresiva! ¿Qué significaba lo de pasar un mal rato? ¿Era una amenaza? ¿Sería una acosadora?

Los últimos días de curso, el pobre Teodoro pasó no solo uno sino muchos malos ratos escudriñando a las dos rubias con pelo rizado de la clase, intentando ver un atisbo de malicia en sus ojos, sorprendiendo a alguna de las dos dirigiéndole una mirada perversa o una sonrisa irónica, cualquier cosa que sugiriera que era su peculiar hostigadora. Quizá lo mejor habría sido ir de frente y preguntarles a la cara quién de las dos le escribía aquellos mensajes. Pero si esa primera parte ya le resultaba violenta, mucho peor sería tener de rechazar a su pretendienta. Además, las dos eran unas chicas más altas y robustas que él, lo cual aumentaba aún más su extrañeza. ¿Cómo podía, quien fuera su enamorada, haberse fijado en él? Un bofetón de cualquiera de esas Valquirias podría hacerle morder el polvo y despojarle de la poca seguridad que tenía.

El curso llegó a su fin y con él también terminaron las cuitas de Teodoro. El curso que viene ya se habrá olvidado de mí, se dijo. Al cabo de pocos días marcharía de vacaciones al pueblo donde vivían sus abuelos. Hasta primeros de septiembre. Así pues, aquí paz y después gloria.

Pero al poco de haberse instalado en el pueblo llegó una carta. Era para él. El sobre y el papel eran de color rosa y ambos desprendían un aroma empalagoso que Teo recordó de inmediato. Subió corriendo a su habitación para leer, en la intimidad, lo que en ella ponía. Volvía a ser un simple pareado escrito con la misma letra primorosa que en las otras tres ocasiones.

Ya que mi identidad no has adivinado
Ahora seré yo quien corra a tu lado

 Esta vez el poema llevaba firma. Solo ver de quién se trataba, en oso Polar se convirtió, blanco por fuera y frío por dentro, y comprendió que aquellas vacaciones no serían tan pacíficas y gloriosas como esperaba. No se lo podía creer. En una semana, a lo sumo, estaría allí. Con él. Y no tendría escapatoria.

Teodoro nunca tuvo el don de la adivinación ni la cualidad de observador. Y por lo visto, la memoria tampoco era precisamente su punto fuerte. Esos tres defectos le habían llevado a cometer un grave, aunque comprensible, error de cálculo. Nunca habría imaginado la identidad de quien había escrito todos esos poemas que ahora se le antojaban ridículos y embarazosos. Nunca pensó en tal posibilidad. En ese mismo pueblo también solía veranear el nieto del aguacil, Arnaldo Montalvo, el alumno más gamberro y bravucón de la clase. Era alto, muy corpulento y su cabello era muy rubio y rizado.

Una súbita y aguda gastroenteritis hizo mella en el delicado cuerpo de Teo. Unos terribles vómitos y una imparable diarrea obligaron a sus padres a llevarlo de inmediato a un hospital, donde estuvo unos días ingresado, y, de allí, de vuelta al hogar paterno, donde tuvo que hacer reposo y seguir una dieta muy estricta. Nadie se explicó lo ocurrido. Nadie más en la familia ni en el pueblo enfermó ni sintió unas mínimas molestias estomacales o abdominales. Aquel verano se le hizo a Teodoro eterno, contando los días que faltaban para reanudar las clases. Por fortuna no recibió ninguna carta más. Pero, ¿qué le depararía el próximo curso? Solo con imaginarlo le volvían los retortijones.