«Soy
viejo, muy viejo. Solo me falta una semana para cumplir los noventa. Nunca creí
que llegaría a una edad tan avanzada.
»Mi mujer, Manuela, hace un año que me
dejó más solo que la una. Y eso que era nueve años más joven. Pero la vida da estas
sorpresas. Manuela falleció a los ochenta recién cumplidos y estaba aparentemente
muy sana y era muy vigorosa. Imaginaos que a esa edad no quería tener en casa a
una asistenta. Todo lo hacía ella sola. En cambio, yo soy un perfecto inútil
para las tareas domésticas, así que, desde que enviudé, dispongo de ayuda
externa.
»Tengo dos hijas, pero están tan ocupadas
por culpa del cargo que ostentan —ya se sabe cómo exprimen hoy en día las
grandes empresas a sus trabajadores—, que no les queda mucho tiempo para
dedicármelo. A mis nietos, los veo con muy poca frecuencia porque cuando llega
el fin de semana, mis hijas y yernos lo aprovechan para huir de la ciudad y
largarse lo más lejos posible. Lo entiendo, pero es triste. Me siento solo y
desvalido, como muchos ancianos a mi edad. No sé cuántos años me quedan de
vida, pero el caso es que los días se me hacen muy largos y tediosos.
»He llegado a pensar en quitarme de en
medio, pero no tengo valor para hacerlo. He pensado en diversas formas de llevarlo
a cabo, pero me asaltan las dudas. El gas sería la opción ideal, moriría
dulcemente, sin dolor. Solo me retiene pensar en el que infligiría a mis hijas,
pues, aunque me tienen prácticamente abandonado, sé que me quieren y las haría
sentir culpables».
Lo
que Anselmo no sabe es que está bajo los efectos de una depresión. No tiene
ganas de vivir. Cada noche, al acostarse, piensa y desea que sea la última y
que ya no despierte. Ya no tiene miedo a la muerte, como cuando era joven,
ahora la desea. Siente que no tiene sentido vivir más en esas condiciones. El
aislamiento que siente y el poco interés que demuestran sus hijas, a las que
tanto amó, cuidó y educó con esmero, por las que hizo muchos sacrificios para
que pudieran tener un futuro prometedor entre tanto machismo, le han sumido en
un estado anímico que nunca antes había experimentado.
La única persona que parece interesarse
por él es su médico, un hombre entrado en la sesentena, que no solo se preocupa
por su estado de salud, sino también por su estado mental. Será porque él
empieza a pensar en lo que le espera cuando llegue (si llega) a la edad de
Anselmo. Es él quien le aconsejó insistentemente que llevara colgado del
cuello, a todas horas, un pulsador de teleasistencia, pues la asistenta que ha
contratado no está todo el día con él y en su ausencia podría tener algún
problema grave de salud. Sus hijas, en lugar de esto, le han comprado un reloj
inteligente, que detecta una caída accidental y con el que puede comunicar
cualquier accidente doméstico o problema de salud.
Pero él, más terco que una mula, no
lleva ni lo uno ni lo otro. El aparatito no llegó a solicitarlo y el reloj lo
deja en un cajón de la mesilla de noche. Solo se lo pone cuando, muy de vez en
cuando, vienen a verle sus hijas.
¿Para qué?, piensa. Si me sucede algo
grave, que la Parca se me lleve de una vez por todas.
Y así estaban las cosas hasta que un día
ocurrió algo inesperado.
«Hoy
me he cruzado en la calle con un viejo amigo al que hacía muchos años que no
veía. Se trata de Xavier, un compañero del colegio y luego de la Facultad.
Fuimos inseparables, hasta que se casó y se fue a vivir al otro extremo de la
península. La última vez que le vi fue en una cena de ex alumnos, y de eso hace
más de cuarenta años. Tras ese breve encuentro, nos carteamos de vez en cuando,
pero luego los contactos se hicieron menos frecuentes, ya se sabe, así es la
vida. Pero jamás me olvidé de él y, por lo que parece, tampoco él de mí, así me
lo ha demostrado con el fuerte abrazo con el que me ha saludado.
»Ha sido él quien me ha reconocido. No sé
cómo lo ha logrado, pues yo no habría sabido ver en él ningún parecido con el
joven que conocí. Lógicamente, ha cambiado muchísimo. Ha perdido todo el
cabello, está muy flaco y todo en su cara son arrugas. Supongo que él también
me habrá encontrado muy envejecido. Y es que los dos ya somos viejos, eso ya lo
sé. Lo único que ha conservado es su vozarrón, al igual que su agudeza mental.
»Sentados en un bar, me ha referido su
vida a grandes rasgos. Al terminar su relato, he reconocido que hay casos
peores al mío. Su vida matrimonial fue un infierno desde un principio; se
divorció, tuvo que pasarle a su mujer una pensión para sus tres hijos, que casi
lo dejó en la ruina. Con el divorcio, no solo rompió toda relación con su ex
mujer, sino también con sus hijos, a quienes ella les llenó la cabeza de
mentiras contra él. Cuando se liberó de la obligación paterna de manutención,
Xavier pasó a engrosar la lista del paro. Agotado el subsidio de desempleo y todos
sus ahorros, se buscó la vida con trabajitos mal pagados y tras varios años de
vivir de la economía sumergida, ahora sobrevive gracias a la caridad. Vive en
la calle y duerme en un refugio para los sintecho. Ahora entiendo por qué va
vestido de una forma tan lamentable».
Unos
días más tarde de ese encuentro, Xavier se trasladó al piso de Anselmo, donde
no solo ha encontrado cobijo y comida caliente, sino también compañía, una
compañía que Anselmo agradece. Ya no está, ni se siente, solo. Pasan las horas
recordando viejos tiempos, tiempos felices, y compartiendo aficiones. Salen de
paseo cada día, haga sol o llueva. Han vuelto a ser inseparables como lo eran
hace sesenta años. Son como dos niños grandes, se ríen de las mismas tonterías
que antaño y de las anécdotas de la adolescencia. Anselmo sospecha que la gente
del barrio, cuando les ve juntos, interpretan erróneamente esa relación, pero
le importa un pimiento lo que puedan pensar.
«A
mis hijas no les agrada que viva con un pordiosero, como así lo calificaron al
conocerlo, pero les he dicho que con él he recobrado las ganas de vivir. Me
dicen que vive a mi costa, de mis ahorros, y que un día desaparecerá con
todo lo que pueda haber arramblado, que le vigile, que un día suplantará mi
identidad y me vaciará la libreta de ahorros.
»Si ya las podía acusar de hijas
distantes, ahora veo que también tienen una gran dosis de inhumanidad. No les
importa que sea feliz. Dicen velar por mi seguridad, pero solo les interesa los
pocos ahorros que puedan quedar tras mi muerte. A ellas el dinero no les falta,
pero ya se sabe: el que tiene dinero quiere más. En plena discusión y en un
momento de crispación, así se lo hice saber. El resultado fue que, si antes las
veía poco, ahora ni me llaman. He perdido a mis hijas y he ganado un amigo.
Todo a la vez.
»Xavier y yo somos dos viejos, pero
viejos bien avenidos. Juntos hemos logrado superar, él su pasado y yo mis penas
del presente. Ahora puedo considerarme aceptablemente feliz».
Unos
meses más tarde, Anselmo falleció mientras dormía, como él siempre había
querido. Fue Xavier quien lo encontró sin vida al extrañarle su tardanza en
levantarse, él que era tan madrugador. Buscó entre sus pertenencias el teléfono
de sus hijas y las llamó para darles la triste noticia.
Tras el funeral, pusieron el piso de
su padre a la venta y Xavier tuvo que volver a la calle, agradeciendo el tiempo
que había podido vivir con su amigo.
Por fortuna para Xavier, una vez
fallecida su esposa, sus hijos quisieron reconciliarse con él y lo acogieron
bajo su techo, alternándose las estancias en casa de cada uno de ellos.
Sus nietos disfrutan de sus historias.
Una de las que más les gusta es la que habla de un amigo, llamado Anselmo, al
que encontró un día por la calle y que le brindó la posibilidad de sentirse
querido durante un tiempo que se le hizo muy corto.