Me lo dijo aquel tipo, empuñando un arma:
«Estás muerto, tío», y no me lo creí, pues pensé que tan solo era una
bravuconada. Pero resultó ser cierto. Bueno, en aquel momento no estaba muerto,
claro, fue al cabo de unos larguísimos minutos, cuando, ya exánime, se volvió
todo negro.
No sé por qué lo hizo,
yo no tenía enemigos —al menos que yo supiera— ni deudas pendientes, y llevaba
una vida muy normalita. Su razón tendría, y supuse que la principal debió ser
despojarme de mis pocas pertenencias: un reloj que daba el pego y que me había
regalado mi ex —así que seguro que era una baratija—, mi cartera —que solo
contenía unos cincuenta euros, pues no suelo llevar mucho dinero encima— y poco
más. Vamos, que el tío debió confundirse de víctima, o iba borracho o muy
necesitado. Pero matar a una persona sin asegurarse de quién se trata y qué
botín puedes conseguir es muy bestia.
Y ahora qué, me dije al
“despertar” de aquel trance. Me costó un poco comprender que estaba muerto. La
primera prueba de ello fue que nadie me veía, empezando por el municipal a
quien recurrí para contarle lo que me había pasado.
Pero lo más
extraordinario fue saber que había muchos otros como yo, deambulando sin rumbo
fijo y preguntándose qué hacer. Somos tantos que hemos montado un grupo al que
hemos bautizado con el nombre de muertos sin fronteras, pues los hay de todas
las nacionalidades. Al parecer, podemos viajar —o teletransportarnos, como
alguien sugirió que era lo que realmente hacíamos— adonde nos parezca en un
tiempo récord. Siempre quise viajar gratis, y mira por dónde ahora lo he
conseguido.
Al principio me lo tomé
muy alegremente. Nadie quiere morir, por muy mal que le vayan las cosas. Pero
yo soy distinto. Siempre quise saber qué había al otro lado, y ahora que lo sé,
la verdad es que no hay gran cosa, pero por lo menos no se sufre y todo lo ves
con otros ojos, unos ojos inmateriales, claro. Y, además, a mi favor estaba el
hecho de que no tengo a nadie, salvo a una ex odiosa a la que, por fortuna, he
perdido de vista definitivamente —o eso creía—. Además, mi vida era muy insulsa
y solitaria, con un empleo de mierda y siempre preocupado por llegar a fin de
mes.
Ha habido momentos en
los que he disfrutado de mi inmaterialidad. No siento dolor ni malestar alguno,
ni hambre, ni sed, ni sueño. Aunque bien pensado, comer, beber y dormir eran de
los pocos placeres que me podía permitir. Lo más divertido, si se puede
calificar así, es poder merodear y fisgonear por donde me da la gana sin ser
visto. De niño decía que me gustaría ser invisible, una tontería como cualquier
otra. Pero nunca me habría imaginado que llegara a ver cumplido mi deseo. Y la
verdad es que ha acabado resultando muy práctico, como podréis ver más adelante.
Pero al cabo de un
tiempo, que me resulta imposible determinar, mi nuevo estado se convirtió en
una rutina insoportable. Yo creía que encontraría a mis seres queridos y amigos
que me precedieron en el traspaso, pero nada de nada. Así las cosas, decidí,
aprovechando mi invisibilidad, buscar a mi asesino para encontrar respuestas.
¿Quién sería? ¿Por qué lo hizo? ¿Lo hizo motu propio o siguiendo indicaciones
de alguien?
Me costó lo mío dar con
él, pero lo conseguí. Lo localicé en un antro de mala muerte. Se dedicaba a
asaltar a la gente en la calle tan pronto como se ponía el sol y no reparaba en
asestarles una cuchillada o un disparo a bocajarro con tal de salirse con la
suya. Estuvo en la cárcel muchas veces y siempre salió al cabo de poco tiempo
por buena conducta y por redención de la pena por el trabajo desempeñado entre
rejas.
Nunca he sido una
persona vengativa, pero a este decidí amargarle la vida hasta el día en que
esta caducase, que esperaba fuera pronto.
De este modo, me convertí
en un fantasma justiciero, que impartiría justicia por mí y por todos a los
que dieron sepultura por culpa de ese psicópata. Y me propuse hacerlo de la
forma más clásica y propia del género gótico: aterrorizándole. No hay nada
mejor y menos cruento que un infarto agudo de miocardio y ¡zas!, al otro mundo.
Y con esa idea me
planté en su piso —por llamarlo de algún modo— esperándole, impaciente, para
llevar a cabo mi cometido.
Cuál fue mi sorpresa
cuando le vi entrar acompañado de una mujer que no era otra que mi ex esposa, a
la que llegué a odiar hasta desearle la muerte. Pero qué digo, ¿llegué a
desearle la muerte de verdad? Pues sí. Ahora lo recuerdo todo: nuestra
tumultuosa relación, los celos, las broncas diarias, su alcoholismo y posterior
drogadicción, y toda una serie de comportamientos asociales y agresivos. Nos
separamos de muy mala manera, con amenazas por su parte, con despojarme de todo
lo que tenía, de arruinarme la vida. Pero, por lo visto, no le ha ido muy bien,
pues vivir en un agujero como este no es lo que, supongo, se proponía. Así las
cosas, no me cupo ninguna duda de que ella estuvo detrás de mi asesinato. Pero
¿qué salía ella ganando con mi muerte? No soy rico ni llevaba encima mucho
dinero y, aunque lo hubiera llevado, nadie se monta una nueva vida con unos
miles de euros, que es todo lo que tenía en la cuenta corriente.
Oí que hacían planes de
un futuro por todo lo alto. Hablaban de una herencia. ¿Herencia? ¿De quién? Presté
atención y entonces lo entendí todo. Un día Interceptó mi correspondencia y la
carta que encontró en el buzón a mi nombre, con el remitente de una notaría, me
declaraba único heredero de un tío soltero del que solo había oído hablar en
casa, de niño, en contadas ocasiones y que, al parecer, había hecho fortuna. Me
dejaba todos sus bienes, solo debía pasar a firmar los papeles y sería
inmensamente rico. Mi muerte, por lo tanto, beneficiaba a mi ex mujer, pues,
como todavía no estábamos divorciados, aparecía en nuestro testamento, todavía
vigente, como mi única heredera en caso de que yo muriera. Sabedora de ello, no
le debió resultar muy difícil dar con un delincuente barriobajero para que
ejerciera de verdugo.
Una vez sobrepuesto de
la sorpresa, me juré no permitir que se salieran con la suya. Pagarían por lo
que me habían hecho.
Aprovechando mis
cualidades fantasmales, me dirigí a la notaría donde habíamos depositado
nuestro testamento cuando todavía éramos una pareja feliz y, ni corto ni
perezoso, cambié el nombre del beneficiario, que, en lugar de mi ex, pasaba a ser
unas ONG nacionales e internacionales que siempre he admirado. Os estaréis
preguntando cómo un fantasma puede escribir. En realidad, no escribí nada, en
el sentido estricto de la palabra. ¿Cómo lo hice, pues? Solo sé que fue mi
mente quien obró ese pequeño prodigio. Los seres inmateriales podemos actuar de
muchos modos, sobre todo por telepatía. Perderemos nuestras facultades físicas,
pero las mentales las desarrollamos hasta el extremo de poder cambiar una cosa
por otra, mover objetos y hacerlos aparecer o desaparecer. Bastante divertido,
la verdad. Y muy útil, como podéis comprobar.
El caso es que, con la
nueva redacción, todos los bienes que debía heredar de mi ignorado tío pasarían
directamente a esas Organizaciones sin ánimo de lucro al no existir con vida
ningún otro heredero. De este modo, la primera parte de mi plan ya se había
consumado. Ahora faltaba coronarlo con algo mucho más espectacular y definitivo:
la guinda que colma el pastel.
Una vez de nuevo en su
cuchitril, aprovechando la ausencia de esa pareja de cuervos, abrí su armario y
les cambié sus ropas por otras mucho más chic y valiosas: a él le puse un traje
de Gucci y a ella un vestido de Chanel y un bolso de Hermes. De esa guisa,
parecerían dos nuevos ricos paseándose por los bajos fondos. Unas presas
seguras. Quien a hierro mata...
De haber sido un poco
inteligentes, habrían sospechado que algo extraño había detrás de ese cambio,
pero creyeron que se trataba de un obsequio de algún cliente como pago extra de
alguna de sus últimas fechorías, lo que vino a corroborar una nota de
agradecimiento que dejé en un lugar bien visible. Y el truco funcionó, ya lo
creo que sí.
Al poco de haber puesto
los pies en la calle, los gritos, golpes y disparos resonaron por todo el
barrio, que al instante quedó vació, sin que nadie osara a acercarse y mucho
menos a ayudar a aquel par de individuos tirados en medio de la calle y
rodeados de un gran charco de sangre. Solo yo me acerqué lo suficiente para
comprobar que mi plan había surtido efecto. Cuando levantaron la cabeza y me
miraron con ojos inexpresivos y vidriosos, esbocé una sonrisa de satisfacción y
les dije: «bienvenidos al otro lado. Espero que no volvamos a vernos nunca más». Y
me volatilicé.
Sigo estando muerto,
pero ahora me siento más vivo que nunca.