miércoles, 6 de marzo de 2024

Para Elisa

El microrreto de este mes de marzo al que nos desafía El Tintero de Oro, consiste en escribir un microrrelato, de un máximo de 250 palabras, en el que la música sea un personaje más de la historia. Espero haber cumplido con este requisito. Aquí os dejo mi aportación titulada “Para Elisa”. Espero que os guste.


Al estado ruinoso del cementerio, se le añadía la dejadez de unas tumbas cuya piedra había sufrido las inclemencias del paso de los años. El texto grabado en las lápidas era ilegible. Una capa de líquenes las cubría. Un color negruzco dominaba el espacio. El viento amplificaba la atmósfera tétrica del recinto.

A punto de abandonar el lugar, oí una suave melodía. Procedía del interior de la iglesia. Era el sonido de un piano y la melodía, aunque lejana, era reconocible: “Para Elisa”, de Beethoven, la pieza favorita de Teresa. «Toca tu tema favorito, Teresa, que al gran maestro le complacerá», solía decirle en broma. ¡La extraño tanto!

Cuando entré en la iglesia, tras forcejear con un cerrojo más que oxidado, me vi ante una pequeña nave de paredes desconchadas, con unos pocos bancos carcomidos y un altar desnudo. La música, ahora más audible, procedía del coro, al que se accedía por unas empinadas escaleras de madera. Me dirigí al altar y, dando media vuelta, miré hacia la parte superior de la entrada. El coro, que pendía milagrosamente de la pared, estaba vacío. Pero “Para Elisa” seguía sonando y reverberaba por toda la estancia. Salí corriendo como alma que lleva el diablo, tapándome los oídos para no volverme loco. Fuera, un aguacero descargó en cuestión de segundos. Cuando llegué a la cabaña, empapado y temblando de frio, me despojé de la ropa mojada, me tumbé en la cama y me quedé dormido. Soñé con Teresa. ¿Qué querría decirme? ¿Estará bien?




domingo, 25 de febrero de 2024

El lobo blanco

 


Día 1

Hace dos días que un lobo ronda mi cabaña. Cada noche noto su presencia y cuando salgo, armado con una escopeta de caza, veo cómo se esconde entre los árboles y la maleza, aunque, por su color, resulta muy difícil distinguirlo de la nieve. Es un lobo albino. Ayer por la noche le oí aullar. Debo reconocer que su aullido me atemoriza, como cuando, de pequeño, veía aquellas películas de serie B sobre el hombre-lobo.

No soy una persona especialmente miedosa, pero en mi defensa diré que no es lo mismo estar acompañado que solo en medio de un bosque ártico y alejado de la población más cercana.

Estoy a unos 20 kilómetros de Kaktovik, en el noreste de Alaska, una zona perfecta para ver osos polares. Soy zoólogo y estoy estudiando la fauna de este país ártico en vías de extinción, como el oso polar. Estoy solo e incomunicado, y ello se debe a que los dos miembros de una ONG local que trabaja en la preservación de esa especie, y a la que me he unido temporalmente, tuvieron que ir a por provisiones. Llevan fuera los mismos días que yo llevo aquí en soledad. Debido a la tormenta que lleva azotando esta zona desde que partieron, se han interrumpido las conexiones. Así pues, no hay forma de comunicarme con ellos.

Día 2

Ese maldito lobo lleva acosándome desde que me quedé solo, disponiendo, eso sí, de una vieja escopeta para defenderme del ataque de cualquier animal salvaje. Jamás he disparado un arma y odio la caza, pero si tengo que hacer uso de esta para salvar el pellejo, lo haré sin dudarlo ni un segundo.

Esta noche colocaré una videocámara en la puerta de la cabaña para ver si el lobo se acerca y qué hace.

Día 3

Acabo de visionar las imágenes captadas la noche pasada. Le he visto. Claramente. Debo reconocer que el animal es muy hermoso, tan blanco como la nieve inmaculada. En principio no sería capaz de hacerle ningún daño si él no me lo hace a mí. Solo le dispararía en defensa propia.

Lo más curioso es que tengo entendido que el lobo se desplaza en manadas y que, en principio, no es peligroso para el hombre, pues huye cuando se encuentra con él cara a cara. ¿Qué querrá, pues, este lobo solitario, que no deja de merodear la cabaña? Debería oler a ser humano y alejarse lo más posible del que podría ser su depredador.

Pero no me queda más remedio que esperar a mis compañeros y ver si de este modo desaparece de una vez y me deja en paz.

Día 4

Ya solo me quedan provisiones para un día. La tormenta no amaina y las comunicaciones siguen cortadas. Solo salgo de la cabaña de día y armado, por si acaso. De momento, solo he visto algún zorro y varias marmotas, y hoy me ha parecido atisbar un alce. Así pues, si mis compañeros no regresan pronto con víveres, dudo que sea capaz de cazar alguno de esos animales para alimentarme. Y los frutos de los abundantes pinos que hay en este bosque no son comestibles, sus piñas no son como las de nuestro apreciado Pinus pinea.

Día 5

Estoy pensando en abandonar la cabaña y marchar hacia al pueblo al que se dirigieron mis compañeros para reunirme con ellos, mas no entiendo por qué no han vuelto. Cierto que la tormenta aun no ha amainado, pero, según me dijeron, se conocen esta zona como la palma de la mano. Algo les ha debido suceder, pero ¿qué? Si voy a su encuentro, temo extraviarme, nunca he sido muy bueno a la hora de orientarme, a pesar de disponer de un mapa. Pero lo intentaré. Quizá a medida que me acerque a mi destino, logre tener cobertura y pueda contactar con ellos por el móvil.

Día 6

Llevo tres horas andando y no percibo ninguna señal que me indique que voy por el buen camino. Con los prismáticos, ni siquiera veo una triste cabaña. Creo haber seguido fielmente las indicaciones del mapa. Lo malo es que, si se hace de noche y todavía estoy en camino, tendré que pernoctar al aire libre y la temperatura nocturna puede alcanzar, según me han dicho, los cincuenta grados bajo cero. Ahora pienso que ha sido una locura venir a este país en pleno invierno. Pero ahora no es momento de lamentarse. Ya no hay vuelta atrás.

Día 7

Lo que me ocurrió anoche nadie lo va a creer. Tal como temía, tuve que pasar la noche al raso, solo abrigado por mi saco de dormir. Al poco, mis dientes castañeaban de tal modo que temía morderme los labios y la lengua, y los temblores se volvieron tan intensos que era incapaz de usar las manos de una forma coordinada. Por un momento, creí que allí acabaría mi aventura, que ya no lo contaría y que nadie encontraría mi cadáver congelado.

Pero de pronto, me pareció oír unos pasos. Alguien merodeaba sigilosamente mi improvisado y exiguo campamento. Podía ser un animal peligroso, una alimaña en busca de alimento. Como pude, venciendo mis temores y los cada vez más violentos temblores, me incorporé y empecé a gritar agitando mis brazos como si fueran aspas, pues dicen que es la mejor forma para ahuyentar a un oso o a cualquier otro animal salvaje.

Quien fuera o lo que fuera que estuviera allí, se aproximaba poco a poco. Tomé la escopeta con la intención de disparar tan pronto asomara la bestia. Pero cuando vi de qué se trataba, me quedé petrificado. Era el lobo, “mi lobo albino”, que, parado ante mí, no dejaba de mirarme fijamente a los ojos. No mostraba ningún signo de amenaza. Aun así, apunté hacia él, esperando su ataque de un momento a otro, pero todo lo que hizo fue acercarse dócilmente y tumbarse a mis pies, como si buscara compañía y refugio. Curiosa y extrañamente, a su lado sentí paz y tranquilidad. Ni siquiera notaba el frío intenso, como si el animal fuera una intensa fuente de calor. A pesar de ello, no creí que pudiera pegar ojo, pero el cansancio se apoderó de mí y caí en un sueño profundo

Día 8

Cuando desperté, ya de día, el lobo seguía allí, acurrucado a mi lado. Al notar mi movimiento, alzó la cabeza y me observó. Nos miramos como si fuéramos amigos que han emprendido una aventura juntos.  ¿Y ahora qué?, me dije, o más bien le pregunté. Y entonces el animal se puso en pie y pareció que quería indicarme algo. Y lo que me indicó fue el camino a seguir, pues a las pocas horas de haber emprendido la marcha tras él vislumbré una cortina de humo que, pensé, procedería de chimeneas o de alguna hoguera. Pero era un humo espeso y muy oscuro. Eso me alertó.

Tras recorrer unos pocos kilómetros, mi curiosidad se vio satisfecha, aunque habría preferido una explicación mucho más grata. El poblado, pues no llegaba a la categoría de pueblo, había sido arrasado por el fuego y solo quedaban los rescoldos de un pavoroso incendio, ya apagado.

Vi gente que corría de un lado a otro, seguramente en busca de supervivientes o para socorrer a los heridos. Cuando me acerqué lo suficiente, distinguí entre el gentío dos caras conocidas, las de mis compañeros, a los que daba por desaparecidos.

Día 9

Pasamos todo el día en un hospital de campaña, donde habían trasladado a los heridos por el incendio. Excepto mis compañeros, casi todos presentaban quemaduras de segundo y tercer grado. Ellos, por fortuna, solo tenían quemaduras de primer grado, producidas al prestar su ayuda.

Me contaron que, al poco de haberse marchado de la cabaña, se extraviaron, algo extraño en ellos, y que tuvieron que pernoctar en el bosque dos noches seguidas. Y que, cuando se daban por vencidos, se les apareció un lobo blanco como la nieve, que, sorprendentemente, les indicó el camino a seguir, llegando a ese poblado un día después de este fortuito y aventurado encuentro. Entonces caí en la cuenta de que me había olvidado de él. ¿Dónde se había metido “mi lobo”? Con la precipitación por querer saber qué había ocurrido, me olvidé de él. Probablemente, se alejó de los humanos y volvió al lugar donde le vi aparecer por primera vez.

Día 11

De nuevo en la cabaña, con víveres, y una vez amainada la tormenta, decidí contar a mis compañeros lo que me había ocurrido, el encuentro con el lobo albino, probablemente el mismo con el que ellos se tropezaron y cómo me guio hasta el poblado.

Intrigados, esa misma noche, nos dispusimos a buscar al lobo albino. Al cabo de unos días sin haber obtenido ningún resultado satisfactorio, desistieron y abandonaron la búsqueda. Ya aparecería cuando quisiera, dijeron. Pero yo, disconforme con esa decisión, seguí saliendo noche tras noche en su busca. En cierto modo, le debía la vida.

Día 30

Terminada mi estancia allí, me dispuse a volver a casa un tanto descorazonado por mi infructuosa búsqueda. Cuando, horas después, tomé el autocar que debía llevarme a la capital para tomar mi vuelo, tras haber recorrido unos pocos kilómetros, vislumbré, desde mi asiento, algo que me llamó poderosamente la atención. Entre los árboles del bosque que atravesábamos, había un lobo, un lobo albino que, al verme empezó a aullar hasta perderlo de vista. ¿Sería él? ¿Se estaría despidiendo de mí?

Día 40

No he podido quitarme de la cabeza al lobo albino. Hay momentos que me parece haber vivido un sueño y que todo había sido una especie de alucinación. Pero mis compañeros también lo habían visto.

Decidí, entonces, consultar a un amigo zoólogo, especializado en lobos, revelándole mi experiencia. Me miró, condescendientemente, como si me tomara por un chiflado, y al cabo de unos segundos de indecisión, me dijo, sonriendo: «Lo único que te puedo decir es que hay quien afirma que el lobo blanco simboliza la paz, el amor, la compasión y la esperanza, mientras que el lobo negro simboliza el miedo, el odio, la envidia y la ira. Y que estos dos lobos luchan por dominar nuestros pensamientos, acciones y emociones. Pero todo eso son supersticiones propias del folklore popular».

Al oír eso, asentí, pensativo, y desvié inmediatamente el tema de conversación hacia otros derroteros. No quería que pusiera en duda mi cordura.

 

Desde entonces, nunca más he sacado a colación esta historia, ni siquiera con mis colegas, pero he querido dejar constancia de ello en este diario, en el que he pegado la foto que obtuve de la imagen grabada aquella noche ante mi cabaña. ¿Qué habrá sido de aquel lobo blanco? ¿Habrá otros muchos como él? Lo dudo, pues, por desgracia, está en vías de extinción. Quizá sea este el motivo de que cada vez haya menos paz, amor, compasión y esperanza en el mundo.

 

sábado, 10 de febrero de 2024

El extraño caso del Dr. Jekyll y Mr. Hyde

 


Parece mentira que una lectura sea capaz de evocar unos recuerdos que habíamos eliminado de nuestra mente, como si despertáramos de una letargia o de un sueño placentero para darnos de bruces con una angustiosa realidad.

Aunque he visto alguna película y serie televisiva basadas en la novela de Robert Louis Stevenson, titulada El extraño caso del doctor Jekyll y míster Hyde, nunca había tenido la oportunidad de leerla y si lo he hecho ahora ha sido porque me la regaló mi hermano estas pasadas navidades.

Al principio era reacio a hacerlo, pues la trama me era muy conocida, pero como las novelas suelen ser mejores que las películas a las que dan lugar, me dije que bien valía la pena destinar unas horas a su lectura para comprobarlo.

Pero algo extraño obró en mí. A medida que avanzaba en la lectura, me vi cada vez más inmerso en los acontecimientos que se narran, sintiéndome inevitablemente atraído por ese doctor que de día es un hombre respetable y de noche una bestia salvaje. Lo más curioso es que, al margen de la fantasía, veía en esa historia un atisbo de realidad, una realidad que me resultaba muy familiar. De algún modo, me vi reflejado en las andanzas de ese personaje de dos caras.

De pronto, como si de una revelación se tratara, recordé que de niño tenía un comportamiento que alarmó a mis padres y que un especialista diagnosticó como un trastorno bipolar. Ello les alivió relativamente. «Existe un tratamiento muy eficaz para esta afección. Su hijo podrá llevar una vida totalmente normal», afirmó el médico. Y digo relativamente porque mi querida madre, que se preocupa en exceso por todo, y mi padre, que es de naturaleza pesimista, no dejaron, desde entonces, de controlar mis movimientos y me observaban constantemente como si fuera un loco peligroso del que tenían que protegerse. Solo mi hermano, inmune a cualquier espanto, me trataba con aparente normalidad, aunque creo que, en el fondo, también me consideraba un bicho raro.

Para los que no lo sepáis, la bipolaridad se manifiesta por cambios repentinos e intensos del estado de ánimo, pasando de una actitud eufórica a una irritable o depresiva. Tuve que asumir, por lo tanto, que tenía una enfermedad mental que requería un tratamiento farmacológico constante, que no debía abandonar bajo ningún concepto. Consciente de la preocupación de mis progenitores, me esforcé en controlar algunos impulsos de tipo maníaco que les habría alarmado.

Creo que esa represión férrea que me autoimponía de día, hizo que, por la noche, con el ánimo más relajado, los arrebatos me asaltaran de una forma mucho más agresiva, desarrollando así una dualidad de comportamiento: de día aparentaba ser una persona normal y por la noche me convertía en un ente fuera de todo control. Esa agresividad nocturna, imposible de detener, me obligó a escabullirme de casa para que mis padres no se percataran de lo que pasaba, pues temía que pudiera destrozar todo a mi alrededor y quién sabe si hacerles a ellos un daño físico. En el primer arrebato que tuve de este tipo, solo llegué a destrozar mi ordenador, porque mis padres, alertados por el ruido, acudieron raudos a mi habitación. No sé qué excusa les di porque apenas me acuerdo de lo ocurrido. Sí sé que estos episodios iban siempre precedidos de un aviso, como dicen que les ocurre a los epilépticos. Así pues, tan pronto notaba que se iba a producir uno de ellos, sin saber cuán agresivo sería, salía de casa y merodeaba por los alrededores, pensando que el aire fresco y el cambio de ambiente me calmarían. No obstante, a veces me despertaba tumbado sobre un banco o en mi cama sin recordar nada de lo sucedido durante esos lapsus mentales. Por suerte, siempre había podido volver a casa sin despertar a nadie.

La cosa empezó a preocuparme cuando aparecieron en el vecindario gatos y perros con los huesos quebrados y, en alguna ocasión, abiertos en canal. Enseguida corrió la voz de que había un perturbado sádico que atacaba a esos pobres animales como lo haría una alimaña, alertando de ello a todos los propietarios de un animal de compañía.

Al conocer esa horrible noticia, instintivamente la relacioné con mis salidas y ausencias mentales nocturnas. Me horroricé ante la posibilidad de que yo fuera el autor de esas muertes, que mi trastorno mental me hubiera convertido en un monstruo peligroso para la sociedad, pues ¿quién me decía a mí que una noche no la emprendería del mismo modo con un sintecho o un transeúnte cualquiera? ¿Qué podía hacer para evitarlo? ¿Atarme a la cama? Yo solo no podía hacerlo, necesitaría ayuda. Y entonces decidí confesárselo todo a mi hermano, pues de haberlo sabido mis padres, seguramente me habrían internado en un centro psiquiátrico.

De este modo, todas las noches, sin excepción, mi hermano me ataba de pies y manos a la cama, y a la mañana siguiente, muy temprano, me soltaba. Para él todo eso le resultaba divertido, como si de un juego se tratara; por ello, seguramente, nunca puso ningún impedimento. Pero esa situación no podía alargarse indefinidamente. Mi hermano empezó a cansarse de todo ese ajetreo y yo tampoco soportaba mis ataduras. No podía vivir así de por vida. Por lo tanto, decidí visitar al psiquiatra que me había instaurado el tratamiento, argumentando que este ya no hacía el efecto deseado y temía que mi enfermedad se agravara. Aquel decidió, pues, cambiarme la medicación por otra más reciente y probablemente más eficaz, como así resultó ser, pues mis episodios se redujeron sustancialmente hasta desaparecer.

Y fueron pasando los años, hasta que llegó el día en que decidí empezar una nueva vida fuera del cobijo familiar. Cuando terminé mis estudios superiores, con mi primer sueldo, alquilé un piso no muy alejado de la vivienda paterna. Nunca se sabe cuándo uno puede necesitar la ayuda de la familia. Ya no necesitaba que nadie me atara a la cama y aunque llevaba tiempo exento de síntomas, corría el riesgo de que mis delirios asesinos reaparecieran.  Pero, para mi tranquilidad, nada anormal ocurrió. Reinaba la calma y aquellos episodios tan desagradables pasaron a la historia, olvidándolos por completo. Hasta hoy.

Este mediodía, después de diez años de mi emancipación, me ha asaltado una terrible duda. En el Telenoticias han informado que se han descubierto cuatro cadáveres enterrados en un solar en obras del barrio, que han sido hallados por unos operarios al remover la tierra con una excavadora. Según el forense, aunque todos ellos presentaban múltiples cuchilladas, la muerte les sobrevino por un fuerte golpe en la cabeza, con hundimiento del cráneo y pérdida de masa encefálica. El arma del crimen tuvo que ser un objeto pesado y con el extremo romo.

Según han hecho saber las autoridades, los cuatro sujetos llevaban muertos una o dos semanas. La autopsia lo acabará de confirmar. Un portavoz de la policía ha afirmado que, con toda probabilidad, los hechos ocurrieron de madrugada, pues la zona suele estar muy concurrida hasta altas horas de la noche y no ha habido testigos oculares. Como no se ha encontrado ningún documento que pueda identificar a las víctimas, la policía está revisando todas las denuncias de desapariciones recientes.

De pronto he sentido un fuerte mareo y me he desvanecido. Al volver en mí, he intentado sosegarme infructuosamente. Todavía no era la hora de tomarme la medicación, pero lo he hecho, por si acaso tenía una recaída. Mi nerviosismo sobrepasaba con creces la calma que reclamaba mi cuerpo y mi mente. ¿Podía ser yo el autor de esos asesinatos como lo fui presuntamente, años atrás, de aquellos pobres animales? Reconozco que, con la lectura de esa maldita novela, mi mente ha volado, en más de una ocasión, por un sendero maligno, imaginándome actuando como ese Míster Hyde. Incluso, en una ocasión, recordando alguno de los pasajes más violentos, he sentido una malsana excitación. Pero una cosa es la imaginación y otra la realidad. Yo no podía ser el asesino de esos cuatro desgraciados. ¿Acaso esa novela me había trastornado tanto como para adoptar, sin darme cuenta, la doble personalidad de su protagonista? Tenía que ser casual que esas cuatro muertes se produjeran justamente durante los días que invertí en la lectura de la misma.

De todos modos, conociendo mis antecedentes, muy a pesar mío y solo para eliminar toda sospecha sobre mi más que dudosa autoría, he puesto el apartamento patas arriba para comprobar que no existe prueba alguna en mi contra.

La búsqueda se ha prolongado más de una hora, tras la cual solo quedaba por revisar el altillo de mi armario trastero. Allí guardo recuerdos de mi infancia, olvidados en una vieja caja de zapatos. La he abierto con manos temblorosas con solo pensar que podía contener alguna prueba incriminatoria. Pero ¿qué prueba podía haber en una pequeña caja de cartón?

A simple vista no había nada extraño, pero bajo mis colecciones de cromos, un montón de viejas fotografías y dos medallas de natación de mi época escolar, he hallado cuatro carteras que nunca había visto. ¿Pertenecerían a los cuatro hombres asesinados? Aun intuyendo que así era, no he querido abrirlas, me las he guardado en mi mochila y he salido raudo a la calle. Tras haber andado un par de kilómetros y cerciorarme de que nadie me veía, las he sacado, las he limpiado con un pañuelo para no dejar huellas y las he arrojado a un contenedor.

Lo único que puedo hacer ahora es seguir atentamente las noticias, aunque no sé muy bien porqué. ¿Por morbo, como haría un asesino en serie? La novela de Stevenson también la echaré en el primer contenedor que encuentre, aunque es absurdo. Dudo mucho que pudiera ser considerada una prueba que justificara mi comportamiento, pues no soy sospechoso de nada. O quizá se la devuelva a mi hermano. Pero cuando he vuelto a casa, no ha habido forma de encontrar el maldito libro. Mejor así.

Consternado por lo que acababa de descubrir, pues imaginaba que mi bipolaridad agresiva estaba perfectamente controlada y que aquellos episodios que tanto me habían perturbado ya eran cosa del pasado, me he tumbado en el sofá, sin saber qué rumbo tomar.

 

Llaman a la puerta. ¿Será mi hermano? Últimamente frecuenta cada vez más mi apartamento, del que, poco a poco, está tomando posesión. Dice que también quiere independizarse, pero que no tiene dinero suficiente. Empezó quedándose a dormir cuando pillaba una cogorza de aúpa y no quería que nuestros padres lo vieran en ese lamentable estado. Luego, sus estancias se han ido prolongando, dice que es para hacerme compañía. Encima, está utilizando el poco espacio libre que me queda para embutir en él ropa, enseres personales y algunos trastos, el último ha sido su bicicleta y el bate de cuando jugaba a beisbol y al que le tiene mucho cariño. Pero ahora que lo pienso, no lo he visto por ninguna parte durante mi inspección ocular de esta tarde.

Miro por la mirilla y es, efectivamente, mi hermano. Lleva una bolsa de deporte en la mano. Es la que usa para ir al gimnasio. Me dice que hoy también se quedará a dormir, pues ha quedado con unos amigos y seguramente volverá de madrugada y no sabe en qué estado. Se ha ido a duchar, pues, con las restricciones de agua, las duchas del gimnasio están inutilizables. Mientras está en el baño no puedo dejar de mirar la bolsa de deporte que ha dejado en el suelo. Por las dimensiones, bien podría contener un bate de beisbol. ¿Habrá sido mi hermano quien se ha quedado con la novela? No, si ahora resultará que, además de bipolar, soy un paranoico.


martes, 30 de enero de 2024

Un cuento de enanos

De entre los cuentos que escribí y publiqué hace años en mi desaparecido blog en catalán, había este, un cuento de enanos. El temor a que el término enano se tomara como algo peyorativo, especialmente hoy día, que debemos ir con mucho tiento a la hora de usar ciertos calificativos ya desfasados, hizo que no me atreviera a publicar su versión en castellano. Sin embargo, considero que la historia que se narra en este cuento, tiene mucho de reivindicativa a favor de las personas que sufren una discapacidad física que les supone una lacra personal y les segrega del resto de la sociedad. Así pues, he conservado el término enano para describir a las personas con acondroplasia y que han tenido que sufrir la burla por parte de mayores y niños a lo largo de los años. Dicho esto, espero que el cuento os guste.



Miguelito, a sus seis años, no había visto nunca un enano, salvo los que actuaban en el circo que venía, una vez al año, al pueblo, y que tanto le hacían reír. Saltaban, bailaban y hacían ridículas muecas, mientras corrían por la pista, peleándose entre sí como si se hubieran vuelto locos.

—Son hombrecitos, hombres pequeños —le dijo Juan, su padre, ante la mirada incrédula del niño, porque este creía que eran personas de algún país en el que todos eran así de pequeños, como los pitufos, que vivían en un lugar apartado de la vista de la gente normal.

Un día, cuando Miguelito volvía a casa, al salir de la escuela, se encontró de pronto con uno de aquellos hombrecillos. El circo hacía días que se había marchado. ¿Cómo era, pues, posible que uno de los enanos estuviera todavía en el pueblo? La curiosidad hizo que le siguiera, viendo que entraba en el bar de la plaza. Miguelito prestó, desde la calle, atención a lo que sucedía allí dentro.

—Necesito trabajar. ¿No necesitaréis acaso ayuda en el bar? —oyó que le preguntaba al señor Jaime, el propietario.

—Pero ¿cómo quieres que te contrate como camarero si apenas llegas a la mesa? —le contestó aquel con una carcajada.

El enano dio media vuelta y, sin decir esta boca es mía, salió a la calle. Parado en medio de la plaza, encendió un cigarrillo y se sentó en un banco, bajo un frondoso plátano, triste y apesadumbrado.

Miguelito corrió a sentarse a su lado.

—Hola —dijo al cabo de un rato—. Me llamo Miguel, pero todos me llaman Miguelito. ¿Y tú, cómo te llamas?

—Me llamo Pedro, pero tengo otros nombres. En mi pueblo todo el mundo me conocía como Pedrito paticorto. En el circo era Champiñón. —y ante la cara de extrañeza del niño, continuó—. Todos los enanos del circo teníamos nombres de setas, debido a nuestra corta estatura: Níscalo, Boletus, Rebozuelo y Colmenilla.

—Y ¿por qué esos nombres? —quiso saber Miguelito.

—Pues porque así lo quiso el dueño del circo. Decía que le recordábamos a las setas.

—Y a ti, ¿por qué te llamó Champiñón?

—Pues, según me dijo, por mi cuerpo achaparrado y mi piel tan blanca—. Y tras unos segundos de mutismo, Miguelito reemprendió la conversación, pues quería saber más cosas de ese desconocido tan especial.

—Yo te he visto en el circo haciendo volteretas y muchas más cosas graciosas. Era muy divertido.

—Sí, sí, muy divertido para el público, pero si no fuéramos enanos nadie se reiría de las tonterías que hacemos. Yo ya hace mucho tiempo que quiero dejar esta profesión. Me gustaría llevar una vida como el resto de la gente, como la que tu tendrás cuando seas mayor.

—¿Cuántos años tienes? —le preguntó Miguelito.

—Acabo de cumplir veinticinco. Y llevo más de diez años trabajando en el circo.

—Y ¿en qué país naciste? No pareces extranjero.

—Porque no soy extranjero. Nací en la Pobla de Segur, aquí al lado, como quien dice.

Y entre calada y calada, Pedro le contó que el enanismo es una enfermedad que no deja crecer a las personas; que sus padres eran “normales” —entrecomillando esta palabra con sus dedos pequeños y gordezuelos—; cómo fue su vida en el pueblo hasta que decidió unirse a un grupo de payasos que organizaban fiestas para los niños de buena familia: cumpleaños y celebraciones varias. Hasta que terminó trabajando en el Gran Circo Price, en el que Miguelito lo vio por primera vez.

Pedro añadió que, habiendo decidido abandonar la vida circense, necesitaba encontrar un trabajo digno y serio por una vez en su vida. Estaba harto de hacer reír a la gente.

—Pero el primer lugar donde he preguntado, en ese bar de la esquina, me han mandado a paseo. Al parecer no tengo la talla suficiente para servir mesas. ¿Te lo puedes creer? Supongo que la gente se reiría de mí y el dueño del bar prefiere no tener problemas con la clientela. Tendré que ir de puerta en puerta, a ver si alguien me da un trabajo.

Miguelito, después de pensárselo unos minutos, le miró con unos ojos iluminados y le dijo:

—¿Te gustaría trabajar en la vendimia? Mi padre tiene unas viñas. La uva está a punto para ser recogida, las cepas son bajitas, más o menos de tu altura. Te resultaría fácil y nada cansado, pues no tendrías que agacharte como los demás, la gente más alta. Claro que, de momento, solo tendrías trabajo para un mes, pero puedo hablar con mi padre y quizá te pueda encontrar un trabajo para el resto del año.

—Hombre, yo no tengo experiencia en eso de recoger uva, pero lo he visto hacer y puedo aprender. Lo que sí se me da bien es la cata de vino —añadió, Pedrito paticorto, guiñándole un ojo.

Y así fue. Después de trabajar duro durante la vendimia, el padre de Miguelito le contrató como ayudante en las bodegas, en la elaboración del vino. Bregando entre botas, con el tiempo, Pedro demostró ser un buen trabajador y un catador de vinos excelente. Hoy es un famoso sumiller en el restaurante más popular de la comarca, Casa Pedro Botero, del que son propietarios Pedro y Juan. Miguel —ya no quiere que le llamen Miguelito— es uno de los ayudantes de cocina. Tiene muy buena mano con los fogones. Algún día será el Chef.

 

Y esta es la historia de cómo un enano, un hombre de corta talla, incapaz, según algunos, de servir mesas, se convirtió en un gran experto en vinos y, sobre todo, en un gran hombre. Su próximo proyecto consiste en abrir un nuevo restaurante en el que solo trabajará gente pequeña. Ya ha elegido el nombre: La casa del Champiñón. Por supuesto, en la carta habrá un gran surtido de setas.


viernes, 19 de enero de 2024

Maldita rutina

 


Juan había sido siempre un hombre perfeccionista y de costumbres fijas. Desde que se levantaba por la mañana hasta que salía a la calle todo lo que hacía era una retahíla de actos rutinarios realizados siempre en el mismo orden. Eso, decía, tenía una ventaja: que nunca se podía olvidar de nada, ya que, al ser una actividad automática en cadena, no había lugar para el despiste.

Tanto en su trabajo como en su vida privada, Juan no dejaba nada a la improvisación, debía tenerlo todo controlado, pero eso, lejos de tranquilizarlo, le estresaba, pues le obligaba a ir constantemente con mucho tiento y controlar lo que hacía el personal a su cargo.

Consciente de que el estrés constante que sufría era peligroso para su salud, física y mental, intentaba apaciguar la desazón que le producía el trabajo, incluso los fines de semana, ocupando su tiempo libre con actividades agradables, como la lectura, la música y el cine, que le distraían puntualmente de los problemas cotidianos. Sin embargo, consideraba que con ello solo sustituía una rutina, la del trabajo, por otra, en absoluto pesada, claro está, pero que acababa siendo igualmente monótona. Para Juan, toda su vida era pura rutina y la dividía, como solía decir, en rutina de días laborables y de fin de semana, y esta última en rutina de verano y de invierno. Cambiaba el escenario, el continente, pero no el contenido.

Juan se quejaba, cada vez más, de la insoportable vida rutinaria que llevaba, haciendo siempre las mismas cosas. Si todo era rutinario en su vida hogareña, en el trabajo ya era el summum: todo programado hasta el último detalle, toda una serie de actividades inamovibles, con guías y normativas para cualquier tarea, y todo eso con un horario irracional. En definitiva, siempre las mismas tareas y las mismas obligaciones, pesadas y aburridas, una tras otra, día a día, hasta las tantas de la tarde.

Al final, Juan se hartó de llevar una vida laboral más propia de un esclavo que de un profesional preparado y responsable, y se propuso, como fuera, cambiarla por otra mucho menos programada, más divertida, en la que la iniciativa, el criterio y la libertad de movimientos llenaran una jornada que, de este modo, pasaría volando sin apenas darse cuenta. Ya se sabe: cuando se hacen las cosas con gusto y ganas el tiempo no cuenta.

Al poco de habérselo planteado, gracias a la suerte y a un amigo de toda la vida, muy bien relacionado con el mundo del cine, a Juan se le presentó la oportunidad de cambiar su aburrido trabajo de tantos años, como jefe de contabilidad de aquella gran y monolítica empresa multinacional, por uno totalmente distinto, mucho más dinámico y estimulante como ayudante de producción en unos estudios de doblaje muy importantes de Barcelona, en los que se doblaba casi el ochenta por ciento de las películas proyectadas en nuestro país.

La esposa de Juan entró en pánico tan pronto se lo hizo saber.

 

—¿Te has vuelto loco? A quién se le ocurre abandonar un trabajo de tantos años, como el tuyo, con un cargo importante y un buen salario, para hacer vete tú a saber qué —le espetó, furiosa.

—Cualquier cosa me irá bien para empezar, ya iré escalando puestos poco a poco. Sabes que aprendo fácilmente y que el trabajo no me asusta. Necesito cambiar de actividad y de ambiente como el aire que respiro y salir de este pozo en el que me hallo si no quiero volverme loco —le respondió Juan con una vehemencia nunca vista en él.

Viendo, pues, que no había marcha atrás y creyendo, como Juan le aseguraba, que aquel nuevo trabajo sería un bálsamo para su insatisfacción crónica y el remedio para su constante ansiedad, su mujer acabó claudicando; amaba a su marido y quería lo mejor para él. Si él era feliz, ella también lo sería. De esta manera se habrían acabado los quebraderos de cabeza. Que sea lo que Dios quiera, pensó, resignada.

Y así, Juan cambió la rutina diaria revisando hojas y hojas de gastos, facturas y más facturas, comprobando extractos bancarios, redactando informes y más informes, cuadrando cuentas y balances, haciendo los reportes semanales, mensuales y anuales, preparando los presupuestos trienales y quinquenales, en fin, todo ese trabajo tedioso e ingrato, por la de servir cafés y bollos a los dobladores, visitantes y personal técnico, abrir la puerta cada vez que alguien llamaba, que era cada dos por tres, atender al teléfono, tomar nota de los mensajes que muchos dejaban para transmitírselos a los interesados y, lo más interesante de todo, archivar en cajas las grabaciones dobladas, clasificadas por título, fecha de producción y nombre de la distribuidora. Bien, y cualquier cosa que el director le pidiera a toda prisa. Y, por supuesto, como había mucho trabajo, no tenía una hora fija para marcharse a casa; era el primero en llegar para poder encender las luces, poner en marcha el aire acondicionado, la fotocopiadora, la máquina de café y revisar que las señoras de la limpieza hubieran limpiado bien las salas de doblaje y vaciado las papeleras. Para no olvidarse de nada, le dijeron, sería mucho mejor que lo hiciera todo en ese orden.

 

Ya hace cinco años que Juan cambió de trabajo y no se atreve a reclamar lo que le prometieron. Ya se sabe, la crisis es horrible, tanto que le han tenido que reducir un quince por ciento su salario. Eso o iba a la calle. Y con las indemnizaciones de hoy día y que ya tiene una edad...

 

lunes, 8 de enero de 2024

El fantasma de Don Filiberto

Terminé el año 2023 con un cuento navideño, de modo que he pensado iniciar el actual con uno de fantasmas, pero, eso sí, de los que no dan miedo, sino más bien risa. Y es así, con una sonrisa, con la que deseo estrenar este nuevo año bloguero, para contrarrestar tantas penurias que acechan desde el exterior.

En este caso, también se trata de un cuento recuperado, que acaba de cumplir diez años. Si alguno/as de mis lectore/as tiene tanta memoria como para recordarlo, espero que, aun así, le guste su relectura.


Si, en vida, Don Filiberto ya fue un hombre avaro, egoísta, ingrato, maniático, gruñón y extremadamente quisquilloso, una vez abandonado el mundo de los vivos, se convirtió en un fantasma de lo más insoportable. Si cuando vivía en el más allá, o en el más acá, según quien lo mire, tenía, por culpa de su mal carácter, muy pocos amigos, ahora estaba más sólo que la una pues nadie le tragaba.

No soportaba el sonido de los relojes al dar las horas, pues decía que esas sonoras campanadas le alteraban los nervios y no le dejaban pegar ojo, ni el ruido de las cadenas que sus congéneres se empeñaban, según él, en arrastrar para mayor pavor de los visitantes del lugar, por no mencionar el graznido de los cuervos y menos aún el griterío de los murciélagos  cuando, a medianoche, salían de lo alto de la torre para ir de cacería insectívora. Y así, un sinfín de manías.

Cuando sus compañeros y compañeras del inframundo, como les gusta llamarlo, le reprochaban su conducta insociable y nada propia de un fantasma que se precie, se paseaba todo el día y toda la noche enfurruñado, profiriendo mil y una imprecaciones contra todo aquel y aquella que se le cruzaba por los pasillos y se empeñaba en hacerles la vida todavía más imposible.

Hasta que un día, sus más que hastiados colegas decidieron, tras una asamblea plenaria, expulsarlo del castillo. Maldito el día en que la Secretaría de Recursos Inhumanos decidió destinarlo allí.

Y desde aquel día, el fantasma de Don Filiberto vagó, como alma en pena, por los alrededores de la que debía haber sido su morada eterna.

Solo y abatido, el fantasma de Don Filiberto se sumió en una depresión que lo mantuvo un tiempo incontable en estado vegetativo del que no creía poder salir, hasta que vino a hacerle compañía el fantasma de Don Olegario.

El fantasma de Don Olegario, al igual que el de Don Filiberto, tenía muy mal carácter, motivo por el cual también había sido desterrado de la mansión donde había habitado durante más de un siglo, desde que dejara el mundo material. El fantasma de Don Olegario también había estado vagando, desde entonces, en busca de un refugio, sin que un maldito castillo, mansión o caserón se cruzara con él.

Reunidos así en el más ingrato ostracismo, los dos fantasmas se hicieron amigos, los primeros amigos que habían hecho desde que abandonaran sus cuerpos materiales. Y juntos, trataron de elaborar un plan de supervivencia.

Pasaron los años y cada vez se sentían más desamparados y aburridos. La paz y tranquilidad de los bosques que ahora frecuentaban ya no les atraía y, poco a poco, sintieron añoranza de la compañía de sus semejantes y del calor del hogar, aunque fuera un hogar de difuntos.

Y así, un buen día, tomaron una decisión, dura pero práctica: debían reciclarse, debían asumir las reglas de los fantasmas normales y, como tales, debían adoptar sus hábitos y su mentalidad, debían volver con los suyos, hacer un acto de contrición, pedir perdón humildemente por su mal comportamiento y solicitar su reingreso a la Hermandad de las Almas Buenas. Mejor eso que vagar eternamente sin rumbo y ser abducidos por los malos espíritus, que cada vez eran más, y más agresivos.

Tras pensarlo detenidamente, decidieron ir juntos al castillo donde había morado Don Filiberto, mucho más confortable que la mansión de Don Olegario, pues ya que tenían que pasar allí la eternidad, mejor pasarla con todas las comodidades a su alcance. Además, yendo juntos podrían aunar esfuerzos para convencer a la comunidad de espectros de ser aceptados nuevamente en su seno. Si éstos les veían realmente arrepentidos, ya moverían los hilos para que la Secretaría de Recursos Inhumanos retirara las acusaciones de mala conducta de sus expedientes.

Pero cuando estaban en camino, a pocos kilómetros del castillo, oyeron unos gritos de ultratumba frente a ellos. Cautos, se escondieron bajo la hojarasca para no ser vistos, hasta que atisbaron una pléyade de fantasmas que se dirigían hacia donde estaban y que, despavoridos, parecían huir de algo. Fue entonces cuando el fantasma de Don Filiberto distinguió en ese batiburrillo de fantasmas de toda edad, sexo, creencia y condición a sus viejos compañeros.

Púsose el fantasma de Don Filiberto frente aquella caterva de espíritus enloquecidos para darles el alto y requerirles el motivo de tanto barullo, pero, impotente, vio cómo pasaron a su través sin tan siquiera reconocerle ni prestarle atención. Sólo el último de esa barahúnda de enloquecidos fantasmas, ese niño-fantasma que tanto le había dado la lata en el castillo, pareció reconocerle y se giró en el último instante para decirle, a voz en cuello, que no se acercara al castillo, pues había sido invadido por un espíritu extremadamente violento que, al parecer, estaba buscando a otro a quien quería ajustarle las cuentas. Tal era su mal carácter y su poder maléfico que les había amenazado con entregarlos a los malos espíritus, con los que mantenía muy buena relación, si no le indicaban el paradero del objeto de su ira y de su venganza personal, pues andaba largo tiempo buscándole y se le había terminado la paciencia.

El fantasma de Don Filiberto, viendo así truncadas sus esperanzas y temiendo lo peor, voló frenéticamente tras el niño-fantasma de buen corazón, para requerirle si sabía el nombre de ese espíritu tan peligroso y si, por casualidad, sabía a quién buscaba exactamente.

El pequeño fantasma, exhausto y atemorizado, volando agarrado a la cola de su predecesor, sólo le pudo decir que lo único que sabía era que se trataba de UNA fantasma que se hacía llamar Doña Gertrudis, pero que no sabía el nombre del desafortunado en quien quería descargar toda su ira.

El fantasma de Don Filiberto, más blanco que la sábana que solían usar para espantar a los ingenuos visitantes del castillo, se detuvo en seco y agarrando el brazo incorpóreo de Don Olegario le dijo, con voz trémula y entrecortada: Vayámonos raudos de aquí, Don Olegario, pues ha sucedido lo que llevo mucho tiempo temiendo. Y ante la expresión de incredulidad de éste, añadió: Al parecer, mi señora esposa ha fallecido y su fantasma anda buscándome para ajustar cuentas.

Y desde entonces, una cada vez mayor cantidad de fantasmas andan vagando sin rumbo, como almas atormentadas, buscando refugio y la paz eterna, y que no descansarán hasta que ese espíritu colérico no haya encontrado su propia paz llevando a cabo lo que considera un acto de justicia: que su difunto esposo pague por no haberle dejado, al fallecer, ni un solo euro en herencia.

 

jueves, 21 de diciembre de 2023

Un cuento de pobres

Hoy os presento el cuarto y último cuento rescatado del baúl de los recuerdos y adaptado a la versión en castellano. Es, quizá, el más navideño del cuarteto. Espero que os guste. Y con ello, aprovecho para desearos unas muy felices fiestas. Los deseos para el próximo año son tantos que no caben en este reducido espacio, pero con toda seguridad son comunes y compartidos por todas las personas de buena voluntad.


Érase una vez un hombre muy pobre. Por no tener, no tenía ni una manta con la que abrigarse las noches de invierno. Dormía en la calle. En el barrio todos le conocían como Ramon el mendigo. Pero ¿qué otra cosa podía hacer el pobre Ramon para sobrevivir aparte de mendigar?

Ramon ya no era joven cuando perdió su trabajo. Nadie le ayudó. Lo perdió todo. Se quedó en la calle con cuatro trastos sin valor alguno, salvo el sentimental: el anillo de casado, el reloj que le regaló su mujer poco antes de morir, la foto familiar, aquella que se hicieron por Navidad, el viejo diario en el que había ido escribiendo aquellas historias que nunca llegó a publicar, algunas pertenencias de vestir, no muchas, y poca cosa más.

A pesar de que los días se le hacían muy largos, nunca se aburría. Leía. Leía los periódicos que encontraba en la calle, aunque fueran atrasados, y sobre todo sus viejos escritos, generalmente cuentos para niños, como los que nunca llegó a tener.

Un día, una niña de no más de ocho años se le acercó y le dijo:

—¿Por qué no tienes casa?

—Porque lo perdí todo —le contestó Ramon.

—¿Y no tienes familia o amigos? —insistió la niña.

—Pues no —fue todo lo que Ramon pudo decirle a la chiquilla. ¿Acaso habría podido entender, siendo tan pequeña, lo que había sido su vida en los últimos años?

Al llegar a casa, Jana, que así se llamaba la niña, les contó a sus padres su encuentro con Ramon, rogándoles que hicieran algo por él.

Y así, aquellas navidades, el hombre más pobre que una rata del barrio las pasó en casa de Jana, invitado por sus padres, que se compadecieron de él. Pasadas las fiestas, sin embargo, debería volver a la calle y todo continuaría como antes.

Cuando llegó el día de su marcha de la casa que le había acogido, Jana, plantada en el rellano, con los ojos húmedos, le besó en la mejilla, rasposa y agrietada por el frío, de tantas noches al raso, y le ofreció un regalo de despedida.

—Toma, lo he hecho para ti —le dijo dándole un dibujo en el que se veía a toda su familia alrededor de la mesa el día de Navidad, él incluido.

—Pues yo también tengo un obsequio que darte, para que no te olvides de mí —le dijo Ramon en voz baja—. Guárdatela y no la pierdas, es todo lo que me queda de valor.

Cuando la pequeña, curiosa, abrió el paquetito toscamente envuelto en papel de estraza, vio una libreta de un azul desvaído y gastada de tanto manosearla.

—¿Qué es lo que hay escrito? —le preguntó Jana.

—Historias —le contestó Ramon.

—¿Cuentos? —volvió a preguntar la pequeña.

—Pues sí —aceptó el hombre—. Espero que te gusten.

—¡Qué bien! —exclamó la niña—. Cuando sea mayor haré como tú —añadió después de pensárselo un poco.

—¿Cómo yo? ¿Qué quieres decir? —preguntó Ramon, intrigado.

—Pues que viviré en la calle y escribiré cuentos para los niños y niñas —afirmó con toda naturalidad.

Ramon bajó las escaleras contento y meditabundo a la vez. Mira por dónde, no había pensado en ello. Tan solo necesitaba otra libreta. A partir de ahora viviría para hacer feliz a los chiquillos del barrio.

Desde aquel día, Ramon se ganó la vida escribiendo, contando y vendiendo sus cuentos, que le daban lo justo para comer. Ya no era el mendigo del barrio. Todo el mundo le conocía ahora como Ramon el cuentista. Y era feliz.

Si no hubiera sido tan pobre quizá no habría hallado ningún motivo para ser útil a los demás —pensaba cada tarde, cuando la luz del día se apagaba y su imaginación se iluminaba.

 

No hay niño o niña en es el barrio que no conozca la historia de Ramon el cuentista, que un mal día de invierno apareció muerto con una libreta en las manos y una sonrisa en los labios.

 

Jana cumplió su deseo de seguir los pasos de Ramón, pero solo en lo referente a escribir cuentos para niños, pues su labor escritora tuvo tanto éxito que le permitió vivir holgadamente. Todavía hoy, a sus treinta años, conserva aquella libreta de un azul desvaído y todavía más gastada por el paso de los años. Para ella es un tesoro, un talismán que la convirtió en quien es, y da gracias a aquel viejo cuentista por haberle infundido la ilusión por la escritura.

 

Y es que siempre hay una segunda oportunidad para renacer de las cenizas y ser feliz, y no hay que perder jamás la ilusión para hacer realidad tus sueños.