Odio la cara de asco con la que me miran
algunos de los que pasan delante de mí. Tendrían que estar en mi lugar. Así se
enterarían de lo que vale un peine. Bueno, en realidad un peine no, en todo
caso una vida distinta a la suya, pues la alusión a un peine, cuyo significado
mucha gente ignora, se refiere a augurios muy negativos, y no es el caso, pues
yo, la verdad, no lo paso nada mal. ¡¿Qué digo?! Me lo paso cojonudamente bien.
Yo sí tengo un lugar fijo y seguro donde vivir, no como muchos de esos idiotas
que deambulan por ahí sin rumbo fijo, pidiendo en las esquinas y durmiendo en
un banco cochambroso. Y quienes sí tienen donde ir, seguro que es un lugar de
trabajo asqueroso, con un sueldo de mierda o un piso con aluminosis, con tres o
cuatro niños revoltosos y maleducados, y una mujer que les hace la vida
imposible. Y si les preguntara si son felices, mentirían como bellacos.
Yo hace años que dejé
de ser un esclavo. No dependo de nadie ni nadie depende de mí. Trabajar para
otro para que se enriquezca a mi costa no va conmigo. Y desde que tomé la
decisión de liberarme, soy feliz. Amo la libertad y no hay mejor forma de
disfrutarla que vivir en la calle. Sí, en la calle, lo habéis oído bien. Ah,
¿no os parece bien? Sois como la gran mayoría de pijos ignorantes. ¡Qué sabréis
vosotros! ¿Acaso lo habéis probado? No se puede juzgar algo sin conocerlo. La
gente tiene muchos prejuicios. No soportan a los que no son como ellos. Bueno,
para ser sincero, yo tampoco les soporto a ellos, unos engreídos del tres al
cuarto. Y es que la gente habla por hablar, sin tener ni puta idea de a lo que me
refiero. ¿Que no os gusta mi lenguaje? No seáis hipócritas, seguro que soltáis
las mismas palabrotas o peores en la intimidad, como dijo que hacía ese
político del bigotito cuando hablaba en catalán. ¡Qué idiota! Ese, como todos
los políticos, se cree que somos tontos. Bueno, la verdad es que la gran
mayoría de los ciudadanos lo son. Yo no, me huelo la mentira a kilómetros de
distancia y como no quiero ser engañado en ningún aspecto, por eso me he
planteado vivir como lo hago: a mi aire y sin compromisos de ningún tipo.
Cuando veo pasar a esos
trajeados, con su maletín en la mano, y con prisas, en lugar de despertar en mi
conmiseración, lo que siento es desprecio. Trabajar y trabajar. ¿Para qué?
¿Para hacer frente a gastos superfluos, por no decir innecesarios? La hipoteca,
el coche, los caprichos de la parienta y de los mocosos malcriados, el colegio
privado, algún que otro viajecito, y así un sinfín de cosas inútiles. A mí, la
vivienda me sale gratis, no necesito coche para nada, mis viajes son por el
barrio y mis pies me transportan de un lugar a otro. Y como, además, no tengo
mujer ni hijos, pues estoy totalmente exento de obligaciones económicas familiares.
Si quisiera viajar para conocer mundo, que no es el caso, no necesitaría coche,
ni barco ni avión, pues podría viajar haciendo autostop, porque supongo que
todavía existe esta modalidad. Para qué gastarse un pastón en otros medios de
transporte pudiendo hacerlo gratis.
Y ¿cómo me alimento?,
os preguntaréis. Pues me valgo de mi astucia y savoir faire. Cuando no
voy a un comedor social, que es lo que suelo hacer, sobre todo cuando hace
frio, voy a un Supermercado paquistaní del barrio donde me conocen y me quedo
con las piezas de fruta y verdura más maduras y en mal estado, las que nadie
quiere, gratuitamente. Si lo miráis bien, les hago un favor al apartar de la
vista de la clientela tales mercancías defectuosas. Son una mala imagen para la
empresa, porque no sé en lo que estarán pensando esos tipos al dejar unos
tomates chuchuríos, unas lechugas mustias o unas manzanas con manchas oscuras
en vías de putrefacción, a la vista de la clientela. Quizá en su país eso sea
normal, pero aquí no, deberían saberlo. Pero qué sabrán ellos, si son unos
ignorantes. A veces también me espero a que, por la puerta de atrás y una vez
cerrado el establecimiento, depositen en los contenedores los productos
caducados desde hace días. Al menos en eso sí se fijan. Supongo que lo hacen
porque temen que alguien los denuncie por vender productos caducados que, por
cierto, si fueran nocivos para la salud, hace años que estaría muerto.
Solo en una ocasión, en
la que todas esas posibilidades fallaron, tuve que salir de caza. Bueno, lo de
caza no es más que un eufemismo de matar palomas para comérmelas. No pongáis
esa cara. Ya veo que estáis llenos de prejuicios. Quizá no sea una práctica muy
saludable, pues se dice que estas ratas voladoras pueden transmitir muchas
enfermedades. Pero debo haber tenido suerte, pues nunca he enfermado, o bien ya
estoy inmunizado contra todo tipo de bicho viviente, porque ni tan solo pillé
la Covid. El caso es que, con tan solo unas cuantas migas de pan, en un pis pas
estás rodeado de esas infelices aves. Matarlas y desplumarlas ya fue otro
cantar, pero sé de una indigente a quien se le da muy bien ese quehacer, que por
algo trabajó muchos años en una pollería. Así que, pensando en ella, cacé dos
ejemplares para repartírnoslos, y bastante rollizos, por cierto. Las llamas
purificadoras de una pequeña fogata, que la mujer suele encender de noche, hizo
el resto. Y como soy un todo terreno en cuestiones gastronómicas, pues casi me
resultó una cena suculenta. Y en este caso también hice una labor encomiable
para el consistorio municipal, que no sabe cómo atajar la plaga de palomas que
hace años asola la Ciudad Condal. Y no digamos el favor que le hice a mi
compañera de la calle, que muy pocas veces come caliente. Dice que la artrosis
le impide ir andando hasta el comedor social, y eso que solo está a dos
manzanas. El caso es que me lo agradeció del único modo que podía y no le quise
hacer un feo y acepté. El lecho que usa no es tan cómodo como el mío, pero para
uno rapidito ya va bien. Supongo que ya sabéis a lo que me refiero ¿no? No seáis
tan remilgados, que cuando el hambre aprieta, y no me refiero precisamente al
de comer, cualquier cosa vale. Aun así, no lo volvería a hacer. Creo que me
contagió algún que otro piojo, lo que me obligó a raparme al cero. Y menos mal
que no me pegó ladillas, que si no...
¿Y de dónde saco la
ropa?, también os preguntaréis. Pues no sabéis la cantidad de ropa y calzado
que la gente tira en los contenedores y que todavía está en buen estado.
Incluso hay ropa de marca. Hay que ver lo que despilfarran algunos. O les sobra
el dinero o son unos consumistas empedernidos. Con tanta ropa que he acumulado,
puedo cambiarme de vestuario cada día. Y en esto también colaboro con el medio
ambiente, pues lo que hago es reciclar, cosa que incluso los que se autodefinen
como ecologistas no saben lo que es. ¡Hipócritas!
Ya veis, pues, que vivo
la vida a mi aire, sin ataduras, De dinero no voy bien ni mal, tengo el
suficiente y gracias a la generosidad de algunos incautos —o debería decir
almas piadosas y benefactoras— que dejan unas monedas, y algún que otro
billete, en mi caja de cartón, la cual he adornado y enriquecido con un
cartelito en el que tengo escrito, con una letra muy pulcra —que uno será
indigente, pero no inculto, pues de niño fui a la escuela, aunque de eso haga
una eternidad— un mensaje que hasta haría llorar a Putin.
El truco consiste en esconder
mis piernas bajo una manta y simular que donde se supone que debería haber dos
piernas ahora hay dos muñones, pues sufrí los efectos de una mina antipersona
cuando estuve en Afganistán con las tropas españolas. precisamente desactivando
explosivos. Y la gente se lo cree. Hay que ver lo ilusos que son algunos. Supongo
que da tanta pena ver que una persona que ha sacrificado su vida en nombre de
la libertad acabe en la calle sin ningún tipo de subsidio, que más de uno se
siente en la obligación moral de aportar un dinerillo para paliar un poco esa
injusticia y drama humano.
El único contratiempo
que ese engaño es que no puedo quedarme inmóvil todo el día en la misma
posición, pues las piernas se me acaban agarrotando y doliendo un montón. Solo
faltaría que las acabara perdiendo de verdad, pues a veces tardan mucho en
recobrar la sensibilidad. Tengo que esperar a que oscurezca y no haya apenas
transeúntes ni miradas indiscretas para erguirme y volver a la bipedestación,
aunque sea cojeando un buen rato hasta desentumecer y recuperar la movilidad de
mis dos extremidades inferiores. Lo hago con tanta maña que hasta ahora nadie
me ha descubierto. Es entonces cuando aprovecho para el avituallamiento de
comida y vestimenta. Así que ya veis que lo que gano, lo gano a pulso, con
esfuerzo y sacrificio.
El caso es que, como no
tengo gastos y recaudo un dinerillo en donaciones —prefiero este término al de
limosnas— tengo unos ahorrillos con los que he abierto una cuenta bancaria,
pues, aunque no devengue interés alguno —otros ladrones, las entidades
bancarias—, por lo menos estarán a salvo de manos ajenas, que por estos barrios
ronda mucho mangante, en especial “el cojo” —que este sí que está tullido de
verdad—, que intentó extorsionarme para evitar que divulgara mi engaño. Se ve
que una noche no fui lo suficientemente precavido y descubrió mi truco, y me
vio esconder mis ganancias del día en el saquito que llevo pegado a mi cuerpo
para que nadie pueda tirar de él sin mi conocimiento mientras duermo. ¿No pretendía
que le diera una parte a cambio de su silencio, el muy cabrón? Y es que ni siquiera
en este mundo de indigentes existen los escrúpulos. Le propiné tal paliza,
gracias a mi recuperada movilidad, que creo que lo dejé más tullido de lo que
estaba. Aun así, tuve que poner tierra de por medio para que no diera conmigo,
ni él ni nadie del gremio.
Ahora, desde que me he
mudado a este nuevo barrio, alejado de la competencia, estoy mucho más
tranquilo. Aquí la gente no es tan pudiente, pero no puedo quejarme. He
descubierto otro Supermercado paquistaní —esa gente, al igual que los chinos,
están por doquier— Además, hay ingenuos en todas partes. ¡Qué sería de
esta sociedad sin la ingenuidad! Nada, no seríamos nada.
Y no creáis que no
disfruto de un tiempo de ocio. Todos los fines de semana me tomo vacaciones y,
si hace buen tiempo, me voy a la playa de la Barceloneta a tomar el sol o simplemente
a relajarme. No sé si algún día enfermaré de algo inevitable, pero de lo que
nunca padeceré es de ansiedad, el mal que asola nuestra sociedad de consumo. ¿A
que os doy un poco de envidia?
No sé cuántos años
viviré, pero sí sé que lo haré sin que nadie abuse de mí y sin hacer daño a
nadie, si exceptuamos la somanta de palos que le arreé a aquel presunto chivato
lisiado.
La vida es corta y hay
que saber vivirla, caramba. Yo elegí vivir una vida distinta a la de la gran
mayoría de los infelices mortales, y me va de maravilla. Os lo recomiendo. No
seáis idiotas, cambiad también de vida. Me lo agradeceréis.
Este relato participa fuera de concurso en El Tintero de Oro