El problema principal residió en que mi mujer
no quiso hacerme caso. Últimamente me llevaba la contraria en casi todo lo que
le decía. Después de tantos años de convivencia ya me había resignado a que así
fuera, pues a pesar de ese inconveniente en nuestra relación, por lo demás todo
fluía con normalidad. Y yo la seguía queriendo como el primer día.
Todo empezó un día en
que descubrió una planta desconocida en nuestro jardín. Yo dije de inmediato
que se trataba de una mala hierba, pero ella adujo que, fuese lo que fuese, era
bella y tenía unas flores hermosísimas con forma de rosa, de varios colores y
tonalidades, que daban un aspecto exótico a nuestro jardín. Desde entonces, yo
me refería a ella como “la planta exótica”.
Al principio todo iba
bien, pero la dedicación que le prodigaba mi mujer no me pareció normal. No solo le
hablaba —algo que ya solía hacer con todas nuestras plantas, tanto de exterior
como de interior, pues aducía que eso las estimulaba— sino que también le cantaba canciones de amor. Según ella, desde que lo hacía, “su planta” —como
así la llamaba— crecía lozana y cada vez más hermosa.
Con el tiempo, adquirió
unas dimensiones considerables y causaba el deterioro, primero, y la muerte
después de las que crecían y vivían a su alrededor. Eso me puso en guardia y le
dije que podía ser una planta parásita que vivía a expensas de sus vecinas.
Obviamente, haciendo gala de su tozudez y contradiciendo todo lo que yo le decía,
como que se deshiciera de ella o la trasladase a otro lugar del jardín donde estuviera
aislada del resto de plantas, insistió en dejarla donde había aparecido,
argumentando que si había crecido allí se debía a que era un lugar idóneo para
su desarrollo.
Mi preocupación fue en
aumento cuando vi que mi mujer pasaba con ella gran parte del día e incluso la
visitaba por la noche, antes de acostarse. Ese vínculo me resultó antinatural y
digno de ser estudiado y tratado por un psiquiatra. ¿Podía ser que esa planta
exótica ejerciera una influencia malsana sobre mi mujer? Por mucho que intenté
persuadirla de que aquello no era normal y hacerle ver que por muy bella que
fuese, solo era una maldita planta ornamental, no hubo forma de convencerla.
Llegó a culparme de sentir celos por su dedicación al cuidado de una planta fuera
de lo común, pues no llegamos a poder identificarla, por muchos libros y
páginas web de botánica que consultamos.
Un día decidí que ya no
podía soportar más ese dislate, que deterioraba cada vez más nuestra relación, ya
un tanto deteriorada, pues mi mujer se volvió agresiva, no perdiendo la ocasión
de acusarme en todo momento de mi animadversión hacia su planta, a la que
prodigaba mimos como si se tratase de una criatura. Y su agresividad fue en
aumento desde que descubrí, una noche, que discutía acaloradamente con ella,
metiéndose luego en la cama muy malhumorada, sin querer contarme el motivo.
Así pues, hice las
maletas y me largué, no sin antes advertirla que aquello no podía terminar bien,
aconsejándole que consultara a un terapeuta si no quería que empeorara su
estado mental. Cómo no, se burló se mí y me invitó a abandonar de inmediato el
que había sido nuestro hogar por más de veinte años. «Y cierra la puerta
después de salir». Esas fueron sus últimas palabras. Y esa fue la última vez
que la vi.
A pesar del
resentimiento que sentía hacia ella, no podía dejar de preocuparme y la llamaba
de vez en cuando, sin ningún resultado, pues me colgaba el teléfono tan pronto
como oía mi voz.
Hasta que un día me
encontré con una amiga común y se interesó por mi mujer, bastante alarmada,
pues tampoco respondía a sus llamadas ni a sus mensajes de voz. Cuando le conté
lo ocurrido, insistió en que debíamos ir a verla, por si se había agravado su
estado mental y se había recluido padeciendo algún síndrome extraño.
Le hice caso y,
haciendo uso de mi juego de llaves, entramos en el piso dado voces para
reclamar su atención. Por toda respuesta, un silencio sepulcral llenó la
estancia. Temeroso de lo que podía hallar, me dirigí, seguido por nuestra
amiga, al jardín. Lo que vi me llenó de angustia y terror. La planta exótica
había alcanzado una altura de más de tres metros y junto a ella descubrimos
algunos enseres de mi mujer: pedazos de ropa desgarrada, sus zapatos, su reloj
y sus gafas. Pero ni rastro de ella. Incluso me pareció percibir algunas gotas
de sangre seca a los pies de aquella planta que parecía que nos miraba con
regocijo.
Aun hoy la policía no
ha logrado esclarecer lo ocurrido y, por mucho que mi amiga ha insistido en que
lo haga, yo no me he atrevido a dar mi opinión, para que no me tacharan de
demente. Cuando me sienta con fuerzas, volveré al jardín para arrancar de cuajo
esa planta exótica que nunca debió aparecer en nuestra casa. Debo reconocer,
sin embargo, que lo voy demorando por miedo de lo que pueda ocurrir.
Ilustración: Rosa arco iris, que no reviste ningunza peligrosidad, a diferencia de "la planta exótica" de este relato de ficción.