lunes, 25 de marzo de 2024

Estoy muerto

 


Me lo dijo aquel tipo, empuñando un arma: «Estás muerto, tío», y no me lo creí, pues pensé que tan solo era una bravuconada. Pero resultó ser cierto. Bueno, en aquel momento no estaba muerto, claro, fue al cabo de unos larguísimos minutos, cuando, ya exánime, se volvió todo negro.

No sé por qué lo hizo, yo no tenía enemigos —al menos que yo supiera— ni deudas pendientes, y llevaba una vida muy normalita. Su razón tendría, y supuse que la principal debió ser despojarme de mis pocas pertenencias: un reloj que daba el pego y que me había regalado mi ex —así que seguro que era una baratija—, mi cartera —que solo contenía unos cincuenta euros, pues no suelo llevar mucho dinero encima— y poco más. Vamos, que el tío debió confundirse de víctima, o iba borracho o muy necesitado. Pero matar a una persona sin asegurarse de quién se trata y qué botín puedes conseguir es muy bestia.

Y ahora qué, me dije al “despertar” de aquel trance. Me costó un poco comprender que estaba muerto. La primera prueba de ello fue que nadie me veía, empezando por el municipal a quien recurrí para contarle lo que me había pasado.

Pero lo más extraordinario fue saber que había muchos otros como yo, deambulando sin rumbo fijo y preguntándose qué hacer. Somos tantos que hemos montado un grupo al que hemos bautizado con el nombre de muertos sin fronteras, pues los hay de todas las nacionalidades. Al parecer, podemos viajar —o teletransportarnos, como alguien sugirió que era lo que realmente hacíamos— adonde nos parezca en un tiempo récord. Siempre quise viajar gratis, y mira por dónde ahora lo he conseguido.

Al principio me lo tomé muy alegremente. Nadie quiere morir, por muy mal que le vayan las cosas. Pero yo soy distinto. Siempre quise saber qué había al otro lado, y ahora que lo sé, la verdad es que no hay gran cosa, pero por lo menos no se sufre y todo lo ves con otros ojos, unos ojos inmateriales, claro. Y, además, a mi favor estaba el hecho de que no tengo a nadie, salvo a una ex odiosa a la que, por fortuna, he perdido de vista definitivamente —o eso creía—. Además, mi vida era muy insulsa y solitaria, con un empleo de mierda y siempre preocupado por llegar a fin de mes.

Ha habido momentos en los que he disfrutado de mi inmaterialidad. No siento dolor ni malestar alguno, ni hambre, ni sed, ni sueño. Aunque bien pensado, comer, beber y dormir eran de los pocos placeres que me podía permitir. Lo más divertido, si se puede calificar así, es poder merodear y fisgonear por donde me da la gana sin ser visto. De niño decía que me gustaría ser invisible, una tontería como cualquier otra. Pero nunca me habría imaginado que llegara a ver cumplido mi deseo. Y la verdad es que ha acabado resultando muy práctico, como podréis ver más adelante.

Pero al cabo de un tiempo, que me resulta imposible determinar, mi nuevo estado se convirtió en una rutina insoportable. Yo creía que encontraría a mis seres queridos y amigos que me precedieron en el traspaso, pero nada de nada. Así las cosas, decidí, aprovechando mi invisibilidad, buscar a mi asesino para encontrar respuestas. ¿Quién sería? ¿Por qué lo hizo? ¿Lo hizo motu propio o siguiendo indicaciones de alguien?

Me costó lo mío dar con él, pero lo conseguí. Lo localicé en un antro de mala muerte. Se dedicaba a asaltar a la gente en la calle tan pronto como se ponía el sol y no reparaba en asestarles una cuchillada o un disparo a bocajarro con tal de salirse con la suya. Estuvo en la cárcel muchas veces y siempre salió al cabo de poco tiempo por buena conducta y por redención de la pena por el trabajo desempeñado entre rejas.

Nunca he sido una persona vengativa, pero a este decidí amargarle la vida hasta el día en que esta caducase, que esperaba fuera pronto.

De este modo, me convertí en un fantasma justiciero, que impartiría justicia por mí y por todos a los que dieron sepultura por culpa de ese psicópata. Y me propuse hacerlo de la forma más clásica y propia del género gótico: aterrorizándole. No hay nada mejor y menos cruento que un infarto agudo de miocardio y ¡zas!, al otro mundo.

Y con esa idea me planté en su piso —por llamarlo de algún modo— esperándole, impaciente, para llevar a cabo mi cometido.

Cuál fue mi sorpresa cuando le vi entrar acompañado de una mujer que no era otra que mi ex esposa, a la que llegué a odiar hasta desearle la muerte. Pero qué digo, ¿llegué a desearle la muerte de verdad? Pues sí. Ahora lo recuerdo todo: nuestra tumultuosa relación, los celos, las broncas diarias, su alcoholismo y posterior drogadicción, y toda una serie de comportamientos asociales y agresivos. Nos separamos de muy mala manera, con amenazas por su parte, con despojarme de todo lo que tenía, de arruinarme la vida. Pero, por lo visto, no le ha ido muy bien, pues vivir en un agujero como este no es lo que, supongo, se proponía. Así las cosas, no me cupo ninguna duda de que ella estuvo detrás de mi asesinato. Pero ¿qué salía ella ganando con mi muerte? No soy rico ni llevaba encima mucho dinero y, aunque lo hubiera llevado, nadie se monta una nueva vida con unos miles de euros, que es todo lo que tenía en la cuenta corriente.

Oí que hacían planes de un futuro por todo lo alto. Hablaban de una herencia. ¿Herencia? ¿De quién? Presté atención y entonces lo entendí todo. Un día Interceptó mi correspondencia y la carta que encontró en el buzón a mi nombre, con el remitente de una notaría, me declaraba único heredero de un tío soltero del que solo había oído hablar en casa, de niño, en contadas ocasiones y que, al parecer, había hecho fortuna. Me dejaba todos sus bienes, solo debía pasar a firmar los papeles y sería inmensamente rico. Mi muerte, por lo tanto, beneficiaba a mi ex mujer, pues, como todavía no estábamos divorciados, aparecía en nuestro testamento, todavía vigente, como mi única heredera en caso de que yo muriera. Sabedora de ello, no le debió resultar muy difícil dar con un delincuente barriobajero para que ejerciera de verdugo.

Una vez sobrepuesto de la sorpresa, me juré no permitir que se salieran con la suya. Pagarían por lo que me habían hecho.

Aprovechando mis cualidades fantasmales, me dirigí a la notaría donde habíamos depositado nuestro testamento cuando todavía éramos una pareja feliz y, ni corto ni perezoso, cambié el nombre del beneficiario, que, en lugar de mi ex, pasaba a ser unas ONG nacionales e internacionales que siempre he admirado. Os estaréis preguntando cómo un fantasma puede escribir. En realidad, no escribí nada, en el sentido estricto de la palabra. ¿Cómo lo hice, pues? Solo sé que fue mi mente quien obró ese pequeño prodigio. Los seres inmateriales podemos actuar de muchos modos, sobre todo por telepatía. Perderemos nuestras facultades físicas, pero las mentales las desarrollamos hasta el extremo de poder cambiar una cosa por otra, mover objetos y hacerlos aparecer o desaparecer. Bastante divertido, la verdad. Y muy útil, como podéis comprobar.

El caso es que, con la nueva redacción, todos los bienes que debía heredar de mi ignorado tío pasarían directamente a esas Organizaciones sin ánimo de lucro al no existir con vida ningún otro heredero. De este modo, la primera parte de mi plan ya se había consumado. Ahora faltaba coronarlo con algo mucho más espectacular y definitivo: la guinda que colma el pastel.

Una vez de nuevo en su cuchitril, aprovechando la ausencia de esa pareja de cuervos, abrí su armario y les cambié sus ropas por otras mucho más chic y valiosas: a él le puse un traje de Gucci y a ella un vestido de Chanel y un bolso de Hermes. De esa guisa, parecerían dos nuevos ricos paseándose por los bajos fondos. Unas presas seguras. Quien a hierro mata...

De haber sido un poco inteligentes, habrían sospechado que algo extraño había detrás de ese cambio, pero creyeron que se trataba de un obsequio de algún cliente como pago extra de alguna de sus últimas fechorías, lo que vino a corroborar una nota de agradecimiento que dejé en un lugar bien visible. Y el truco funcionó, ya lo creo que sí.

Al poco de haber puesto los pies en la calle, los gritos, golpes y disparos resonaron por todo el barrio, que al instante quedó vació, sin que nadie osara a acercarse y mucho menos a ayudar a aquel par de individuos tirados en medio de la calle y rodeados de un gran charco de sangre. Solo yo me acerqué lo suficiente para comprobar que mi plan había surtido efecto. Cuando levantaron la cabeza y me miraron con ojos inexpresivos y vidriosos, esbocé una sonrisa de satisfacción y les dije: «bienvenidos al otro lado. Espero que no volvamos a vernos nunca más». Y me volatilicé.

Sigo estando muerto, pero ahora me siento más vivo que nunca.


miércoles, 6 de marzo de 2024

Para Elisa

El microrreto de este mes de marzo al que nos desafía El Tintero de Oro, consiste en escribir un microrrelato, de un máximo de 250 palabras, en el que la música sea un personaje más de la historia. Espero haber cumplido con este requisito. Aquí os dejo mi aportación titulada “Para Elisa”. Espero que os guste.


Al estado ruinoso del cementerio, se le añadía la dejadez de unas tumbas cuya piedra había sufrido las inclemencias del paso de los años. El texto grabado en las lápidas era ilegible. Una capa de líquenes las cubría. Un color negruzco dominaba el espacio. El viento amplificaba la atmósfera tétrica del recinto.

A punto de abandonar el lugar, oí una suave melodía. Procedía del interior de la iglesia. Era el sonido de un piano y la melodía, aunque lejana, era reconocible: “Para Elisa”, de Beethoven, la pieza favorita de Teresa. «Toca tu tema favorito, Teresa, que al gran maestro le complacerá», solía decirle en broma. ¡La extraño tanto!

Cuando entré en la iglesia, tras forcejear con un cerrojo más que oxidado, me vi ante una pequeña nave de paredes desconchadas, con unos pocos bancos carcomidos y un altar desnudo. La música, ahora más audible, procedía del coro, al que se accedía por unas empinadas escaleras de madera. Me dirigí al altar y, dando media vuelta, miré hacia la parte superior de la entrada. El coro, que pendía milagrosamente de la pared, estaba vacío. Pero “Para Elisa” seguía sonando y reverberaba por toda la estancia. Salí corriendo como alma que lleva el diablo, tapándome los oídos para no volverme loco. Fuera, un aguacero descargó en cuestión de segundos. Cuando llegué a la cabaña, empapado y temblando de frio, me despojé de la ropa mojada, me tumbé en la cama y me quedé dormido. Soñé con Teresa. ¿Qué querría decirme? ¿Estará bien?