martes, 9 de mayo de 2023

Bendita inspiración

 


Lo que os voy a contar os parecerá increíble. Hace tan solo unos días, me sobrevino una crisis de ideas; no se me ocurría nada aceptable que pudiera dar a leer a mi editor. El tiempo corría en mi contra. Necesitaba urgentemente llenar mi cuenta corriente, pues hacía ya dos años que no publicaba nada y tenía firmado un contrato con mi editorial que me obligaba a ello.

Por mucho que me esforzaba, no fluía nada que valiera la pena. Vivía en un constante temor al fracaso y a la vergüenza de ser un escritor frustrado después de una brillante carrera literaria. Me asaltaban las dudas de si sería capaz de recuperar mi madurez escritora.

Mi editor me llamaba con frecuencia y no me atrevía a contestar para que mi voz no delatara mi nerviosismo. No tenía más escusas que darle y mi inseguridad iba en aumento. Por mucho que intentaba relajarme, no lo conseguía.

Un día, mi ex mujer vino a verme para conocer lo que me pasaba a petición de mi editor y amigo común. Me sacudió moralmente sin piedad. Parecía un sargento echándole la bronca a un recluta.

El caso es que surtió efecto. Cuando se hubo marchado, me senté ante el ordenador. Ya tenía una historia. Contaría mi vida al lado de una mujer horrible. Sería como una catarsis liberadora. La historia brotaba velozmente. Por fin me había llegado la inspiración. Solo imaginarme la cara que pondría mi ex cuando la leyera, me llenó de regocijo.

 

250 palabras

Emociones (por orden de aparición):

Temor, vergüenza, frustración, duda, nerviosismo, inseguridad, regocijo.



jueves, 13 de abril de 2023

Manos ásperas

 En el último encuentro mensual del taller de escritura en el que participo, se nos propuso elaborar un texto sobre “Manos ásperas”. Este es el relato, en su versión en castellano, que surgió de mi imaginación:



Todos dicen que tengo las manos ásperas. ¿Qué queréis, si estoy todo el santo día trabajado en el campo? ¿Acaso hay algún campesino que no las tenga?

Este hecho no debería ser un obstáculo para llevar una vida normal, claro está. Mi padre, que en paz descanse, también tenía las manos ásperas y ello no le representó ningún inconveniente. Yo veía como —muy de vez en cuando, sea dicho de paso— acariciaba a mi madre y ella jamás le reprochó el tacto áspero de sus manos ni le rechazó por este motivo.

—El hombre de campo debe tener las manos grandes y fuertes, y las callosidades son una prueba del trabajo duro y sacrificado del campesino —decía, orgulloso, mi padre.

Por lo tanto, nunca me avergoncé de haber salido a mi padre en este aspecto. Y en otros, por supuesto. Hombre trabajador, cabal y buena gente, como pocos en el pueblo. Era muy apreciado por los amigos y vecinos. A mí, en cambio, nada de todo esto me ha valido para ganarme la amistad de nadie de mi edad.

Que me rechazaran por tener las manos ásperas era una idiotez que no entendía ni me habría importado si no fuera porque este rechazo también venía de Rosa, la chica más bonita de la comarca.

Rosa y yo nos conocemos desde niños y fuimos amigos inseparables, compartiendo juegos y más tarde confidencias. Yo estaba enamorado y creo que ella lo sabía. Pero el hecho de tener que ir a trabajar al campo con mi padre en lugar de continuar los estudios fue la causa de su alejamiento. Se juntó con aquel grupo de chulillos con ínfulas de señoritos y ya no quiso saber nada más de mí. Me convertí en una especie extraña para los jóvenes de mi entorno y que —todo hay que decirlo— no habían puesto jamás los pies en un campo de cultivo y pretendían trabajar en algo más “honorable”. Cuando me veían por el pueblo, el grupito de Rosa se burlaba de mí, y ella se carcajeaba. Todavía recuerdo la primera y única vez que le di la mano y como la retiró de inmediato con cara de asco.

Ahora, cuando me cruzo con ella por la calle, cambia de acera y simula no haberme visto. Una vez nos encontramos cara a cara y no pudo evitarme. Entonces le pregunté por qué me menospreciaba de esa manera. Todo lo que dijo fue: «porque me repugnan tus manos tan ásperas. Aquella vez que me tomaste de la mano, sin que yo lo quisiera, sentí un asco que no he podido olvidar». Y me dejó allí, plantado en medio de la calle.

Desde aquel día, aprovecho mi escaso tiempo libre para seguirla allá donde va. Solo es cuestión de esperar el momento y lugar propicio. Aunque no vea mi cara ni oiga mi voz, sabrá que quien la está estrangulando por la espalda soy yo. O, mejor dicho, mis manos ásperas.


sábado, 11 de marzo de 2023

La piedra volcánica

 

Hola, amigos. Este mes, El Tintero de Oro nos invita a participar en el reto “De la escena... ¡al micro!, que consiste en escribir y describir una escena de una película sin sobrepasar las 250 palabras.

Yo he elegido una película de 1959 y que vi de estreno a mis nueve años, y que he vuelto a ver incontables veces, y sigo pensando que es la mejor versión cinematográfica de la novela homónima de Julio Verne. Se trata, cómo no, de Viaje al centro de la tierra, protagonizada por James Mason en el papel del Profesor Lidenbrook.

Podríais pensar que lo que he hecho es una adaptación de una novela y no de una película, pero dadas las diferencias entre la obra original de Julio Verne y la producción para la gran pantalla de Charles Brakett, creo que mi versión escrita cumple con el requisito estipulado en las bases del microrreto. Juzgad por vosotros mismos.



La piedra volcánica


Un buen día le regalé al Profesor Lidenbrook una piedra volcánica. Con ello pretendía ganarme su afecto y afianzar así mi relación con Jenny, su hermosísima sobrina de la que estaba locamente enamorado.

Como muestra de agradecimiento, me invitó a cenar, ocasión que yo aprovecharía para pedirle la mano de Jenny.

Cuando llegué a la cita, el profesor estaba recluido en su laboratorio. Mientras le esperábamos, a Jenny y a mí nos invadió un gran nerviosismo, deseando y temiendo a la vez el preciado momento de la pedida. Yo era un alumno de bajo nivel social, por lo que mis esperanzas de éxito eran más bien escasas.

Pasaban los minutos y el profesor no aparecía. Hasta que una explosión nos alarmó. Apareció con el rostro tiznado y la ropa hecha trizas, pero con una cara de satisfacción como si hubiera descubierto un tesoro.

La elevada temperatura a la que había sometido mi obsequio fue el motivo de la explosión y de que de su interior apareciera una plomada con una inscripción de un tal Arne Saknussem, desaparecido años atrás, que aseguraba haber llegado al centro de la Tierra.

Mientras el profesor afirmaba querer seguir los pasos de su colega, yo intentaba por todos los medios hablar con él.

—Es importante —le dije.

—¿Qué quieres? —preguntó por fin.

—Ir con usted —le espeté.

Entonces oímos un gran estrépito. Jenny se había caído de lo alto de una escalera, a la que se había encaramado para oír disimuladamente mi pedida de mano.




sábado, 25 de febrero de 2023

El indiano (versión 2.0)

 El pasado 14 de febrero, la televisión pública catalana (TV3) emitió, en su programa semanal Sense ficció, el documental titulado Negrers, la Catalunya esclavista, en el que se exponía, de forma pormenorizada, el pasado esclavista de algunos personajes catalanes que emigraron a Cuba en busca de oportunidades y volvieron enormemente enriquecidos, gracias a la mano de obra gratuita aportada por sus esclavos negros. Esos nuevos millonarios se convirtieron en grandes prohombres, mecenas y benefactores sociales muy respetados y que fueron los artífices del gran desarrollo industrial, comercial y arquitectónico de Cataluña, apoyando y financiando la construcción de edificios modernistas que hoy embellecen Barcelona capital y muchas poblaciones catalanas. Aunque el esclavismo no fue únicamente utilizado por empresarios catalanes, sino que esta práctica execrable también tuvo sus protagonistas en otras regiones españolas, ese repaso histórico me sobrecogió al descubrir el pasado esclavista de muchos personajes catalanes a los que hasta ahora respetaba enormemente por sus logros y actividades en pro del desarrollo cultural y artístico.

El caso es que este documental me recordó que algunos años antes, concretamente el 12 de noviembre de 2019, escribí un relato de ficción sobre un descendiente de un indiano y que he querido recuperar —y de paso retocar— para volverlo a publicar en este blog. Pido disculpas de esta reiteración a lo/as lectore/as que ya lo leyeron en su momento, pero no he podido evitar sacarlo de nuevo a la luz porque está basado en hechos históricos que no deben olvidarse.


Me llamo Felip Pujol y nací en Barcelona un 12 de octubre de 1950, el llamado día de la Hispanidad. En casa siempre lo celebrábamos porque, me decían, mi bisabuelo, Ramón Pujol, había hecho las américas. Le llamaban “el indiano”, como a todos los que volvían a su tierra después de haber amasado una fortuna en las colonias españolas. De él heredamos esta mansión, que mi abuelo primero y mi padre después conservaron como el primer día. Yo la heredé al fallecer mi progenitor, hace ya siete años. Sin embargo, no he podido disfrutarla, como propietario, hasta que no me he jubilado. No podía dejar mis negocios en manos de mis dos hijas hasta que no hubieran demostrado verdaderas dotes de liderazgo, cosa que no se aprende de un día para otro.

Elisa, mi mujer, falleció poco después que mi padre, por lo que el trabajo ha sido hasta hace poco mi única ocupación y consuelo. Ahora, ya liberado de penas y obligaciones, puedo dedicar mi tiempo libre a hacer lo que me plazca, y lo primero que me vino a la mente fue hurgar en el árbol genealógico familiar.

La historia de mis padres y abuelos era bien sabida y datos no me faltaron para reconstruirla en poco tiempo, no así la rama anterior a la de mi abuelo paterno. De la vida de mi bisabuelo, su padre, no había constancia más que lo que todos sabíamos. Hombre emprendedor, viajero, aventurero y mujeriego ─se decía que había tenido algún hijo bastardo fruto de un amor prohibido con una negra en Cuba. Eso ya lo indagaría más tarde—, pero solo me interesaba conocer la vida como comerciante en aquella isla caribeña y cómo amasó su fortuna. ¿Una plantación, quizá? ¿Cacao, azúcar de caña, café, tabaco? ¿Con qué comerciaba Ramón Pujol que le reportó tantos beneficios?

Lo único claro y constatable era que fue un hombre de gran reputación entre la burguesía catalana y que llegó a ocupar varios cargos municipales de relevancia. Incluso se le concedió una medalla por su filantropía.

Después de varias semanas de constante estudio de los papeles familiares y de los archivos del ayuntamiento, seguía sin obtener resultados.

Visto lo visto, como tiempo me sobra y dinero también, sea dicho de paso, y además soy una persona que no se arruga frente a los obstáculos y que cuando empieza una cosa no la deja a medias, decidí trasladarme a la isla de Cuba. Me dije que si al cabo de dos semanas no obtenía ningún resultado, entonces sí tiraría la toalla, pues seré terco, pero no insensato. Siempre he calibrado la eficiencia en todo lo que he hecho. Si algo no da el fruto esperado tras invertir el tiempo y dinero necesarios, hay que abandonarlo.

Una vez en Cuba, toda mi actividad se desarrolló en las dependencias del Archivo Nacional, en la Habana Vieja. Con la debida autorización expedida a través del Ministerio de Asuntos Exteriores, pude hacerme con abundante material de la época en que mi bisabuelo estuvo comerciando en Santiago de Cuba, entre 1880 y 1900.

Cuando casi estaba a punto de expirar el plazo que me había marcado, encontré lo que buscaba, pero nunca me imaginé lo que encontraría. Bajo el nombre de Ramón Pujol y Muntaner, figuraba una larga exposición de hechos y fechas, con la descripción de sus actividades como propietario de extensas tierras del cultivo del algodón y de cacao. Pero lo que me alarmó sobremanera fue descubrir que también fue poseedor de un gran número de esclavos negros. ¡Mi bisabuelo fue un esclavista! No me lo podía creer. ¡Mi bisabuelo traficó con esclavos durante casi veinte años! Él era uno más de la extensa lista de esclavistas catalanes. Había oído hablar de ello, pero nunca me imaginé que aconteciera en el seno de mi familia, la honorable familia Pujol. También había leído sobre famosos esclavistas españoles que luego acabaron formando parte de la élite aristocrática, como Antonio López, el Marqués de Comillas. Pero uno nunca piensa que algo tan deleznable pueda haber anidado en su propia familia y, aun menos, que haya sido el origen de todos sus bienes, pasados y presentes.

Una vez de nuevo en casa, me asaltó una terrible duda: ¿debía informar de mi hallazgo a mis hijas o sería mejor enterrar el secreto conmigo?

Contrariado como estaba, llegué a pensar en vender todas nuestras propiedades y donar el dinero resultante a los más necesitados. Pero ¿de qué vivirían mis hijas? ¿Y mis nietos? ¿Qué culpa tenían de lo que había hecho uno de sus antepasados? Y yo ¿qué culpa tenía? Otra de las preguntas que me hice fue si mi padre supo de las andanzas de su abuelo allende los mares. Mi abuelo sí debió saberlo. O no. Nació un año después de volver su padre de Cuba. Muy probablemente nunca se habló del tema en su presencia. Pero ¿nunca se lo preguntó mientras vivía? ¿Nunca le picó la curiosidad por saber qué había hecho su padre para hacerse tan rico?

En fin, quizá le dijeron lo que yo creí, que comerció con frutas y especias y ahí quedó la cosa. Y si llegó a descubrirlo, quizá prefirió correr un tupido velo y olvidarse del tema. 

***

 Acabo de encargar en el Centro de Estudios Genealógicos un documento sobre el árbol genealógico familiar. Me va a costar mucho dinero, pero vale la pena el dispendio a cambio de limpiar la imagen de mi ancestro. Ha costado mucho convencer a su director, pero finalmente ha aceptado, aunque a regañadientes. El dinero todo lo puede. Y es que no puedo permitir que un periodista metomentodo investigue mi pasado familiar, ahora que me acabo de meter en política, y arruine mi incipiente pero prometedora carrera. A estos individuos les gusta hurgar en la vida de los que progresan. Una vez disponga del documento convenientemente adaptado a mis intereses, ya me encargaré de hacerlo llegar a las manos adecuadas. No sé en qué estaría pensando cuando me planteé tirarlo todo por la borda. Hay que pensar en la familia y mirar al frente, nunca al pasado.


*Ilustración: Estatua de Antonio López, ubicada en la plaza de Barcelona que lleva el mismo nombre, hasta que fue retirada en 2018 por su pasado esclavista.


viernes, 10 de febrero de 2023

Una vida distinta

 


Odio la cara de asco con la que me miran algunos de los que pasan delante de mí. Tendrían que estar en mi lugar. Así se enterarían de lo que vale un peine. Bueno, en realidad un peine no, en todo caso una vida distinta a la suya, pues la alusión a un peine, cuyo significado mucha gente ignora, se refiere a augurios muy negativos, y no es el caso, pues yo, la verdad, no lo paso nada mal. ¡¿Qué digo?! Me lo paso cojonudamente bien. Yo sí tengo un lugar fijo y seguro donde vivir, no como muchos de esos idiotas que deambulan por ahí sin rumbo fijo, pidiendo en las esquinas y durmiendo en un banco cochambroso. Y quienes sí tienen donde ir, seguro que es un lugar de trabajo asqueroso, con un sueldo de mierda o un piso con aluminosis, con tres o cuatro niños revoltosos y maleducados, y una mujer que les hace la vida imposible. Y si les preguntara si son felices, mentirían como bellacos.

Yo hace años que dejé de ser un esclavo. No dependo de nadie ni nadie depende de mí. Trabajar para otro para que se enriquezca a mi costa no va conmigo. Y desde que tomé la decisión de liberarme, soy feliz. Amo la libertad y no hay mejor forma de disfrutarla que vivir en la calle. Sí, en la calle, lo habéis oído bien. Ah, ¿no os parece bien? Sois como la gran mayoría de pijos ignorantes. ¡Qué sabréis vosotros! ¿Acaso lo habéis probado? No se puede juzgar algo sin conocerlo. La gente tiene muchos prejuicios. No soportan a los que no son como ellos. Bueno, para ser sincero, yo tampoco les soporto a ellos, unos engreídos del tres al cuarto. Y es que la gente habla por hablar, sin tener ni puta idea de a lo que me refiero. ¿Que no os gusta mi lenguaje? No seáis hipócritas, seguro que soltáis las mismas palabrotas o peores en la intimidad, como dijo que hacía ese político del bigotito cuando hablaba en catalán. ¡Qué idiota! Ese, como todos los políticos, se cree que somos tontos. Bueno, la verdad es que la gran mayoría de los ciudadanos lo son. Yo no, me huelo la mentira a kilómetros de distancia y como no quiero ser engañado en ningún aspecto, por eso me he planteado vivir como lo hago: a mi aire y sin compromisos de ningún tipo.

Cuando veo pasar a esos trajeados, con su maletín en la mano, y con prisas, en lugar de despertar en mi conmiseración, lo que siento es desprecio. Trabajar y trabajar. ¿Para qué? ¿Para hacer frente a gastos superfluos, por no decir innecesarios? La hipoteca, el coche, los caprichos de la parienta y de los mocosos malcriados, el colegio privado, algún que otro viajecito, y así un sinfín de cosas inútiles. A mí, la vivienda me sale gratis, no necesito coche para nada, mis viajes son por el barrio y mis pies me transportan de un lugar a otro. Y como, además, no tengo mujer ni hijos, pues estoy totalmente exento de obligaciones económicas familiares. Si quisiera viajar para conocer mundo, que no es el caso, no necesitaría coche, ni barco ni avión, pues podría viajar haciendo autostop, porque supongo que todavía existe esta modalidad. Para qué gastarse un pastón en otros medios de transporte pudiendo hacerlo gratis.

Y ¿cómo me alimento?, os preguntaréis. Pues me valgo de mi astucia y savoir faire. Cuando no voy a un comedor social, que es lo que suelo hacer, sobre todo cuando hace frio, voy a un Supermercado paquistaní del barrio donde me conocen y me quedo con las piezas de fruta y verdura más maduras y en mal estado, las que nadie quiere, gratuitamente. Si lo miráis bien, les hago un favor al apartar de la vista de la clientela tales mercancías defectuosas. Son una mala imagen para la empresa, porque no sé en lo que estarán pensando esos tipos al dejar unos tomates chuchuríos, unas lechugas mustias o unas manzanas con manchas oscuras en vías de putrefacción, a la vista de la clientela. Quizá en su país eso sea normal, pero aquí no, deberían saberlo. Pero qué sabrán ellos, si son unos ignorantes. A veces también me espero a que, por la puerta de atrás y una vez cerrado el establecimiento, depositen en los contenedores los productos caducados desde hace días. Al menos en eso sí se fijan. Supongo que lo hacen porque temen que alguien los denuncie por vender productos caducados que, por cierto, si fueran nocivos para la salud, hace años que estaría muerto.

Solo en una ocasión, en la que todas esas posibilidades fallaron, tuve que salir de caza. Bueno, lo de caza no es más que un eufemismo de matar palomas para comérmelas. No pongáis esa cara. Ya veo que estáis llenos de prejuicios. Quizá no sea una práctica muy saludable, pues se dice que estas ratas voladoras pueden transmitir muchas enfermedades. Pero debo haber tenido suerte, pues nunca he enfermado, o bien ya estoy inmunizado contra todo tipo de bicho viviente, porque ni tan solo pillé la Covid. El caso es que, con tan solo unas cuantas migas de pan, en un pis pas estás rodeado de esas infelices aves. Matarlas y desplumarlas ya fue otro cantar, pero sé de una indigente a quien se le da muy bien ese quehacer, que por algo trabajó muchos años en una pollería. Así que, pensando en ella, cacé dos ejemplares para repartírnoslos, y bastante rollizos, por cierto. Las llamas purificadoras de una pequeña fogata, que la mujer suele encender de noche, hizo el resto. Y como soy un todo terreno en cuestiones gastronómicas, pues casi me resultó una cena suculenta. Y en este caso también hice una labor encomiable para el consistorio municipal, que no sabe cómo atajar la plaga de palomas que hace años asola la Ciudad Condal. Y no digamos el favor que le hice a mi compañera de la calle, que muy pocas veces come caliente. Dice que la artrosis le impide ir andando hasta el comedor social, y eso que solo está a dos manzanas. El caso es que me lo agradeció del único modo que podía y no le quise hacer un feo y acepté. El lecho que usa no es tan cómodo como el mío, pero para uno rapidito ya va bien. Supongo que ya sabéis a lo que me refiero ¿no? No seáis tan remilgados, que cuando el hambre aprieta, y no me refiero precisamente al de comer, cualquier cosa vale. Aun así, no lo volvería a hacer. Creo que me contagió algún que otro piojo, lo que me obligó a raparme al cero. Y menos mal que no me pegó ladillas, que si no...

¿Y de dónde saco la ropa?, también os preguntaréis. Pues no sabéis la cantidad de ropa y calzado que la gente tira en los contenedores y que todavía está en buen estado. Incluso hay ropa de marca. Hay que ver lo que despilfarran algunos. O les sobra el dinero o son unos consumistas empedernidos. Con tanta ropa que he acumulado, puedo cambiarme de vestuario cada día. Y en esto también colaboro con el medio ambiente, pues lo que hago es reciclar, cosa que incluso los que se autodefinen como ecologistas no saben lo que es. ¡Hipócritas!

Ya veis, pues, que vivo la vida a mi aire, sin ataduras, De dinero no voy bien ni mal, tengo el suficiente y gracias a la generosidad de algunos incautos —o debería decir almas piadosas y benefactoras— que dejan unas monedas, y algún que otro billete, en mi caja de cartón, la cual he adornado y enriquecido con un cartelito en el que tengo escrito, con una letra muy pulcra —que uno será indigente, pero no inculto, pues de niño fui a la escuela, aunque de eso haga una eternidad— un mensaje que hasta haría llorar a Putin.

El truco consiste en esconder mis piernas bajo una manta y simular que donde se supone que debería haber dos piernas ahora hay dos muñones, pues sufrí los efectos de una mina antipersona cuando estuve en Afganistán con las tropas españolas. precisamente desactivando explosivos. Y la gente se lo cree. Hay que ver lo ilusos que son algunos. Supongo que da tanta pena ver que una persona que ha sacrificado su vida en nombre de la libertad acabe en la calle sin ningún tipo de subsidio, que más de uno se siente en la obligación moral de aportar un dinerillo para paliar un poco esa injusticia y drama humano.

El único contratiempo que ese engaño es que no puedo quedarme inmóvil todo el día en la misma posición, pues las piernas se me acaban agarrotando y doliendo un montón. Solo faltaría que las acabara perdiendo de verdad, pues a veces tardan mucho en recobrar la sensibilidad. Tengo que esperar a que oscurezca y no haya apenas transeúntes ni miradas indiscretas para erguirme y volver a la bipedestación, aunque sea cojeando un buen rato hasta desentumecer y recuperar la movilidad de mis dos extremidades inferiores. Lo hago con tanta maña que hasta ahora nadie me ha descubierto. Es entonces cuando aprovecho para el avituallamiento de comida y vestimenta. Así que ya veis que lo que gano, lo gano a pulso, con esfuerzo y sacrificio.

El caso es que, como no tengo gastos y recaudo un dinerillo en donaciones —prefiero este término al de limosnas— tengo unos ahorrillos con los que he abierto una cuenta bancaria, pues, aunque no devengue interés alguno —otros ladrones, las entidades bancarias—, por lo menos estarán a salvo de manos ajenas, que por estos barrios ronda mucho mangante, en especial “el cojo” —que este sí que está tullido de verdad—, que intentó extorsionarme para evitar que divulgara mi engaño. Se ve que una noche no fui lo suficientemente precavido y descubrió mi truco, y me vio esconder mis ganancias del día en el saquito que llevo pegado a mi cuerpo para que nadie pueda tirar de él sin mi conocimiento mientras duermo. ¿No pretendía que le diera una parte a cambio de su silencio, el muy cabrón? Y es que ni siquiera en este mundo de indigentes existen los escrúpulos. Le propiné tal paliza, gracias a mi recuperada movilidad, que creo que lo dejé más tullido de lo que estaba. Aun así, tuve que poner tierra de por medio para que no diera conmigo, ni él ni nadie del gremio.

Ahora, desde que me he mudado a este nuevo barrio, alejado de la competencia, estoy mucho más tranquilo. Aquí la gente no es tan pudiente, pero no puedo quejarme. He descubierto otro Supermercado paquistaní —esa gente, al igual que los chinos, están por doquier— Además, hay ingenuos en todas partes. ¡Qué sería de esta sociedad sin la ingenuidad! Nada, no seríamos nada.

Y no creáis que no disfruto de un tiempo de ocio. Todos los fines de semana me tomo vacaciones y, si hace buen tiempo, me voy a la playa de la Barceloneta a tomar el sol o simplemente a relajarme. No sé si algún día enfermaré de algo inevitable, pero de lo que nunca padeceré es de ansiedad, el mal que asola nuestra sociedad de consumo. ¿A que os doy un poco de envidia?

No sé cuántos años viviré, pero sí sé que lo haré sin que nadie abuse de mí y sin hacer daño a nadie, si exceptuamos la somanta de palos que le arreé a aquel presunto chivato lisiado.

La vida es corta y hay que saber vivirla, caramba. Yo elegí vivir una vida distinta a la de la gran mayoría de los infelices mortales, y me va de maravilla. Os lo recomiendo. No seáis idiotas, cambiad también de vida. Me lo agradeceréis.


Este relato participa fuera de concurso en El Tintero de Oro




sábado, 14 de enero de 2023

¿Qué será de mí?

 


Siempre me satisfizo gozar de inmortalidad, pero ahora ya no le veo ninguna ventaja.

En los albores de lo que hoy se conoce como Universo, fui tratado injustamente y tuve que enfrentarme a enemigos recalcitrantes. En alguna ocasión la batalla fue dura, pero la mayor parte de las veces salí triunfante. Gozaba de poder y de gloria. Se me respetaba y no había hombre sobre la faz de la tierra que no me temiera. Incluso algunos me idolatraban. Mis seguidores eran muchedumbre. Ahora ya no.

No logro dilucidar que es lo que me ha conducido hasta este punto. El mundo actual está en decadencia. Mi prestigio se está extinguiendo y son cada vez menos los que creen en mí, incluso aquellos que han gozado y se han beneficiado de mi existencia, esos a los que favorecí para que progresaran y vieran sus deseos hechos realidad.

No sé qué hacer. Tendré que reunir fuerzas para reconquistar esas almas perdidas por el camino. Pero hay tanto descreído en la actualidad...

Cada vez hay más gente que se atreve a burlarse de mi figura y de mi poder. Antes, unos me representaban casi como un dios. Un ángel caído, me llamaban otros. Cierto es que siempre me han representado de una forma ridícula, casi grotesca. No sé por qué se empeñaron en atribuirme cuernos y hasta un rabo.

Con la cantidad de nombres que tengo, ya no soy capaz de llamar la atención del más temeroso de los humanos. ¡¿Qué será de mí?!



sábado, 31 de diciembre de 2022

Las pesadillas

 


Cuando Elsa acudió a mi consulta, parecía una niña asustada. Qué digo asustada, aterrorizada. Y todo por una pesadilla recurrente que la atormentaba cada noche desde hacía varias semanas.

Cuando me la contó, tuve que reprimir una sonrisa, pues era una de esas pesadillas típicas de la infancia, producto de los miedos naturales de todo niño.

En primer lugar, intenté hacerle entender que esos sueños perturbadores, que producen fuertes sensaciones de miedo, terror, angustia y ansiedad, casi siempre se consideran una parte normal de la infancia y que algunos estudios han revelado que son más frecuentes en niñas que en niños. Pero, claro, a los treinta años ya deja de ser un hecho normal.

Mi plan fue desvelar qué le provocó en su infancia ese tipo de pesadillas, intentando encontrar su origen. Generalmente las provocan trastornos psicológicos sin demasiada importancia, como un cambio de colegio, unos exámenes a la vista, un viaje que no se desea hacer, una enfermedad en algún miembro de la familia, etc. En otros casos más problemáticos, reside en la existencia de un acoso escolar ocultado a los padres o en un temor generalizado al fracaso por culpa de la inseguridad causada por una baja autoestima.

Cierto es que las pesadillas pueden continuar hasta la edad adulta, siendo una forma en la que nuestro cerebro maneja las tensiones y temores de la vida cotidiana. Pero mi paciente describía su vida como plácida y profesionalmente satisfactoria. Con estudios universitarios, felizmente casada con un hombre que rozaba la perfección, con dos hijos adorables, y ocupando un cargo directivo muy valorado por la dirección de la empresa en la que trabajaba, no tenía nada que temer ni nada había en su vida cotidiana que le pudiera provocar la más mínima desazón.

¿Cómo era, pues, posible, que en una vida aparentemente perfecta aflorara, cada noche, esa terrible pesadilla de su más tierna infancia?

Sus terrores nocturnos (tenía que dormir con la luz de la mesilla de noche encendida) duraron desde los diez a los catorce años. Cuatro años padeciendo un terror que la despertaba sobresaltada y empapada en sudor y siempre con el mismo telón de fondo: un horrible monstruo, al que no le veía la cara, solo su silueta, se abalanzaba sobre ella para devorarla. Tan pronto como sentía sobre su cuerpo las zarpas de ese engendro, se despertaba, ahogando un grito para no alertar a sus padres. Durante esos largos cuatro años no contó ni una sola vez su tormento, ni a su hermano mayor ni a sus progenitores, quienes seguramente se habrían burlado de ella.

Viendo lo complicado que me resultaba llegar a un diagnóstico, conseguí, después de varios intentos infructuosos, que aceptara someterse a una hipnosis. Recelosa de lo que pudiera descubrir (todos tenemos secretos inconfesables, decía), no quiso que nadie más estuviera presente durante el proceso de regresión.

Llegado el momento, se tendió en el diván donde suelo colocar a mis pacientes para que se sientan cómodos y relajados antes de la sesión. Yo sigo la típica técnica de reducir la luz ambiental al máximo y hacer bascular lentamente ante sus ojos un pequeño péndulo al que sus ojos deben seguir en su movimiento de vaivén. Mi voz, tenue y calmada, hace el resto, y en unos pocos segundos ya tengo al paciente en trance. Y ahí empieza la parte más importante y a la vez más arriesgada del proceso, pues no siempre sale como uno espera. Y eso fue precisamente lo que ocurrió con Elsa.

Todo iba bien al principio, pues iba recordando los pasajes más importantes de su niñez con una gran nitidez. Pero todo se torció cuando le pedí que rememorara una de esas noches en las que esa maldita pesadilla la acosaba y la perturbaba de forma tan alarmante.

Empezó a respirar de forma muy agitada, a temblar y a sudar. Era, hasta cierto punto normal, pues estaba reviviendo un episodio muy angustiante para ella, pero de pronto se puso muy tensa, retorciéndose en el diván de una forma alarmante, como si estuviera poseída. Pero antes de abortar el proceso intenté calmarla y que me contara lo que estaba viendo. No hubo forma de tranquilizarla y antes de que aquello desembocara en un fallo cardíaco, pues noté que su corazón latía a más de 120 pulsaciones por minuto, la desperté.

Como suele ser normal, no recordaba nada de lo que había visto en su viaje al pasado, así que tuve que contarle lo sucedido y le expresé la imposibilidad de volver a repetir la experiencia por el riesgo que corría.

Aunque se fue aparentemente resignada, pero atribulada, me llamó al cabo de una semana, argumentando que no podía soportar por más tiempo aquellas pesadillas y que quería someterse de nuevo a la hipnosis regresiva, aun resultando peligrosa. Me rogó que llegara hasta el final, pues quería desvelar el origen de aquella tortura, costara lo que costase.

Volví, pues, a someterla a una nueva hipnosis, pero en esta ocasión acompañado por un cardiólogo, por si se hacía necesaria su intervención, a lo que Elsa no se negó, pues, aunque quería privacidad, aquel especialista era una persona totalmente ajena a su círculo privado.

El proceso siguió la misma pauta, hasta llegar a ese estado de paroxismo alarmante. Pero siguiendo los deseos de mi paciente, seguí adelante, mientras el cardiólogo monitorizaba sus constantes y su hiperventilación.

En esta ocasión y llegado a ese punto, yo también empecé a sudar y a punto estuve de interrumpir la sesión, pero decidí seguir adelante a menos que mi acompañante médico me indicara lo contrario.

El momento del clímax llegó a los pocos minutos. Elsa empezó a chillar como si se estuviera quemando viva, revolviéndose sobre el diván. Y de pronto empezó a gritar «No, no, papá, no, para, para, por favor» y acto seguido se desplomó como si se hubiera desmayado. Me costó dios y ayuda devolverla a su estado consciente, pero afortunadamente lo logré. Todos suspiramos aliviados, incluso Elsa, pero yo me sentí repentinamente indispuesto física y mentalmente por lo que había descubierto. Le pregunté si recordaba algo y me dijo que no. ¿Cómo podía explicarle que ese monstruo de su terrible pesadilla no era otro que su padre, que la violaba o intentaba violar? ¿Por eso callaba lo que le ocurría cada noche a su familia? Seguramente, con el tiempo acabó borrando ese recuerdo de su memoria. Pero ¿qué le había provocado volver a revivirlo con las mismas pesadillas que en su niñez?

Pedí al médico que nos dejara solos. Tenía que hablar con ella a solas. Tenía que decirle algo que no sabía cómo iba a reaccionar.

Cuando le referí lo descubierto, lo asimiló mucho mejor de lo que suponía y me dijo que su padre había fallecido hacía un mes. Supuse, entonces, que ello debió haberle provocado una evocación de aquella traumática experiencia, que había permanecido oculta en lo más profundo de su subconsciente durante tantos años.

Esa revelación produjo su efecto. Elsa se recuperó por completo y no volvió a sufrir esas terribles pesadillas recurrentes.

Al cabo de unas semanas, leí en el periódico, atónito, que una tal Elsa Gutiérrez —sin duda mi paciente—, había asesinado a su marido. Al parecer, este quiso persuadirla para mantener relaciones sexuales, a lo que ella se negó. Cuando él intentó tenerlas sin su consentimiento (según declaraciones de la detenida), se abalanzó sobre él agrediéndolo con un cuchillo de grandes dimensiones que guardaba en su mesilla de noche, lo que le produjo la muerte instantánea. ¿Por qué guardaría Elsa un cuchillo en un cajón de la mesilla de noche? ¿Qué era lo que temía?

Hoy me han llamado de la cárcel donde el juez la mandó al decretar prisión incondicional sin fianza, a la espera de juicio. Un psicólogo forense ha considerado necesario someterla a una evaluación de su estado mental. Ella ha aceptado, pero ha puesto como condición que sea yo el que la realice.

No sé qué hacer. Mi deber como profesional y como terapeuta de Elsa me obliga a aceptarlo, pero temo que en esta nueva evaluación descubra algo que no supe descubrir en mi última sesión y tenga que reconocer mi incompetencia.

Y es que la mente es un laberinto en el que se pueden ocultar las peores perversidades.

Me arrepiento de haber aceptado tratar a Elsa, pues, desde que tuve conocimiento de lo ocurrido, ahora soy yo quien tiene una pesadilla recurrente: un monstruo me persigue y yo intento escapar sin lograrlo. Una vez me ha atrapado, veo su cara y no puedo dar crédito a lo que ven mis ojos. Es la cara, horriblemente transfigurada de Elsa la que me mira con un gesto de odio y aversión. Y entonces me despierto, empapado en sudor.

Creo que ambos tendremos que recurrir a un psicoterapeuta mejor capacitado que yo.