jueves, 28 de diciembre de 2017

Los mismos propósitos de siempre

Este relato lo escribí hace hoy dos años. He modificado el título y he introducido algunos cambios en el texto. Pero, en el fondo, todo es igual, como lo es el propósito que me ha llevado a publicarlo de nuevo: que los buenos deseos para el próximo año no queden en simples palabras y buenas intenciones, sino que los hagamos realidad, sin esperar otro milagro que el de nuestro propio esfuerzo. ¿Tenéis ya preparada vuestras lista de propósitos para el 2018? ¿Estáis dispuestos a cumplirlos? Sea como sea, feliz año nuevo.




A José, la tonadilla de los niños del colegio San Ildefonso ya no le suena igual que cuando era pequeño. Tampoco le produce la misma emoción. Entonces esa cantinela infantil anunciaba el inicio de las vacaciones navideñas, tan esperadas, y ahora le produce una profunda nostalgia.

Ya lleva unos cuantos años, no quiere ni contarlos, viviendo solo y trabajando doce horas diarias para llenar el vacío que habita en su existencia. Apenas sale, por mucho que su hijo le insista para que haga alguna actividad. No es sana la vida enclaustrada que lleva. Le anima a trabajar menos y a divertirse más.

Llegadas estas fechas, José toma una hoja de papel y escribe sus propósitos para el año nuevo, pero tras el tercero ya se le terminan las ideas. Hay uno, sin embargo, que cada año encabeza la lista y esta vez se compromete a llevarlo a cabo: hacer ejercicio.

A su edad la salud es lo que más le preocupa. A la vista de los resultados de los últimos análisis, el médico le ha recomendado ponerse a dieta y, sobre todo, caminar. Lo de la dieta va en segundo lugar en su lista de propósitos, seguido de dejar de fumar. El cuarto lo ha olvidado, ya lo pensará luego. Ahora tiene mucho trabajo que hacer, el que se ha llevado a casa, pues prefiere el ambiente de su piso que el de las frías oficinas. Además, puede trabajar más tranquilo, sin interrupciones de las señoras de la limpieza o del vigilante jurado que no paran de preguntarle si tardará mucho en marcharse.

Salvo la Nochebuena, que la pasará con su hijo, su nuera y sus dos nietos, los pocos días de vacaciones que tiene se quedará en casa, trabajando. Siempre tiene cosas que hacer.

A medida que se acerca el fin de año, a José la sensación de soledad se le va intensificando y recapacita. Se convence de que tiene que poner fin a este tipo de vida. Y vuelve a tomar esa hoja de papel que dejó a medias y empieza a añadir buenos propósitos: beber menos, ese era el cuarto que había olvidado; estudiar inglés; apuntarse a ese curso de pintura; dedicar más tiempo a los amigos y a la familia; viajar; darse algún capricho de vez en cuando y… ¿por qué no?, podría intentar salir con alguien. Podría proponérselo a Rocío, su compañera de trabajo, viuda como él, que ya va siendo hora de que vuelva a vivir la vida, que total son dos días y él todavía tiene cuerda para rato. En definitiva, tiene que cambiar de vida y eso es lo que va a hacer.

Cada día, antes de acostarse, relee, uno a uno, esos propósitos que le tienen que sacar de la monotonía a la que lleva tanto tiempo entregado.

El primer día del año nuevo saldrá a pasear. Ese será el primer propósito a cumplir. Los excesos alimenticios se acabarán tan pronto se acueste la noche de fin de año. El resto de propósitos los irá cumpliendo uno a uno, sin prisa, pero sin pausa.

En la cena de Navidad de la empresa, todos sus compañeros comentaron, entre copa y copa, sus deseos para el nuevo año. También tenían su lista de buenos propósitos, pero con una diferencia: él sí sería capaz de cumplirlos. Al despedirse, deseándose mutuamente un feliz año, sabe que, cuando los vuelva a ver, será un hombre nuevo.

La melancolía que le embarga en la Nochevieja toca a su fin. Solo quedan unos minutos para estrenar un nuevo calendario. Año nuevo vida nueva; eso es lo que se dice y así será. Mañana será el primer día de su nueva vida ─piensa José. Hoy será el último de su aburrida existencia, la de todos estos años tan vacíos. Y pensando en esos buenos augurios, se acuesta poco después de medianoche, tras haberse tomado las doce uvas en solitario como preludio de lo que está a punto de iniciar. Medio adormecido por el último exceso de alcohol y con el bullicio del vecindario como telón de fondo, se sumerge en un sueño profundo, el sueño que será la frontera entre el antes y el después.

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El primer día del año amanece frío y gris, tal como predijeron los meteorólogos. Enciende la calefacción y mientras se toma la primera taza de café, contempla la calle desde la ventana de la cocina. Todo está desierto y lóbrego a las ocho de la mañana. Él se acostó inusualmente temprano, pero los demás debieron celebrar el Año Nuevo hasta el amanecer.

El cielo, de un gris plomizo, transpira tristeza e inspira apatía, abandono y melancolía. Pesa como una losa.

Hoy no saldrá a pasear, hace demasiado frío y puede que nieve. Mañana será otro día. Ahora que lo recuerda, al día siguiente, en la oficina, le espera un follón de mil demonios.

Siente apetito, abre la nevera y desayuna algo con las sobras de la noche anterior. Cuando se acaben, comeré más sano ─se dice. Toma otro café cargado y lo acompaña con un cigarrillo. Y luego otro. Cuando acabe este paquete dejaré de fumar ─piensa. Entonces repara en la hoja de papel que se dejó sobre la mesa, en la que escribió los diez buenos propósitos para el año que acaba de empezar. La toma con cierta aprensión, lee lo que hay escrito de su puño y letra y la arroja a la papelera aun sintiendo un leve remordimiento. No necesito ninguna lista que me recuerde lo que debo hacer, ya sé lo que me conviene ─exclama en voz alta. Y puesto que le quedan muchas horas por delante, abre el portátil y se dispone a aprovechar el tiempo libre para adelantar el trabajo pendiente.

Cuando al día siguiente, la mujer de la limpieza vacíe la papelera, destruirá, sin saberlo, todos los propósitos de enmienda de José y, con ellos, su nueva vida. Hasta el próximo fin de año.


martes, 19 de diciembre de 2017

Lágrimas de color azul

Este relato, de corte romántico, apareció por primera vez en este blog en marzo de 2016. Tras unos pequeños retoques, lo vuelvo a publicar para que participe en la IV edición de EL TINTERO DE ORO




Sus ojos marchitos otean el horizonte en busca de aquellos momentos e ilusiones de cuando todavía era una joven bonita, de buena familia y con toda una vida feliz por delante.

Aun ahora, después de tantos años, Eulalia tiene dos espinas clavadas en su resquebrajado corazón: la de la impotencia y la del rencor. El rechazo de los suyos y las burlas crueles de los demás no consiguieron, sin embargo, doblegarla ni, mucho menos, hundirla. Marchó lejos para olvidar, pero el olvido no entiende de distancias. Hoy, al regresar al pueblo, después de tantos años, para dar el último adiós a su madre, creía que podría resistir la tentación. Pero después de muchos titubeos ha dirigido sus pasos hasta el muelle, al atardecer, cuando solo lo ocupa el rumor de las olas, para recordar el día en que, de pie en ese mismo lugar, miraba el mar que le tenía que devolver al hombre de piel morena y cabellos negros a quien amaba.

Parece como si fuera ayer que sus ojos, entonces vivos y enamorados, le buscaban con deleite a pesar de saber que no le podían ver. Todo un océano los separaba. Hasta que llegara el momento del reencuentro.

Él le juró que volvería y ella le creyó. Siempre le había dicho la verdad. Por muy lejos que hubiera ido en busca de fortuna, no habría obstáculo en el mundo que le impidiera volver a su lado. Rico o no, le prometió que se casarían tan pronto estuviera de vuelta, a pesar de la oposición de su padre, quien no había permitido esposar a su única hija, su heredera, con un desarrapado sin futuro. Nunca entendió que la riqueza no se aloja en los bolsillos sino en el corazón.

Desde su exilio voluntario, él le escribió muchas cartas poniéndola al corriente de sus penas y de sus logros. Ella, prudente y temerosa, solo le contaba lo que él deseaba saber.

Pero por fin había llegado el momento del reencuentro. Se lo había escrito desde ultramar y ella contaba los días.

A bordo del barco que lo conducía hacia los brazos de Eulalia, se la imaginaba esperándole en el puerto de llegada, la piel blanca y pecosa la cara, y le hablaba desde alta mar, el viento azotándole el rostro. Ella, a su vez, miraba el horizonte desde el muelle, esperando el momento de abrazarle, jurándose no dejarlo marchar nunca más.

―Ten paciencia, mi amor, que no tardaré en llegar ─decía él, desde la cubierta, la vista fija en el mar y la espuma blanca.
―Te esperaremos el tiempo que haga falta ─le contestaba ella, de pie junto al agua.
―Me muero de ganas por volver a verte ─gritaba él contra el viento huracanado y la mar airada.
―Seremos la envidia de todos cuando nos vean de la mano por las calles del pueblo ─gritaba ahora ella, acallando a las gaviotas.
―Nos casaremos tan pronto tengamos donde cobijar nuestro amor, pese a quien pese ─clamaba él, con sus cabellos negros arremolinados.
―Cuando al fin llegues, te espera un regalo que seguro te llenará de gozo ─le anunciaba ella, ansiosa y sonrojada, jugando con los rizos de su melena del color del fuego.
―Se acerca el gran momento. Ya vislumbro la costa lejana ─celebraba él, ante la mar cada vez más encolerizada.

Un diálogo éste del que solo el mar y un niño, asido a la mano de su madre, fueron testigos mudos de un amor y de unos anhelos exaltados por la distancia. Una conversación a millas de angustiosa separación. ¡Cuán larga se hace la espera cuando el deseo es tan vehemente! ¿Cuánto más debería soportar aquel barco surcando un mar furioso? ¿Acaso la mar brava no quería que se reencontraran, celosa del amor que se profesaban?

Eso pensó Eulalia entonces y lo evoca ahora que, triste y ajada, ya solo le queda el recuerdo de la ilusión, rota a oleadas, y el dolor todavía vivo que le provocó la visión del maderamen que, flotando por la bahía, parecía haber venido a darle sus condolencias.

Como la leña cortada a hachazos, así acabó aquel viejo barco cargado de esperanza. Como un árbol arrancado de cuajo por la tormenta, así se sintió Eulalia al ver frustrados sus deseos más preciados.

Nunca quiso descubrir a su amado aquel secreto tan bien guardado para no abrumarlo durante su ausencia, un regalo que él no llegó a conocer. Aquel naufragio se llevó al fondo del mar la posibilidad de entregárselo. Un mar que ahora recibe sus lágrimas, tiñéndolas de azul. Lágrimas que brotan de una herida profunda y lacerante que jamás se cerrará.


Eulalia nunca perdonará al mar su condena a cuarenta años de dolor y de añoranza. Un dolor y una añoranza que solo ha podido aligerar gracias al fruto de aquel amor prohibido, que sacó la piel morena y los cabellos negros de su padre.


sábado, 9 de diciembre de 2017

Recuerdos paralelos (y IV)



¿Qué habrá sido de Juan y de Santiago? Dejaron de hablarme desde que les dejé plantados en Santiago de Compostela. Creo que nunca llegaron a entender por lo que yo estaba pasando. Claro, ellos nunca habían estado verdaderamente enamorados. Flirteos pasajeros, amigas íntimas de temporada y poco más. Lo mío con Elena fue un enamoramiento en toda regla, aunque para ellos eso sonara a cursilería. Aquel viaje, con el que pretendían que me olvidara de ella y que nos volviera a unir, fue motivo de nuestro distanciamiento definitivo. Y debo decir que no me siento culpable. Obré conforme a mis sentimientos. Si se hubieran comportado como verdaderos amigos, habrían vuelto conmigo. Pero ya se sabe: tiran más dos tetas que dos carretas.
Espero que les haya ido bien en la vida. Supe, por un amigo común, que Juan abandonó su trabajo como informático para formar un grupo de blues, en el cual tocaba el bajo, y que Santiago entró a trabajar en la central de una entidad bancaria como responsable de Organización y Sistemas. Seguían solteros. No sé si ahora tendrán pareja o seguirán siendo unos lobos solitarios.
La vida sigue y cada uno debe tomar su propio camino, aunque el mío no ha sido precisamente un camino de rosas en lo que se refiere al amor. A nadie le he contado esta historia. Tanto me marcó mi ruptura con Elena que no he sido capaz de hallar una mujer que pudiera llenar el vacío que dejó. Lo único que me ha procurado una vida medianamente agradable ha sido el trabajo. Por eso me he refugiado en él todos estos años, sin dejar espacio ni tiempo para formar esa familia que siempre deseé. Y ahora estoy aquí de nuevo, un día de otro mes de agosto caluroso, veinticinco años más tarde, observándola y sintiéndome un viejo solitario que solo vive de recuerdos. ¿Cómo hubiera sido mi vida al lado de Elena de haber seguido juntos? Quizá tenía razón y lo nuestro no hubiera funcionado. Pero siempre me quedará la duda. ¿Cómo le habrá ido a ella? Se lo preguntaría, pero ahora mismo no me siento ni tan siquiera con ánimos de acercarme a saludarla.

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Laura no resultó ser tan buena amiga como creía. Con el tiempo supe que había intentado ligarse a Enrique y que este la rechazó, que le había visto en más de una ocasión, incluso después de la nulidad de mi matrimonio, y que nunca le reveló que vivíamos juntas. Seguramente quería evitar nuestro reencuentro y una posible reconciliación. Me lo acabó confesando todo en un arrebato a raíz de una discusión en la que Enrique salió a relucir. Había bebido más de la cuenta y se le soltó la lengua y la rabia contenida.
Por fortuna, mi experiencia laboral previa en la constructora ─no hay mal que por bien no venga─ me permitió conseguir un empleo como administrativa y conseguir un salario lo suficientemente aceptable como para mudarme al que todavía es mi estudio. Mejor sola que mal acompañada. Desde entonces, mi vida ha estado llena de relaciones esporádicas con hombres en los que esperaba, en vano, hallar un sucedáneo de Enrique. Mi orgullo, o quizá mi vergüenza, me impedía ir en su busca y pedirle perdón. Según Laura, había rehecho su vida. Fuera o no verdad, no me atreví a mover un dedo. Ahora seguramente actuaría de otro modo, Hay que luchar por lo que se quiere, aunque uno tenga que hacer un ejercicio de humildad. Le he echado mucho de menos. No sé lo que habría sido de nosotros de haber continuado nuestra relación y nunca lo sabré. Como tampoco sé que ha sido de su vida y si es feliz.
Si ese es Enrique, tiene buen aspecto. Me ha parecido que me observaba, pero bien podrían ser imaginaciones mías. No me atrevo a acercarme para preguntarle si realmente es él. ¡Qué vergüenza si resultara que no lo es! Y si lo fuera, ¿qué le diría? ¿Que no me fue bien con Carlos y que se deshizo de mí como un trasto inservible?, ¿Que he acabado sola y que ahora trabajo aquí, como encargada de la sección de música, sin más aliciente que esperar el fin de semana para hincharme a palomitas viendo alguna película en la tele? Quizá me diría que me lo tengo merecido. Y quizá sea así.
Ha dado media vuelta. Se va. Decididamente no es él, sus andares son más propios de un viejo que de un hombre todavía joven.

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El viaje de vuelta desde Santiago resultó mejor de lo que esperaba. Me decidí por la ruta que recorría la cornisa cantábrica, pues pensé que, por lo menos, el paisaje lograría apaciguar mi alterado estado de ánimo. La vista del mar siempre ha producido en mí un efecto balsámico. ¡Cuántas horas habré pasado sentado en un espigón del puerto, con la vista puesta en el horizonte, observando la forma cambiante de las nubes, viendo romper las olas y volar las gaviotas, para calmar las penas! Durante la primera parte del trayecto, sin embargo, no pude evitar que el mar me devolviera la imagen de Elena y el recuerdo de nuestros paseos por la playa. Pero algún efecto prodigioso debió de tener finalmente el paisaje que transcurría, veloz, ante mis ojos, porque al llegar a Zaragoza ya había asumido lo absurdo de aferrarme a lo imposible, de resistirme a una pérdida irreparable. Si ella había decidido emprender una nueva vida sin mí, yo debía rehacer la mía sin ella. Lo contrario solo me crearía más frustración y yo merecía ser tanto o más feliz.
Cuando bajé del autocar en la barcelonesa estación del Norte, estaba decidido a emprender un nuevo camino sin el peso de mi constante amargura. Me sentía renovado, con toda una vida por delante. Pensé que quizá fuera un efecto pasajero, pero estaba decidido a hacer lo posible por afianzarlo y no volver a caer en el estado depresivo en el que me hallaba. Decidí adoptar el plan que había estado madurando durante el viaje. Acabadas las vacaciones, aceptaría la beca para hacer el doctorado en el Instituto de Biología Marina en Vigo, donde empezaría una nueva vida alejado de Elena y de todo lo que me recordara a ella. Una vez doctorado, ya vería qué rumbo tomaba. Quizá algún día volvería a Barcelona, cuando la herida hubiera cicatrizado definitivamente. El trabajo y el tiempo lograría lo que hasta entonces me había parecido imposible: olvidarla.
Pero no la olvidé. Ayer la vi después de más de dos décadas de separación y sentí que, de repente, resucitaban en mí los sentimientos que creía haber enterrado. Y hoy estoy aquí de nuevo, en la segunda planta de estos grandes almacenes, espiándola otra vez, reconociendo en esa mujer a la Elena que tanto quise y que tanto me decepcionó. No he podido pegar ojo en toda la noche y no he podido evitar la tentación de volver para estar cerca de ella aun sabiendo que no tengo ninguna posibilidad de recuperarla. Pero quién sabe, la vida nos depara muchas sorpresas. Quizá Carlos haya desaparecido de la suya y Elena todavía sienta algo por mí. Me siento como un adolescente que no sabe cómo comportarse ante la chica de la que se ha enamorado. Vuelvo a sentir lo que sentí cuando, hace tantos años, la vi por primera vez.
Me ha mirado de soslayo en más de una ocasión. Se ha detenido y parece observarme. Quizá esté intrigada por ese sujeto que, a su vez, la observa. Quizá me viera ayer y se pregunta qué hago de nuevo aquí. ¿Me habrá reconocido? La única forma de saberlo es hablando con ella. No tengo nada que perder, salvo la ilusión.
**
Es él, de nuevo. Ha vuelto. Y me mira otra vez, como ayer. Esta vez no son imaginaciones mías. No creo que sea una casualidad que vuelva a estar aquí. Y por el modo en que me observa parece conocerme. ¿Será realmente Enrique? Me gustaría acercarme, hablar con él y salir de dudas. Pero temo hacer el ridículo. Pero si no lo hago, nunca lo sabré. Y si es él, habré perdido la oportunidad que he estado ansiando. Quizá siga soltero o esté divorciado. Quién sabe si todavía siente algo por mí. Si fuera Enrique, haría cualquier cosa por recuperarlo. Ojalá no fuera demasiado tarde y pudiera perdonarme. Se está acercando. ¡Viene hacia mí!
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─¿Elena? ¿Eres tú?
─¿Enrique? ¡Qué sorpresa!


FIN

martes, 5 de diciembre de 2017

Recuerdos paralelos (III)



De Santiago de Compostela no me ha quedado un muy grato recuerdo. Solo llegar se puso a llover y el aire soplaba muy fresco para la época del año. Así pues, la capital compostelana nos recibió con los brazos fríos y mojados. Luego, tal como sospechaba, el constante recuerdo de Elena no me permitió disfrutar de la estancia en la medida que pretendían Juan y Santiago y ello a pesar de la compañía que nos ofrecieron las tres turistas germanas. Además de alegrarnos las noches ─más a mis amigos que a mí─, nos salvaron de pernoctar en aquel tugurio en el que habíamos dejado nuestras mochilas y donde se suponía íbamos a estar alojados durante una semana. Juan propició, sin proponérselo, el encuentro. Fue por la tarde de nuestro primer día de estancia. Al mediodía habíamos cruzado la Puerta Santa en comandita. Santiago, a pesar del mal tiempo, estaba pletórico por haber hecho realidad su ilusión. Juan y yo estábamos sencillamente hambrientos. Fue entonces cuando Juan decidió ponerse a tocar la guitarra bajo uno de los soportales de la Rua Nova para ver si, a la vez que nos protegíamos de la fina pero pertinaz lluvia, conseguíamos ayuda financiera extra para nuestros gastos.  
Les debimos caer bien o yo que sé lo que las motivó a ser tan generosas. Yo creo que se apiadaron de nosotros, pensando que estábamos a dos velas y no teníamos dónde caernos muertos, o bien querían ligar con unos españoles, y a ser posible con tres para equilibrar así la balanza. Según nos dijeron luego, les caímos en gracia con nuestro aspecto afligido, sentados en el suelo, Juan rasgando su vieja guitarra y nosotros haciéndole compañía tan serios, como si se tratara de un velatorio.
Recuerdo que Juan estaba tocando unos acordes de Norwegian Wood, de los Beatles, con los ojos cerrados, como solía hacer cuando se sentía inspirado, mientras Santiago y yo no apartábamos la mirada de la funda abierta a un metro escaso de nuestros pies para ver si caía alguna dádiva y de paso no tener que mirar la cara de los transeúntes, por pura vergüenza. Tan pronto como vimos caer un billete de mil pesetas, nuestros tres pares de ojos ─uno con gafas, el mío─ se alzaron raudos para ver dónde terminaba el largo y pálido brazo que lo había depositado. La mirada nos condujo a una chica muy alta y robusta, de larga melena rubia y ojos claros, que nos sonreía, mostrándonos una dentadura perfecta. La acompañaban otras dos, no tan altas ni tan rubias, que parecían escudriñarnos como si fuéramos bichos raros.
Esa noche fue la primera en todo el viaje que tuvimos compañía femenina. Después de explicarles, en un deficitario inglés, sazonado de mímica, de dónde éramos y qué hacíamos allí, y corrernos una pequeña juerga a la española ─tapas a manta y sangría a tutiplén─, acabaron invitándonos a cohabitar con ellas ─ expresión que usó Juan, siempre tan lingüísticamente ingenioso─, pues, cuando vieron el cuchitril al que pretendíamos hacerlas entrar para terminar la fiesta, dieron media vuelta y casi nos llevaron a rastras a su hotelito ─little hotel, lo llamaron─ para que, por lo menos, nos pudiéramos asear como Dios manda ─o como ellas querían─ y pasar cómodamente la noche. Mis amigos estaban exultantes, pero un servidor no lo tenía del todo claro.
─Joder, tíos, llegar y pillar. Y todo gracias a Juan y a su guitarra de marras ─comentó Santiago por lo bajini mientras seguíamos a las tres rubias hacia su hotelito. Y es que por muy religioso que fuera Santiago, a nadie amarga un dulce. Ya se confesaría.
A mí la perspectiva de tener sexo con una extranjera a la que acababa de conocer y con la que a duras penas me podía entender, pues su inglés tampoco era una maravilla, no me resultaba tan grata como a mis dos colegas. Mi timidez original de fábrica y la sensación de serle infiel a mi ex novia, resultaban un lastre represivo para la práctica del amor libre. Hoy día se consideraría puritanismo o prejuicio, pero acostarme con una perfecta desconocida, teniendo todavía en mente a Elena, no me estimulaba suficientemente la libido, ya de por sí bastante mermada desde mi aún reciente catástrofe amorosa. Además, no sabía cuál me tocaría a mí, deseando que, por lo menos, fuera la más menudita de las tres, más a juego con mi escasa corpulencia. Pero no fue así.
Si bien Juan y Santiago dijeron haber pasado una noche inolvidable en brazos y en la cama de sus correspondientes amantes circunstanciales, yo fingí haberlo pasado en grande con mi compañera teutona. Contrariamente a lo que hubiera sido el lógico y esperado aparejamiento por estatura y complexión, a mí me tocó la más alta y corpulenta, la depositaria del billete de mil, la de la dentadura perfecta. Mi indecisión y pasividad cedió la iniciativa de la elección a mis amigos. No obstante, mi compañera pareció congratularse por haberle tocado yo en suerte. Creo que se había encaprichado de mí y no tuve más remedio que aceptar lo inevitable. A mal tiempo, buena cara.
La noche de amor con Berta ─así se llamaba mi pareja─, fue agotadora, tal era su fogosidad. Después de tanto tiempo sin acostarme con mujer alguna, debería haberme alegrado de disfrutar de aquella oportunidad sin precedentes, pero, aunque pueda parecer extraño, para hacer la situación más placentera, o menos violenta, tuve que echar mano de la fantasía e imaginarme que hacía el amor con Elena. De ahí que le propusiera hacerlo con la luz apagada, con la excusa de que la luz atraería a los mosquitos ─aprovechando la circunstancia de que a la ardiente y calurosa germana le gustaba dormir con la ventana abierta─, y que la luz amarillenta de las farolas daría a la estancia una tenue luminosidad mucho más romántica. Debió creérselo porque no solo no puso objeción alguna, sino que me sonrió lascivamente.
A pesar de que mi fantasía no hizo mucho efecto ─la diferencia de masa corporal entre Berta y Elena anulaba la más remota similitud─ me esforcé en comportarme como el macho ibérico que mi pareja debía estar esperando. No sé si estuve o no a la altura de sus expectativas, pero el caso es que me puso a prueba una y otra vez, hasta que, agotado, decidí pedir un alto el fuego con la excusa de una repentina y dolorosa lumbalgia. Debo, además, añadir en defensa propia que los tiernos juegos amorosos a los que me había acostumbrado con Elena hacían que los lances con la rubia germana parecieran más bien una lucha greco-romana sin árbitro.
Así pues, de ese encuentro sexual no conservo más que un recuerdo anecdótico y poco estimulante. Fue una experiencia más del viaje y de una estancia en la ciudad coruñesa que, aunque breve, se me hizo eterna. Para Santiago, haber visto satisfecho su deseo de ganarse el jubileo, resultó una experiencia única e inolvidable. Yo, en cambio, solo pensaba en regresar y recuperar mi vida, por muy maltrecha que estuviera. Allí me hallaba fuera de lugar, sentía que estaba perdiendo el tiempo, pensaba que estando en Barcelona quizá tendría alguna posibilidad de ver a Elena y recuperarla. La continua presencia de las tres germanas, especialmente la de Berta, me acabó fastidiando. Me irritaba ver cómo mis amigos tonteaban como adolescentes con sus respectivas parejas mientras que yo debía soportar, a todas horas, la compañía y la mirada lujuriosa de la mía. Y por la noche, otra nueva batalla campal en la semioscuridad de la habitación del hotelito. De seguir así, pensé que acabaría aborreciendo el sexo, yo que hasta entonces había sido tan fogoso física y mentalmente.

Como Juan y Santiago se encontraban de mil maravillas en aquel ambiente de turismo y sexo diario, mientras que yo me moría de ganas por desaparecer, tomé una decisión drástica, que a ellos les pilló desprevenidos pero que para mí fue un alivio una vez la hube tomado: volver a casa en el primer autocar con destino a la Ciudad Condal. De este modo, dejé a mis compañeros muy contrariados y a Berta sin tener con quien retozar. Un asunto urgente cuya causa no aclaré fue la excusa absurda que nadie se creyó. Sencillamente necesitaba huir. Y hui hacia mi reducto favorito: mi casa y mis divagaciones mentales en soledad.

CONTINUARÁ...


viernes, 1 de diciembre de 2017

Recuerdos paralelos (II)



Se aproxima. Disimularé, no vaya a pensar que soy un tío raro, un mirón. Ha pasado muy cerca pero no ha reparado en mí. Con los años transcurridos y sigue llevando el mismo peinado. Solo con cerrar los ojos la veo nuevamente cómo era de adolescente.
La última vez que supe algo de Elena fue cuando me contaron que Carlos y ella se acababan de separar. No llegaron a tener hijos. No sé si no quisieron o no pudieron tenerlos. No me extrañaría que el culpable hubiera sido él. No me lo imagino como padre de familia. Demasiado ocupado, demasiado quisquilloso, demasiado egocéntrico. Un crío hubiera trastocado su acomodada y ordenada vida. Elena se equivocó al no romper con ese tipo, a pesar de lo que le conté. En lugar de agradecérmelo, no quiso saber nada más de mí.
Carlos ya le era infiel antes de casarse con ella. Lo descubrí por casualidad. Y es que este mundo es un pañuelo, y a veces muy sucio. Fue en un bar de copas al que fui con mis amigos. Era de madrugada, el local estaba a punto de cerrar y ya se estaba vaciando. Y entonces le vi. Estaba con una chica exuberante y en actitud especialmente cariñosa. Después supe por uno de los camareros, amigo de Juan, que Carlos solía frecuentar el local muy bien acompañado. Así que el prometido de Elena era un promiscuo y ella en la inopia. Reconozco que la rabia y los celos me corroían cuando la llamé para ponerla al corriente sobre la clase de individuo que era su nuevo novio. Si pensé que podría persuadirla me equivoqué. Montó en cólera y me mandó a tomar viento fresco para siempre jamás. No la volvería a ver hasta el día de la “trifulca”.
Al poco de haberla puesto en antecedentes, Elena y Carlos contraían matrimonio. El suyo fue un noviazgo inusualmente breve. O estaba locamente enamorada o simplemente embarazada, llegué a pensar. Según Laura, sería una boda por todo lo alto. Me ofreció todo lujo de detalles, pues como amiga íntima que era la ayudó en casi todos los preparativos de índole personal. Hasta intervino en la elección del vestido de novia.
Y llegó el día de su boda, el de la “trifulca”, un sábado por la tarde. Furioso como estaba, me colé en el restaurante en el momento del aperitivo, poco antes de que los novios hicieran su aparición tras el posado fotográfico tradicional. Mezclado entre los invitados, me aposté junto al buffet donde servían las bebidas. Bebí como un cosaco y cuanto más bebía, más me enfurecía. Ebrio como una cuba, tan pronto les vi entrar me abalancé sobre el novio, lanzándole todo tipo de improperios, gritando sus infidelidades a todo el que pudiera entenderme, hasta terminar la disputa a puñetazo limpio. El final no pudo ser más humillante: fui sacado a rastras del local, con la amenaza de denunciarme por injurias y agresiones. Elena me miraba horrorizada. Esa fue la última vez que la vi. Hasta hoy.
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Ese que lleva rato dando vueltas por aquí se parece mucho a Enrique. Pero no puede ser. Lo último que supe de él, por Laura, es que se había ido a vivir a Vigo, donde había conseguido una plaza en un laboratorio de biología marina. Claro que podría haber vuelto. ¡Ha pasado tanto tiempo! De hecho, más de veinte años. Le he sorprendido mirándome fijamente un par de veces. Quizá le recuerdo a alguien. ¿Y si fuera él? Aunque, de ser él y haberme reconocido, no sé si querría hablarme después de lo que pasó.
No me comporté bien con él. Me quería. Y lo peor de todo es que yo a él también. Le acusé de ser un inmaduro y la inmadura fui yo. Así me fue. No entiendo cómo pude dejarme seducir por Carlos. Y, por si fuera poco, no hice caso a las advertencias de Enrique. Creí que le movían los celos. Carlos parecía un buen tipo. ¡Quién me lo iba a decir! Y encima sus padres, que tanto hicieron para que me sintiera parte de la familia, acabaron poniéndose en mi contra. Él fue muy duro e injusto conmigo y ellos le apoyaron. Nadie creyó en mi palabra. Yo quería tener hijos. Ser madre era mi gran ilusión y así se lo hice saber en más de una ocasión antes de casarnos. Y, en cambio, me acusó de haberle ocultado una infertilidad que ni yo misma conocía. No fue hasta después del primer año de matrimonio que me diagnosticaron una lesión congénita en las trompas de Falopio.
Todavía recuerdo sus palabras: “Pediré la anulación y me la concederán ipso facto. Este es un motivo más que suficiente para que el Tribunal de la Rota anule un matrimonio”. Se refería a la infertilidad de la esposa, especialmente cuando el marido lo ignora porque se lo han ocultado. No hubo forma de hacerle entrar en razón. Y ante mi propuesta de adoptar, se negó en redondo. Quería tener un hijo biológico, un heredero auténtico, no un “advenedizo”, como lo calificó. Y cuando le planteé trasladarnos temporalmente a los Estados Unidos para optar por una gestación subrogada, por ser allí legal, me fulminó con la mirada. Su desprecio por lo que había osado insinuarle me heló la sangre. “No necesito un vientre de alquiler sino una mujer normal”, fue su agria respuesta.
Luego descubrí sus repetidas infidelidades. ¡Qué razón tenía Enrique! Pero ya era demasiado tarde. El daño ya estaba hecho. Tenía un marido adúltero que quería deshacerse de mí por infértil. No me extrañaría, en cambio, que tuviera por ahí más de un hijo biológico no reconocido. Eso encajaría con su doble moral.  
Carlos no quería el divorcio, no deseaba, bajo ningún concepto, que yo pudiera esgrimir su infidelidad para, a mi vez, divorciarme de él. Debía ser yo la culpable. Quería la anulación, ante la perplejidad de mis padres y el asentimiento de los suyos. Quizá temían que, como ex esposa, le reclamara dinero o cualquier tipo de compensación. Pero ¿qué iba a pedirle si todo estaba a su nombre y yo no tenía nada, salvo mi salario? ¡Qué ingenua fui! No quise nada de él ni de mis ex suegros. Y Carlos tuvo razón, la anulación llegó más veloz de lo que creía. En menos de dos años yo había dejado de tener marido, ni siquiera había estado casada. Mejor así. Entonces no lo supe ver, pero con el tiempo me di cuenta de que era lo mejor que me había podido pasar. Ya nada me ata a él.
Mis padres al principio me apoyaron. Me acogieron y tuve un hogar al que regresar. Pero las cosas pronto cambiaron. La constructora para la que trabajaba por mediación de Carlos, y con la que él seguía manteniendo relaciones profesionales, me despidió. Optimización de recursos, justificaron. Mi versión es muy distinta. La mano de Carlos tuvo mucho que ver. Así que me quedé sin empleo. Él me lo dio, él me lo quitó.

Al poco, mis padres dejaron de ser indulgentes conmigo para empezar a recriminarme mi proceder para con el que había dejado de ser mi marido: que si podía haber tenido más mano derecha, más aguante, que hubiera tenido que someterme a más pruebas o recurrir a otros especialistas, que si hubiera debido insistir en la adopción, que si tal, que si cual. Parecía como si de pronto me hubiera convertido en una carga para mis propios padres, que siempre me habían apoyado en todas mis decisiones. Así las cosas, decidí marcharme y refugiarme en casa de mi amiga Laura.

CONTINUARÁ...